Al celebrar los 50 años de terca existencia del único régimen comunista en las Américas, la pregunta del título pudiese parecer una impertinencia. En fin de cuentas, para muchos la Revolución Cubana es emblemática de lo que significa socialismo, es decir, sus características son en sí definitorias de lo que puede entenderse, para bien o para mal, de tal estructura socioproductiva, así como de su correspondiente “superestructura” política. Para otros, sin embargo, la noción de socialismo sigue evocando estadios de justicia, de libertad y de bienestar material que brillan por su ausencia a lo largo del último medio siglo antillano. Quizás podría reformularse la pregunta para indagar cuál es el sentido o el carácter del socialismo cubano.
Los cubanófilos de antaño identificarán en el título de este artículo el de un libro escrito a finales de los 60 por un asesor del régimen fidelista en desarrollo agropecuario, a la sazón miembro del Partido Comunista Francés, René Dumont . No sorprende que, dada su nacionalidad, abordase su conceptualización de socialismo desde una perspectiva cartesiana: su superioridad sobre el capitalismo derivaba de su mayor racionalidad, de la existencia de un plan central omnicomprensivo que asegurase el uso lógico y eficaz de los recursos para la construcción de la nueva sociedad. Para su angustia, la excesiva discrecionalidad intervencionista de Fidel Castro, genio y figura de la entonces joven revolución, echaba por la borda todo intento de construir un andamiaje coherente de planificación racional. Su conclusión lapidaria era que el desorden personalista que predominaba en Cuba no podía tildarse de “socialismo”.
Tal aseveración coincidía con lo que podría derivarse desde una óptica marxiana, no obstante las profesiones de fe del elenco dirigente cubano. En el plano económico Marx pregonaba que la “socialización de las relaciones de producción” desataría una mayor productividad hasta superar la escasez que históricamente había condenado a las mayorías a la miseria y así saltar “del reino de la necesidad al reino de la libertad”. A su vez, la alienación del hombre moderno, producto de la escisión entre sus esferas privada y pública de existencia, era imputable -según él- a la lógica del capital. Una vez superada ésta con la revolución socialista ocurriría la liberación multifacética de sus potencialidades ciudadanas, ahora dueño de su destino. Ello completaría ese salto al “reino de la libertad”, cuyas bases materiales aseguraba la liberación de las fuerzas productivas, y haría innecesarios los poderes coercitivos del Estado. Éste desaparecería para ser reemplazado por una simplificada “administración de las cosas”, en manos de la sociedad organizada. Con el beneficio de la posteridad, es fácil entender que el viejo alemán en absoluto entendió el papel central de los incentivos para la materialización de esta visión prometeica, confiando en que, una vez en posesión de los medios de producción, el obrero se entregaría gustosamente a su trabajo para construir la anhelada utopía. La conculcación brutal de las libertades y el colapso económico de aquellas experiencias que intentaron imponer a la fuerza este “paraíso” no amilanó, empero, a los guardianes de la fe, convencidos de que habían fracasado los hombres pero nunca la idea. En éstas habría que incluir, desde luego, a la Revolución Cubana, no obstante logros importantes en el campo de la salud y la cobertura educativa.
Fidel declara a Cuba socialista luego de la fracasada invasión de expatriados en Bahía de Cochinos, financiada y apoyada por la CIA. Los primeros años de la Revolución habían atestiguado una búsqueda entusiasta de formas creativas de participación política y cultural, que hizo albergar la esperanza entre muchos izquierdistas desencantados con la experiencia soviética, de que se había reencontrado la senda refrescante, libertaria y humana del socialismo. Fueron tiempos en que un Che Guevara en la cúspide de sus delirios revolucionarios desafiaba la racionalidad y el cálculo económico para la construcción del Hombre Nuevo en Cuba con su pregón a favor de los incentivos morales, en abierta polémica con Charles Bettleheim, exponente de las corrientes marxistas ortodoxas.
