Ha llegado el año de lo que el país tenía, desde 2006, como el año del
"finiquito". El arribo de 2012 año ha sido toda una fiesta. Fueron
seis años de paciencia los que antecedieron a la explosión de esperanza con que
Venezuela despertó este 01 de enero.
Lo ocurrido es similar a lo del primer trimestre de 2011, cuando la
nomenclatura roja, sorprendida ante el fenómeno, observó con atenta
preocupación aquello que lucía como un mal presagio, inesperado y revelador.
En aquel instante -que se prolongó por tres meses- la voluntad de cambio
se había hecho presente en la opinión pública, efecto de los resultados del
26-S y también porque, finalmente, estábamos en el prefacio de "la fecha
prometida".
No era lo mismo decir entonces "faltan dos años", a decir
"el año próximo nos vemos en las urnas". Tampoco sonaba igual un
"año no es nada", a la asfixiante sentencia de los diez meses que nos
separan hoy de nuestra propia "tormenta del desierto". Diez meses,
señoras y señores. Diez meses para un cuerpo a cuerpo, al que cada cual asiste
en condiciones distintas a las de hace seis años.
No es una trivialidad que el chavismo acuda a defender su corona no sólo
con un candidato envejecido que lucha para evitar ser percibido como un hombre
apocado e inhábil. A esa desgracia hay que añadirle el tiempo recorrido en el
poder, las fallas estructurales del Gobierno, el menoscabo de las expectativas
populares, y las limitaciones de la credibilidad con que una vez contó toda la
nómina revolucionaria, cuando aún la ornamentaban atributos como la novedad y
la honradez de los nuevos rostros...
De igual modo, no es un hecho banal que la de ahora, incluso con sus
yerros, sea una oposición policlasista, rejuvenecida por figuras con muy
moderados niveles de rechazo, y con un disciplinado respeto a lo que quedó
armado como plataforma unitaria. Tampoco lo es el hecho de que sus retadores
encarnan una renovación, en la que se perfilan como jóvenes diferenciados del
llamado "pasado", emergidos bajo la égida del "proceso" y
con unas ganas poderosas de representar bien, no únicamente al país que desea
un cambio, sino a las nuevas generaciones desestimadas siempre en la política
nacional, proclive a despreciar cualquier refrescamiento y modernización.
No:
aunque tengamos enfrente al mismo petroestado abusador; la misma
inescrupulosidad pendenciera, e incluso la misma cartilla de misiones
utilitarias, la pelea no será igual a las anteriores. Las energías de quien
detenta la presea se han venido a menos: el riesgo de un desplome en el ring
ahora sí está presente. Y por si fuera poco, hasta el electorado rojo sabe ya
que su dignificación es un juego de azar dentro de un cuento en el que hace de
tonto útil.
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