Es llamativo observar como, cada vez con mas frecuencia, lo superficial le gana espacio a lo profundo, lo irrelevante a lo significativo, lo anecdótico a lo sustancial.
El vaciamiento en las ideas, la debilidad argumental, la justificación simplista, todo ello, forma parte de esa larga lista de recursos que solo se enfocan en salir del paso, como si fuera una conversación de café, de esas absolutamente intrascendentes.
Si eso sucediera en lo cotidiano, en la charla de amigos, tal vez no sería tan grave. Después de todo, los ciudadanos no estamos obligados a saberlo todo, y mucho menos aún, tenemos el deber de acceder al conocimiento especializado, técnico, de fondo.
Pero los dirigentes, y ya no solo los que militan en los partidos políticos ocupando posiciones relevantes en la conducción de los poderes del Estado, sino en todos los niveles de responsabilidad, en las organizaciones empresarias, sindicales, profesionales, de la sociedad civil en general, han caído también en el juego de vulgarizar sus alegatos y de quitarles contenido para apoyarse en la dialéctica del mensaje de barricada.
Esa dinámica hace del discurso emitido, de la opinión expresada, un recorrido plagado de una notable pobreza intelectual, cargado de rimbombantes afirmaciones, colmado de prejuicios, y hasta de terminología obsoleta que roza lo nostálgico.
Ese proceso de degradación en los argumentos, que prioriza la utilización de palabras fuertes y términos audaces, descartando la posibilidad de explicar lo que se piensa, ha tomado la posta para apropiarse de los diálogos, y fundamentalmente de los monólogos. Así, se recurre insistentemente a las “frases hechas” a los “lugares comunes” y los slogans lineales, como si se tratara de un anuncio publicitario, de un lema comercial, de una consigna de campaña.
En este mundo tan complejo, repleto de dificultades tan sofisticadas, donde abundan los problemas con claros rasgos de multicausalidad, lamentablemente gana lugar la ambigüedad y la retórica panfletaria.
Ante la primera objeción, frente al más elemental cuestionamiento, se derriban las supuestas murallas. Los mediocres del presente no resisten ningún intercambio, sucumben frente a cualquier interlocutor mínimamente informado.
Y como todo discurso superficial, impreciso y falaz, cada vez que se ve acorralado, apela a los mas básicos recursos; tirar la pelota afuera, cambiar el eje de la discusión, descalificar al interlocutor, endilgarle errores conceptuales que poco tienen que ver con lo que se discute y hasta responsabilizarlo del pasado y el presente.
Cualquier ardid le sirve. Entiende que todo le ayuda a disimular su inconsistencia. Sus talentos tienen que ver con escabullirse sin argumentar, pero nunca con fortalecer los motivos que sostienen la visión que exterioriza, y en la que aparentemente cree.
Lo trágico de todo esto no es quien tiene razón, tampoco quien triunfa en la pulseada intelectual. Lo patético, lo lamentable, es que las comunidades que han ingresado a este esquema, al parecer sin retorno, se privan de la oportunidad de entender lo que les pasa, de profundizar en la multiplicidad de explicaciones que cada fenómeno social supone.
Esa linealidad del panfleto, esa trivialidad que propone el debate anodino, nos aleja de la chance de comprender porque estamos como estamos. Si pudiéramos entender lo que nos pasa, intentaríamos investigar alternativas que nos ayuden a superar los problemas que hoy nos preocupan. Lamentablemente, hoy todo se reduce a infantiles disputas y a la compulsión de imponerse por la fuerza bruta o por la más moderna herramienta institucional, la del respaldo de las mayorías circunstanciales.
Los desafíos del mundo contemporáneo son abundantes, y merecen ser abordados con inteligencia. Eso implica derribar paradigmas, abandonar viejos prejuicios, superar la tentación del autoritarismo y trabajar los consensos, esos que surgen de discutir argumentos, exponer razones y sostenerlo todo, con los pilares que aporta el estudio, la lectura, la experiencia y la sabiduría que brinda la exacta combinación entre el sentido común, el conocimiento técnico y un pormenorizado estudio de la situación.