Luego del fracaso de los intentos por profundizar la industrialización y del despilfarro implícito en otros proyectos descabellados –el cinturón cafetero y cítrico a La Habana, las jornadas de trabajo voluntario- el pragmatismo y las penurias obligaron a Cuba a cobijarse progresivamente bajo el paraguas protector de la URSS y llevó al envejecimiento prematuro de la Revolución, ahora con mayúscula. El apoyo de Fidel a la invasión de Checoeslovaquia y, posteriormente, el vergonzoso caso contra el poeta galardonado, Heberto Padilla, puso fin definitivo a toda esperanza de que la isla pudiese evitar el carácter despótico de sus aliados. Las confusiones, perplejidades y desencantos que acarreó el cercamiento creciente de la burocracia comunista a las expresiones culturales autónomas son recogidas angustiosamente en sendos libros por Carlos Franqui y por Alma Guillermoprieto , el uno partícipe de la gesta guerrillera y director de la revista Revolución hasta 1967, la segunda, profesora invitada de ballet a finales de esa década.
No obstante, es justo reconocer que, gracias a la masiva transferencia de recursos desde la URSS, Cuba pudo conquistar importante mejoras en el campo de la educación y la salud, y disfrutar de niveles de vida similares, en muchos sentidos, a los del promedio de otras economías latinoamericanas de igual tamaño, si bien bajo un estricto régimen de racionamiento. Según el catedrático cubano-estadounidense Carmelo Mesa Lago , entre 1960 y 1990, Cuba recibió de la Unión Soviética el equivalente de unos 65 millardos de dólares en condiciones muy generosas, sin contar con otros créditos y ayudas del CAME, otros países de Europa del este y China. Dos tercios de esa ayuda fue en donaciones no reembolsables en forma de subsidios a los precios y Cuba no pagó prácticamente nada del restante monto en créditos y préstamos. Lamentablemente, con la desaparición del llamado “campo socialista”, muchos de los desarrollos sociales se han resentido por la incapacidad de financiarlos en los niveles adecuados. El fin de las enormes transferencias soviéticas obligó a la jerarquía comunista a relajar los controles sobre la iniciativa privada, en lo que se conoció como el “período especial”, permitiendo mayor número de actividades por “cuenta propia” (reparación de automóviles, electrodomésticos, servicios personales varios), la existencia de “paladares” (pequeños restaurantes caseros a los que le son prohibidos emplear personal ajeno a la familia) y los mercados campesinos autorizados para vender el exceso de productos agropecuarios que queda tras la entrega de las correspondientes cuotas al Estado. Empero, una vez que la economía empezó a crecer -impulsada por esta liberación de actividades productivas-, el régimen volvía a apretar los controles, bajo el pretexto de impedir la emergencia de nuevos privilegiados, y ahora con el financiamiento de un nuevo patrocinante: Hugo Chávez. Este retorno refleja, en las decisiones del régimen, un desapego por la racionalidad económica y su subordinación a criterios estrictamente políticos: evitar que el desarrollo de actividades fuera del dominio directo del Estado redundara en una pérdida de su control sobre la sociedad, ya que el desarrollo de fuentes autónomas de sustento constituye el primer paso en la liberación del férreo dominio que ejerce el poder totalitario sobre la población. El régimen pretendió cobijar esta opción por el atraso argumentando que la liberación de la iniciativa individual agudizaba las desigualdades y alentaba contra la “ética del socialismo”, pasando por alto que las desigualdades más odiosas y arbitrarias existentes en la isla son inherentes al usufructo discrecional de los recursos económicos por parte de la élite dirigente. Según esta prédica moralista, el bienestar material del pueblo debe sacrificarse en aras de defender una “revolución” que pretendidamente es en su propio beneficio (¡!).
