El País (Uruguay) - 01-Mar-13 - Opinión
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EDITORIAL
Las imágenes del poder
No hay nada más democrático que la
transparencia en la vida pública y privada de un gobernante, y no hay nada más
republicano que la obediencia con que el gobernante se somete a esa
transparencia. Es indispensable que la opinión pública tenga conocimiento de la
conducta, los vínculos y los puntos de vista del mandatario, porque solo así es
reconocible para la masa que lo eligió, manteniendo la horizontalidad que es
propia de un régimen de garantías, un marco de igualdad y un sistema de
libertades. Bajo esas condiciones se confirma realmente que la autoridad del
gobernante emana del pueblo y cesa ante su presencia soberana.
Ese trámite puede alterarse por la violencia
política, la inestabilidad social, la impopularidad o el peligro terrorista,
deteriorando las relaciones del gobernante con la comunidad al interponerse más
vigilancia, mayores controles o limitaciones que enfrían el diálogo y afectan
la vieja soltura. El temor a los atentados o la desconfianza ante el
comportamiento colectivo, contribuyen a enrarecer el clima sin que se borre del
todo el espejismo del gobernante amigable y de su gusto por un baño de
multitudes. Queda en tela de juicio, eso sí, la imagen del dirigente popular a
quien la población puede acercarse para saludarlo, escucharlo y tocarlo.
Esos son matices de la cuestión, que cambian
la circunstancia sin anular la esencia. Pero todo se hace pedazos cuando el
gobernante elige en cambio la senda del aislamiento, del hermetismo y el
simulacro, extremo en el que su conducta se convierte en un enigma, su
localización es una incógnita y su estado personal es un misterio, cancelando
toda información veraz para canjearla por una versión oficial (o un silencio
oficial) donde las cosas se ocultan, se retocan, se callan o se inventan según
convenga al centro del poder. Así se pasa de la certeza a los interrogantes,
del intercambio al encierro, de la proximidad al distanciamiento, de la verdad
al encubrimiento y de la democracia al autoritarismo.
Nadie más que su séquito sabía dónde estaba
Stalin durante sus 25 años de autocracia; nadie conocía el momento en que
Hitler llegaría a un acto, porque variaba la hora sin previo aviso por razones
de seguridad. Nadie estaba seguro de que Saddam Hussein fuera realmente quien
saludaba desde la tribuna, porque utilizaba sosías para protegerse, y nadie
conoce el paradero de Fidel Castro desde que tuvo su quebranto de salud, ni la
naturaleza de esa dolencia ni sus márgenes de recuperación o el sitio donde lo
atendieron. El culto del secreto sobre las figuras públicas es uno de los
códigos más ingratos y típicos del despotismo y admite algunas preguntas sin
respuesta: por qué ese bloqueo de información es inseparable de tales regímenes
y cómo sin embargo es incapaz de debilitar el arraigo masivo que despiertan
esas figuras. Quizá la atmósfera de intimidación explique ambas cosas.
En Venezuela está ocurriendo algo similar con
la enfermedad de Chávez, esa silueta contradictoria cuyas victorias electorales
se codean con los atropellos de su estilo de gobierno y los galopantes índices
de corrupción que lo oscurecen. Una cerrada cortina ha caído sobre las etapas
de esa enfermedad, a la que sus seguidores solo se refieren con vaguedades y
los comunicados oficiales solo mencionan con eufemismos, acompañados por largos
trechos de mutismo. En la manera de dar la espalda al aperturismo propio de la
democracia, ese disimulo puede leerse como un intento por colocar al gobernante
más allá de la simple estampa mortal, un esfuerzo por consagrar el aislamiento
como membrana casi divinizadora, un empeño por presentar al conductor bajo una
aureola invencible o un perfil inalterable, un gesto para ponerlo a salvo de la
tristeza carnal de su historia clínica. El líder indispensable se vuelve así
indestructible y el todopoderoso se vuelve inmortal. Parte de esa sacralización
ha coloreado históricamente la efigie de los dictadores, desde Lenin eternizado
por su cuerpo exhibido y momificado en el panteón, hasta Franco envuelto en su
lecho de moribundo por el manto de la Virgen de Guadalupe. La intervención del
factor mágico, en espera del milagro, también aparece en el caso de Chávez y
ocupa el sitio desalojado por la razón y la realidad, a medida que el personaje
se interna en las ficciones del absolutismo.
Este es un reenvío de un mensaje de
"Tábano Informa"
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