Por obligado acto de reflexionar y
profundizar en el conocimiento de realidad, he vuelto sobre la condición
comprometida que, en algún entonces, como profesores universitarios nos
pusieron a pensar, en nuestros frecuentes diálogos en la USB, los intentos
golpistas del año 1992 así como el sincronizado “caracazo” de 1989. En grupo, entonces intuimos que tales hechos
marcaban una última oportunidad, para
nuestra “clase” política y para los venezolanos en general: rescatar por propia
iniciativa la entonces endeble democracia venezolana.
Estudios realizados sobre nuestro
mundo iberoamericano nos habían enseñado que el populismo, fenómeno propio en
cuanto resultaba haberse constituido en componente estructural de nuestros
pueblos, estaba alcanzando una fase de agotamiento y crisis final, cuya
culminación habría de ser el derrumbe de los regímenes que entonces respondían
a ese modelo. Tal crisis, final e inevitable, coincidiría con el término de las
alianzas circunstanciales de sectores sociales cuyos particulares intereses de
clase resultaban ser naturalmente antagónicos.
La crisis que se veía venir era económica, como resultado de la
incapacidad para progresar que arrastraba un modelo edificado sobre rígidas
relaciones de dependencia interna y externa, las cuales hacían que los recursos
de producción y exportación, cuando reinaba, todavía entonces, la idea
“cepalista” del “crecimiento hacia adentro” o política se sustitución de
importaciones, la cual determinaba que --de tal crecimiento-- sus supuestos
recursos fuesen cada vez más disminuidos, por lo que su reparto --para los sectores aliados-- resultaría cada vez más pequeño, lo que, a su
vez, instalaría una crisis social porque
se agudizaría la profunda brecha que separaba riqueza y privilegio de miseria y
opresión. Y además, ello reforzaría la crisis social en sociedades, como las nuestras,
cuyas raigales determinaciones explicaban el clientelismo político con sus
dependencias y aparentes indolencia, flojera e irresponsabilidad atribuida a
buena parte de la población.
Tal
contexto de análisis, claramente nos revelaba que el recurso al golpe no podría
ser la solución, como no lo había sido en los países que ya se habían adelantado a ese proceso y
donde, luego del aparente derrumbe populista y después del fracaso de regímenes
militares, el populismo había retornado, de manera cíclica, con nuevas crisis
repetitivas sin salidas aparentes.
Por lo
demás, el recurso a “golpes” sólo demuestra que no se alcanza, como Nación,
el grado de madurez necesaria, ni
tampoco la superación de graves condicionamientos de naturaleza antropológica y
etnológica que, mientras subsistan, nos mantendrán como pueblos marginales,
valga decir, como realidades sociales al margen del desarrollo y del
progreso. Esto, nos guste o no, es
realidad tangible en todo nuestro subcontinente. El golpe, como lo hemos comprobado
en esta dura experiencia que, para colmo es comunista, no es más que el retorno
al “amo”, que es quien domina, protege o condena, y es elemento paradigmático
de las sociedades arcaicas. En nuestras originales sociedades en las que la
función política se identificaba con el resolver las necesidades vitales de las
personas éstas “creen que le deben algo
al líder quien es un eterno acreedor” en la expresión de Gustavo Martin. Es la
misma creencia de los indígenas originarios, pues el evolucionar de una “Societas”
a una “Civilis”, en expresión de Lewis Morgan, “no ha permitido aún
deslastrarnos de esa herencia que cubren los conceptos de clientelismo y
paternalismo estatal.”
Por larga
experiencia histórica, los venezolanos sabemos que la interrupción del hilo
democrático tampoco resuelve el problema de la corrupción, sino lo agrava, como
ha quedado demostrado en esto catorce trágicos años.
Pero no
podemos, jamás, perder la esperanza.
Perdida la esperanza desaparece la espera y, sin ésta, lo que sigue es la
desesperación que conduce a cualquier parte menos a lo bueno. Releamos un tanto
la tragedia de la España de los años 30, bajo el gobierno comunista de Azaña:
se perdió la esperanza, vino la desesperación y con ella, primero la anarquía
y, luego, como efecto inevitable, la guerra civil que concluyó el Caudillo y
años de odios y dolores.
Venezuela
está en una muy seria encrucijada. Con un gran amigo y gran venezolano,
sometido después tras rejas, intercambié muchas reflexiones sobre esto en el
último quinquenio de los años 90. Decíamos que nuestra Venezuela necesitaba una
profunda esperanza ante lo que veíamos venir. Desgraciadamente vino el caos,
pero afortunadamente ahora hay una nueva esperanza. La nueva esperanza que nos
trae el saber de “hay un camino”. Capriles Radonsky, con una fuerza y un coraje
que le proporciona el Espíritu, ha sembrado la tierra patria, en todos sus
rincones, sean pequeñas poblaciones, pueblos o ciudades, de una nueva
Esperanza. Sigámosle; apoyémosle con toda la fuerza de la razón y del corazón:
si hay un mañana límpido, iluminado y clamoroso. La República será rescatada
por sus manos y con las nuestras.
ppaulbello@gmail.com
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