La crisis del proyecto europeo suscita agudas
paradojas. Se pretendía que la Unión Europea iba a significar una reducción de
los ímpetus del nacionalismo, y que el proceso avanzaría hacia una especie de
supra-Estado gobernado desde un centro ubicado en las instituciones
comunitarias de Bruselas y Luxemburgo, orientando a las partes en armonía
El renovado vigor del independentismo catalán
coloca a España y Europa ante serios dilemas. Es posible que esta misma semana
el parlamento catalán se pronuncie a favor de un Estado propio; por su parte,
el líder del partido socialista español ha declarado que favorece un cambio
constitucional y un Estado federal, en tanto que un destacado dirigente
empresarial denuncia ese rumbo como una “barbaridad” para el progreso del país.
La crisis del proyecto europeo suscita agudas
paradojas. Se pretendía que la Unión Europea iba a significar una reducción de
los ímpetus del nacionalismo, y que el proceso avanzaría hacia una especie de
supra-Estado gobernado desde un centro ubicado en las instituciones
comunitarias de Bruselas y Luxemburgo, orientando a las partes en armonía.
La utopía europea pareció marchar bien
mientras perduraron tiempos de prosperidad, pero el caos financiero, que se
traduce en inmensas deudas de los Estados y en la asfixia de unos bancos
privados y públicos también insolventes, está generando todo lo contrario de lo
que el sueño vislumbraba. En lugar de propiciar la unidad, el ambicioso empeño
de unas élites que siempre han desdeñado la legitimación democrática de su
proyecto de poder y han avanzado sin consultar adecuadamente a sus electorados,
se transforma en pesadilla. Para las élites europeas la solicitud catalana a
favor de sus derechos democráticos es un pecado contra el “proyecto”.
Las fuerzas centrífugas del nacionalismo,
inevitables en sociedades históricas con tradiciones y valores hondamente
arraigados en la conciencia colectiva, renacen con fuerza frente a los retos de
la decadencia. En el caso español, a los dilemas políticos y económicos que
plantea un separatismo regional que ahora, como ocurre en Cataluña, se muestra
energizado por un apoyo masivo, se añade el peso de las enseñanzas que en
principio debería arrojar la historia no tan lejana.
Resultaría suicida olvidar el impacto que
tuvo la voluntad soberana de regiones como Cataluña y el País Vasco, durante el
tumultuoso y trágico período que condujo al establecimiento de la República y
la Guerra Civil. Ya algunos oficiales del Ejército español han comenzado a
alertar en tal sentido, pidiendo prudencia a los catalanes.
Los fantasmas del pasado se mezclan con las
apremiantes realidades del presente para plantear a España y Europa desafíos
ineludibles. No obstante, las élites del viejo continente se rehúsan a admitir
la verdad y sólo procuran ganar tiempo, a la espera de algún milagro que
permita la sobrevivencia de la utopía. Casi nadie, dentro y fuera de España,
Italia, Portugal o Grecia se atreve a reconocer lo obvio: el Euro fue una idea
mal concebida y peor implementada, y dentro de la estructura de una moneda
única, países como los mencionados no tienen posibilidad de ser competitivos y
recuperar su productividad. Les queda solamente caminar de crisis en crisis
apostándole a una generosidad alemana que en cualquier momento se agota.
Topamos quizá con la más peligrosa paradoja
de todas: La Unión Europea fue en buena medida creada para controlar a la
poderosa Alemania dentro de un esquema supra-nacional. Sin embargo, la bancarrota
financiera originada por Estados de bienestar impagables lleva a Europa a
colocar sobre los hombros de los contribuyentes germanos el peso de la crisis.
Estos últimos empiezan a entender que Alemania entró al Euro engañada por sus
líderes, que prometieron que jamás lo que ahora pasa en efecto ocurriría. El
nacionalismo alza la cabeza en Alemania con imprevisibles consecuencias.
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