El
profesor Haroldo Dilla, exiliado cubano radicado en Santo Domingo, discrepa de
mis ideas sobre la gratuidad de la enseñanza universitaria expresadas a
propósito de las manifestaciones estudiantiles en Chile. Su texto, La
ignorancia y el cinismo, puede consultarse en 7días.com.do del 8 de julio
pasado. Se trata de un periódico digital dominicano que posee, me dicen, una
extensa difusión.
Es
la cuarta polémica que sostengo con otros tantos cubanos últimamente. No me
quejo, porque, como decían los campesinos en sus controversias rimadas, “me dan
pie para la décima”. La primera fue con el periodista radial Edmundo García, la
segunda con el cantautor Silvio Rodríguez y la tercera con el profesor Arturo
López-Levy. Todas pueden localizarse en la red. Los tres primeros encarnaban
diversas posiciones del oficialismo cubano. Ahora surge este inesperado
intercambio con el economista Haroldo Dilla, exiliado en República Dominicana.
El
tema que se debate
En
efecto, como irrita al profesor Dilla, creo que es inmoral que el conjunto de
la sociedad afronte las responsabilidades económicas de unos pocos adultos,
generalmente pertenecientes a las clases medias y altas del país, que luego se
beneficiarán del ejercicio de las profesiones alcanzadas.
Como
escribí en La buena educación (www.elblogdemontaner.com), reproducido en
diversos medios, me parece más razonable y justo que el Estado invierta los
escasos recursos de que dispone en mejorar notablemente la enseñanza
pre-escolar, primaria y secundaria, cuando los niños y adolescentes todavía no
han sido declarados adultos responsables, porque es en esa etapa de la vida
cuando se crean el carácter, los hábitos y los valores que los van a acompañar
hasta su muerte.
Es
en esa fase, además, donde están presentes prácticamente todas las personas, y
no el porcentaje minoritario que accede a las universidades (desde el 51% en
Canadá hasta el 3% en África subsahariana, con un promedio planetario de algo
menos del 7%). Si de lo que se trata es de preparar a los ciudadanos para que
puedan competir y sobresalir, es en los primeros años donde es más útil poner
el acento.
Naturalmente,
si la sociedad fuera inmensamente próspera y el Estado igualmente rico, no
habría que elegir. Teóricamente, se podría subsidiar a todos, todo el tiempo,
siempre que existan suficientes riquezas. Sólo que ese panorama es muy poco
frecuente y, cuando existe, como sucede en algunos pozos de petróleo con himnos
y banderas del Medio Oriente, las marginaciones son de carácter religioso. En
algunos de esos países el todos no suele incluir a las mujeres.
Simultáneamente,
el profesor Dilla rechaza mi conformidad con que esos estudios universitarios
también puedan ser actividades lucrativas, como suele ocurrir con la enseñanza
primaria o secundaria, zona de la educación donde proliferan las buenas,
escuelas privadas. Dilla comparte con muchos religiosos el rechazo a la obtención
de beneficios producidos por una ocupación a la que le confiere una majestad
especial.
Le
escandaliza que una persona, o un grupo de inversionistas, arriesguen sus
capitales y su tiempo fomentando una actividad empresarial dedicada a transmitir
conocimientos a alumnos universitarios que libremente han decidido pagar por
ellos porque los encuentran adecuados. Dilla prefiere obligar al conjunto de la
sociedad a que sufrague los costos que eso implica.
Por
supuesto, no estoy en contra de que exista enseñanza universitaria pública,
pero me parece incorrecto que sea gratuita. Defiendo que conviva con otras
expresiones de la docencia: universidades privadas con y sin fines de lucro, o
regidas por cooperativas, sectores empresariales o sindicatos. La pluralidad y
la diversidad siempre son buenas para la educación.
Desde
hace años tengo alguna vinculación académica con la Universidad Peruana de
Ciencias Aplicadas (UPC), que me honró nombrándome Profesor Visitante, una
empresa o institución con fines de lucro, y me consta que es una de las buenas
instituciones de educación superior del país. Fue allí donde pude desarrollar
un curso sobre los orígenes y características de nuestro continente, que luego
apareció publicado en dos volúmenes: Los latinoamericanos y la cultura
occidental y Las raíces torcidas de América Latina.
La
UPC educa a unos 30 000 estudiantes en 9 facultades y 30 carreras. Forma parte
de un consorcio global llamado Laureate International Universities que posee y
opera 76 universidades en 27 países. Los accionistas de esa multinacional ganan
dinero vendiendo buena educación a más de 600 000 universitarios en diferentes
países del mundo, actividad que me parece absolutamente meritoria. Como
cualquier otro empresario, deben cuidar la calidad y los precios para
sobrevivir en el mercado. (Aclaro que no tengo el menor interés económico en
esa empresa).
