EL ESTADO
El Estado existe y a pesar de ser una abstracción conceptual interactúa con los
hombres, ¡y vaya cuánto y cómo! Sin embargo, como otras tantas abstracciones
del pensamiento no resulta demasiado fácil conocerlo, aunque tampoco es
demasiado difícil. Eso sí, a poco que se lo encare nos sorprende su
originalidad ya que es como una ausencia presente o una presencia ausente, y en
ambos casos aparentemente presente y
aparentemente ausente.
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EL ESTADO DEBE OCUPARSE DE ESTAS FUNCIONES |
Lo cierto es que de haber surgido como una
original respuesta creativa a las necesidades del crecimiento demográfico y de
la cultura el Estado ha adquirido una preeminencia y un poder descomunal sobre
los seres humanos, sus creadores, a los que orienta, condiciona y determina en
su existencia con tal grado de poder que en cierto modo han pasado a ser sus
esclavos.
En todo caso, en la actualidad el Estado no
constituye un dato más de nuestras vidas concretas, homologable a otros datos
de similar importancia, sino el marco necesario e imprescindible en el cual
éstas se hacen posibles con significado y sentido, es decir, en la producción
de la cultura material y simbólica y en la emergencia y desenvolvimiento de la
humanidad, otro concepto de elevada abstracción y de gran utilidad para la
comprensión sustantiva de la condición humana.
LA LEY
El Estado opera (si es lícito utilizar este
término) mediante el imperium de la ley o norma jurídica, otra gran creación
humana que representa los brazos y las herramientas de aquél para hacernos
bailar al son de su música. Es gracias a ella como el Estado se revela ante
nosotros, ya que configura sus modos de ser y de parecer, con lo cual podemos
elaborar ideas e intuiciones acerca de su naturaleza, sus funciones y sus
fines.
La ley, tanto la escrita como la no escrita,
en tanto dato de la experiencia es observable y vivenciable a través de su
presencia y participación en todos los actos de la vida social, los privados y
los públicos. Su eficacia y su virtud concreta en punto a su aplicación oscila
en un espectro polar donde las múltiples formas de la vida humana son
percibidas y valoradas axiológicamente en gradaciones extremas e intermedias.
De otra manera, los juicios de los valorantes –o sea sus valoraciones-
configuran valores y disvalores de las acciones y las cosas materiales e ideales,
dando origen a las formas y parámetros que expresan lo deseable y lo indeseable
en una sociedad, en lo concretamente existente, en lo posible y previsible, y
también, eventualmente, en lo utópico, o sea en lo inédito posible.
Hablo de la experiencia real y concreta de la
presencia de la ley en la vida cotidiana. He aquí la ley, la que tiene que ver con nuestras vidas
particulares y colectivas del día a día, la que conocemos por su visibilidad y
operatividad. A esa ley, o mejor dicho a esa cara de la ley le debemos mucho
por lo bueno que nos da y nos permite y por lo malo que nos quita, pero ella
también nos debe mucho a todos y a cada uno de nosotros por lo bueno que nos
quita o nos niega y por lo malo que nos trae aun a nuestro pesar.
Por lo tanto, en un amplio abanico de
posibilidades diversas de realización la ley te enseña, te educa, te forma, te
moldea, te persuade, te controla, te disciplina, te disuade, te apremia, te
obliga y eventualmente te castiga. En suma, te amplia, te aumenta, te expande,
te desarrolla… y también te reprime, te constriñe, te reduce...
De ahí que la ley merece nuestro
reconocimiento y agradecimiento por todo aquello que nos permite, facilita y otorga a lo largo de nuestras
vidas particulares y también por lo que ha permitido, facilitado y otorgado al
género humano a lo largo de la historia: fundamentalmente el descubrimiento de
nuestra humanidad, de la humanidad de los hombres.
EL CLIMA SOCIAL
Por lo tanto, las leyes que operan en
nuestras vidas concretas no sólo nos proveen sino que también nos privan, y lo
mismo sucede a escala del género humano, siendo previsible que continúen
operando del mismo modo en el futuro.
