Los populistas aman a los pobres. Los aman tanto que se oponen con tenacidad impresionante a quienes quisieran liberarlos de la tutela cariñosa de sus benefactores. ¿Qué pretenden esos sujetos desalmados? ¿Privar a los humildes –así los llaman– de la solidaridad de los únicos que los entienden? Aunque todos, con la eventual excepción de clérigos que para extrañeza de los demás toman ciertos preceptos bíblicos al pie de la letra, se afirman indignados por las dimensiones alcanzadas por la pobreza y desconcertados por su resistencia a replegarse, los populistas obran de tal manera que, a pesar de las hazañas macroeconómicas que se han registrado en los años últimos, sigue afectando a una proporción sustancial de los habitantes del país.
Lo que sucedió en Villa Soldati les habrá recordado que la pobreza extrema es el problema más apremiante del país, pero resulta poco probable que los haga cambiar de actitud.
En este ámbito, las estadísticas nos dicen poco; hace algunos meses, el Indec, con la precisión delirante típica de los encargados de cuantificar la realidad, nos aseguró que una familia de cuatro que percibe más de 1.150 pesos y 51 centavos mensuales ha dejado de ser pobre, pero en Estados Unidos, donde el costo de vida no es más elevado que en la Argentina, la línea de pobreza se aproxima a los 4.400 pesos mensuales. De trasladarse a América de Norte, el grueso de la clase media argentina sería considerada muy pero muy pobre. Hasta mediados del siglo pasado, las diferencias socioeconómicas entre la Argentina y Estados Unidos no eran tan llamativas, pero a partir de entonces han aumentado tanto que puede decirse que hacer comparaciones estadísticas entre los dos países no sirve para mucho.
De haberse previsto en 1950, digamos, que las sociedades mayormente occidentales ya ricas pronto verían subir su estándar de vida hacia niveles apenas concebibles, a los pronosticadores les hubiera parecido inevitable que los excluidos de la fiesta se las arreglarían para obligar a los gobernantes a emular a sus homólogos de los países exitosos. Sin embargo, aunque la conciencia de que el atraso económico, y por lo tanto social, de la Argentina se hacía cada vez más evidente contribuyó a la inestabilidad política al hacer creer a algunos despistados que los militares podrían conformar una elite modernizadora, la clase política nacional logró adaptarse a las circunstancias con facilidad sorprendente.
Incapaces de derrotar la pobreza, los populistas y sus compañeros de ruta progresistas optaron por administrarla de tal modo que les sería una fuente de poder. Los más hábiles resultaron ser los peronistas. Acaso no se propusieran fabricar más pobres por entender que les sería fácil engañarlos, como suelen aseverar sus adversarios, pero es lo que en efecto hicieron.
Sin los colosales "bolsones de pobreza" que se dan en el conurbano bonaerense, hubiera sido tan radicalmente distinta la evolución política del país luego de la caída, en buena medida por agotamiento, del gobierno caprichosamente autoritario de Juan Domingo Perón en 1955, que hoy en día el peronismo no sería mucho más que una curiosidad histórica. El que el movimiento fundado por el general haya recuperado una y otra vez la "hegemonía" merced a los fracasos ajenos puede atribuirse al conservadurismo extremo de los sectores más pobres. La variante kirchnerista del peronismo ha sido beneficiada por este fenómeno a primera vista paradójico. Pese a la expansión espectacular del producto bruto nacional en el transcurso de su ya larga gestión, no se han modificado mucho las condiciones de vida de millones de marginados, pero sucede que entre ellos se encuentran los kirchneristas más fieles.
La forma tradicional de administrar la pobreza consiste en cooptar a los activistas más influyentes, entregándoles subsidios y permitiéndoles manejar planes clientelares, consolidándose como líderes locales, para entonces incorporarlos a un aparato partidario, por lo común peronista. Es lo que hicieron Néstor Kirchner y su esposa, convirtiendo así a piqueteros que amenazaban con ser enemigos peligrosos en defensores vehementes del statu quo. En términos políticos, la metodología así supuesta ha resultado ser maravillosamente eficaz, pero no sirve para "solucionar" los problemas inmensos que sufren millones de personas que apenas consiguen sobrevivir. A lo sumo, ayuda a conservar un mínimo de paz social.
Integrar a quienes, por falta de preparación y, en muchos casos, de una "cultura del trabajo" apropiada para los ajetreados tiempos modernos no están en condiciones de aportar mucho a la economía y que en efecto dependen de las sobras dejadas por los que cumplen funciones adecuadamente remuneradas, requeriría un esfuerzo muy grande que hasta ahora ningún sector político ha podido emprender, razón por la que casi todos se manifiestan más interesados en encontrar los presuntamente culpables del desastre que en pensar en cómo superarlo. Es por eso que no sólo los políticos profesionales, los que por motivos comprensibles son reacios a asumir cualquier parte, por mínima que fuera, de la responsabilidad que les corresponde por el estado del país, sino también muchos otros se han acostumbrado a atribuir la gran debacle socioeconómica nacional al FMI, al "neoliberalismo", al "capitalismo salvaje" y, en el caso de la presidenta Cristina, al "mundo".
La incesante prédica ensordecedora de quienes desde hace décadas insisten en que la Argentina es víctima de una especie de conspiración planetaria satánica, ha tenido consecuencias perversas. Puede que el capitalismo liberal no sea una panacea, pero constituye el único "modelo" que sirve para permitir que la mayoría disfrute de un nivel relativamente alto de bienestar material, razón por la que los "comunistas" chinos y dirigentes indios antes seducidos por el socialismo de origen británico terminaron adoptándolo al darse cuenta de que si siguieran combatiéndolo la mayoría abrumadora de sus compatriotas permanecería hundida en la miseria por muchos años más. Aunque casi todos los políticos locales juran entender muy bien que la economía tendrá que ser capitalista, lo dicen con resignación, como si fuera cuestión del mal menor, y continúan propiciando medidas que, lejos de estimular a los empresarios, los cohíben, transformándolos ya en cortesanos corruptos, ya en suplicantes frustrados, impidiéndoles así desempeñar el papel protagónico que en buena lógica debería ser suyo.
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