Atrévanse a ser más grandes que sus miedos y álcense sobre las tentaciones del camino. No están solos, eso lo saben bien, no permitan que nadie venga a arañarles el alma; jamás pierdan de vista los ojos de quienes los aman.
En esta hora mis nietos asisten por vez
primera a las aulas y laboratorios de la Universidad.
Ahí están, estos muchachos que hasta ayer les
resultaba difícil separarse de nosotros y nos necesitaban para tomar cualquier
decisión. Ahora uno no sabe consejo darles. Y si aún recordamos cómo éramos a
esa edad, solo sabemos dos cosas: que se van a equivocar y que se tienen que
equivocar.
Uno querría quitarse de encima esa sensación
de vértigo inherente al hecho de ser padres. Para las madres de hijas el
reflejo es enorme, seguro como para los hombres con sus vástagos. No queremos
que cometan nuestros errores y tratamos de prepararlos desde pequeños para que
no repitan el esquema. Pero, al mirar atrás, hay muchas opciones que
volveríamos a tomar a pesar de los pesares y del desgarramiento.
Y aunque, gracias a la experiencia que
vivimos con nuestros hijos, tenemos la capacidad de comprender a nuestros
padres, estamos agotados. Porque, aunque los angustiados sean los jóvenes que a
esta altura del año soportan con dificultad el estrés, nosotros, los que
convivimos con ellos, ¡ya no damos más!
Ya llevo varios días, buscando las palabras
para empezar a hablarles, y he fracasado. No hallo en el montón de ideas que se
confunden en mi cabeza la mejor manera de comenzar estas líneas dirigidas a unos
adolescentes.
He perseguido inútilmente esas frases que
utilizamos y esas oraciones
sobrecargadas de epítetos y metáforas que suenan tan lindas aunque a veces no
se entienda su verdadero significado.
Dicen que la mejor manera de acercarse a un
adolescente es a partir de la propia experiencia, a partir del testimonio de
una vida que fue y que en los recuerdos aún se repite cada vez que la buscamos
en el cajón de los tiempos extraviados, no lo sé.
Recientemente visité La Grita, la aldea donde
me crié para tratar de encontrar el reloj de ayer y volver a respirar el aire
de los tiempos idos.
Volvimos a estrechar la mano de la neblina
que descendía furiosa para despertarnos por las mañanas y nos arrullaba por las
tardes. Nuevamente vimos vencerse el sol tras las elevadas cumbres y esperamos,
con la fe de los inocentes, que la promesa del día siguiente se cumpliera.
Visitar aquel paraíso es visitar los lugares
de mi historia, no de aquella formal y muchas veces infame que se escribe o se
miente en los libros, sino de la otra, de nuestra historia, del paso de los que
antes eran mis amigos que atravesaron las mismas calles, visitaron los mismos
parques y se sentaron a consumir las mismas almojábanas.
Hoy mis nietos, los morochos, viven la misma edad que yo estoy rememorando.
Para mi son recuerdos, para ellos es presente y porvenir.
Solo deseo que nunca dejen de soñar; que
nunca olviden las raíces, que nunca el camino se les llene de telarañas, que nunca extravíen el rumbo de la aurora,
que nunca le cedan espacio a la derrota.
Dentro de muchos años, seguramente ya
ancianos le contaran a sus nietos añejos relatos de antiguos amigos para
reescribir la historia de los hombres verdaderos.
Morochos: Esto parece una utopia, porque
cuando uno es un adolescente no se sienta todas las tardes a meditar sobre la
trayectoria que va tomando su existencia, ni tiene diálogos filosóficos en un
café, ni se cuestiona la vida con la serena distancia que los años nos regalan.
Cuando uno es joven no hay tiempo para detenerse a mirar las rosas, aunque
nunca más las rosas estarán tan frescas y tan puras; cuando uno es joven se
lanza a la aventura de los mares agitados sin mirar atrás, sin pensar en la
próxima orilla, sin preguntar si hay provisiones, arrastrado por el impulso de
una sangre que galopa sin riendas, que se siente infinita y que no conoce sino
el éxtasis.
Cuando menos nos damos cuenta, ya cruzamos la
línea y sólo allí entendemos que no es la única ni es la definitiva, que es tan
sólo una más de las muchas que se nos irán poniendo al frente para que tomemos
las decisiones que nos van a ir formando a través del camino.
Aquí estoy… intentando decirles que el cielo es la promesa para el esfuerzo y
que al doblar la esquina encontrarán que los está esperando la felicidad. La felicidad es una especie de remanso donde
nos sentimos tranquilos con nosotros mismos y con la gente que nos rodea, es
saber que valemos la pena y que quienes deben saberlo lo saben de memoria… Es
amar y ser amado.
Atrévanse a ser más grandes que sus miedos y
álcense sobre las tentaciones del camino. No están solos, eso lo saben bien, no
permitan que nadie venga a arañarles el alma; jamás pierdan de vista los ojos
de quienes los aman.
felipeguerrero11@gmail.com
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