Lo justo, lo verdadero y lo bello que
constituye la esencia del Bien, el valor supremo tanto en versión religiosa
como laica, necesita y necesitará para su realización de la existencia de la
ley. A la inversa, lo injusto, lo falso y lo feo que constituye el Mal también
se ha valido de la ley y seguirá haciéndolo mientras exista el Estado porque
todo lo que la ley hace o impide en uno u otro sentido axiológico corre por
cuenta y cargo del cargo del Estado, ya
sea en forma exclusiva o compartida con otro referente de poder como es esa
otra gran abstracción llamada Dios.
De modo que el clima social (lato sensu) que
genera la experiencia de la vida organizada desde la aparición del Estado es
una vivencia compartible y más o menos concienciada por todos y cada uno de los
miembros de una sociedad nacional de este mundo global.
En este sentido quiero formular una analogía
con el clima real (climatológicamente hablando) que vive una sociedad concreta,
situada -toda sociedad concreta- a lo largo de las horas, de los días, los
meses y los años, con su catálogo de gratificaciones y rigores extremos, de
fenómenos recurrentes y de otros inesperados y temibles, en fin una panoplia de
posibilidades previsibles que duran un tiempo y luego se van para reaparecer a
intervalos regulares, y luego a repetir el proceso.
El clima meteorológico nos acaricia y nos
mima, así como nos agrede y agravia por momentos. Pero la previsibilidad de la
naturaleza nos ha enseñado a prever nuestras correspondientes reacciones
tomando los recaudos necesarios, convenientes o adecuados, por ejemplo en
materia de abrigo, vestimenta, ingesta, calefacción, horarios y tipos de
trabajo, viajes, turismo, etc, en todos los casos sujetos a los
condicionamientos que representan y aportan las múltiples diferencias sociales.
LAS CRISIS COYUNTURALES Y EL CLIMA SOCIAL
El clima social, en cambio, es en gran medida
impredecible para la mirada de corto plazo; no así para la de tipo estratégico,
ésa que para concretarse requiere e insume tiempos más largos y aprendizajes y
actos de conciencia más abundantes y de mejor calidad. De lo contrario no se
realizará, o a lo sumo lo hará muy pobremente.
Sobre todo, lo que es más impredecible en el
clima social en el que se está inmerso es la oportunidad, es decir el momento
en que han de ocurrir algunas manifestaciones humanas, por ejemplo cuando se
han de desatar las crisis generales. También es difícil que, dada la
heterogeneidad social, política y económica de individuos, clases y sectores
intervinientes en la vida social todos se aperciban de las modalidades con que
aquellas crisis estén cursando, así como también tratándose de las crisis
sectoriales al interior de una sociedad nacional que los contiene.
La diferencia que intento mostrar mediante
esta analogía tiene una enseñanza, ya que las oscilaciones del clima
meteorológico alcanzan a todos los habitantes de un mismo medio en un mismo
momento, por más que sus bondades y rigores se puedan experimentar
diferenciadamente a través de determinados formas de actuación de la
naturaleza, también una vez más a tenor de las condicionantes sociales
particulares y colectivas intervinientes.
Por su parte, y sobre todo en la etapa social de la
organización democrática del Estado, éste tiene crecientes poderes y
posibilidades concretas de intervención, bajo determinadas condiciones, para
paliar o mitigar las consecuencias sociales y prácticas de ciertos problemas
climatológicos, o directamente de tipo natural, sobre todo en lo que atañe a la
rigurosidad de sus efectos sobre la vida social. Y ello es así, repito, aunque
el Estado proceda en forma diferenciada, según las particulares experiencias
políticas de las sociedades concretas de que se trate.
No obstante, la experiencia misma nos enseña
que luego del frío viene el calor, luego de la noche viene el día, y la vida
renace y transcurre con filosofía, por decirlo en un lenguaje coloquial: así,
lo que no te mata te fortalece.
En cambio, en el clima social producido por
el conjunto de las formas culturales, sociológicas, económicas y políticas que
se articulan en la mayoría de las sociedades concretas -a escala nacional,
continental y mundial- la posibilidad de intervención, socorro o salvación a
cargo del Estado en las graves emergencias producidas por los desequilibrios en
uno o más de uno de los campos mencionados está mucho más limitada.
Desgraciadamente estos fenómenos
desequilibrantes se están desatando con fuerzas cada vez más grandes, en
momentos inimaginados, potenciándose mutuamente hasta llegar a producir crisis
generales sociopolíticoeconómicas equivalentes al poder destructor de los más
terribles tsunamis sobre la naturaleza y
la obra de los hombres.
