"A
mí también me iban a matar. Yo estaba en la buseta, bajando hacia Guarenas.
Eran como las 6:00 de la tarde. Cuando dimos la vuelta, saliendo ya hacia la
autopista, se montaron tres tipos. Yo iba en el asiento de adelante, junto a la
ventana. Sentí la pistola aquí, en el cachete. El dinero, el celular, el
reloj... Dame todo, dijeron. Si no, te quiebro. Yo sentí la punta de la pistola
en la nariz. Me olió a bala".
Raymond
Chandler, genio indiscutible de la novela policial, pensaba que todo autor de
una historia de misterio debía conocer muy bien el contexto cultural de sus
lectores. El relato del magnicidio tiene ese problema.
Aparece
en un país donde, cada día, olemos balas; donde cada quien tiene un cuento
espeluznante o un susto en la morgue.
El
Gobierno debería preguntarse por qué sus denuncias de magnicidio no sorprenden
a la ciudadanía. No hay escándalo.
No
hay indignación. Es, también, una noticia fallida.
Hace
demasiado poco, el mismo ministro Rodríguez Torres apareció ante las cámaras,
desenmascarando otra supuesta gran conspiración internacional. Tuvieron a
cineasta documentalista gringo preso durante un tiempo, dijeron que era agente
de la CIA, lo acusaron de todo y, de pronto, con insólita facilidad, lo dejaron
libre en el aeropuerto de Maiquetía. Es todo un récord: en cuatro meses han
convertido la palabra magnicidio en una tibia rutina.
"Hasta
aquí llegué. Eso pensé. Porque me dieron duro. Era una alcabala y me detuvieron
temprano. Se pusieron cómicos con los papeles, dijeron que las copias eran
chimbas. Luego me dieron unos coñazos. Y me pidieron real. Si no, te llevamos a
Catia, me dijeron. Ahí te va a ir peor. Llama a tu mujer, a tus amigos. Levanta
billete donde sea. Yo pensé que me iban a matar".
Hay
en el procedimiento discursivo oficial un error de cálculo. Siempre multiplican
de más. Su propia grandilocuencia arruina la denuncia. Gritan como si hubieran
sorprendido a Bruce Willis, armado hasta los dientes, con granadas debajo de
las muelas, escondido en una alcantarilla a pocos metros del Palacio de
Miraflores.
Sin
presentar una prueba, comienzan acusando a los partidos locales, luego saltan y
señalan a Roger Noriega, siguen con Posada Carriles, avanzan y denuncian a
Álvaro Uribe, para terminar metiendo a Obama en el complot y señalar que se
trataba de un plan para, al mismo tiempo, invadir Siria y perpetrar un
magnicidio en Venezuela.
Uno
entonces voltea y ve la imagen de los dos detenidos.
Uno
de 18 años de edad, otro de 22, según la reseña. Y uno se pregunta cómo carajo
una conspiración internacional de tal magnitud le confía un atentado a este par
de muchachones que, además, necesitan viajar con las fotos de sus víctimas en
el bulto. ¿Por qué siempre los planes son descomunales, peligrosísimos, y los
ejecutores son chambones y torpes? ¿Por qué siempre los magnicidios son
teóricamente muy especializados y, en la práctica, asombrosamente amateurs? Hay
algo en el cuento que cruje, que se atasca. La retórica oficial es cada vez
menos verosímil.
"Yo
siento que a mí me están matando lentamente. De a poquito. En Margarita no pude
atenderme. Y desde allá me vine, buscando una sala de radioterapia que
funcione. Nada.
Tengo
cáncer y no hay hospital que funcione. Yo digo que es como un atentado oficial.
A mí casi me mata el Estado".
El
Presidente convoca al "alto mando político militar de la revolución"
para analizar los escenarios después de esta nueva amenaza. Más pompa
increíble. Más violencia institucionalizada a través del lenguaje. Más fantasía
de poder. Mientras, en las calles, por desgracia, el verbo matar se sigue
conjugando de muy distintas y aterradoras maneras.
"Son
28 niños que han fallecido por armas de fuego en lo que va de 2013", según
cuenta una devastadora investigación de la periodista Laura Weffer.
"67%
de los menores de 12 años, todos víctimas y ninguno con antecedentes
criminales, murió con un tiro en la cabeza".
Dejen
la joda. No nos hablen más de magnicidio, por favor.
abarrera60@gmail.com
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