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viernes, 9 de octubre de 2015

EDILIO PEÑA, EDIPO REY EL DETECTIVE METAFÍSICO,

A Leonardo Azparren Giménez, por su magna Antología de clásicos del teatro venezolano

Aunque parezca primitiva y supersticiosa la percepción, la vida de una persona pareciera estar trazada y establecida por encuentros y desencuentros que el ciego azar propicia. Así la voluntad le haga creer lo contrario hasta en el celo de una rigurosa agenda, con la cual pretende preservarse, y su memoria dar testimonios definitivos o equivocados, que después llamará leyenda o historia. La curiosidad afinca su interés cuando la naturaleza del recuerdo hace que lo acontecido aleje a la persona de aquel suceso concentrado en el instante, el cual no habrá de repetirse nunca más; sin importar que una psiquis o futuro obstinado lo garantice con puntual promesa. Porque luego, el lugar donde vivió la experiencia ya no será el mismo y los protagonistas tampoco lo habrán de ser. Incluyendo a esa persona como figura estelar. El tiempo transcurrido habrá derrumbado sus paredes, bebido su aroma hasta arrugar las emociones de aquella frágil naturaleza pasada. La cuántica promete rescatar ese preciado instante; pero aún, esto es una ilusión que ronda en la mente.

Sin embargo, hay quienes piensan que lo que le acontece a una persona es sólo la proyección de aquello que la habita en el fondo, y que por supuesto, ésta ignora o desconoce, hasta tanto no se presente una situación límite donde emerja —desde las profundidades de sí—  la presencia sublime o terrible. Esa cosa irrenunciable que como el ala de un ángel o la garra de un demonio, tiene tomada las entrañas del ser. Aquello que la persona busca fuera de sí como un deseo instintivo e insatisfecho, eso que puede ser su doble o reflejo más exacto y nítido. Ese lactante que se convierte en deseo profundo de prolongarse en el otro, bien para devorarlo o convertirse junto a él en una sola alma, a pesar de que el cuerpo y la propia conciencia se resistan.

En los extremos del encuentro y desencuentro, la persona tiene la sentida convicción de que todo lo que le acontece está bajo el poder de su elección y absoluto control. La ganada ilusión de que la certeza conquistará de cualquier manera su objetivo, lo consuela ante el espectro de la duda. Mas la trama de toda existencia personal es tejida por pulsiones inesperadas del inconsciente —o de algo mucho más oscuro que la psiquis— porque estas pulsiones u oscuridades habrán de desafiar y poner a prueba ese frágil equilibrio que es la conciencia de lo humano. No se es totalmente consciente ante aquello que acontece fuera o dentro del propio ser. El misterio impone un imposible a franquear.

Ante la presencia de una amenaza incierta, existe la pretensión de intervenir a tiempo sobre aquello que se anuncia como inevitable y peligroso. Pero se puede llegar tarde y la esperanza se precipita y cae en picada, como un suicida que ha perdido o ha sido abandonado por la esperanza. Los más exhaustivos análisis químicos, las resonancias magnéticas, o la lente de los más sofisticados microscopios, a veces no logran detectar el monstruo que invade el cuerpo o el espíritu, de manera silente e inaprensible. Así como los últimos avances de la psicología y psiquiatría no logran desentrañar y desterrar la raíz del padecimiento o tormento mental, sucumbiendo impotentes a los recetarios de los fármacos que dopan a los pacientes, sin poderles ofrecer una resolución feliz a su padecimiento existencial.

Sin embargo, resulta curioso que las tragedias no alcanzan a algunos individuos, ni siquiera los perturban, y mucho menos, los desconcentran de la empresa que obsesiona su épica personal, la cual habrán de llevar a feliz término, a pesar de la tragedia que padecen los otros. Sus vidas son como el agua deslizándose por la superficie de un espejo negro. Nada les sucede. Su muerte, cuando acontece, ocurre en el sueño en que fueron felices. Aun cuando no se hayan percatado de que su vida fue un sueño fugaz y nada más. Pero la aciaga sorpresa  puede volcar el privilegio individual de poderosos con suerte. Curiosamente, los personajes del poder totalitario se aferran a la fe adoctrinada -ciega y sorda-, para no derrumbarse en la inevitable desventura que les espera.

Es el caso de la leyenda tebana, inmortalizada en la obra teatral del dramaturgo griego Sófocles: Edipo Rey. El propio corazón de la obra es por demás perturbador. Edipo asesina a su padre sin saberlo; de igual manera, se casa con su madre y procrea hijos con ella. Después, al enterarse de esta infausta realidad, atormentado, vaga en la inútil investigación que lo transforma en el primer detective metafísico, pero al final, cuando no encuentra respuesta ante el destino funesto de sí, decide sacarse los ojos, condenándose a la ceguera eterna. Su madre y esposa, también se ha ahorcado momentos antes. La verdad siempre se presenta desnuda como la muerte.

Pero en el caso de una obra teatral como Edipo Rey, inspirada en una leyenda tebana que tiene múltiples vertientes, el autor desarrolló los encuentros y desencuentros en puntos de inflexión o elipses que arrastran a los personajes a lo insondable y desconocido. Quizá la tragedia comienza con el rey Layo, quien al consultar el Oráculo de Delfos, es advertido de que su futuro hijo y primogénito, habrá de asesinarlo. Entonces, para deshacerse del niño, le encomienda a un pastor matarlo, pero éste no cumple la orden, entregándolo a otro pastor, quien posteriormente ofrece al niño atado duramente de los pies, al rey y a la reina del país vecino, quienes no pueden procrear y no contaban con un heredero que los continuara y trascendiera en el poder y en la sangre. Adolescente, Edipo consulta a su vez al mismo Oráculo de Delfos, después de oír por boca de un borracho, en uno de los banquetes del palacio, que él no es hijo de Pólibo y Mérope. El oráculo le advierte a Edipo que asesinará a su padre, y su alma se estremece. Para no cometer el parricidio anunciado, Edipo huye del país que ahora sabe adoptivo, Corinto, y en el cruce de tres caminos, donde la incandescencia del sol se apuntala, se encuentra con un desconocido, soberbio y poderoso como habrá de llegar a ser él: Layo, su verdadero padre. Entonces, en medio de una estúpida discusión, lo mata. Cumpliéndose así la profecía que el olvido no pudo saldar.

El testigo del crimen, el único sobreviviente de la disputa, vuelve a Tebas y dice que Layo murió a manos de varios asaltantes, y no de un solo hombre. De esta manera esconde su cobardía y apura una dosis más al misterio metafísico que ronda la tragedia. Tebas, en medio de una peste que la diezma, pospone y olvida averiguar el asesinato de Layo, mas cuando el extranjero Edipo llega y descifra el acertijo que la Esfinge del desierto le ha impuesto  a los tebanos, para poder liberarlos  de los males que padecen. Edipo logra descifrar la adivinanza al decir que el animal que al nacer el día gatea, al mediodía camina en dos pies y al ocaso en tres, es el hombre y nadie más. Certeza que le brinda a Edipo el premio de ser coronado como rey de Tebas y casarse con la reina viuda: Yocasta. La que le oculta al principio su parecido irrenunciable con Layo. La que amará a través de su cuerpo, al muerto.

Consolidado el reinado de Edipo, años después, una nueva peste azota a Tebas, y el Oráculo de Delfos, demanda averiguar el crimen de Layo que había quedado sin dilucidar. Edipo se propone hacerlo, pero Tiresias, el ciego que puede ver en la oscuridad, pero no con la perspicacia con la que contó Edipo en el pasado, le advierte que no lo intente porque el hombre que busca es a él mismo. Sin embargo, después de armar la trama de las supuestas casualidades, Edipo persiste y se estrella contra la verdad que lo compromete. Desde entonces, sus ojos no volverán a ver más: ni lo visible ni lo invisible. Perderá el poder, pero también el don de lo que creía ser.