Con esta analogía y con las diferencias
mostradas quise referirme a la conciencia que se genera en cada uno y en todas
las personas con uso de razón, medianamente educadas e insertadas en la trama
social, respecto a la evaluación que todos hacemos acerca de la situación
social en general, la de cada uno en particular o la de nuestras familias.
Lógicamente, siempre sesgados por variables, políticas, sociales, económicas,
religiosas, ideológicas, etc de carácter concreto.
Esta conciencia social de lo cotidiano como
crisis será profunda o superficial según los avatares propios de la
correspondiente formación sociocultural de cada uno y por las experiencias
vividas. De allí que suele revelarse y expresarse, por un lado, tanto a través del estudio, la
reflexión, la empiria y el sentido común (últimamente tan denostado como
ponderado por diversas razones) como de
la mera opinión, el pre-juicio o las afecciones inmoderadas de la pasión y los
furores locos, habitualmente pobres de
racionalidad ética aunque llenos de expresividad estética inconducente.
Recapitulando, he desarrollado la comparación
anterior, entre la clase de clima que constituye la especialidad de la
meteorología y el clima social o socioeconómicopolítico cultural de una sociedad
concreta pensando en la principal o más reconocida variable climática: la
temperatura. De hecho, la temperatura medible con el termómetro, experimentable
hasta por el más distraído, y a cuyas oscilaciones extremas nadie escapa.
Frente a ella he colocado la temperatura
social de una organización social
concreta, para el caso cualquiera de ellas con organización estatal. Pero esta
comparación ha sido en el corto plazo, en el tiempo cotidiano y presente de los
acontecimientos emergentes e inminentes, mostrando la diversidad en las formas
de reaccionar ante las múltiples formas de agresión a la vida humana.
LAS CRISIS ESTRUCTURALES Y LAS SENSACIONES
SOCIALES
Ahora bien, existen otros efectos producidos
por las modalidades de la organización, el funcionamiento y los fines del Estado que, lógicamente, se
incardinan en nuestras vidas como resultado de la permanencia prolongada de un
estado de situación coyuntural que termina convirtiéndose, a fuer de continuo y
aparentemente inmodificable, en una forma estructural del Estado. Los efectos
de este tipo sobre las vidas de las generaciones, no ya en el corto plazo sino
en el largo, por lo general más allá de las coyunturas históricas, son de hecho
tanto positivos como negativos.
Los primeros tienen que ver con las
sociedades abiertas, democráticas, democráticas, progresistas y sustentables
que si bien no están exentas de problemas o dificultades poseen sistemas
racionales y democráticos de resolución de los diversos tipos de problemas
posibles, en especial los de la conflictividad social.
A la inversa, los efectos negativos tienen un
lugar preponderante en los sistemas autoritarios y totalitarios, colectivistas
y populistas, propios de sociedades cerradas, no democráticas, no
participativas, falsamente progresistas y no sustentables en las que la
conflictividad real es creciente en todos los campos y donde el poder tiránico
se sostiene a costa de renovadas formas y grados de represión social. En fin,
nada digno de ser imitado pero que sin embargo subsiste en algunos países como
reliquia de un pasado no tan lejano, en tanto ha renacido en otros bajo
modalidades diferentes, o no tanto quizá, con resultados negativos como era
dable esperar a la larga o a la corta.
Las sociedades del desarrollo, obviamente
democráticas, por un lado, y por otro las sociedades del atraso y la dominación sobre la sociedad
y el individuo. Y prosigo con la analogía climatológica de la naturaleza.
Estos efectos sobre las personas y las
sociedades y los diversos colectivos que la integran en cada circunstancia
histórica se vuelven más imprecisos para la percepción, la comprensión y la
toma de conciencia pues se llevan a cabo en el largo plazo histórico, en el
cual el tiempo largo termina adocenando las acciones y las reacciones sociales,
mejor dicho, naturalizándolas.
El resultado de este tipo de experiencia de
la vida como crisis constante sin retorno en ambas clases de sociedades
consiste en su naturalización idiosincrática a nivel colectivo e individual,
dificultando hasta la posibilidad de concebir siquiera los cambios necesarios y
deseables para revertir ese estado de cosas, al punto de llegar –especialmente
tratándose de los efectos negativos antes mencionados- a la conformación de
mentalidades resignadas, desanimadas, sin esperanzas, sin principios sociales
básicos ni fundacionales, sin sueños ni anhelos de mejora. Si bien esa
decadencia se presenta bajo las múltiples y renovadas formas de la muerte climatizada (al decir de Marcusse) en
las sociedades ultra desarrolladas y en determinados niveles sociales, siempre
son mucho más graves las atrocidades que tienen lugar en las sociedades del
atraso, la dominación y la explotación social estructural de todos y cada uno.
