La realidad social de nuestros países
latinoamericanos se presenta a través de un lente tan poderoso como lo es cine,
la más de las veces de forma cruda,
incluso de manera exagerada para
algunos. Sin prostitución, drogas, torturados políticos y sicariatos, un
lenguaje tosco y vulgar, ningún film iberoamericano puede jactarse de
serlo.
Quitarse aquella etiqueta de
encima es difícil, pues así es como nos
perciben afuera. Por eso películas como “Pelo Malo”, recién ganadora del
festival de San Sebastián, son auténticas excepciones.
Una percepción aquella, magníficamente
recogida en “Carta poco corta para un largo”, del libro “Los amigos míos se
viven muriendo, (y otros relatos)” del colombiano Luís Miguel Riva. Allí,
Eusebio y José, dos cineastas, en
correspondencia dirigida al gerente del Centro Financiero Nacional,
cuentan lo siguiente:
“Le hablamos del proyecto y nos preguntó si la película
tenía torturados políticos. Con toda sinceridad le dije que no. Permaneció en
silencio un momento y dijo que no importaba, que de todas maneras la realidad
de los jóvenes sicarios en las ciudades colombianas era un tema de mucho
impacto. Hablando lentamente en español le aclaré que en nuestra historia no
había sicarios.
“¿Entonces de qué trata?” preguntó con menos entusiasmo y yo le
dije que era una historia sobre la infancia, las aventuras de tres niños de un
barrio popular. ”
¿Y cómo van a tratar el tema del hambre?, volvió a preguntar,
ahora sin tanta amabilidad y yo le volví a hablar en un lento español
diciéndole que en la película no había hambre. “Entonces no es una película
latinoamericana”. “Sí lo es”, dije en lento español. “No lo es”, dijo el
noruego, sin ninguna amabilidad ni entusiasmo, “es una película europea y de
esas hacemos muchas aquí todos los años.”
Una muestra de la visión externa sobre la
Venezuela actual, nos la dio en días pasados la premiada serie de televisión
Homeland de la que el propio Barack Obama se ha declarado fanático, tal vez
movido por la realidad de su trama, la que muy bien pudiera explotarle en sus
propias narices sin darse cuenta.
En ella, un oficial de la marina
norteamericana, prisionero durante varios años en Irak, regresa a su país como héroe
de guerra, sin que nadie sospeche, salvo una agente de la CIA, la
coprotagonista, a quien algo no le cuadra en esa repentina reaparición. Brody,
el pelirrojo marine convertido al Islam durante su cautiverio, deviene en el
desenvolvimiento de la serie en un agente de Al-Qaeda, organización que por
medio de una célula activa en los EEUU ejecuta un atentado contra la CIA, como
resultado del cual ésta queda diezmada, al ser asesinada la mayor parte de su
tren ejecutivo y más de doscientas personas en total. Así termina la segunda
temporada.
En la tercera, que se acaba de estrenar,
Brody el terrorista más buscado, ha salido huyendo de su país, aunque la agente
de la CIA Carrie, sobreviviente al atentado, lo cree inocente. Pero su destino,
como cualquiera esperaría, no es un lugar del Medio Oriente, sino uno mucho más próximo, las costas de Catia la Mar, Venezuela, donde los caraqueños
acostumbraban disfrutar los fines de semana entre playa y pescado frito.
Específicamente, Brody es conducido a la Torre de David, esa barriada vertical
en que se transformó lo que iba a ser el segundo edifico más alto de Venezuela,
y el símbolo de CONFINANZAS, convertida ahora en los escasos sesenta minutos
que dura el tercer capítulo de la serie, en el icono de nuestro país, desplazando
así a las emblemáticas Torres del Silencio y a las pirueticas autopistas del
Ciempiés o de la Araña, tema de las postales turísticas de antaño.
Quienes vieron, en todo el mundo, ese
capítulo donde además aparece una mezquita formando parte, quizás por primera
vez, de nuestro paisaje urbano, así como el anterior, en el cual un agente
federal viene a Caracas a asesinar a un banquero, quien junto a otros cinco
líderes terroristas conforman la red internacional responsable del ataque a la
CIA, se quedaron con una imagen de Venezuela que tal vez desconocían o que
incluso, les desentona. Al menos así lo cree el Sistema Bolivariano de
Comunicación e Información que terminó catalogando el resultado de la
recreación escenográfica realizada en una construcción abandonada de Puerto
Rico, como una distorsión de la realidad venezolana.
Antes de aparecer en Homeland, la Torre de
David, ya fue objeto de análisis y
estudios sociológicos de urbanistas y artistas, como Urban Think Tank en alguna
bienal de arquitectura, o Ángela
Bonadies en una exposición fotográfica, resultando ciertamente la expresión
social de una Venezuela donde todos aquellos elementos del cine latinoamericano
están presentes.
Homeland significa patria, y quien duda que la Torre de David no es la patria de las más de mil familias que aún viven en ella, después de la invasión del 2007. Quien siembra vientos recoge tempestades, y lamentablemente esa es la postal de nuestro país que, después de quince años de chavismo, se recibe en el exterior, nos guste o no.
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