Desde luego, este régimen mineralizado, cerrado sobre sí mismo y refractario al cambio, es todo menos que “revolucionario”. Pero después de décadas de haberse secado la euforia transformadora, la evocación de la épica de los primeros años, su mitificación para hacer aparecer a Fidel como el único artífice del derrocamiento de Batista, y la referencia incesante a las amenazas imperialistas –legitimadas en parte por la torpe política de sucesivos gobiernos estadounidenses hacia la isla- ha servido para perpetuar la fábula . La mentalidad de asedio justifica la represión a toda disidencia bajo el argumento de que favorece al “enemigo” y conmina a cerrar filas en torno al caudillo. Bajo la exacerbación de pasiones nacionalistas y del culto a la muerte como máximo sacrificio por la causa -¡Patria o Muerte, Venceremos!- se ha militarizado y regimentado a la sociedad bajo el control férreo de Fidel y de sus secuaces. Junto al culto al Comandante en Jefe y la utilización de Brigadas de Respuesta Rápida para acallar protestas, estas características hacen a la Cuba de hoy más afín a las experiencias fascistas del siglo pasado que a cualquier ideal socialista.
El legado de estos 50 años es un Estado despótico que ha condenado a su población a niveles míseros de vida, que usurpa en beneficio propio la riqueza social y que ha generando una nueva clase que dispone a discreción del producto material que se le niega a los miembros menos afortunados de la sociedad, mientras reprime con largos años de cárcel a quienes entran a ciertas páginas de Internet “sin permiso” (¡!). El control absoluto de la información, la existencia de una única verdad política, la intolerancia absoluta ante la disidencia constituyen mecanismos obligatorios para poder perpetuar un régimen injusto y opresivo.
Desde hace algún tiempo, bajo la égida del Ministerio de las Fuerzas Armadas Revolucionarias, Minfar, la economía cubana ha venido siendo colonizada por el alto mando militar. Con la reintroducción subrepticia del cálculo económico, se procura aplicar criterios de eficiencia para la conducción de sus empresas. Lamentablemente, largos años de control centralizado, la subordinación a consideraciones políticas y la ausencia de incentivos a empleados y trabajadores, ha vaciado a la inmensa mayoría de toda capacidad competitiva. El cubano de a pie sobrevive sustrayendo bienes de las empresas donde trabaja y trampeando el sistema con servicios y actividades que se sitúan, las más de las veces, al margen de la ley, mientras los más afortunados reciben remesas de parientes exilados. Raúl Castro, en el mando desde hace casi dos años por la incapacitación de su hermano mayor, se enfrenta al difícil reto de liberalizar la economía sin perder el control político cuasi absoluto que detenta. Por su parte, los esfuerzos de Hugo Chávez por disuadir todo cambio y congelar la “pureza revolucionaria” a través de generosas donaciones –inconsultas- del dinero de todos los venezolanos, difícilmente podrá prosperar, ahora que la caída de los precios del crudo limita severamente esta ayuda. ¿Podrán los aires frescos que anuncia la presidencia de Barak Obama contribuir con la creación de un escenario más conducente a los cambios que hoy reclama la economía cubana y abrirle las puertas a una progresiva democratización de ese país?
[1] DUMONT, René (1970), ¿Es Cuba socialista?, Editorial Tiempo Nuevo, Caracas.
[2] FRANQUI, Carlos (1981), Retrato de familia con Fidel, Seix Barral, Barcelona, España.
[3] GUILLERMOPRIETO, Alma (2005), La Habana en un espejo, Editorial Debate, Colección Otras Voces, Caracas.
[4] MESA-LAGO, Carmelo (2002), Buscando un modelo económico en América Latina, ¿Mercado, socialista o mixto?: Chile, Cuba y Costa Rica, Editorial Nueva Sociedad, Caracas, Pág. 593.
[5] La URSS (y los países del CAME) compraban el azúcar a Cuba a precios por encima del mercado mundial y le vendían petróleo por debajo de las cotizaciones internacionales. Además, a este precio le entregaban petróleo en exceso, que Cuba revendía a los precios mundiales vigentes. Finalmente, la URSS donaba armamentos y demás recursos para el desarrollo y fortalecimiento de las fuerzas armadas cubanas y, en particular, financiaban sus aventuras bélicas en África. Con la desaparición de la URSS, la economía venezolana bajo Chávez ha ocupado en buena parte ese rol.
