Entiendo por “problema alemán” lo siguiente:
Desde los tiempos de Bismarck y hasta nuestros días el poderío de Alemania ha
forzado al resto de las naciones europeas a doblegarla, contenerla o hacerla
cómplice.
Alemania es demasiado poderosa para Europa.
Dos guerras mundiales fueron necesarias para doblegarla; entre 1918-1939 se
intentó sin éxito contenerla, y desde 1989, luego del fin del Muro de Berlín y
de la Guerra Fría, los europeos han procurado que Alemania se haga cómplice en
un sentido positivo del destino conjunto del continente, pero todo ello en
medio de las presiones de palpables paradojas.
Por una parte los europeos cuestionan la
hegemonía alemana a menos que se ponga a su servicio, como garantía final de la
incesante indisciplina presupuestaria del continente; por otra parte, no
obstante, los europeos solicitan liderazgo a Alemania, un liderazgo blando
basado en una generosidad sin límites definidos.
Ahora bien, ni el pueblo alemán ni sus
dirigentes pueden ser infinitamente generosos, y tampoco quieren ejercer un
liderazgo que --bien lo intuyen-- suscitaría más temprano que tarde los recelos
y eventualmente la abierta oposición del resto. En otras palabras, los europeos
desean una Alemania europea mas no una Europa alemana.
Pero el dinamismo económico alemán sólo puede
ponerse al servicio de Europa como garantía de última instancia si el pueblo
alemán lo acepta, y para ello habría que preguntarles a los alemanes qué es lo
que desean y cuánto están preparados desembolsar por ello, obteniendo así un
respaldo transparente. Nadie, sin embargo, les ha preguntado ni pretende hacerlo.
La conducta ética de un individuo puede en
ciertas ocasiones medirse por sus buenas intenciones, pero en política ese
criterio sería fatal. La medida de la política son sus resultados, y en tal
sentido conviene despejar la discusión sobre la Comunidad Europea, sus
dificultades y perspectivas, de todo ingrediente sentimental.
Si bien muchos europeístas se acogen al
argumento de que su propósito es construir un espacio de paz, armonía y
bienestar común, el proyecto 2 europeo debe juzgarse por resultados y no por
intenciones. Y esos resultados se complican cada día más.
El caso de Grecia es relevante no tanto por
los hechos sino por lo que estos representan. Para evaluarlos requerimos
perspectiva histórica. El Euro nació a raíz de la unificación de Alemania. Una
Alemania dividida en el marco de la Guerra Fría se hallaba constreñida dentro
de estructuras que la superaban. Pero una Alemania unida dentro de un contexto
geopolítico fluido despertó todas las sospechas y pesadillas del pasado. De
allí que a cambio de admitir la unidad alemana Francia exigió como
contrapartida la creación del Euro. La meta de esa acción, que llevaron a cabo
Mitterrand y Kohl, fue consolidar los lazos de Alemania y el resto de Europa,
con una triple esperanza: 1) que Alemania no actuase por su cuenta en política
exterior; 2) que Alemania funcionase como locomotora económica del continente; 3)
que Francia fuese capaz de ejercer el predominio político en la alianza. Cabe
destacar un punto: Nadie consultó al pueblo alemán la decisión de cambiar su
venerado Marco por el Euro.
Como casi siempre en la Unión Europea, las
élites políticas y tecnocráticas en Bruselas y Estrasburgo y las de los países
en cada caso involucrados, tomaron las decisiones por la gente y sin
preguntarles su opinión democrática. El disciplinado pueblo alemán aceptó nadar
con la corriente, persuadido de que la adopción del Euro no iba a significar
que Alemania entraba a formar parte de una unión de transferencias fiscales.
Dicho de otra forma, para los alemanes dejar de lado su Marco y asumir el Euro
era un gesto de buena voluntad que les hacía sentir menos alemanes y más
europeos, pero no tanto como para hacerse responsables de los problemas
económicos de los demás, y mucho menos de transformar a Alemania en una fuente
de subsidios permanentes hacia países menos productivos y competitivos.
Las cosas marcharon bien por unos años, en
tanto Italia, España, Grecia, Portugal, Irlanda y otros se engancharon a una
locomotora que parecía avanzar como por arte de magia. Pero la fuerza del Euro,
que depende de Alemania, no es sobrenatural. La locomotora es sana pero no
omnipotente.
Grecia es la punta del iceberg. Contemplamos
un proceso que va a prolongarse y complicarse, demostrando por qué la diosa
griega Némesis es la diosa de la Historia. Se trata de una deidad que
paradójicamente castiga a los seres humanos a 3 través del total cumplimiento
de sus deseos y no de la frustración de los mismos. La Némesis de Europa es
tener en su seno una Alemania hegemónica que sólo ejerce el liderazgo, cuando
lo hace, porque no le queda otro remedio. Lo complejo de la situación es que el
Euro coloca a Alemania como blanco receptor de las decepciones y resentimientos
de otros; deja a Alemania expuesta como el chivo expiatorio de la alianza.
