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martes, 2 de julio de 2013

ALONSO MOLEIRO, PERIODISMO, LITERATURA Y OPINIÓN PÚBLICA

Evitar pronunciarse sobre los temas de fondo, cultivar una relación aproximadamente neutra con todas las fuentes, mimetizarse en el fragor de la calle, ganarse la confianza de los jerarcas del poder para aproximarse a sus dominios, hacer de la equidistancia una norma de vida. 

Tomar nota de las posturas apasionadas y de los personajes díscolos, con la pasión de un retratista, con el objeto de obtener los insumos para poder materializar los más completos perfiles y las más ambiciosas crónicas.

Es un modus operandi muy extendido, y absolutamente legítimo, de algunos de los grandes reporteros del mundo entero. 

Disolverse como una granada fragmentaria silenciosa entre los rugidos de las multitudes; cavar, lo más hondo que lo permitan las circunstancias, para obtener una muestra condensada y fidedigna de la comprensión de los procesos.

Digo que es “absolutamente legítimo”, porque no deja de ser esta una opción personal. Varios de los estamentos más populares y estructurantes del ejercicio del periodismo están comprometidos con la pasión por describir. Adulterar los contenidos de un reportaje con adjetivos descolocados y aproximaciones con sesgo constituye uno de los caminos más conspicuos para degollar una nota.

En muchas sociedades y contextos puede ser procedente convertirse en una especie de llave maestra; cultivar relaciones con universos antagónicos y priorizar, a continuación, la depuración de la técnica y el desarrollo adecuado de la pluma para completar las mejores entregas.

El baremo que intento describir comienza a modificarse cuando el ejercicio del periodismo ingresa en los dominios del estrepitoso y contradictorio universo de la opinión pública. Se trata de dos criterios pertenecientes al mismo ámbito, habitualmente percibidos como las piezas de una misma estructura, pero inequívocamente separados por los contenidos de fondo: los vericuetos de la interpretación y el impacto de los contenidos.

Nadie debe engañarse: ni el alma más deseosa de ausencia, ni espíritu más ubicuo, enfundado en la pluma más talentosa, podrá evitar que las implicaciones sus trabajos levanten las ronchas correspondientes. Si el periodista de marras no quiere hacerlo, presumiblemente porque “no le corresponde hacer juicios de valor”, pues peor para él: otros se tomarán la molestia de hacerlo en su nombre. Una batería de programas de radio y televisión, un ejército de analistas y un muy calificado team de funcionarios perjudicados vestirán al muñeco con todos los calificativos que, hasta entonces, estaba procurando evadir.

La opinión pública, el otro gran torrente del universo de la información —ese que cierto periodismo literario suele soslayar— se encargará de empaquetar, clasificar y etiquetar el más virtuoso de los ejercicios literarios en los antipáticos dominios de la política.

Es una verdad que cobra relevancia muy especial en un país como el nuestro. Hace unos meses, prevalido de la ventaja natural que le otorgaba ser extranjero, Jon Lee Anderson, uno de los reporteros más completo del mundo, publicó una muy comentada crónica sobre la vida que llevaban, apiñados, varios centenares de personas en la tristemente célebre “Torre de David”, acá en Caracas. Anderson concretó una nota magistral en la cual describe la vida cotidiana de personas de índole diversa: vecinos y refugiados; colectivos urbanos simpatizantes del gobierno y elementos vinculados al mundo del delito. Un caleidoscopio muy ajustado que le podría servir a cualquiera sobre la verdadera naturaleza del país que tenemos, nuestros desajustes sociales, e incluso los valores e intenciones de parte de nuestro estamento gobernante

El trabajo que terminó apareciendo en el New Yorker fue el resultado de una paciente secuencia de visitas y conversaciones con venezolanos ubicados en todos los estratos y posiciones posibles, y de un adecuado lobby para intentar granjearse la confianza de algunos elementos del alto gobierno y el chavismo radical. Bastó que saliera a la luz para que un coro de voces indignadas dolientes del gobierno, que siempre lo trataron con cierta indiferencia, lo vilipendiaran con todos los epítetos posibles. Anderson, seguramente acostumbrado a estos lances, salió del brete con bastante solvencia.

El sistema de códigos que comprende el ejercicio de la información está integrado por palabras, las cuales portan contenidos con implicaciones que traen consigo consecuencias. Cuando eso sucede, ingresan al universo de la opinión pública, y, en consecuencia, a la política. Nadie debe asustarse por esta circunstancia.

Hace varios años, Plinio Aplueyo Mendoza intentaba explicarse las causas de la inexplicable lenidad y la actitud deslumbrada con la cual su compatriota y amigo, Gabriel García Márquez, solía aproximarse a la figura de Fidel Castro. 

De acuerdo al periodista colombiano, en lo tocante a su relación con Castro, en García Márquez no operaba en ningún caso el intelectual ni el periodista, sino el escritor. El novelista latinoamericano más completo de su época pasaba parte de su tiempo contemplando con fruición renacentista a aquella figura encantadora y enigmática, sobre la cual se tejían toda suerte de leyendas, para quien, al parecer, no existían imposibles. Todo un prodigio carismático, el hechizo barbado, la concreción de la justicia, la metáfora viva de lo real maravilloso. La puesta en escena de la paradoja latinoamericana; un personaje que parecía haber saltado a este mundo desde las páginas de sus novelas.

Nunca supe si García Márquez llegó a esgrimir, a manera de excusa, aquello de que “no soy quien para emitir opiniones”. Lo que sí está claro es que se le olvidó comenzar por el principio: que su amigo Castro hace rato es un impresentable dictador que proscribe libros en su país, que jamás supo delegar decisiones elementales en cuestiones de estado, que no le interesa la opinión ajena, sobre todo si es discrepante, y que tiene a su país metido en un doloroso proceso de decadencia y agonía.

alonsomoleiro@hotmail.com

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