Esta inercia que nos propone el presente, es tremendamente peligrosa. Nos aleja de la posibilidad de resolver profundos problemas que no son precisamente los que asoman a la superficie mas como consecuencia que como causas. No se trata de analizar la mejor o peor gestión gubernamental, mucho menos aun de observar los temas económicos, esos que impactan en casi todo. También merece ser atendida la discusión filosófica, la de los valores, la del orden moral, condicionante de todo lo anterior. Resulta imprescindible un gran repaso, para encontrar los acuerdos que precisamos recuperar como sociedad. La política necesita convertirse en ese instrumento que fue, ese que nos posibilite aceptar nuestras diferencias, convivir con ellas y al mismo tiempo diseñar los caminos allí donde encontremos los trazos gruesos sobre los cuales podamos transitar.
Precisamos retomar la sana discusión, el debate inteligente, aprender a escuchar y no solo a monologar, asimilar lo que dicen los demás y no solo aspirar a dar cátedra, sino a enriquecer nuestra visión y tener la hidalguía de reconocer cuando algo de lo que dice el otro, nos ayuda a entender mejor nuestro presente.
Necesitamos asumir que no sabemos de todo, que algunos temas nos exceden, que ciertas circunstancias nos quedan grandes y que no tenemos la obligación de disponer de respuestas para cada interrogante. Siempre tendremos más por aprender que por enseñar. Los humanos somos seres imperfectos en búsqueda de la felicidad. Eso que nos hace falibles, nos debería enseñar que es improbable que alguno de nosotros tenga todas las soluciones a mano, y que debemos aprender de propios y extraños, de los que creemos que piensan parecido, e inclusive de los que están en las antípodas.
Desde este lugar en el que nos encontramos, desde el espejo en el que nos estamos mirando, habrá que decir que tal vez sea tiempo de abandonar la trivialidad del panfleto.
Alberto Medina Méndez
amedinamendez@gmail.com
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El vaciamiento en las ideas, la debilidad argumental, la justificación simplista, todo ello, forma parte de esa larga lista de recursos que solo se enfocan en salir del paso, como si fuera una conversación de café, de esas absolutamente intrascendentes.
Si eso sucediera en lo cotidiano, en la charla de amigos, tal vez no sería tan grave. Después de todo, los ciudadanos no estamos obligados a saberlo todo, y mucho menos aún, tenemos el deber de acceder al conocimiento especializado, técnico, de fondo.
Pero los dirigentes, y ya no solo los que militan en los partidos políticos ocupando posiciones relevantes en la conducción de los poderes del Estado, sino en todos los niveles de responsabilidad, en las organizaciones empresarias, sindicales, profesionales, de la sociedad civil en general, han caído también en el juego de vulgarizar sus alegatos y de quitarles contenido para apoyarse en la dialéctica del mensaje de barricada.
Esa dinámica hace del discurso emitido, de la opinión expresada, un recorrido plagado de una notable pobreza intelectual, cargado de rimbombantes afirmaciones, colmado de prejuicios, y hasta de terminología obsoleta que roza lo nostálgico.
Ese proceso de degradación en los argumentos, que prioriza la utilización de palabras fuertes y términos audaces, descartando la posibilidad de explicar lo que se piensa, ha tomado la posta para apropiarse de los diálogos, y fundamentalmente de los monólogos. Así, se recurre insistentemente a las “frases hechas” a los “lugares comunes” y los slogans lineales, como si se tratara de un anuncio publicitario, de un lema comercial, de una consigna de campaña.
En este mundo tan complejo, repleto de dificultades tan sofisticadas, donde abundan los problemas con claros rasgos de multicausalidad, lamentablemente gana lugar la ambigüedad y la retórica panfletaria.
