El
departamento de estadísticas laborales ha anunciado que el desempleo en Estados
Unidos descendió del 9 al 8,6% en noviembre. Se crearon 120.000 puestos de
trabajo. No obstante, la fuerza laboral total (la suma de quienes trabajan más
los que buscan empleo) volvió a contraerse, y 350.000 personas adicionales
abandonaron sus esfuerzos por obtener empleo.
Como ha
señalado William Galston, a pesar del crecimiento de la población en edad de
trabajar durante los pasados cuatro años, la fuerza laboral estadounidense no
se ha expandido. Si los ciudadanos en edad de trabajar estuviesen ingresando en
la fuerza laboral a los niveles de hace cuatro años (principios de la
recesión), ésta incluiría otros 5 millones de individuos y el nivel de
desempleo sería en consecuencia más elevado. Más de 13 millones de personas
continúan sin trabajo, y el problema del desempleo endémico y prolongado tiende
a agravarse.
Quedan pocas
dudas de que la recuperación económica se arrastra a paso de tortuga. Al ritmo
que lleva, se requerirán dos décadas para que el país recupere los niveles de
desempleo previos a la recesión.
Es bastante
obvio que los programas de estímulo fiscal ejecutados por el Gobierno no han
tenido los efectos previstos. En tal sentido, los economistas de tendencia
keynesiana que respaldan la gestión de Barack Obama y el Partido Demócrata,
entre ellos el cada día más desencajado e iracundo Paul Krugman, argumentan que
el problema es que los programas fueron insuficientes, que el remedio al
endeudamiento consiste en endeudarse más, imprimir más dinero y aumentar los
impuestos, y que los que vengan después paguen los costos traducidos en inflación.
Resulta
interesante constatar que el keynesianismo en economía significa en esencia
tres cosas: quejarse siempre de que no se gasta lo suficiente, exigir siempre
más impuestos y mostrar sin pudor la grieta ética que consiste en sacrificar el
futuro en aras del presente, ya que, en palabras de Keynes, "a largo plazo
todos estaremos muertos". Ese ha sido el camino de Europa, y ya vemos
adónde conduce.
Comentaristas
como George Will han enfatizado que la reforma de la seguridad social impuesta
por Obama y los demócratas, sin un solo voto republicano y con el rechazo
mayoritario de la ciudadanía, ha tenido un efecto profundamente negativo sobre
el clima económico, aun antes de que entren en vigor sus confusas normas. Ello
se debe a los notorios índices de opacidad, ambigüedad e incertidumbre que la
mencionada ley ha introducido en los cálculos de los agentes económicos, y a la
convicción de muchos empresarios medianos y pequeños –con márgenes de ganancia
precarios– de que sus negocios están condenados a desaparecer en el contexto de
una dinámica de gastos semejante a la que ha conducido a Europa al precipicio
de la quiebra.
En lo que
constituye una patente ironía del destino, Barack Obama no tuvo mejor idea al
encaramarse a la Presidencia que emular el utópico modelo europeo, hoy en
evidente bancarrota financiera, ideológica y política. Lo hizo precisamente
cuando tal modelo empezaba a naufragar, desvelando su inviabilidad y sus
irresolubles dilemas.
En 2012 el
electorado estadounidense deberá afrontar la disyuntiva: o hundirse como Europa
o respirar de nuevo aires de libertad; medrar en la mediocridad socialista o
retomar el camino que hizo de su país una superpotencia.
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