Los griegos no se culpan a sí mismos de su
crisis, lo que sería inevitable si su moneda fuese la Dracma y no el Euro.
Basta con seguir las reacciones de las llamadas “redes sociales” en Europa
estos días para percatarse de una realidad que anuncia severas tormentas:
Merkel y Alemania son objeto de todas las críticas, recriminaciones y desaires
de una parte no menospreciable de los electorados europeos, que llevan sobre
sus hombros años de austeridad “alemana” sin vislumbrar la luz al final del
túnel. Insisto: las dificultades económicas de Europa tienen una traducción
política. Al pretender hacer del Euro –según palabras que repiten los jefes de
la Comunidad en Bruselas y Estrasburgo— un hecho “irreversible”, y al haberse
convertido Alemania en poder económico hegemónico del continente, los laureles
por los triunfos de la moneda única son compartidos por todos, pero sus
fracasos –como Grecia— tienen sólo un culpable: Alemania.
Los alemanes no quieren liderazgo, sino
tranquilidad; saben que el dolor por el pasado no ha desaparecido, que los
resentimientos persisten bajo sensibles pieles, y que el fervor europeísta sólo
se extiende hasta que el bienestar perdura. El poderío de Alemania continúa
siendo la fuente de la que brota el miedo de Francia. El empeño francés por salvar
a Grecia a toda costa poco tiene que ver con Grecia y mucho con Alemania.
Merkel, sin embargo, no puede ir tan lejos como quisieran algunos de sus socios
europeos. Grecia ha sido sometida a un severo programa de austeridad, que
aparte de desdeñar por completo la voluntad del electorado griego (por
supuesto, engañado por sus ilusos dirigentes y auto-engañándose) focalizará en
Merkel y Alemania los odios de millones. Francia no puede ejercer el liderazgo
político al que aspiraba Mitterrand, y antes de él De Gaulle. Sus dificultades
internas se lo impiden. Lo que queda en París es una visión simbólica, aquejada
por las paradojas previamente descritas y la creciente debilidad francesa. 4 La
Gran Bretaña, de su lado, prosigue la política que ha mantenido desde al menos
el siglo XVI. Se trata de la política de una nación insular cuya explicación se
basa en una realidad psicológica, pues el Canal Inglés o de la Mancha no es una
barrera de agua sino de mentalidad y temperamento.
Los ingleses rehúsan comprometer aún más su
soberanía e instituciones históricas en el altar de un proyecto construido
sobre paradojas, de un proyecto que en el fondo pretende acabar con el concepto
mismo de soberanía. Merkel ha asumido otra vez su calvario griego. La
estructura interna de su sociedad y la estabilidad de su coalición de gobierno
no le permiten un eterno subsidio, ni a Grecia ni a nadie. El pueblo alemán
quiere refugiarse de sí mismo dentro de Europa, pero no quiere que le cobren
por ello. Alemania se ha beneficiado económicamente del Euro pero los alemanes
no captan a plenitud los riesgos políticos que la moneda única entraña para
ellos. Merkel se está cobijando tras el velo de un programa de ajustes
“neoliberal”, pero la verdad es que por tercera vez está arrojando dinero de
los contribuyentes alemanes en el oscuro túnel del minotauro griego. Repito: no
dudo de las buenas intenciones en las que se ha sustentado el proyecto europeo,
pero sabemos que el camino al infierno está lleno de ellas. A mi modo de ver,
la brecha entre los políticos y tecnócratas que enarbolan el europeísmo como un
artículo de fe, de un lado, y del otro la voluntad democrática de las naciones
históricas de Europa, no hace sino acrecentarse.
La pretensión según la cual los intereses
nacionales han cedido su puesto a las utopías cosmopolitas es equivocada, y el
empeño en construir un Estado Federal y acabar con las soberanías tradicionales
europeas sólo desatará mayores males. Es imperativo replantearse los tratados
europeos y flexibilizar el proyecto, como lo vienen recomendando los
británicos, y es esencial hacerlo diciendo la verdad a los pueblos.
Pero para ello se requiere una categoría de
dirigentes que por ningún lado se observan. Los fantasmas del pasado empiezan a
respirar otra vez y no precisamente por la desunión europea, sino por una unión
excesiva. Los alemanes debieron soltarle las amarras del Euro a Grecia. Fuera
del Euro Grecia la pasaría muy mal por un tiempo, con chance de recuperarse.
Dentro del Euro Grecia la pasará muy mal por un tiempo y no se recuperará.
Merkel intentará justificar ante su electorado el sacrificio de 85.000 millones
de Euros adicionales 5 lanzados a un barril sin fondo, tras el espejismo de un
programa de ajustes que sobre el papel luce serio y coherente, pero que precisamente
por ello los griegos no sostendrán. Una vez más Europa posterga los problemas,
que se agravarán.
Anibal
Romero
aromeroarticulos@yahoo.com
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