Algunas personas que se definen a sí mismas como católicas tradicionales (...) argumentan que la tradición católica exige un Estado mucho más activo y enérgico que el mínimo del liberalismo clásico. Incluso a veces se insinúa (...) que los católicos que insisten en la estricta limitación del Estado, o incluso en la eliminación del poder del Estado, han sido atrapados por una estratagema moderna (...) Pero si alguien se ha visto seducido por las ideas modernas son precisamente esos críticos.
Lo cierto es que el "Estado" con el que estaba familiarizado Santo Tomás era cualitativamente distinto al Estado moderno. Ésa es otra importante contribución de la encíclica Centesimus Annus del papa Juan Pablo II: por fin se reconoció lo que debería haber estado claro hacía mucho tiempo, concretamente, que el Estado moderno es algo totalmente nuevo y que no puede tratarse analíticamente como una mera extensión del orden político que lo precedió. Como observa adecuadamente un especialista, Centesimus Annus es "la primera encíclica importante que trata al Estado como lo que es, al menos tal como lo ha revelado la historia reciente; esencialmente, una concentración potencialmente peligrosa de poder coactivo que necesita de las más estrictas limitaciones estructurales y jurídicas para no adueñarse del ámbito económico por un lado, y del ámbito religioso cultural por otro. El Estado político descrito en Centesimus Annus ya no es la civitas clásica o medieval".
La misma idea de soberanía, según la cual debe existir un único Estado soberano, competente y lo suficientemente contundente como para hacer sentir su voluntad en la sociedad, ni siquiera habría sido reconocida por los medievales cuyo orden político creen estar defendiendo nuestros críticos. En su memorable estudio del cardenal Wolsey, Alfred Pollard describe la descentralización del poder que caracterizaba a la Inglaterra medieval, y, por extensión, a toda Europa occidental:
Existían las libertades de la Iglesia, basadas en una ley superior a la del rey; existía la ley de la naturaleza, grabada en los corazones de los hombres y que no podía ser borrada por mandato real; y existía la prescripción de costumbres locales y feudales inmemoriales que definían una variedad de jurisdicciones y obstaculizaban la actividad de una sola voluntad. No había soberanía capaz de erradicar la servidumbre por medio de un edicto real o de una ley del parlamento, de regular licencias municipales, de reducir a la uniformidad las diversas actividades de la Iglesia o de promulgar un principio de sucesión al trono. Las leyes que regían las vidas de los hombres eran las costumbres de su comercio, de su localidad, o del Estado, y no la ley positiva de un legislador; y toda la legislación parlamentaria inglesa de la Edad Media es más escasa que la del reinado de Enrique VIII.
Asimismo, el sociólogo Robert Nisbet describía la sociedad medieval como "una de las sociedades más flexiblemente organizadas de la historia". Los líderes políticos que deseaban la centralización se dieron de bruces con las libertades históricas de las ciudades, los gremios, las universidades, la Iglesia y cuerpos colectivos semejantes. Todos protegían celosamente libertades obtenidas con mucho esfuerzo, y se habrían quedado desconcertados ante la idea moderna de que una sola voz soberana, bien fuera de un rey o de "la gente", pudiera haber redefinido o revocado esos derechos por su propia autoridad. Por tanto, el proceso de centralización monárquica, escribe Bertrand de Jouvenel, "presupuso la completa subversión del orden social existente". En una sociedad como aquélla, en la que abundaban las jurisdicciones legales y no existía una única voz soberana, el rey no hacía la ley, sino que estaba limitado por ella. La ley era algo a descubrir, no a ser hecho, como sucede con los monarcas absolutos y los parlamentos de la era moderna. A eso era a lo que se refería el abogado colonial James Otis cuando dijo en 1763, estando ese punto de vista en las últimas, que al parlamento sólo le correspondía jus dicere (decir o declarar lo que era la ley) más que jus dare (dar la ley, como algo inventado); en última instancia, jus dare sólo correspondía a Dios.
Sin embargo, hoy en día hemos llegado al punto en que una institución llamada Estado define esencialmente sus propios poderes. Nos hallamos muy lejos del modelo medieval, en el que el rey poseía ciertos poderes tradicionales pero no podía definir sus propios poderes a voluntad, o revocar los derechos tradicionales de la gente o de los varios cuerpos subsidiarios de la sociedad. "En casi toda la cristiandad latina", escribe A. R. Myers, "en una época u otra, los gobernantes aceptaban que, aparte de los ingresos normales del regente, no podían imponerse impuestos sin el consentimiento del parlamento". Ese detalle refleja el principio más amplio de que el rey no podía ir arbitrariamente más allá de los límites de sus derechos tradicionales.