Lo que no llegó a investigar Edipo Rey fue cómo de verdad funcionaba el entramado del Oráculo de Delfos, en nombre del Dios Apolo, encarnado por dos personajes que debieron tener un poder real y por tanto cercano a la manipulación de las biografías de los individuos; estos ciudadanos que cada tanto tiempo consultaban al oráculo. Me refiero a la pitonisa y al sacerdote. La primera, en estado de trance daba la respuesta a la pregunta que hacía el consultante, siendo el sacerdote quien la comunicaba a este último, que esperaba con ansias en las afueras del templo. La respuesta de la pitonisa se emitía a través de un lenguaje críptico e incomprensible, que se producía mientras ésta entraba en trance; luego, el sacerdote traducía y reinterpretaba la respuesta de la pitonisa, a través de un orden lógico y comprensible para el consultante.

Es decir, el sacerdote podía, desde su interés y subjetividad, establecer la propensión al destino que más temía el consultante, o reducirlo a cambio de una compensación; y si éste era un rey o poderoso, podía tramarse un complot de supuestas causalidades, para destronar o hacerse del poder si la ambición ardía. Alguien ambicioso puede llegar a estar detrás de los hechos, como una sombra que no se percibe. Creonte, el hermano de Yocasta ¿formaba parte de una conspiración, como se resiente en algún momento Edipo? 

En casos como éste, la razón se volvía un cómplice perfecto de la metafísica. Pero para ello, el sacerdote tenía que ser un individuo lúcido y despierto, el cual había llegado a la conclusión comprobada de que las creencias religiosas, ideológicas u ontológicas de su tiempo, más allá de los caprichos del azar, tenían una carga de fantasía donde la imaginación colectiva e individual, jugaba un papel determinante en el destino de los seres humanos.

Edilio Peña
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miércoles, 21 de enero de 2015

EDILIO PEÑA, LA DOBLE FANTASÍA DEL TERRORISTA

A Elizabeth Burgos, mi amiga.

EDILIO PEÑA
El terrorista siempre actúa en términos absolutos. Mucho antes, ha corrompido su condición humana con una obsesión primitiva. Por eso, matando o haciéndose matar, cree trascender —desde su perturbada energía— sus fines ideológicos o religiosos. Todos sus actos están en función de una metafísica macabra. Abandona la fe o la política que dialoga y reconoce a su semejante porque existencialmente no le es posible vivir en un mundo de contrastes. Para él, la vida tiene demasiados matices o caras, para afiliarse a ella con un corazón huérfano y herido; su oscuro y amargo rencor lo priva y se lo impide. Entonces, su gran labor es destruirla, fría y sistemáticamente, aún a costa de su propia existencia. Acto último que ofrenda en nombre del martirio, como si sus víctimas no fueran los verdaderos mártires. Su memoria guarda el nido de un recuerdo doloroso y desgarrador, que desea desterrar, y vengar, con el creciente odio de la venganza, pero inculpando a los otros y nunca a los autores directos de su padecimiento secreto. Esos que no volverán a estar.


Ese recuerdo puede ser una violación paterna, golpizas inclementes al niño que fue, o haber sido testigo del exterminio de lo que más amó. Así ha ocurrido —y ocurre— con el perfil biográfico del fanático religioso y el llamado revolucionario. En el primero, el pretexto de su actuar está determinado por las exigencias de un Dios o Profeta inquisitivo; en el segundo, el devenir de una clase que habrá de gobernar de manera totalitaria la existencia de los otros. Por lo tanto, aquellos que se opongan o se atraviesen como obstáculos en su objetivo de terror, serán considerados infieles o contrarrevolucionarios El terrorista odia al cuerpo, porque éste es el depositario del más valioso sentir: de la espiritualidad, del pensamiento y de la duda. Somete la cotidianidad al borde, a un estado de tensión, a un grito o a un estallido. Sólo un libro estima y lee: aquél donde se concentran los principios de su fe religiosa o ideológica, pero al que su fanatismo y perturbada mentalidad, distorsiona y equivoca cada vez que las palabras intentan respirar más allá de las páginas del autor. El terrorista milita, pero no medita. Es un terrible imposible.

La sorpresiva e inesperada manera con que actúa el terrorista busca igualmente colocar a su víctima en un estado absoluto de esclavitud e indefensión, de perplejidad o espanto, ante la avalancha del horror que porta. No permite la reacción a tiempo, desactivando su equilibrio emocional y de pensamiento; es la manera más expedita y morbosa que utiliza el terrorista para degradarla a su nivel de sujeción como verdugo y asesino estelar. El tiempo que tiene cautiva a su víctima, el terrorista desea fervorosamente convertirla a su causa, con el mismo frenesí con que ayer le infligieron los castigos físicos y psicológicos que le arrancaron la inocencia y la humanidad. Pero si la víctima se niega a su maniático fin, el terrorista procede a fusilarla o degollarla. El terrorista también quiere emular a sus pares, aquellos otros que actuaron y se inmolaron antes que él en la aventura del absurdo. Su intención última es fraguar un acto terrorista que nunca antes se haya ejecutado. Esa es su ciega finalidad, su mayor fantasía. Su poder. Porque padece a su vez de una acendrada competitividad y envidia que lo impulsan aún más. Fantasía que lo enaltece, mientras la ensueña en la noche agria de los insomnes, y que después habrá de concretar en la realidad, sin piedad ni compasión por nadie. Las Torres Gemelas fueron derrumbadas por el terrorista mucho antes que éstas se desplomaran en el piso de la realidad, así como la masacre recién cometida contra los caricaturistas del semanario satírico Charlie Hebdo, de Francia. Es decir, el terrorista necesita matar a su víctima doblemente. Primero en el rincón enfermo de su mente, y después, en el escenario proyectado de ésta. Sin embargo, hay un detalle que se le escapa al terrorista en la implementación de su acto macabro. Porque las representaciones en la realidad están condenadas a los accidentes que introduce en ellas el azar, por donde la vida se salva y preserva en aquellos sobrevivientes que tuvieron tiempo de resistir y combatir. Aquellos seres maravillosos que derrumban el plan perfecto del mal.

El terrorista, como sujeto trágico, está muy lejos de la alegría. Para él la felicidad siempre habrá de ser lejana, fuera de su realidad existencial. Esa otra fantasía que le reserva el futuro o el más allá. El humor o la risa le resultan insoportables al terrorista. Aunque no es el chiste lo que lo enerva y desquicia, sino el humor contenido en los elementos claves de la deconstrucción de la mentira y del absurdo. Cuando su retrato y sus dogmáticas creencias son convertidos en caricaturas, el terrorista se enmascara y busca al autor de su burla; y con el frenesí de la ira oculta de los cobardes, le quita la vida pensando que de esa manera puede desterrar el talento irreverente con que la libertad celebra la vida. Pero el terrorista no sólo está representado en un individuo desbordado por la venganza brutal, también existen gobiernos o Estados que lo promueven y patrocinan.

Edilio Peña
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sábado, 10 de enero de 2015

EDILIO PEÑA, “MI REINO POR UN CABALLO”, LA CIEGA NECESIDAD

EDILIO PEÑA
Ricardo III, de Shakespeare, no sufre de culpa ni de arrepentimiento mientras ejecuta conspiraciones y comete asesinatos para hacerse de su objetivo más caro: esa cúspide que rodea con un océano de sangre.