[6] Como bien lo describiera Américo Martín, nada mejor que la ideología leninista para cobijar esta dictadura personalista bajo el manto de "la defensa de los intereses del pueblo cubano". MARTÍN, Américo (2001), América y Fidel Castro, Editorial Panapo, Caracas.
Los cubanófilos de antaño identificarán en el título de este artículo el de un libro escrito a finales de los 60 por un asesor del régimen fidelista en desarrollo agropecuario, a la sazón miembro del Partido Comunista Francés, René Dumont . No sorprende que, dada su nacionalidad, abordase su conceptualización de socialismo desde una perspectiva cartesiana: su superioridad sobre el capitalismo derivaba de su mayor racionalidad, de la existencia de un plan central omnicomprensivo que asegurase el uso lógico y eficaz de los recursos para la construcción de la nueva sociedad. Para su angustia, la excesiva discrecionalidad intervencionista de Fidel Castro, genio y figura de la entonces joven revolución, echaba por la borda todo intento de construir un andamiaje coherente de planificación racional. Su conclusión lapidaria era que el desorden personalista que predominaba en Cuba no podía tildarse de “socialismo”.
Tal aseveración coincidía con lo que podría derivarse desde una óptica marxiana, no obstante las profesiones de fe del elenco dirigente cubano. En el plano económico Marx pregonaba que la “socialización de las relaciones de producción” desataría una mayor productividad hasta superar la escasez que históricamente había condenado a las mayorías a la miseria y así saltar “del reino de la necesidad al reino de la libertad”. A su vez, la alienación del hombre moderno, producto de la escisión entre sus esferas privada y pública de existencia, era imputable -según él- a la lógica del capital. Una vez superada ésta con la revolución socialista ocurriría la liberación multifacética de sus potencialidades ciudadanas, ahora dueño de su destino. Ello completaría ese salto al “reino de la libertad”, cuyas bases materiales aseguraba la liberación de las fuerzas productivas, y haría innecesarios los poderes coercitivos del Estado. Éste desaparecería para ser reemplazado por una simplificada “administración de las cosas”, en manos de la sociedad organizada. Con el beneficio de la posteridad, es fácil entender que el viejo alemán en absoluto entendió el papel central de los incentivos para la materialización de esta visión prometeica, confiando en que, una vez en posesión de los medios de producción, el obrero se entregaría gustosamente a su trabajo para construir la anhelada utopía. La conculcación brutal de las libertades y el colapso económico de aquellas experiencias que intentaron imponer a la fuerza este “paraíso” no amilanó, empero, a los guardianes de la fe, convencidos de que habían fracasado los hombres pero nunca la idea. En éstas habría que incluir, desde luego, a la Revolución Cubana, no obstante logros importantes en el campo de la salud y la cobertura educativa.
Fidel declara a Cuba socialista luego de la fracasada invasión de expatriados en Bahía de Cochinos, financiada y apoyada por la CIA. Los primeros años de la Revolución habían atestiguado una búsqueda entusiasta de formas creativas de participación política y cultural, que hizo albergar la esperanza entre muchos izquierdistas desencantados con la experiencia soviética, de que se había reencontrado la senda refrescante, libertaria y humana del socialismo. Fueron tiempos en que un Che Guevara en la cúspide de sus delirios revolucionarios desafiaba la racionalidad y el cálculo económico para la construcción del Hombre Nuevo en Cuba con su pregón a favor de los incentivos morales, en abierta polémica con Charles Bettleheim, exponente de las corrientes marxistas ortodoxas.