Qué diferente es la situación hoy en día... Como observa Jouvenel: Los caseros ya no se sorprenden al verse obligados a tener un inquilino; los patronos se han acostumbrado a tener que subir los sueldos de sus empleados en virtud de los decretos del Poder. Hoy en día se da por sentado que nuestros derechos subjetivos son precarios y que dependen de la buena voluntad de la autoridad. Pero ese orden de cosas aún era nuevo y sorprendente para los hombres del siglo XVII, que fueron testigos de los primeros pasos decisivos de un concepto revolucionario del Poder; vieron cómo se asentaba con éxito el derecho de soberanía como algo que rompía otros derechos y que pronto sería visto como el fundamento de todos los derechos.
Por tanto, resulta totalmente plausible sostener que la auténtica postura conservadora no es adoptar la idea moderna de soberanía, sino rechazarla por completo. La soberanía es una idea completamente moderna, y si alguien ha hecho concesiones a la "modernidad" son quienes adoptan fervientemente una filosofía política que no sólo discrepa de la de la Europa medieval, sino que también ayudó a socavarla y debilitarla. Son ellos, más que los que nos mostramos escépticos ante el Estado, los que tienen que dar las explicaciones.
Como ha observado el historiador Norman Cantor respecto a la Edad Media: En el modelo de la sociedad civil, casi todas las cosas buenas e importantes se dan por debajo del nivel universal del Estado: la familia, las artes, el aprendizaje y la ciencia; los negocios y el progreso tecnológico. Son el trabajo de individuos y grupos, y la implicación del Estado es remota. Es el imperio de la ley el que elimina la insaciable agresión y corrupción del Estado y el que da libertad a la sociedad civil por debajo del nivel del Estado. Pero en el mundo medieval los hombres y las mujeres labraban sus destinos con apenas implicación del Estado.
Deberíamos tener en cuenta este punto de vista al valorar las propuestas de los católicos tradicionales para aumentar la autoridad del Estado. Un detractor católico de la economía de mercado se queja de que "el capitalista busca neutralizar la resolución del Estado de asegurarse de que toda la riqueza de la nación sea equitativamente distribuida para cubrir las necesidades de todos, es decir, por el bien común". Pero la idea de una sola voz soberana que ejerza el control sobre "toda la riqueza de la nación", una frase imprecisa que requeriría una explicación, habría sido considerada una novedad intolerable en la Edad Media, precisamente el periodo que ese detractor cree estar defendiendo.
Volviendo a argumentos más estrictamente económicos, la afirmación de ese crítico nos hace recordar el punto de vista de Reisman (...): "Lo que hizo posible la subida real de los sueldos y el nivel de vida a lo largo de los siglos XIX y XX fue precisamente el hecho de que, por primera vez en la historia, los partidarios de la redistribución de la riqueza fueron rechazados el tiempo suficiente y lo suficientemente lejos como para permitir una acumulación de capital a gran escala y las innovaciones necesarias". En segundo lugar, hablar de la "distribución equitativa" de la "riqueza de una nación" sólo invita a la confusión. La economía de mercado consiste en intercambios voluntarios de propiedad. No hay ningún mecanismo de "distribución". Si los intercambios individuales que genera la economía de mercado son justos (y sería muy difícil argumentar que no lo son) no hay forma lógica de juzgar los resultados materiales de esos intercambios como "injustos". Yendo más al grano, si no hay distribución en una economía de mercado, no puede haber algo como una "distribución justa" o una "distribución injusta".
La "riqueza de una nación" no es un amontonamiento de cosas de las que se aprovecha a escondidas una minoría de la población para luego esfumarse en medio de la noche. La riqueza se crea en una economía dinámica y, por tanto, el enriquecimiento de unos no sucede a expensas de otros. Además, si alguien inventa, comercializa o promociona una importante novedad que reduce gastos en, por ejemplo, la producción de los automóviles que conducen millones de personas, no tiene por qué resultar sorprendente o parecer siniestro que su sueldo sea muy superior al de alguien que friega suelos en un bloque de oficinas en Hoboken. Reclame lo que reclame la moral de su generosidad, argumentar que la propiedad de ese hipotético inventor debería ser legalmente considerada como parte de la "riqueza de la nación", y por tanto que debería estar a disposición del Estado para distribuirla a aquellos que no han tenido nada que ver con la creación de esa nueva riqueza, requiere una defensa filosófica mucho más elaborada que la que han ofrecido muchos detractores católicos del capitalismo. Lo que está claro es que ese punto de vista no tiene sus raíces en el orden político de la Edad Media, cuando apenas habría sido imaginable, y menos aun aceptable, la idea de que el rey hubiera tenido todo el control sobre toda la riqueza de su reino.
NOTA: Este texto está tomado del libro de THOMAS E. WOODS JR. POR QUÉ EL ESTADO SÍ ES EL PROBLEMA, que la editorial Ciudadela pondrá a la venta la próxima semana.
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