Existe una ciega necesidad acechando, la cual puede emerger sobre todas aquellas que han sido satisfechas. Aquella que la individualidad especifica como singular, justo cuando en un momento dado de iluminación o turbulencia, despierta. La que se halla más allá de las necesidades del cuerpo, de la conciencia y de la razón. La que asegura el sentido amplio de libertad, pero sentido que, por ser complejo y profundo, valida por igual la instalación del horror y el crimen como modo de ser. La libertad en la cúspide de su frenesí, puede abolir cualquier frontera y juntarse con lo que la niega. No hay principio ético ni religión que lo impida. Ciega necesidad que  ni siquiera se presiente en medio de abrumadores espejismos. La misma que es ignorada por la conveniencia o la desestimada inocencia de los ingenuos. Porque la costumbre de las necesidades mundanas desbordadas, siembran la idea de que la vida está hecha de una sola manera.

Quizás por eso todo individuo, en algún momento de su vida, sorprende al revelar algo de su personalidad que tenía oculto; algo que probablemente él mismo ignoraba. Las situaciones límite son propiciadoras para que esto ocurra. El mal acecha mucho más que el bien —es un instinto reprimido por la cultura— hasta que encuentra las condiciones para actuar desenfrenadamente, como una fiera. Se puede concluir entonces que las ideologías son las sirvientas dilectas para que emerja la ciega necesidad, con justificativos civilizatorios.

El fanatismo es el estadio culminante para su desarrollo. Inevitablemente, el mal es una de las tantas expresiones del poder, su sendero está roturado de rivalidad, envida, odio, resentimiento y avaricia. Paradójicamente, quien llega al poder en nombre del bien, inmediatamente es tentado a corromperse. Capaz de matar a padres, hermanos, amigos, parejas, si éstos se oponen a sus fines más obsesivos. La única manera de escapar a este destino funesto, es no permaneciendo mucho tiempo en el ejercicio del poder. Pero ser un renunciante no es nada fácil. Porque el poder es más poderoso que el sexo. Para quien lo conquista y detenta constituye su droga más adictiva y predilecta, la única a la que no está dispuesto a renunciar. Así se lo exijan.

Macbeth, de William Shakespeare, trata de vencer el miedo a la incertidumbre aceptando lo espantoso que la ambición ha descubierto de sí. No obstante, su sentir no siempre coincide con su pensar. Su tormento comienza cuando la disfunción pone a rivalizar ambas partes. Entonces, apuñala al plácido sueño hasta convertirlo en una horrorosa pesadilla. Macbeth es utilizado por esa ciega necesidad que inaugura con el magnicidio que comete. Mas para conquistar el poder absoluto, pero por igual para mantenerse en éste, se hace acompañar y conducir por la conducta fría y calculadora de su mujer, Lady Macbeth. A quien ésta trata como a un niño. Sin embargo, al final, los dos sucumben a la locura y al delirio. Es decir, no llegan a ser completamente malignos.

Muy por el contrario, en Ricardo III, del mismo autor, otra de sus piezas teatrales sobre el poder, el personaje protagónico asume el ejercicio maquiavélico del mal para justificar y darle sentido a su existencia física deforme. Ricardo no sufre de culpa ni de arrepentimiento mientras ejecuta conspiraciones y comete asesinatos para hacerse de su objetivo más caro: esa cúspide que rodea con un océano de sangre. Cualquier vínculo afectivo que se le atraviese es eliminado sin ningún pudor. Además, se deleita en ejecutarlos. Comprende que la inteligencia del mal puede ser genial en la instrumentación de sus fines magnos, inclusive, mucho más que el blando bien. Ricardo sólo pareciera tener miedo o estremecimiento cuando, ante la pérdida del poder conquistado, grita: “¡Mi reino, mi reino por un caballo!”. Aunque esa expresión desesperada también podría considerarse como estratagema de su arrolladora malignidad. Ricardo III es la prefiguración, desde la ficción teatral, de lo que habría de ser después Joseph Stalin, Adolfo Hitler y Fidel Castro en la realidad.

El carácter del poder ha querido ser explicado como enfermedad, por parte de psicólogos y psiquiatras, cuando en éste se incuba el mal. Lo paradójico es que las sociedades se han acostumbrado a su conducción y arbitrariedad desde el Estado. En el estado monárquico, aristocrático, democrático, son aceptados con normalidad y naturalidad, aquellos desmanes de estadistas que coronan su poder a través de la ejecución sistemática del mal. Quizá por ello las rebeliones tardan. Pero ningún Estado como el totalitario ha hecho suyo su poderosa maquinaria exterminadora, desde principios ideológicos extremos, mesiánicos y divinos. El totalitarismo del mal se hace absoluto al vencer el sentimiento de culpa y repugnancia del victimario, pero igualmente el de la víctima propiciatoria. Aquella que por conciencia e inconciencia, se hace su más fiel cómplice si el totalitarismo prolonga su existencia en el tiempo. Ese enemigo a quien tanto teme.

Edilio Peña
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miércoles, 20 de agosto de 2014

EDILIO PEÑA, EL DESENCANTO, UN ASUNTO PERSONAL



El desencanto es impenetrable e infranqueable. No parte del análisis.

Ya estoy tranquilo. Ya no espero nada. /Ya sobre mi vacío corazón /Desciende la  inconsciencia agraciada /De no querer una ilusión. Fernando Pessoa

El desencanto es el único sentimiento que no tiene emoción, el único sentir que no anida pensamiento alguno que lo movilice. 

Las cumbres nevadas se parecen a su dimensión. Impertérritas y heladas. 

Sin embargo, no hay imagen definitiva que pueda representarlo. A ningún ojo humano le es posible percibirlo o reconocerlo. Los pintores se quedan impotentes ante su estado, y las cámaras no pueden fotografiarlo ni grabarlo. 

El desencanto ha perdido la condición sentimental que embriaga o convoca. Tema tan inabordable que hace lamentar a los poetas y narradores. Los dramaturgos y los guionistas de cine no hallan el preciado valor de la intriga que los anime a explorar en historia o aventura ese raro sentimiento, que les permita tener cautivos a los espectadores. Por primera vez, los filósofos no son capaces de discernir sobre él.

El desencanto no parte del análisis, de la conclusión, del arrebato o de la jurada determinación. Es el único sentimiento ausente que se extravía y se aleja del referente (si lo hubo), por un proceso de vacío emocional, borrando o ensombreciendo supuestas causas por las que se divorcia de cualquier pertenencia, vínculo o persona. 

De allí que el desencanto no tenga razones para existir como una motivación psicológica o social probada. La cultura no lo pauta. Sus motivos, si los hay, no subyacen en la conciencia, aunque en el recodo de la existencia del alma, pueda haber algunos ocultos que lo determinen; no obstante, si fuera así, estos motivos estarían preservados por la muralla de un misterio que no podría ser abordado y develado por el análisis o las explicaciones. La psiquis es demasiado oscura para entenderlo, como demasiado inaprensible eso que llamamos alma. Siendo así, el inconsciente es una vulgar definición.

El desencanto es impenetrable e infranqueable como los castillos o los bunkers desconocidos, o como la carne de una virgen que se niega a ser violada. Pero acontece demoledoramente como las certezas palpables. Los optimistas no escapan a sus acechanzas e, inesperadamente, son abatidos por su poder. Además, el desencanto toma a sus víctimas sin aviso y comienza a habitarlas, mucho antes de que ellas lo sepan. El presentimiento o el miedo no es capaz de advertirlas. Está fuera del recuerdo, ahoga a la memoria. Un sigiloso  y desconocido guardián es su custodia. Mas su sombra ni siquiera se ve cuando otea a la distancia la posible llegada de los espías y curiosos. Sus diminutos ojos se esconden, seguramente, en una de las torres del sueño o la pesadilla.