Este mundo de percepciones difusas, ambiguas,
resultan menos perceptibles a la larga a causa de la poderosa influencia del
acostumbramiento, con el consiguiente aletargamiento de los corazones y los
cerebros, que es como una metáfora de la muerte de la rebeldía propositiva y la
transformación consiguiente de ambos tipos de sociedades en sociedades zombies
(diferentes en aspectos que las tornan más soportables en unas y más
insoportables en otras). Pero ambas son sociedades zombies en las que con
frecuencia sus miembros no se dan cuenta de ello ni del verdadero estado en que
se hallan sus particulares existencias.
Si en el caso de la analogía climática lo
cotidiano utilizaba la variable temperatura en sus diversas posibilidades, los
efectos de largo plazo se pueden asociar a la variable sensación térmica. Si la
primera es mensurable, objetivable, la segunda resulta para las personas
concretas algo subjetivo, no porque no se establezcan guarismos en ella (lo que
sí sucede), sino porque como todo lo que es sensación posee una fuerte
proporción de particularismo que resiste las generalizaciones forzadas.
Llevada al campo social la sensación térmica
es difícil de clasificar en rangos sociológicos debido a la dilución de las
sensaciones (otra metáfora del acostumbramiento, el olvido y la resignación del
sufrimiento) en el largo plazo, como ya hemos explicado.
Con esta otra aplicación analógica me
refiero, para empezar, al cansancio moral o fatiga de la virtud al interior de
una sociedad, y siempre cada uno a su manera, según su situación y status y sus
adscripciones conscientes e inconscientes de clase, ideológicas, políticas,
religiosas, etc.
También pienso en el sentido de la existencia
que se puede generar en el transcurso de largas décadas que pueden contemplar
el nacimiento y ocaso de una vida humana de duración normal y también en la
megaescala social, o sea, en sociedades
enteras. Dicho de otra manera, algo así como las posibles sensaciones reales
acerca de si en esos estados destructivos de la condición humana los hombres
pueden sentir que ha valido la pena para ellos vivir y luchar para ser lo más
dignos posibles pagando precios tan caros, tanto en una como en otra clase de
sociedades.
¡Es que acaso no será posible que en algunas
de ellas se llegue al grado de percibir como deseables los males propios de la
realidad social de una sociedad diferente y hasta opuesta a la propia, cuando
ya la disconformidad con la realidad pueda resultar crecientemente
insoportable!
Otra categoría que se me ocurre es la de las
ganas de luchar en la vida, expresión un tanto romántica pero entendible en
todo el mundo. Como prefiero las sociedades abiertas y democráticas aun con
todos sus defectos y males antes que las sociedades opresivas y no democráticas
por más que garanticen a todos sus miembros un plato de lentejas en horarios
fijos desde la cuna a la tumba, pienso especialmente en las sociedades
atrasadas donde existen problemas raciales, religiosos, de género, de
explotación de la infancia, de crueldad, etc, etc. Sociedades donde la paz no
se conoce.
¡Acaso es honesto pedirles desde afuera de esas
sociedades a esos congéneres que son como nosotros, mejor dicho que son
nosotros, que son cada uno de nosotros en cada uno de ellos, que luchen por
mejorar, ya sea por ellos o por sus hijos! Ya lo dijo una gran artista
argentina: “Vivir no es darlo todo por comida”. Y a la inversa, ¿es honesto
cohonestar esa existencia que en muchos casos es abominación?
Lo grave es que todo ser humano halla
consuelo en cualquier sociedad para los males que lo perjudican pensando que
siempre habrá otros que están en peores condiciones que él o que sufren mucho
más que él. Eso también sucede en la sociedad hispanoamericana, tan propensa a
la insolidaridad con los que sufren miseria y pobreza dentro de ella, pero que
a la vez se sienten mejor posicionados socialmente que la mayoría de las
sociedades africanas, por ejemplo, al punto de considerar que cada una tiene lo
que se merece, o que si alguien está mal es por su culpa, etc, etc.