Ante la primera objeción, frente al más elemental cuestionamiento, se derriban las supuestas murallas. Los mediocres del presente no resisten ningún intercambio, sucumben frente a cualquier interlocutor mínimamente informado.
Y como todo discurso superficial, impreciso y falaz, cada vez que se ve acorralado, apela a los mas básicos recursos; tirar la pelota afuera, cambiar el eje de la discusión, descalificar al interlocutor, endilgarle errores conceptuales que poco tienen que ver con lo que se discute y hasta responsabilizarlo del pasado y el presente.
Cualquier ardid le sirve. Entiende que todo le ayuda a disimular su inconsistencia. Sus talentos tienen que ver con escabullirse sin argumentar, pero nunca con fortalecer los motivos que sostienen la visión que exterioriza, y en la que aparentemente cree.
Lo trágico de todo esto no es quien tiene razón, tampoco quien triunfa en la pulseada intelectual. Lo patético, lo lamentable, es que las comunidades que han ingresado a este esquema, al parecer sin retorno, se privan de la oportunidad de entender lo que les pasa, de profundizar en la multiplicidad de explicaciones que cada fenómeno social supone.
Esa linealidad del panfleto, esa trivialidad que propone el debate anodino, nos aleja de la chance de comprender porque estamos como estamos. Si pudiéramos entender lo que nos pasa, intentaríamos investigar alternativas que nos ayuden a superar los problemas que hoy nos preocupan. Lamentablemente, hoy todo se reduce a infantiles disputas y a la compulsión de imponerse por la fuerza bruta o por la más moderna herramienta institucional, la del respaldo de las mayorías circunstanciales.
Los desafíos del mundo contemporáneo son abundantes, y merecen ser abordados con inteligencia. Eso implica derribar paradigmas, abandonar viejos prejuicios, superar la tentación del autoritarismo y trabajar los consensos, esos que surgen de discutir argumentos, exponer razones y sostenerlo todo, con los pilares que aporta el estudio, la lectura, la experiencia y la sabiduría que brinda la exacta combinación entre el sentido común, el conocimiento técnico y un pormenorizado estudio de la situación.
Esta inercia que nos propone el presente, es tremendamente peligrosa. Nos aleja de la posibilidad de resolver profundos problemas que no son precisamente los que asoman a la superficie mas como consecuencia que como causas. No se trata de analizar la mejor o peor gestión gubernamental, mucho menos aun de observar los temas económicos, esos que impactan en casi todo. También merece ser atendida la discusión filosófica, la de los valores, la del orden moral, condicionante de todo lo anterior. Resulta imprescindible un gran repaso, para encontrar los acuerdos que precisamos recuperar como sociedad. La política necesita convertirse en ese instrumento que fue, ese que nos posibilite aceptar nuestras diferencias, convivir con ellas y al mismo tiempo diseñar los caminos allí donde encontremos los trazos gruesos sobre los cuales podamos transitar.
Precisamos retomar la sana discusión, el debate inteligente, aprender a escuchar y no solo a monologar, asimilar lo que dicen los demás y no solo aspirar a dar cátedra, sino a enriquecer nuestra visión y tener la hidalguía de reconocer cuando algo de lo que dice el otro, nos ayuda a entender mejor nuestro presente.
Necesitamos asumir que no sabemos de todo, que algunos temas nos exceden, que ciertas circunstancias nos quedan grandes y que no tenemos la obligación de disponer de respuestas para cada interrogante. Siempre tendremos más por aprender que por enseñar. Los humanos somos seres imperfectos en búsqueda de la felicidad. Eso que nos hace falibles, nos debería enseñar que es improbable que alguno de nosotros tenga todas las soluciones a mano, y que debemos aprender de propios y extraños, de los que creemos que piensan parecido, e inclusive de los que están en las antípodas.
Desde este lugar en el que nos encontramos, desde el espejo en el que nos estamos mirando, habrá que decir que tal vez sea tiempo de abandonar la trivialidad del panfleto.
Alberto Medina Méndez
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