Al momento en que se produce el desencanto, los motivos han desaparecido de la experiencia del ser. Anula pasado y futuro y sustrae presencia al presente. Es decir, el tiempo no puede secuestrarlo, hacerlo suyo. La relación se ignora, el otro se desvanece. Bien sea un hermano, la madre o el amante que hasta ayer nos esponjó el corazón. La sangre no puede juntar lo irreparable. No hay espacio, paisaje, ni objeto que nos  retenga en esa épica inédita. Somos como un barco que encalló porque se cansó del mar, como el ojo que renuncia a seguir contando las estrellas de la bóveda celeste. No nos detiene la rosa ni el alto vuelo de las gaviotas. La gloria y la derrota sucumben porque el objetivo y la meta han dejado de ser espejismos que encanten. El drama y la tragedia están vedados, ni siquiera existe el consuelo del humor por plantearse el regreso a la confianza desterrada. Ya no pretendemos.

No es un estado depresivo, una tristeza fortuita o adolescente. El odio o el rencor no lo operan, la frustración o  el deseo de venganza no es su sustento. Cuando el desencantado se descalza, descubre que un pie aventaja de tamaño al otro; entonces, se convence que es mejor andar descalzo. Consolidado el desencanto, la reconciliación no tiene oportunidad. No hay reproche. Un chiste de alguien que nos ha desencantado jamás nos hará reír, tampoco nos conmoverán sus lágrimas. De nada valdrá que quiebre las rodillas y, entre ruegos,  pida que regresemos. No hay vuelta atrás, hemos desplegado las alas y no oímos los gritos.

El desencantado no puede reconquistarse. Por eso, quien encarna la experiencia de estar desencantado, se forja como el ser más solitario, pero también el más libre. Lo acompaña el hondo ensimismamiento de la vasta soledad. No hay fe, religión o ideología que lo redima con los otros o con el mundo del cual se ha alejado. No quiere salvar al mundo y mucho menos salvarse a sí mismo. ¿De qué podría salvarse si está de antemano condenado a la incertidumbre? Al desencantado no le interesa la trascendencia, de allí que se niega a ser tomado en cuenta. Desiste de hacer alguna cola para esperar una oportunidad, nunca llega a la taquilla donde están las promesas. Y si por distracción llega, no llena el formulario, ni contesta preguntas. Ha agotado las expectativas porque ahora ha aprendido administrar sus más caros deseos. Su conducta aventaja a las salidas que apuestan a los extremos. Ser un criminal, un suicida o un terrorista está descartado. No pretende el poder, apenas quiere ser nada. Quería, si eso se puede llamar querer, aposentarse en la mansa conformidad que no cabe llamar indiferencia. Se ha divorciado del tener que ser, ahora es.

Gusta caminar por las orillas de los abismos sin ánimo de provocación. El desencanto auténtico es un asunto personal, nunca colectivo. Por eso los pueblos se equivocan. Éstos están destinados sólo a conocer el desengaño, no el desencanto. Porque si este último los poseyera, sus dirigentes o estadistas no tendrían una segunda oportunidad. 

La encrucijada mayor  para el desencantado comienza cuando se desencanta de sí mismo, cuando el relámpago de  su lucidez (si la tiene) lo reconoce como el mayor desencanto que ha podido vivenciar. Esa mañana se levanta de la cama con la convicción de que el día de hoy no habrá de simular. Alguien ha dejado el testimonio de que los espejos huyen de su presencia, quizá porque ahora es una existencia que no pueden reflejar y que  los perros ladran al creer que es un ánima invisible, en pena, que ronda detrás de las puertas. La vergüenza de existir ha desaparecido de su vida; tranquilo, puede tomarse una taza de café.

Al saber que ya no puede viajar, el desencantado gusta visitar los aeropuertos. Sin embargo, en el filo de una nostalgia olvidada, se enternece cuando oye el tronar de la partida de los aviones. Probablemente, porque alguna vez soñó con ser un ángel oculto entre las nubes. Asimismo le place vivir en las habitaciones de los moteles  porque no hay necesidad de identificarse para ser huésped casual. Lo mejor es que cuando muere, nadie se da cuenta. Así se ahorra de aquellos panegíricos que convierten en santos a los muertos. Él mismo baja a la fosa y él mismo, con la reciedumbre y la elegancia de aquél que sabe cargar con su propia muerte, cierra la tapa del ataúd para sumergirse en la noche profunda y sin retorno.

El desencantado no pretende ser consolado por nadie ni por nada. No necesita de ayudas ni cobijos. Está más allá del umbral del desconsuelo. Su estado emocional lo aleja del sufrimiento y de ese padecer que degrada hasta la lástima. No es motivo de compasión porque no se confiesa ni se exhibe. En el fondo no tiene nada que decir. Ni siquiera pretende justificarse. El desencantado se aleja de las explicaciones y, al separarse de ellas, las palabras lo abandonan. Se convierte en un mudo impenitente o en un secreto que nadie puede violentar. Y allí, en el territorio reconcentrado de su alma, ese fruto dilecto del desencanto comienza sus más afinadas y profundas estrategias.

Edilio Peña
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jueves, 8 de mayo de 2014

EDILIO PEÑA, SAN CRISTÓBAL, A DANIEL CEBALLOS

SAN CRISTOBAL
Una ciudad es más que una metáfora. Espacio donde transcurre la existencia de cada uno de sus habitantes. Sobre todo, la ciudad promete que la convivencia ampara la individualidad. El individuo social debe sentir que su ser es representado en las calles donde anda, en las avenidas que transita, ante portales, puertas, ventanas que definen la ciudad entre diseños, colores y luz. Ingresa al sosiego de sus plazas; al bullicio de su mercado. En cada lugar busca encontrarse con otros y consigo mismo. La vida del habitante de una ciudad se mueve entre la intimidad y lo público. Su espacio personal tiene algo de la ciudad, y ésta, un detalle inadvertido de sí. Secretos y misterios esculpen a las ciudades. Estas cambian y sus habitantes también. Donde antes estaba una casa ahora un edificio se impone; entonces, el cielo parece más lejano y la luna un imposible de la nostalgia.

La ciudad contiene aquellos recuerdos donde cada individuo grabó su existencia. Fotografías y películas dan testimonio de su imagen múltiple. Cartas, cuentos, novelas, narran sus resonancias. Hay pintores que la convierten en motivo de su obsesión plástica; poetas que la celebran en noches de insomnio. Desde el cementerio, los muertos observan esos cambios y mudanzas. Pero la caída de una ciudad, es también la caída del individuo, de sus habitantes indiferentes o preocupados por su destino. Toda ciudad está acechada por la corrupción, la peste, las guerras, los desastres naturales. Junto a la delincuencia, hay gobernantes que se dedican a destruirla sistemáticamente. Son las ratas del poder.



El rey Príamo luchó para proteger a Troya de la toma por los Aqueos, pero al final, la ciudad sucumbió a la destrucción y al saqueo del ejército invasor. Sin embargo, siglos después, la ciudad de París llevaría el nombre de uno de los hijos dilectos de Troya. Alejandro Magno, el conquistador y discípulo de Aristóteles,  fundó y legó en sus sucesores la creación de una ciudad que sería el faro luminoso para Occidente y el medio Oriente: Alejandría. En la Segunda Guerra Mundial, Joseph Stalin, prohibió que los habitantes de la ciudad de Stalingrado se rindieran ante el ejército arrollador de Hitler, con la amenaza de ejecutarlos si abandonaban la ciudad que llevaba su nombre. Ahí comenzó la epopeya de aquellos francotiradores que defenderían Stalingrado, y que desde las ruinas de los edificios destruidos por los bombardeos nazis, se dedicaron a eliminar -con certeros disparos-, los soberbios oficiales del ejército alemán.

