Hace
unos días, mientras el taxi que tomé me dejaba en el hotel Hilton de Avenida
Juárez, me empecé a preocupar. Un muro de tablones de madera contrachapada
ocupaba toda la acera frente al edificio. Parecía una obra en construcción.
Arrastré
mi maleta por una estrecha apertura en la barricada, preparándome para el ruido
ensordecedor de los martillos. Pero no había ruido. El Hilton sólo estaba en
modo de defensa.
Era
el 2 de octubre, el aniversario de la matanza de Tlatelolco de 1968, cuando las
fuerzas de seguridad dispararon contra grupos de estudiantes que protestaban
contra el gobierno 10 días antes del inicio de los Juegos Olímpicos que se
realizaron ese año en Ciudad de México. Un número no confirmado de
manifestantes perdió la vida. Cuarenta y cinco años después, los profesores en
huelga y sus simpatizantes —anarquistas, marxistas, miembros de otros
sindicatos— prometían una "marcha" de aniversario.
Había
motivos para preocuparse. El 1 de diciembre del año pasado, algunos de los
mismos grupos se hicieron presentes en la capital durante la asunción de mando
del presidente Enrique Peña Nieto, del Partido Revolucionario Institucional
(PRI). Lanzaron bombas incendiarias, rompieron ventanas y saquearon edificios,
arrastrando muebles a la calle para luego prenderles fuego. El Hilton fue una
de las víctimas de ese día en el que ni la ciudad ni el gobierno central
brindaron mucha ayuda.
En
esta ocasión, el hotel estaba preparado, al igual que numerosos otros negocios
en la avenida, que habían tapiado las ventanas y bajado las puertas de
seguridad a mitad del día. Mientras caminaba de regreso de un almuerzo en el
centro, vi a cientos de policías antimotines con cascos en las aceras y
bloqueando algunas avenidas. Sus rostros jóvenes e inexpresivos miraban hacia
adelante. Tal vez estaban pensando en un colega que había sido golpeado por una
turba durante una manifestación dos días antes y estaba en coma.
Al
caer la noche, las piedras y los cócteles molotov volaban por los aires.
Asaltantes encapuchados y armados con palos y bates de béisbol atacaban a los
policías, que alzaban sus escudos para defenderse. Las ambulancias recorrían la
ciudad a toda velocidad recogiendo a los heridos.
Es
una escena familiar desde que Peña Nieto anunció hace unos meses su reforma
educativa. Los sindicatos de maestros se oponen a las nuevas evaluaciones de
desempeño y al fin de la plaza de base automática. Además, los numerosos
sindicalistas de tiempo completo dejarán de percibir salarios como profesores.
Para
presentar sus objeciones, los maestros marchan. Algunos son extremistas y se
les unen elementos que no tienen nada que ver con la docencia y hacen el
trabajo sucio. Incluso si no llegan a destrozar propiedades y enviar al
hospital a personas inocentes, los manifestantes interrumpen el comercio e
impiden la libertad de movimiento. Como informé en mayo, los manifestantes
incluso han tomado rehenes en el sur del país.
El
vandalismo de los sindicatos no es ninguna novedad. El gobierno, sin embargo,
no ha hecho mucho para prevenirlo. Los procesos penales por actos de violencia
son poco comunes. La paralización de la capital o de carreteras importantes a menudo
conduce a negociones con el gobierno y concesiones, lo que refuerza estas
conductas.
Es
algo que vale la pena mencionar en una semana en que el plan de aumentos de
impuestos y un mayor déficit fiscal sigue su curso en el Congreso. El paquete
abarca nuevos impuestos sobre el capital y los dividendos y tasas
progresivamente más altas a las rentas superiores a los US$38.000 al año, con
menos deducciones. Se prevé que en 2014 el financiamiento del sector público
como porcentaje del Producto Interno Bruto alcance 4,1%, un nivel que no se ha
visto en más de una década.
Peña
Nieto se enorgullece del acuerdo político tripartito, conocido como el
"Pacto por México", donde consiguió el apoyo de la centroderecha y la
izquierda dura en los primeros días de su gestión. Su objetivo es minimizar el
estancamiento. Pero para un mandatario que ha prometido aumentar la
productividad, esto se parece más a un pacto suicida.
Para
justificar su marcha atrás en los compromisos anteriores de anclar sus
políticas en la libertad económica, el gobierno de Peña Nieto ha recurrido a
lugares comunes acerca de la equidad. Parte de los ingresos adicionales
prometidos financiarían nuevas prestaciones del estado de bienestar.
No
obstante, cuesta pensar en un ejemplo histórico en el que el populismo haya
conducido al desarrollo y es improbable que México sea el primero. La
recaudación tributaria del país bordea 18% del PIB, casi lo mismo que Estados
Unidos, que es una economía mucho más desarrollada y, por ende, puede soportar
una mayor carga impositiva.
Si
el objetivo es que un mayor número de personas cumpla las actuales leyes de
impuestos, ¿entonces por qué no empezar por una mayor transparencia del gasto y
la regulación del gobierno, de modo que los mexicanos no se sientan engañados
por un Estado corrupto?
Nuevos
gravámenes como los que pretende imponer Peña Nieto sobre las bebidas gaseosas
y la comida chatarra sólo servirán para expandir la economía informal, pese a
todas sus ineficiencias.
Peña
Nieto ya ha hecho buena parte del trabajo pesado en el ámbito de las reformas,
al presentar una enmienda que permite la inversión extranjera en el sector
energético. Tal vez crea que es hora de satisfacer su flanco izquierdo para
mantener unido su "pacto". Sin embargo, su paquete económico
desincentivará la toma de riesgos y un alza de los déficits fiscales elevará
las tasas de interés en un momento en que México tiene problemas para crecer.
Los
dinosaurios de la izquierda dura que merodean por las calles de Ciudad de
México quieren su alimento. Pero ceder a la extorsión no es la manera de
gobernar un país.
O'Grady@wsj.com
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