Luego del fracaso de los intentos por profundizar la industrialización y del despilfarro implícito en otros proyectos descabellados –el cinturón cafetero y cítrico a La Habana, las jornadas de trabajo voluntario- el pragmatismo y las penurias obligaron a Cuba a cobijarse progresivamente bajo el paraguas protector de la URSS y llevó al envejecimiento prematuro de la Revolución, ahora con mayúscula. El apoyo de Fidel a la invasión de Checoeslovaquia y, posteriormente, el vergonzoso caso contra el poeta galardonado, Heberto Padilla, puso fin definitivo a toda esperanza de que la isla pudiese evitar el carácter despótico de sus aliados. Las confusiones, perplejidades y desencantos que acarreó el cercamiento creciente de la burocracia comunista a las expresiones culturales autónomas son recogidas angustiosamente en sendos libros por Carlos Franqui y por Alma Guillermoprieto , el uno partícipe de la gesta guerrillera y director de la revista Revolución hasta 1967, la segunda, profesora invitada de ballet a finales de esa década.
No obstante, es justo reconocer que, gracias a la masiva transferencia de recursos desde la URSS, Cuba pudo conquistar importante mejoras en el campo de la educación y la salud, y disfrutar de niveles de vida similares, en muchos sentidos, a los del promedio de otras economías latinoamericanas de igual tamaño, si bien bajo un estricto régimen de racionamiento. Según el catedrático cubano-estadounidense Carmelo Mesa Lago , entre 1960 y 1990, Cuba recibió de la Unión Soviética el equivalente de unos 65 millardos de dólares en condiciones muy generosas, sin contar con otros créditos y ayudas del CAME, otros países de Europa del este y China. Dos tercios de esa ayuda fue en donaciones no reembolsables en forma de subsidios a los precios y Cuba no pagó prácticamente nada del restante monto en créditos y préstamos. Lamentablemente, con la desaparición del llamado “campo socialista”, muchos de los desarrollos sociales se han resentido por la incapacidad de financiarlos en los niveles adecuados. El fin de las enormes transferencias soviéticas obligó a la jerarquía comunista a relajar los controles sobre la iniciativa privada, en lo que se conoció como el “período especial”, permitiendo mayor número de actividades por “cuenta propia” (reparación de automóviles, electrodomésticos, servicios personales varios), la existencia de “paladares” (pequeños restaurantes caseros a los que le son prohibidos emplear personal ajeno a la familia) y los mercados campesinos autorizados para vender el exceso de productos agropecuarios que queda tras la entrega de las correspondientes cuotas al Estado. Empero, una vez que la economía empezó a crecer -impulsada por esta liberación de actividades productivas-, el régimen volvía a apretar los controles, bajo el pretexto de impedir la emergencia de nuevos privilegiados, y ahora con el financiamiento de un nuevo patrocinante: Hugo Chávez. Este retorno refleja, en las decisiones del régimen, un desapego por la racionalidad económica y su subordinación a criterios estrictamente políticos: evitar que el desarrollo de actividades fuera del dominio directo del Estado redundara en una pérdida de su control sobre la sociedad, ya que el desarrollo de fuentes autónomas de sustento constituye el primer paso en la liberación del férreo dominio que ejerce el poder totalitario sobre la población. El régimen pretendió cobijar esta opción por el atraso argumentando que la liberación de la iniciativa individual agudizaba las desigualdades y alentaba contra la “ética del socialismo”, pasando por alto que las desigualdades más odiosas y arbitrarias existentes en la isla son inherentes al usufructo discrecional de los recursos económicos por parte de la élite dirigente. Según esta prédica moralista, el bienestar material del pueblo debe sacrificarse en aras de defender una “revolución” que pretendidamente es en su propio beneficio (¡!).
Desde luego, este régimen mineralizado, cerrado sobre sí mismo y refractario al cambio, es todo menos que “revolucionario”. Pero después de décadas de haberse secado la euforia transformadora, la evocación de la épica de los primeros años, su mitificación para hacer aparecer a Fidel como el único artífice del derrocamiento de Batista, y la referencia incesante a las amenazas imperialistas –legitimadas en parte por la torpe política de sucesivos gobiernos estadounidenses hacia la isla- ha servido para perpetuar la fábula . La mentalidad de asedio justifica la represión a toda disidencia bajo el argumento de que favorece al “enemigo” y conmina a cerrar filas en torno al caudillo. Bajo la exacerbación de pasiones nacionalistas y del culto a la muerte como máximo sacrificio por la causa -¡Patria o Muerte, Venceremos!- se ha militarizado y regimentado a la sociedad bajo el control férreo de Fidel y de sus secuaces. Junto al culto al Comandante en Jefe y la utilización de Brigadas de Respuesta Rápida para acallar protestas, estas características hacen a la Cuba de hoy más afín a las experiencias fascistas del siglo pasado que a cualquier ideal socialista.