San Cristóbal, enclavada en los Andes venezolanos, ahora forma parte de la historia de esas legendarias ciudades que han hecho una resistencia épica frente a un enemigo feroz: el propio Estado venezolano. No así, su valiente alcalde Daniel Ceballos -quien la defendió con el corazón y la razón-, opuesto a la pisada aplastante de la bota militar. Sólo porque los estudiantes decidieron elevar su protesta en la calle por la inseguridad dentro de la propia universidad de los Andes, se desató la brutalidad y el horror del gobierno arbitrario de Nicolás Maduro. Se desplegó una fuerza militar desproporcionada, hambrienta de destrucción. Nadie había odiado tanto el cuerpo de la juventud.  La ciudad de San Cristóbal llegó a ser sobrevolada por aviones de guerra. No sé sabe si para intimidar a la población civil o si los pilotos reservaban la orden de un idiota o loco, para bombardearla. Los colectivos armados conducían a la Guardia Nacional Bolivariana por calles y avenidas, hasta las barricadas, donde los residentes de barrios y urbanizaciones, intentaban proteger sus vidas y bienes de la violencia del Estado y los paramilitares. La garganta de la ciudad gritaba, como una vez lo hizo Guernica en la guerra civil española. Después de que la guardia reprimía a los manifestantes en resistencia  pacífica, los colectivos armados se dedicaban a asaltar y destruir viviendas y automóviles, como dirigidos por la perversión y la saña envidiosa de un ejército extranjero. Muchos habitantes aseveran, que gran cantidad de electrodomésticos robados en  los hogares, fueron a parar a Cuba como un preciado botín de guerra; otros, que los prisioneros capturados por el Sebin -en su mayoría estudiantes- fueron torturados por encapuchados agentes cubanos.

El gobierno venezolano cree que por haber desactivado las barricadas de San Cristóbal,  destituido y condenado a prisión a su alcalde, militarizado a  la ciudad, ha vencido su espíritu  rebelde. Ignora que éste ha sido fraguado en la más pura fe religiosa, la mancomunidad y el sentido de pertenencia, que lo hace superior ante los desmanes de cualquier poder totalitario. Quien ama a su ciudad, es capaz de entregar su vida por ella.

Edilio Peña
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jueves, 1 de mayo de 2014

EDILIO PEÑA, EL DESTINO DEL LÍDER

Dirigir el destino propio es desafiante, empresa excesiva para un ser humano, por retar al imposible, pero, el verdadero reto es dirigir el destino de los demás. 

Sobre todo, cuando el desafío está inmerso en la realidad existencial y política que pauta la conducta individual y colectiva. El destino en sí mismo es incertidumbre, lo desconocido que no alcanza nombre ni definición. 

Porque no es sólo deseo de querer ser o hacer, es aquello que está y traza a cada ser más allá de su propia voluntad. La aproximación a lo intangible es escurridiza como un sueño. El momento ideal no siempre acontece, a veces es negado tanto a la ficción como a la realidad. Ni de la mano de un líder ni de un escritor de otras realidades más asombrosas, se traspasa el umbral. La voluntad puede ser torcida por el empeño desesperado y suicida que no conduce a ninguna parte. El individuo se siente perdido, pero también el personaje.

En sociedades y culturas antiguas, los oráculos prometían contener en lenguaje críptico el porvenir. Adivinos se entrenaban y fatigaban en descifrarlo, pero al final, sucumbían a la especulación o a la probabilidad. Sin embargo, detenerse en el sendero donde palabras y  hechos quedaron grabados, puede hallar el sentido de lo que en esencia somos, y la mayor de las veces, obstinamos negar o aceptar. En Occidente, el destino está arrogado al arquero de lo trágico, al poder ciego. Esa podría ser la mayor representación emblemática del destino. Otros aseveran que Dios es el arquero, pero su abstracción es tan poderosa y laberíntica, que puede vencer la fe y la esperanza de los más fieles.

En el juego laberíntico del azar, un escritor apostó la mano con la que escribía y la perdió de un hachazo; pero aún mutilado, no desfalleció ni se rindió. La fiebre de la ambición lo conducía. En noches tensas de insomnio, quiso seguir escribiendo con la mano que le había sobrevivido. Sorpresivamente, la mano resistió la labor, extrañando a su mano hermana, incapaz de juntar una palabra al lado de otra. Entonces el escritor arrugó la página, y decidió apostar también la mano inútil al juego del azar, para condenar a la destrucción y al olvido definitivo, al escritor que era. Ya nada le importaba. Perderlo todo a veces es mejor que conformarse con perder una parte. La suerte lo acompañó esta vez y fue su contrincante quien perdió la mano, justamente la que él necesitaba y envidiaba. Lo paradójico fue que, después, el escritor no pudo llegar a tiempo al hospital, donde le habían garantizado que podrían implantarle una mano nueva si conseguía un donante voluntario o involuntario. Entonces, abatido y resignado, el escritor debió dedicarse a escribir historias que nunca antes había escrito con aquella mano reacia a la escritura, pero que finalmente, había sometido al castigo y la obligación. En esa forzosa rutina, su verdadero destino como escritor, le fue revelado a través de tan macabra desventura. La obra magnífica que después escribió, habría de redimirlo.

En periodos convulsos y trágicos, algunos pueblos quieren que sus líderes alcancen la magnitud de un Mesías, que se corten la mano propia, para que escriban con mano ajena, la historia que ellos no podrían escribir por sí mismos. Al borde de ese abismo, comienza a aparecer la figura mítica y tribal del primitivismo, y que acostumbra a emerger del pantano de la prepolítica. Los pueblos inconscientes, invocan la presencia de un supremo líder a la hora de su más dura y amarga desgracia. O puede ocurrir que éste se imponga en medio de la desorientación y la anarquía, propiciando la aventura épica que lo corone con el poder absoluto. 

El futuro líder de un proyecto dictatorial es un Frankenstein que conduce  a su antojo los destinos de esos pueblos huérfanos de identidad política, convertidos ahora en masa, muchedumbre que aúlla ante el mito del fango.  Ese dictador que gobierna no con mano humana, sino con la garra de un mono. En cambio, el plural liderazgo democrático que insurge en conflictos sociales y políticos que no parecen tener salida, constituyen, en vez de desventaja, reto nutriente que  aparta  la condena epigonal que lleva la encarnación de un solo líder  delirante. Esa es la diferencia nodal del destino hacia la dictadura o la democracia.

La política en crisis hace restrictivo el tiempo, poniendo a prueba al líder democrático en el escenario de urgencia, o a la espera, por alcanzar el objetivo magno trazado en desvelo. Sólo si hay fundamentos políticos de convicción y éticos, prospera el líder  auténtico, aquél que vence el personalismo y la degradación; pero sobre todo, la precipitación que apura fortalecer el anuncio o posicionamiento de una dictadura. Entonces, los pueblos calzan con esa entrega luminosa, convertida en estrategia oportuna y liberadora. Sin temor al detal  del liderazgo que demanda  el entramado de la lucha misma. Porque la democracia es como la construcción de la música.

Edilio Peña
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viernes, 25 de abril de 2014

EDILIO PEÑA, EL ASESINO DEL SUEÑO

El horror hunde  raíces  en  odio y  resentimiento, y, en soberbia del poder totalitario, que insaciable impone absoluta arbitrariedad sobre los demás. El lacerante dolor físico, psíquico y espiritual devasta a quien lo padece. La intensidad del tormento no alcanza el porvenir. Acontece que la memoria de la víctima busca restañar heridas y olvidar  sus huellas, perdonando a los verdugos; otras, desatando venganza contra éstos, mientras al vilo de la impunidad del Estado ejecutan crueldades, o al perseguirlos después de una derrota estrepitosa. 

Nadie conoce sus capacidades extremas. Justo después de haber vivido extremos abismales, la extraña paradoja ocurre, o emerge en el instante inesperado; el misterio anida como ángel o  fiera, en la mente o el alma humana. Acecho feroz saber que el cuerpo también  tiene su propia memoria. Aunque el actual gobierno represivo venezolano, no piensa en el liminar peligro en que esta realidad pueda significar para sus ejecutores del horror.

