El
conflicto político ha sido analizado desde Platón y la lista de filósofos que
lo han abordado pudiera hacerse interminable. Platón partía, para justificar su
república, de un reconocimiento a nuestros enemigos como iguales. Kant hablaba
de saber conjugar los elementos para crear las bases de la comprensión. Schmitt
sugería la idea del enemigo justo. Gramsci, desde su posición de definir a la
sociedad civil como parte de una superestructura en la que se presenta el
consenso social, nos refiere a una estructura donde están las clases sociales
divididas y en conflicto y que no pueden ser consideradas como tal. Quizás sea,
entonces, desde Gramsci, que podamos partir para preguntarnos hasta donde la
venezolana puede seguir siendo considerada una sociedad civil, dado el grado de
división interna.
Los
análisis contemporáneos de la violencia política van desde la penetración en
las crisis, rigideces y bloqueos hasta lo que se ha denominado una ‘frustración
relativa”, pasando por lo que se ha dado en llamar la toma revolucionaria del
poder para convertirse, o intentar convertirse, en un protagonista político
permanente, tesis calificada por sus defensores como violencia de carácter
instrumental y que, seguramente, es la versión teórica más afín con la praxis
venezolana de estos últimos años.
Si
lo decimos en términos de Habermas el conflicto proviene de la imposibilidad de
clarificar en forma reflexiva las necesidades y sus modos de satisfacción,
valores a preservar y sistema de vida compartible. En esta “sociedad
democrática” es obvio que se requiere un cuerpo social con criterio que es
precisamente lo que falta cuando el conflicto aparece.
En
medio del conflicto suelen aparecer las preguntas inadecuadas dado que surgen
sobre presupuestos de lucha por el poder y donde las representaciones a las que
es llevado impiden convertirlo en concepto y, sobre todo, donde el lenguaje es
convertido en obstáculo, batalla que algunos hemos señalado volteando el viejo
adagio de que es necesario demostrarlo con hechos para decir que debe ser
demostrado con lenguaje.
La
lucha por el poder obliga a una inmersión total en la realidad con olvido de
toda pretensión de cambiarla, más aún, hacen todo a su alcance porque ella se
mantenga fiel al conflicto. De esta manera se aleja toda posibilidad de otro
conflicto que es inherente a la sociedad misma, el conflicto de la pluralidad
que debate en acción y palabra y que requiere ciudadanía, para centrarlo todo
en un “estado de guerra” con las consecuentes persecuciones y exclusiones.
El
concepto de poder por el que se lucha limita la política a una mera técnica de
dominación. El poder se hace así método para hacernos obedecer y es aplicado por los actores que se
retroalimentan de la realidad del conflicto. De cada una de estas acciones hay
responsables, aún cuando a veces pareciera diluirse esa responsabilidad en un
anonimato atribuible al conflicto mismo. Es así como las sociedades comienzan a
creerse víctimas de una especie de fatalidad inducida, claro está, por una
ausencia de criterio ciudadano y cuando ya no hay aspecto de la vida que no
haya sido invadido por el conflicto.
Esa
invasión de la totalidad hace del conflicto mismo una expresión totalitaria, si
se nos permite un aparente juego de palabras. Todo pasa a dominio del
conflicto, todas las relaciones sociales están interpenetradas y se llega a
hablar del destino que tocó en suerte a ese cuerpo social específico como
fatalidad. Como los órganos del poder se han puesto al servicio del conflicto
no hay adónde acudir en procura de un equilibrio de respuesta justa, el poder
actúa de manera omnímoda pretendiendo cambiar el pasado histórico, haciéndose
él mismo el administrador de una fuerza que excede hasta el mismo Leviatán del
que hablaba Hobbes. Una fuerza justificada en la lucha contra “los enemigos de
la patria” o contra los “enemigos del proceso”, una oposición a una especie de sanación justiciera. El
hombre común pierde todo sentido de seguridad y quienes pretenden restituírsela
sólo alcanzan a balbucear el regreso de un viejo entramado que sólo lleva a una
disposición anímica de desamparo y, con la tecnología de hoy, a una descarga
anímica incongruente en las redes sociales, descarga que contribuye grandemente
al engorde del conflicto.
El
proceso que se vive, o des-vive-, hace cada día más informe al cuerpo social,
dado que todo fin es reducido a la derrota de la contraparte. Procesos
históricos de conflictos con resultados variables hay a montones en la
historia, pero en el aspecto psicológico lleva al aislamiento en procura de un
espacio donde el conflicto no llegue o a la militancia exacerbada en procura de
resolver el conflicto por la fuerza. En ese preciso momento se habrá dejado de
ser sujeto para pasar a ser un mero instrumento de los sucesos. Habrá llegado
la hora al hombre vivo de dejar de retroceder.
Al
fin y al cabo el poder no es más que una representación, cierto que encarcela,
reprime y/o persigue, pero en el campo de la filosofía del conflicto, y para
adelantarnos a los reclamos de ocuparnos del presente real, hay que decir que esa representación requiere
de constante reconocimiento de su existencia
mediante una percepción de lo que se cree de él. Lo hemos reclamado a lo
largo de los años: “la modificación de la mirada”. Ya va siendo hora de que los
venezolanos dejen de describir fenómenos y pongan significados. La falta de respuestas – y seguramente de
interrogantes- ya parece la conversión del conflicto en un anhelo de aclaración
insatisfecho. Pareciera necesario el reclamo, al cuerpo social, de recomenzar a
tener ideas. Las ideas cambian los paradigmas y así las aporías se niegan a sí
mismas dejando de ser irresolubles.
tlopezmel@gmail.com
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