Esta
operación, permitida por la inteligente y franca legislación peruana, me parece
mucho más limpia y transparente que las universidades privadas, aparentemente
sin fines de lucro, que disfrazan la obtención de beneficios por medio de
sofismas o contabilidad creativa.
Entiendo,
claro, pero no lo justifico, que esa trampa es el resultado de que, en casi
todos los países, existe la superstición de que las actividades universitarias
no deben rendir beneficios o, si los producen, estos deben reinvertirse en la
propia actividad.
A
mi juicio, una universidad privada creada con fines de lucro, como sucede con
muchas escuelas de niveles inferiores, o con centros que ofrecen servicios
médicos, pueden y deben ser empresas sujetas a los mismos riesgos y
responsabilidades que cualquier otra actividad concebida para obtener
beneficios a cambio de prestar un servicio.
En
ese caso, no deben tener ventajas fiscales ni privilegios de ningún tipo.
Tampoco suelen poseerlos los laboratorios farmacéuticos, y no creo que nadie
ponga en duda la importancia que estos tienen, nada menos que para la
preservación de la vida.
En
cuanto al costo de la educación, como he escrito en el artículo citado, creo
que el Estado debe avalar los préstamos que necesita el adulto para educarse,
si éste no dispone de ahorros o suficiente patrimonio personal. Y, como sucede
con cualquier otro bien, puede esperarse que, además del educando, la familia
se comprometa con la devolución del préstamo. Si los padres no tienen fe en el
estudiante, ¿por qué debe creer el resto de la sociedad?
Por
otra parte, es razonable que los liberales, que sostienen las virtudes de la
meritocracia, propugnen que se otorguen becas a los buenos estudiantes. Premiar
a los mejores, siempre que sean elegidos con criterios imparciales, es algo
absolutamente recomendable para que se propague el ejemplo y se eleve el nivel
general de la educación.
Otro
de los argumentos del profesor Dilla, en el que lleva cierta razón, pero poca,
y la poca que tiene no le sirve de mucho, es cuando alega que la educación es
un “derecho”, algo que aparece consignado en numerosas constituciones y en la
Declaración Universal de Derechos Humanos suscrita (y escasamente respetada)
por todos los países miembros de la ONU.
Es
verdad, pero el hecho de que exista un derecho, no quiere decir que sea
necesariamente gratuito. Casi todos los textos legales hablan del derecho a la
propiedad privada, mas eso no implica que el Estado debe regalarles una casa o
un automóvil a los ciudadanos. Desgraciadamente, hay cientos de millones de
personas que viven en países en donde existe el derecho a la propiedad privada,
pero sólo son dueños de la sombra que pisan.
También
existe el derecho a la libertad de expresión, lo que no garantiza que el Estado
debe proporcionar el medio de ejercerlo. Simplemente, quiere decir que no se
puede privar a nadie de esta posibilidad si tiene los medios para realizar esa
tarea.
En
todo caso, creo que cuando se habla de derechos económicos, o derechos a
ciertos servicios o condiciones de vida, se confunde la palabra “derecho” con
la expresión “aspiración legítima”, generalmente por razones de despreciable
demagogia política.
Hablar
del “derecho a la educación”, como del “derecho a una vivienda digna”, un
“trabajo bien remunerado” o a “servicios de salud”, es crear una dudosa
expectativa que tiene muy poco que ver con la realidad.
Para
dotar de educación y servicios de salud a una comunidad hay que crear y
acumular riquezas. ¿Cómo puede convertirse en un “derecho” un servicio que
cuesta una cantidad de recursos que acaso no tenemos hoy y se corre el riesgo de tampoco poseerlos
mañana?
Para
ofrecer un empleo bien remunerado hace falta una empresa, generalmente que
agregue bastante valor a la producción, y que, encima, obtenga beneficios. ¿Qué
sucede si no existen o no se crean esas empresas? ¿Qué debe hacer el trabajador
desempleado? ¿Denunciar en el juzgado de guardia al Presidente y a sus
Ministros por violar sus derechos?
Naturalmente,
el Estado puede asignarle arbitrariamente un salario al desempleado, como hacen
en los estados asistencialistas-clientelistas. O puede nombrar a esa persona en
una empresa que no lo necesita, como hasta hace poco hizo el gobierno cubano.
En
los años setenta del siglo XX, en Venezuela, el primer Carlos Andrés Pérez creó
50 000 empleos de un plumazo. ¿Qué hizo? Obligó a que cada ascensor, aún los
automáticos, fuera operado por un ascensorista absolutamente innecesario. Ese,
obviamente, es un camino corto y estúpido hacia el empobrecimiento colectivo,
aunque también es una manera de cumplir con el “derecho al trabajo”.
