Un niño mira por una ventana y el amanecer se le clavetea en los ojos como una ofrenda de luz. Él nada sabe de ventanas. Sólo mira todo lo que pasa a su alrededor. Y lo hace suyo con la frescura con la que toma una flor. No sabe ni se plantea la existencia de otras ventanas, y mucho menos de ventanas cerradas.
Allí sueña con que muchos niños ingresen a sus pupilas para jugar. Y contempla con fino detenimiento a los pájaros mientras pasean su canto de un árbol a otro. Es tan lúcido su mirar que distingue aun lo que no se distingue. Puede a la distancia advertir el combate de un insecto atrapado en la red de una araña, tan sólo para asegurar el vivir de ambos. Se asombra de encontrar entre las nubes, rostros que ríen.
Descubre en el pasto una hoja reluciente y única. Y otra que en su vuelo parece danzar al ritmo de su pulso. Revisa con cuidado si hay indicios de lluvia y desde arriba advierte que su columpio lo aguarda. Y le pide a la madre salir a conquistarlo.
Ese niño que nada sabe de literatura piensa que el mundo está hecho de parques y ni siquiera se imagina que detrás de las ventanas hay personas que no se reconocen. Eso lo averiguará después, no sin asombro. Por ahora el hijo del vecino, el niño que recorre la calle con un carrito de cartón o el que devora un helado son todos sus amigos y a todos los invita a jugar.
Pero que pronto se pierde esa armonía natural y espontánea. Porque ese niño que se asoma a la ventana del vivir es igual a cualquier niño ubicado en cualquier geografía. Hasta que comienzan a estrecharse los espacios para mirar y para vivir, y entonces, ya se anula el niño y aparece el hombre de hoy.
Y allí cada uno de nosotros se construye una ventana propia y en ella se encierra no sin antes desplegar gruesas cortinas y colocar poderosas cerraduras para amurallar la vista del otro que pudiera hallar, entre esos espacios, alguna común tristeza o alegría.
¿Qué las vidas son diferentes, anchas y ajenas, al decir de Ciro Alegría? No se podría negar. Pero hay algo en común en cada ser humano, que por lo general preferimos ignorar, porque no nos gusta parecernos a nadie, sino más bien cultivar una individualidad que a la final queda anulada, porque significa la interacción con una parte de la humanidad, demasiada diminuta para otorgarle al hombre la esencia de su propia condición.
A la final las fronteras siempre nos habrán de servir para aislarnos o lo que es peor, para desdeñar todo aquello que está fuera de ellas. Es el territorio del hombre escindido.
La globalización fracturó las fronteras. Eso es absolutamente cierto. Pero no desaparecieron las fronteras o las murallas. Habría que decir que más bien crecieron. Lo que está por encima y más allá incluso de nuestro más sano raciocinio, es algo tan escandalosamente abstracto como el capital, el dinero, esa entidad misteriosa y secreta que ha convertido el ser humano en una especie prescindible.
Como si una vez extinguida la especie, alguien en algún planeta lejano pudiera con esos capitales, venderlos quien sabe a quien y a cambio de qué, para fundar de nuevo la misma vieja historia de asesinos que conocemos hasta ahora.
Y qué bueno fuera que en verdad cada uno de nosotros insistiera en lo que nos es común y no en lo que nos han inventado para disgregarnos, separarnos, dividirnos hasta convertirnos en minúsculos átomos de una materia que ni siquiera se reconoce, con el perdón del átomo que sí sabe reconocerse a sí mismo como creador de toda especie.
Este texto habla de la mujer en la ventana. Una mujer múltiple como múltiples son las ventanas que las encierran. Es el niño que ya no está. Es el hombre que ha perdido la capacidad de reconocerse en el otro, de buscar ese cauce común que nos hace todos frutos de una misma especie.
En la tristeza, es posible que se llore callado o con gritos estruendosos, pero el sabor salobre de las lágrimas es idéntico en cualquier rostro en el cual se asoma. Y el concierto melodioso de la risa es el mismo, cualquiera sea el labio que la emita.
Lo que ha sido diferente es el objeto de nuestra tristeza y nuestra alegría. Hay quienes se alegran al matar a alguien y quienes lloran porque no han podido alcanzar objetivos insignificantes.
Que bueno fuera que cada uno de nosotros sintiera alegría por la vida que nace infinitamente en cada espacio del planeta y el universo y que se entristeciera con el color de las lágrimas que elija, cada vez que alguien es atropellado, herido, maniatado, violentado o muerto sin otras razones que las que nos hemos creado para ir permanentemente unos contra otros.
Ay si el planeta riera al unísono por una sola vez. Ay si el planeta llorara al unísono hasta que desaparecieran las guerras, los crímenes, los vejámenes y la apropiación.
Ay, si esa paz que se invoca fuese algo que realmente hermanara a los hombres y no otra forma de la misma guerra.
Ay si a través de las ventanas lanzáramos florerías, confituras, cantos y mesas servidas de abrazos, en vez de lanzar racimos de bombas y proyectiles.
Ay, si volviera florecer en cada hombre otra vez el niño.
¿Será en verdad tan difícil reencontrarnos en el otro? ¿Será que en verdad no habrá espacio en el mundo para todos? ¿Será que no podemos soñar un tiempo de casas sin puertas ni ventanas por donde el aire amoroso de la vida se cuele dejando su aromas en cada rincón?
Dejo estas preguntas aquí en estas Embusterías que es un inmenso ventanal sostenido sobre el aire. Por él he visto ya demasiadas cosas pero también he sembrado en los suspiros que de él se desbordan, multitud de esperanzas.
Tal vez sea tiempo de convertirnos en abridores de ventanas y tratar de ser como los pájaros, de libre vuelo por sobre todos los territorios de los árboles, que aún no hemos talado.
03 de noviembre del 2011
merysananes@gmail.com
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