Sacrificios humanos realizados por antiguas civilizaciones, a deidades mitológicas, no lograron purgar el sentido absurdo al que la humanidad se resistía ante las creencias de un mundo que no terminaba de pertenecerle, por ser éste demasiado hostil a su condición sensible y desamparada. 

El rey Agamenón sacrificó a su hija Ifigenia a la diosa Artemisa para que sus naves contaran con vientos favorables que las dirigieran a la toma definitiva de la ciudad de Troya. Después de aquella gloriosa y amarga conquista -celebrada por Homero-, Agamenón sucumbió al infierno de la venganza a manos de la madre de Ifigenia: Clitemnestra. Es inevitable, la fortuna del poder  total está atenazada a la obsesión y al crimen.

El horror es más perverso y sofisticado cuando el propio Estado totalitario  lo instrumenta con principios ideológicos irracionales a la sombra de una falsa civilidad. La tradición primitiva de su crueldad, gusta solazarse en ver a un hombre despedazado por jauría de perros hambrientos o a un joven empalado por el cañón de un fusil. Delegar fuerza represiva en grupos paramilitares, es recurrencia de estas dictaduras que pretenden librarse de responsabilidades directas por actos criminales contra  opositores,  y  la propia sociedad civil victimizada, que no sabe a cuál instancia estadal  equilibrada y humana, dirigirse para solicitar socorro. Las dictaduras genocidas intentan confundir a organismos de derechos humanos internacionales al aseverar, que lo que ocurre en los países  que dominan es producto de una polarización natural de la lucha de ideas, y no del desplome del Estado de Derecho de la democracia que simulan representar.  Por eso ocurre, que en  los escenarios de  las mesas de diálogos con  opositores, la dictadura no puede evitar exhibir, aún más, la desnudez del mal que la moviliza.

Una vida mística no siempre acalla o conjura la disyuntiva que lo habita, más al saber que la balanza a manos de otro desde el poder desatado, ha desequilibrado la razón y la emoción hasta llevarlo al desasosiego y el tormento. La magnitud de la afrenta, la humillación, el vejamen, el crimen, puede reactivar el recuerdo horrible que se creía vencido. El fluir del tiempo no  necesariamente ayuda al olvido ni recompone la honda ausencia que crucifica al desafortunado y sobreviviente del horror estadal. Ese testigo excepcional del  estallido y el vacío. La víctima vive doble condena  a través de herederos dolientes que lo recuerdan en infatigable conversación, y en el silencio rumiante que la nada enmienda.  Si muere, la   sonrisa de sus huesos no descansa en paz.  El martirio ha quedado grabado para siempre. Pero, cuando una madre perdona al asesino de su hijo, el destello de ese milagro  la convierte en santa.

Jueces de la llamada justicia dictatorial emiten veredictos amañados para acallar o contener las resonancias del resentimiento y la venganza de la víctima. Desprecian  el perdón y la amnistía, por considerarlo una debilidad política. Creen que su interesada justicia clausura el oprobio o el crimen del Estado, una vez ejecutada la sentencia firme y definitiva, que cierra el caso en un archivo muerto. El Juicio de Nuremberg no fue suficiente para borrar las heridas  hondas de la memoria del holocausto. Terminada la Segunda Guerra Mundial, se crearon sectas de cacería para dar con aquellos funcionarios que cumplieron órdenes extra sumariales de un Estado que estableció el horror sistemático. Como Adolf Eichmann, hoy, el ministro del Interior venezolano cumple órdenes con precisa eficacia de funcionario policial, que lo convierte en pieza clave del engranaje totalitario y represor instalado en Venezuela. Actúa como el sirviente,  frío y calculador, de un Estado paralelo que ha desmontado  y torcido  leyes vinculantes de la constitución.

Sin embargo, hay hombres que como Macbeth, de William Shakespeare, acostumbran a asesinar el sueño sin saberlo.

Edilio Peña
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jueves, 9 de enero de 2014

EDILIO PEÑA, A HUGO LÓPEZ CHIRICO, EL SENTIR EXTRAVIADO

Palabras y hechos buscan darle sentido a lo humano. Se habla, escribe y actúa por y para eso; aunque algunos callan o guardan silencio. 

Las palabras pueden representar hechos, pero no necesariamente lo nombrado o descrito, sean los hechos genuinos. 

Las palabras tienen el poder mágico, a favor de algún interés sublime u oscuro, de modificar los hechos. 

Las opiniones gustan transgredirlos, porque cada hecho está acechado por el hambre de la mentira. Hechos privados o públicos definen a la persona, así se resista aceptarlos o negarlos ante la evidencia. Mas no todos sienten y asumen la realidad propia o ajena de la misma manera. En esa profunda separación de la carne, comienza la individualidad, y también, el misterio del egoísmo. Egoísmo ontológico o natural, que termina siendo herida abierta que la humanidad no ha podido suturar. De allí que no resulta fácil comprender y transferir, en esencia, el sentir.

Podemos lamentar la muerte de un ser humano, pero la misma puede no dolernos con igual intensidad como cuando la muerte nos arrebata al que más amamos. Cuando vamos al cementerio, sólo a uno de los muertos le llevamos flores, y en el relámpago azul de la evocación, con resignada nostalgia, recordamos su efímero o largo tránsito existencial. Lamentamos su partida con la que podría ser nuestra última lágrima, pero la de los otros que se marcharon y están enterrados en el mismo lugar y bajo el mismo cielo, curiosa o extrañamente, nos son indiferentes, y nuestros ojos, ante ese territorio sembrado de cruces, no parece conmoverse. 

Quizá en el corazón no cabe tanto amor y voluntad para prodigar. Inclusive, con los años, podemos olvidar a nuestro deudo y no volver más al cementerio. La promesa que hicimos en el instante mismo de la pérdida, de no olvidarlo ni un día, ni jamás, sin percatarnos, es devorada por nuestra imperfecta memoria. 

El dolor de la pérdida tampoco sobrevive. La solidaridad de las tragedias colectivas es vencida por el tiempo en que dura la noticia de la catástrofe natural o el evento bélico; las nuevas muertes, relevan y superan en protagonismo a las anteriores. El ser humano está tallado en el trágico olvido. Ese que lo hace noble y cruel en la ambigüedad.

Sin embargo, en la realidad de la ficción representada, o literaria, podemos lamentar la muerte del héroe con el mismo sentir de quien nos acompaña en la expiación de espectáculo de la imaginación. Allí no estamos separados. No somos individualidad, sino, unicidad. Nuestro cuerpo no nos secuestra. Salimos del cine o del teatro llorando la misma muerte, aunque sea la música de ese extranjero de la realidad. Y mucho más, podemos revivir la pérdida del desconocido que hemos hecho nuestro al reencarnarlo, las veces que queramos, con la misma intensidad arrebatada del dolor primero, sólo volviendo a ver esa película, esa obra de teatro o leer de nuevo las páginas de esa novela cautivadora, inolvidable; mientras  afuera, nuestra realidad existencial, solitaria y desamparada, envidia esa experiencia de la eternidad que el arte nos depara. De repente, inmersos en los hechos de la ficción, desarrollamos la capacidad excepcional y divina de poder observar nuestra presencia y ausencia, nuestra llegada y partida, sin los límites del tiempo real que nos vence.

La política ha querido juntar las palabras con los hechos, y así reparar la herida que separa al individuo del otro, y de sí mismo. Existen poetas, porque en el poema, somos únicos y plenos. La democracia acosada por la demagogia y el populismo, tiende a corromperse abonando caminos hacia la mentira. Esa que culmina representada en el esplendor de los totalitarismos. Quizá lo más peligroso sea que el espíritu democrático rendido por la incapacidad creadora de no poder refundar la política, termine por reconocer en los totalitarismos, la verdad que no pudo conquistar por propios senderos. Falsa verdad que le garantiza vivir en medianía, en negación de sí y del otro. Opción que lo hace ser muchedumbre, masa, nadie, pero no espíritu libre. Sin embargo, la misma le hace creer al espíritu doblegado, escapar del cansancio, del hastío de una esperanza que no le fue posible convertir en hecho, sino en espejismo infinito. En una dictadura, las palabras y los hechos están separados por el abismo del vómito. 