El legado de estos 50 años es un Estado despótico que ha condenado a su población a niveles míseros de vida, que usurpa en beneficio propio la riqueza social y que ha generando una nueva clase que dispone a discreción del producto material que se le niega a los miembros menos afortunados de la sociedad, mientras reprime con largos años de cárcel a quienes entran a ciertas páginas de Internet “sin permiso” (¡!). El control absoluto de la información, la existencia de una única verdad política, la intolerancia absoluta ante la disidencia constituyen mecanismos obligatorios para poder perpetuar un régimen injusto y opresivo.
Desde hace algún tiempo, bajo la égida del Ministerio de las Fuerzas Armadas Revolucionarias, Minfar, la economía cubana ha venido siendo colonizada por el alto mando militar. Con la reintroducción subrepticia del cálculo económico, se procura aplicar criterios de eficiencia para la conducción de sus empresas. Lamentablemente, largos años de control centralizado, la subordinación a consideraciones políticas y la ausencia de incentivos a empleados y trabajadores, ha vaciado a la inmensa mayoría de toda capacidad competitiva. El cubano de a pie sobrevive sustrayendo bienes de las empresas donde trabaja y trampeando el sistema con servicios y actividades que se sitúan, las más de las veces, al margen de la ley, mientras los más afortunados reciben remesas de parientes exilados. Raúl Castro, en el mando desde hace casi dos años por la incapacitación de su hermano mayor, se enfrenta al difícil reto de liberalizar la economía sin perder el control político cuasi absoluto que detenta. Por su parte, los esfuerzos de Hugo Chávez por disuadir todo cambio y congelar la “pureza revolucionaria” a través de generosas donaciones –inconsultas- del dinero de todos los venezolanos, difícilmente podrá prosperar, ahora que la caída de los precios del crudo limita severamente esta ayuda. ¿Podrán los aires frescos que anuncia la presidencia de Barak Obama contribuir con la creación de un escenario más conducente a los cambios que hoy reclama la economía cubana y abrirle las puertas a una progresiva democratización de ese país?
[1] DUMONT, René (1970), ¿Es Cuba socialista?, Editorial Tiempo Nuevo, Caracas.
[2] FRANQUI, Carlos (1981), Retrato de familia con Fidel, Seix Barral, Barcelona, España.
[3] GUILLERMOPRIETO, Alma (2005), La Habana en un espejo, Editorial Debate, Colección Otras Voces, Caracas.
[4] MESA-LAGO, Carmelo (2002), Buscando un modelo económico en América Latina, ¿Mercado, socialista o mixto?: Chile, Cuba y Costa Rica, Editorial Nueva Sociedad, Caracas, Pág. 593.
[5] La URSS (y los países del CAME) compraban el azúcar a Cuba a precios por encima del mercado mundial y le vendían petróleo por debajo de las cotizaciones internacionales. Además, a este precio le entregaban petróleo en exceso, que Cuba revendía a los precios mundiales vigentes. Finalmente, la URSS donaba armamentos y demás recursos para el desarrollo y fortalecimiento de las fuerzas armadas cubanas y, en particular, financiaban sus aventuras bélicas en África. Con la desaparición de la URSS, la economía venezolana bajo Chávez ha ocupado en buena parte ese rol.
[6] Como bien lo describiera Américo Martín, nada mejor que la ideología leninista para cobijar esta dictadura personalista bajo el manto de "la defensa de los intereses del pueblo cubano". MARTÍN, Américo (2001), América y Fidel Castro, Editorial Panapo, Caracas.