Olvidar que nunca nadie está seguro en una
posición o estado definitivo pasible de ser relativamente tolerado contribuye a
aletargarnos en el sueño que provocan la comodidad y el placer, aunque éstas
pudieran ser en realidad exiguas y aparentes. A la larga se acaba perdiendo los
reflejos defensivos, el instinto de conservación, el deseo de superación, las
ganas necesarias para luchar y la voluntad para obrar, y por último… el amor,
el combustible necesario para la supervivencia humana.
¿Y NOSOTROS QUÉ?
El motivo de esta nota es ayudar a
reflexionar acerca de lo que veo que sucede actualmente en Argentina. La
agresión cotidiana del sistema, del Estado y de la ley se tolera y se soporta
cada vez más pese a los crecientes perjuicios de toda clase que acarrea a
nuestra sociedad, siendo que debería suceder justamente lo contrario. Es decir,
que todos los argentinos comprendieran la gravedad de la situación y la
rebeldía se expresara en una renovada lucha para cambiar esta realidad
ignominiosa pues si no reaccionamos estaremos construyendo el tiempo largo de
la futura sociedad zombie que nos aguarda ineluctablemente al final. Esa clase
de sociedad que cuando se alude a ella en fugaces intelecciones previas a la
muerte se lo hace con términos, sensaciones e impresiones difusas cargadas de pena y arrepentimiento
por la cobardía que se ha tenido al no haberse atrevido a hacer lo que era
imprescindible hacer en su debido momento.
Y ello sucede en gran medida por el miedo
creciente que se desparrama por todas las capas sociales, causa y efecto de la
relajación de los principios políticos y éticos imprescindibles para el tipo de
sociedad que alguna vez fuimos, la del primer grupo, aunque ella no duró mucho
tiempo aunque sí el suficiente para crear una arquitectura sociopolítica
sostenible en el tiempo pese a sus retrocesos visibles y ocultos. Sin embargo,
hoy esas líneas maestras están en peligro de
desaparición definitiva, o por lo menos por larguísimo tiempo.
El futuro es una sucesión interminable de
presentes, por lo tanto es un continuo presente, una función continuada que se
debe vivir –por definición- en el aquí y en el ahora. Dejar crecer el miedo,
volvernos especuladores, calculadores, egoístas e indiferentes es rechazar el
presente por no sentirnos capaces de modificar el futuro. Cuando así obramos
nos convertimos en cómplices de un seguro destino de decadencia e indignidad
social.
Dejar crecer el miedo es sacar de nosotros y
abandonar nuestras responsabilidades individuales y como género humano en el
sentido de seguir contribuyendo creciente y creativamente al desenvolvimiento
de nuestra humanidad, eso que nos proyecta desde el arcano de los tiempos
haciaa un destino compartido de cada vez mayor superioridad moral.
Todos los argentinos deberíamos haber
aprendido la principal enseñanza que nos legó la sucesión de fracasos sociales
que venimos experimentando desde hace un siglo: que el problema real y de fondo
no es la estructura ni el funcionamiento ni los fines del Estado y de la ley,
pues ni uno ni otra tienen vida propia, no piensan, ni sienten, ni aman, ni
odian.
Nosotros somos padres e hijos del Estado y de
la ley. Nosotros los creamos y recreamos constantemente pensando en los efectos
positivos, esperanzados en controlar los efectos negativos que sabemos que
existen cada vez en mayor medida. Pero queriendo parecer inteligentes,
pragmáticos y realistas perdemos los principios y nos volvemos oportunistas, y
flexibles. Por ese camino nunca tendremos un futuro feliz sino ése futuro sobre
el cual se reflexiona con tristeza, con pesadumbre, con dolor, cuando ya se
está definitivamente derrotado como personas, es decir, en nuestra dignidad, y
por lógica como sociedad.
Ese futuro anhelado, que debería ser una meta
posible en lugar de una utopía, no corre por fuera de nosotros mismos, es decir
por fuera de nuestros corazones, nuestras mentes y nuestras voluntades, sino
que está en nosotros mismos esperando que hagamos algo, que demos un paso para
sacarlo afuera y juntarlo con los anhelos de los otros puesto que son los
mismos en todas las personas de bien.
Carlos Schulmaister
carlos@schulmaister.com
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