Con los totalitarismos no es posible negociar, advirtió Hannah Arendt; pero oídos sordos para ese entonces, no la escucharon, y la sensible pensadora alemana, fue ignorada y despreciada por la derecha y la izquierda de las ideologías. 

El horror totalitario ha seguido apoderándose de la geografía humana, porque el sentido verdadero del ser en la política, ha abandonado el propósito de juntar las palabras y los hechos, a la conquista de un sentir más plural y democrático.

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viernes, 6 de diciembre de 2013

EDILIO PEÑA, LA PIEL DE LA REBELIÓN

Las dictaduras apuestan a tener una conciencia esclava en los pueblos del país que dominan. Pero si la misma no es herencia de ancestros larvarios, la fabrican y la imponen. Las dictaduras necesitan que cada individuo de la sociedad sea esclavo de sus necesidades básicas. Sobre todo, al pretender saciarlas, estas le supongan espejismos de libertad que habrán de perpetuar su condición de esclavo y mendigo. 

Mucho más, para que cada individuo agradezca a la dictadura las eventuales migajas, caracterizándolo como servil y miserable. En la escasez material, el cuerpo es protagonista de la existencia; mientras el alimento del alma es desterrado fuera de la muralla. 

El hambre y el dolor físico son activos que las dictaduras acicalan en banquetes de promesas. Crean misiones de salud para propagar la enfermedad, no para evitarla. Al convertir el alimento en imposible, lo transforman en objeto mítico a guardar o esconder hasta de la misma hambre. Las pulsiones primitivas desatan sus serpientes. Matar y violar es la cumbre de las necesidades no satisfechas. En ese espectro delirante, la imposición de la idea y la imagen de un salvador, o Mesías, profundiza más la degradación humana. 

Por ello, todo dictador y toda dictadura quieren abolir la política. Desterrarla a muerte. Porque la verdadera política es más que la representación ideológica del ser, es su suprema ontología.

Mas, no siempre el sojuzgamiento y la esclavitud logran torcer el alma rebelde del ser humano. En períodos de esclavitud, la esperanza persiste en aquellos que luchan por volar alto. Las dictaduras olvidan que individuo o pueblo sometido a penurias y vejámenes, puede existir el corazón de un volcán, que habrá de erupcionar, cuando las orillas del río se junten. En la conducta vencida, una rebelión de proporciones inimaginables podría estar fraguándose y estallar de manera violenta o quizá  pacífica. Predicciones y cálculos se hacen  añicos. Entonces, no habrá ejército ni servicio de Inteligencia que pueda contenerla. La fecha de ese magno evento, es misterio que  vuelve paranoico a dictadores, haciéndoles temblar de pánico en los pasillos de la madrugada. La propia inducción a vivir de manera disociada en el orden psicológico, beneficia al monstruo de la dictadura, pero queda expuesta ante el despertar lento y caudaloso de una poderosa conciencia política que podría dar al traste con ella. La  peligrosa situación límite también expone al poder. Toda dictadura apuesta al absoluto creyendo construir la plenitud. Es su más garrafal error cognitivo.

Benito Mussolini no pensó que el pueblo italiano arrancaría la piel que lo aprisionaba, una vez iniciada la liberación de Europa por parte del ejército aliado. Curzio Malaparte, con precisa inteligencia narrativa, en su novela La Piel, expuso ese proceso de transmutación y desollamiento, que la degradación fascista parecía haber destruido con su indeleble tatuaje de hierro. El Vesubio hizo erupción como emblema del destino subterráneo del pueblo napolitano. El ejército norteamericano quedó asombrado, de que en esa desnudez primera de la libertad, el pueblo napolitano  celebraba su liberación, y la burla ganada por aquellos soldados que la encarnaban en burdeles y playas de Amalfi, como si en ese acto de irreverencia e inusual lucidez -que prodiga el final de una tragedia o una ópera-, Nápoles, el pueblo que gusta cantar su irredenta nostalgia, había tomado la determinación de no necesitar, nunca más, de dominadores ni libertadores. El ejército norteamericano no comprendió esta asunción vital, al convertirse  en décadas posteriores, en ejército de ocupación con la antorcha de la libertad.

En Venezuela irrumpe una rebelión, superando a la propia palabra que la designa. El colectivo junto al ciudadano, es confrontado en esta hora meridiana. En su cúspide, la conciencia deja de ser una estrechez. El gobierno ingenia estrategias para contener la voz de su líder fundamental, Henrique Capriles Radonski. Los dinosaurios de La Habana temen a este huracán. Perder más de trece mil millones de dólares anuales, significa la extinción definitiva de la dictadura castrista. El Gobierno defenestra a un diputado y compra a su suplente, para imponer una Ley Habilitante. Desata el populismo con furor díscolo. Ya no asegura alimento, sino electrodomésticos. Aunque no sabe cómo garantizar el funcionamiento de estos ante el colapso eléctrico. Al mismo tiempo, Irán abandona a la revolución bolivariana al pactar con el Grupo 5+1, en Ginebra. El Gobierno al no sentirse seguro con su poder de fango, tambalea. Largas colas, que ya parecieran ser la de aquellos espectadores asistiendo a la ejecución de sus verdugos, lo llenan de horror. Lo fantástico tiene un ancla profunda en lo real.

Para una dictadura, una elección siempre habrá de constituirse en una posibilidad mortal, así recurra al fraude sistemático.

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jueves, 21 de noviembre de 2013

EDILIO PEÑA, LA FRÍA MÁQUINA DE MATAR

En regímenes comunistas, aquel que no se parezca al poder del Estado y a su versión arbitraria de la vida, no debe existir.

Será sujeto convertido en enemigo del pueblo. Despreciable que no debe tener cabida. Desterrado del mundo, pero también del cielo de la utopía sin sentido. Su única posibilidad –permitida en la "revolución"– es a través de una invisibilidad preservada  sólo por el anonimato, los murmullos, el silencio o la mordaza.

Una existencia que habrá de equipararlo con la condición de un fantasma sin territorio, pero temido y perseguido por la filosa guadaña del poder.

Mucho más, si es obligado a convertirse de líder de la oposición a líder de la resistencia. Inflexión última, que da por sepultada a la política, al aniquilar la precaria opción electoral con el fraude sistemático.

Eso, de existir todavía una parcial y agónica democracia. Aunque la clandestinidad expone a riesgo, mucho más al líder rebelde, transformándolo en presa de caza, que después los  siniestros servicios de inteligencia habrán de intentar atrapar como trofeo de guerra.

Quien opone inteligencia política a la avanzada del régimen comunista, no acepta la realidad falsa e impuesta, sobre la cierta y descarnada, aquella que discurre en cotidianidad insufrible. Largas colas que no conducen a ninguna solución o salida, es la dura metáfora del colectivismo borreguil que aplasta y niega al individuo.

Frente a la existencia y resistencia del ser rebelde, el régimen comunista determina eliminarlo a través de un proceso pertinaz, al buscar con ello, complicidad de una buena parte de las mayorías, y aun, de familiares y afectos de éste.

Al no ser posible destruir políticamente al hombre rebelde, la dictadura planifica su destrucción moral y existencial, para luego ir por su existencia física.

No para reducirlo a cadáver, sino a olvido. Espectro que no deberá vagar, en ninguna memoria. Degradado  o pulverizado a nada, el asesinato del rebelde es legitimado en nombre de la revolución. Esa luz tísica y arrugada que aman algunos. Esa que se ha instalado en Venezuela, queriendo devorar la incandescente luz solar que la alimenta.


