Y su Reino era distinto al anunciado por Juan, porque era «para todos» y no para unos pocos
Jesús compartió la visión que tenía Juan el Bautista acerca de su realidad. Entendía que sus dirigentes religiosos y políticos no estaban a la altura de su época: los políticos hacían del poder y el dinero su único dios, y optaban por colaborar con el César a través de Herodes: los religiosos absolutizaban el Templo y la Ley, y abandonaban su presencia compasiva en medio del pueblo. Ambos hacían que la vida se sintiera como una «carga pesada de llevar» (Mt 23,4) siendo autores o cómplices de un sistema que imponía altos tributos, vivía de la corrupción, promovía prácticas excluyentes y favorecía actitudes sumisas.
Jesús se da cuenta de que las personas andaban «como ovejas perdidas sin pastor» (Mc 6,34): sin esperanza, desanimadas, agotadas, sin marcos de referencia personales o institucionales que les devolvieran la confianza para luchar por un cambio. En tal contexto, ¿no había entonces posibilidad de una sociedad distinta? ¿Solo restaba resignarse?
A pesar del agobio que imponía vivir en esa sociedad, Jesús «apuesta», corresponsablemente, por un nuevo modo de actuar, y así lo declara (Lc 4,19). No se resigna a dejar en manos de los corruptos el destino de su historia. Predica que sí es posible vivir en paz, practicar la justicia y para ello orienta todas sus palabras y acciones a hacer ver que es viable un mundo más humano.
Su referencia no era una ideología, sino una imagen de Dios como padre bueno, cuyo modo de ser no era castigador ni opresor, que no imponía ni actuaba violentamente en contra de sus enemigos, ni hacía del dinero y la economía el centro de su vida. Esto lo reflejó en su modo tan infinitamente humano de ser. Así todo empezaba a verse diferente.
Su apuesta será compleja, difícil e incluso peligrosa, de hecho lo llevará a la muerte. Aun así «opta» por un estilo de vida que humaniza, no dando cabida en sus palabras y acciones a la violencia, a la indiferencia, al desprecio, a la venganza. El camino de Jesús era claro: vivir así sólo es posible para quien asuma «personalmente» la vía de la reconciliación (Is 61,1), reconstruyendo la justicia social y creando espacios de fraternidad solidaria.
El verdadero cambio tenía que nacer desde la apertura de cada persona a los otros: pobres, despreciados, cansados. Era una propuesta de vida que no estaría destinada solamente a los que le siguieran, sino incluso a quien se le opusiera. Y su Reino era distinto al anunciado por Juan, porque era «para todos» y no para unos pocos. Era para aliviar y no para sobrecargar. Irradiaba realismo.
Aquí y ahora será posible vivir así cuando cada uno comience a apostar por una praxis de reconciliación que permita ir más allá de las ideologías políticas y las religiones, porque lo que está en juego no es la pertenencia a uno de estos bandos, sino nuestra propia condición de sujetos y la posibilidad de gozar eternamente de una calidad de vida así, como la de Dios.
Doctor en Teología
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