María Corina Machado, Henrique Capriles y Leopoldo López, han sido estigmatizados por la dictadura cubana como "El triángulo del mal". Ya no sólo fueron condenados por los medios públicos del Estado venezolano, también por el uso impúdico de la vía pública, donde transeúntes se detienen con curiosidad y pasmoso asombro.

Esa sentencia de muerte es reconocimiento de la impotencia de la "revolución", ante la arrolladora fuerza de la rebelión representada por estas tres personas, por estos tres líderes.

En la crisis política de Venezuela, ha emergido una fe de voluntad y determinación que ha superado la tradicional concepción social demócrata y revolucionaria de hacer política.

La esperanza quiere que este hallazgo prenda en toda la nación como bravo huracán, y desactive la imposibilidad y el miedo. Pero sin aventuras militares con torvos grupos económicos a la sombra.
Ya los errores políticos han alcanzado su ola más alta.

El pueblo más pobre ha sido sumido en la degradación.

La revolución bolivariana, vencida ante la aparición de esta nueva capacidad de hacer política, ha inducido –y sugerido– la ejecución del crimen físico de estos tres líderes de la oposición. Sin embargo, así persista en su macabro intento, el artífice revolucionario no alcanzará jamás la estatura espiritual del hombre rebelde.

En esta fase criminal, los instructores de La Habana parecieran propiciar el crimen indirecto, al delegar esa función a un impotente y desesperado, que no haya cómo existir en medio de las penurias y el desamparo social. Más aún, al saberlo necesitado de un culpable donde descargar frustración e ira represada. Porque sólo un culpable puede redimir al hambriento, sediento y sin luz, en la medida en que éste encuentra la posibilidad de encarnar al justiciero social, al héroe predilecto de la "revolución".

Héroe que la "revolución" cataloga como representación fiel del verdadero revolucionario. Ese resentido y lleno de odio que traza su existencia en actos delictivos y criminales. Ya el Che Guevara lo había escrito: El verdadero revolucionario debe convertirse en una máquina fría, selectiva de matar.

Aunque la revolución bolivariana no es selectiva ni estética, y prefiera el asesinato sin belleza. Mucho más cuando su fundador enalteció, desde el discurso histérico y procaz, la conducta gangsteril como la más perfecta conducta revolucionaria.

La acción maquiavélica y criminal, propiciada por el gobierno títere de La Habana, pretende no sólo matar a María Corina Machado, a Henrique Capriles y a Leopoldo López, sino, por igual, ejecutar un crimen de proporciones masivas, equiparables al holocausto, al pretender asesinar a través de ellos, a más de diez millones de personas, a quienes estos tres líderes de la nueva política venezolana, representan con dignidad y valor.

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miércoles, 18 de septiembre de 2013

EDILIO PEÑA, LA GLORIA DEL MARTIRIO

La guerra es una tragedia administrada por la técnica armamentista. Es el arte de la muerte. El parque militar de los ejércitos es sustentado por ese principio práctico en que deriva la política, una vez agotada. 

En campos de batalla, bandos enfrentados celarán poseer mayor poder de fuego que su contario, en la medida en que el fragor de la lucha acrecienta el deseo de triunfar. 

Aunque no siempre es suficiente el poder de fuego, si los conductores de la guerra no poseen ingenio militar para implementar tácticas y estrategias novedosas que sorprendan al enemigo, para conseguir derrotarlo. 

Agotada la técnica armamentista tradicional, así como la capacidad de los conductores militares, la ética de la guerra establecida en pactos, tratados o convenciones –como el de Ginebra- sucumben a la tentación de violarlo y hacer uso de armas letales prohibidas, pretendiendo acortar el camino hacia la victoria. Los hallazgos científicos y micro electrónicos terminaron por convertir la técnica armamentista en sofisticado instrumento de horror, para aniquilar tanto al enemigo como a inocentes que los secundan, asomados a una ventana o jugando en medio de una calle, bajo la lluvia de la metralla.

Víctima absoluta de la guerra es la inocencia, representada por los niños. 

Exterminados antes de tener memoria suficiente para recordar y comprender por qué ahora lucen la piel de un anciano, el desmembramiento del cuerpo, o el rostro del monstruo que les aterrorizaba en sueños. 

El retrato de Dorian Gray
Quien triunfa en una guerra, teme después que sobrevivientes de soldados muertos en combate, hayan procreado un fruto amado  e inocente, que les vengue a futuro. 

Los dictadores, en el poder por vías de guerra civil, religiosa o revolucionaria, sufren la idea de que en su contra se fragüe un tiranicidio desde la edad más temprana. El gusano del desvelo los lleva a blindarse en impenetrables anillos de seguridad, a pesar de que en el bosque profundo de la noche, sospechen que en algunos de estos anillos, se halla su virtual y frío asesino, como el espectral cuchillo que conduce a Macbeth a matar al rey Duncan, en la obra de William Shakespeare.

Aun en su senectud, Fidel Castro no puede sentirse seguro en sus pesadillas de sangre, de la inocencia sembrada que dejó el general Arnaldo Ochoa, después de que Castro ordenó su fusilamiento por ser  rival seguro, que lo hacía temblar de envidia ante la leyenda de Ochoa, ganada al frente de cuarenta mil hombres en batallas de campo, allá en el corazón de África. 

Guerra que Fidel Castro no podía dirigir a través de un teléfono satelital, mientras asesinaba con alfileres rojos,  el mapa del extenso continente negro. 

Aquél que mata por razones mezquinas o gloriosas, inevitable es que desate el león de  la venganza. Será acechado por éste, y los muros del poder no serán suficientes para preservarlo ni de su misma paranoia. 

En el porvenir, la víctima puede ser encarnada por alguien inesperado, y ejecutar sin dilación, al victimario o dictador. Quien disparó a la cabeza de Muamar Gadafi, es uno de ellos.

El dictador advierte el peligro en la flor de la inocencia. Apura convertirla en aliada fiel o sus pétalos, en sangre. 

Hitler creó un ejército de niños dispuesto a dar la vida por él. El anterior presidente de Irán, Mahmud Ahmadineyad -quien fue instructor de la organización Basij-, adoctrinaba niños para la gloria del martirio, forzados a inmolarse durante los ocho años de la guerra contra Iraq. A estos niños, que marchaban con una llave de plástico en el cuello, Ahmadineyad les asignaba la  terrible tarea de barrer campos minados por iraquíes, a cambio de prometerles, una vez que estallaran las minas, llegar pronto al paraíso. 

Luego, en honor  a los mártires inocentes, los tanques iraníes pasarían raudos sobre sus restos diseminados y vencerían finalmente a los enemigos iraquíes. Mahmud Ahmadineyad como presidente en ejercicio de Irán, recibiría una réplica de la espada de Simón Bolívar, por parte de Hugo Chávez. Quizá el finado presidente, ensoñaba tener también, un ejército de niños a disposición de su   aventura totalitaria.

Quien usufructúa la presidencia de Venezuela, se ha hecho solidario y corresponsal del gobierno criminal de Siria, –con asombroso nivel de insensibilidad- en la masacre más espantosa con gas Sarín ejecutada en el siglo XXI, por órdenes de Bashar al-Asad, donde numerosos niños murieron. 

Con su declaración, el ilegítimo expone a la sociedad venezolana, al convertirla en objetivo militar de esa organización terrorista que combate contra el ejército sirio: Al Qaeda, la misma que degrada y entorpece a la verdadera oposición de Siria, en su accionar contra el dictador Bashar al-Asad. 

Recordemos que es costumbre de Al Qaeda, en sus acciones terroristas en el mundo, no importarle la geografía, si tiene que ir tras sus enemigos, así sean inocentes que sueñan con ir al paraíso, pero no por los senderos de la muerte.

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