La
cuestión personal
Hasta
este punto, el planteamiento del profesor Haroldo Dilla me parece un debate
importante. Encapsula dos visiones diferentes sobre el gasto público y la
misión del Estado que dividen al planeta desde que en 1776 el escocés Adam Smith, esencialmente un profesor
de ética, publicó su extraordinarioIndagación sobre la riqueza de las naciones,
libro que sentó las bases teóricas para desmontar el mercantilismo, sistema
económico propio del Antiguo Régimen que tanto parecido tiene con los rasgos
principales de los estados neopopulistas de nuestros días.
De
entonces a hoy, esa discusión se ha ido enriqueciendo con mil nuevos argumentos
y experiencias. Hay, incluso, hasta un gracioso debate cantado en versión
reguetón entre Hayek y Keynes que puede encontrarse fácilmente en la red. Vale
la pena verlo y escucharlo en YouTube porque es muy divertido.
Sin
embargo, dada la trascendencia del tema, lamento que el señor Dilla personalice
la cuestión y rebaje la calidad de sus razonamientos llamándome “ignorante,
alguien que opina sobre lo que no conoce, ofende a sus adversarios y hace de su
ideología un credo fanático”. Por supuesto, no voy a responder en el mismo
plano. No me interesa tratar de herirlo en su amor propio o defenderme de sus
ataques.
Hace
muchos años, leyendo a Albert Ellis, entendí que no tiene la menor importancia
real lo que los demás piensen de ti, especialmente si no existe un trato
personal que justifique el juicio.
No
deja de ser una tontería suponer que muchas o todas las personas deben
admirarte o quererte. Probablemente, no lo sé, las vagas noticias que acaso el
señor Dilla tuvo y tiene de mi existencia, fueron por cuenta del aparato de
difamación de la dictadura cubana.
En
Granma, como explico en el libro El otro paredón, publicado por e-riginal,me
describen como un peligroso terrorista y espía de la CIA, dos acusaciones
absolutamente falsas y ridículas con las que ese régimen lleva muchos años
intentando (inútilmente) silenciarme mediante la destrucción de mi reputación.
Por
mi parte, creo que nunca he conocido personalmente a Dilla y no tengo criterio
sobre su persona. He leído algunos artículos suyos que me han gustado y otros
que me han parecido parcialmente equivocados o disparatados.
Me
han dicho que fue miembro de la juventud o del partido comunista cubanos, algo
que no me consta, pero ese dato, de ser cierto, no lo hace mejor ni peor. Lo
mismo sucede con los exnazis, los exfascistas y los expinochetistas. La
militancia es cuestión de ideas. Lo que importan son las acciones.
Siempre
hay tiempo y espacio para rectificar los errores juveniles, mientras no se
tengan las manos manchadas de sangre, y no hay ninguna evidencia ni sospecha de
que Dilla haya participado directamente en la represión y la violación de los
Derechos Humanos de nadie cuando formaba parte de esa lamentable dictadura, aunque
fuera lateralmente y en los estribos del poco influyente aparato académico
cubano.
Supongo,
por el tono de sus escritos, y porque, finalmente, acabó exiliado, que le
parecía repugnante la atmósfera de terror que se vivió en la universidad cuando
él estudiaba, o cuando era profesor y veía cómo expulsaban y perseguían a
algunos de sus compañeros por ser homosexuales o creyentes, y hasta convocaban
a actos de repudio para ofenderlos y humillarlos antes de echarlos a la calle
condenados a una especie de cruel ostracismo moral.
Alguien,
como él, que cree que la universidad debe tener las puertas abiertas, debió
sufrir como una gran afrenta la política excluyente por razones ideológicas de
esa institución (“la universidad es para los revolucionarios”), aunque no tengo
información de que haya manifestado públicamente su descontento por estos
atropellos cuando era estudiante, o luego cuando le tocó participar del
claustro de profesores.
Si
defendió a las víctimas, debe aplaudírsele. Si calló y otorgó, le cabe algún
grado de responsabilidad moral en toda esa barbarie, aunque no seré yo quien se
lo eche en cara. No es ése mi papel. Creo que dio un buen paso cuando abandonó
al régimen, y ya se sabe que las dictaduras totalitarias contienen este
deprimente factor de contaminación general que las hace especialmente
repulsivas.
Más
que regímenes distintos, las revoluciones totalitarias son un gran charco de
inmundicias en el que deben chapotear los partidarios para poder sobrevivir,
ascender y mantenerse. Romper con ese lodazal es siempre meritorio y merece
aplauso, aunque algunas personas queden parcialmente percudidas y
psicológicamente afectadas, especialmente si tienen conciencia crítica.
Más
curioso me resulta, en cambio, que siga siendo marxista, pero ni siquiera eso,
a mi juicio, lo descalifica en el orden personal, pese a lo que implica de
terquedad intelectual frente a la experiencia de sus propias vivencias en la
marxista “dictadura del proletariado” del manicomio cubano, a lo que se agrega
un siglo de barbarie, cien millones de muertos a lo largo del siglo pasado,
veinte fracasos en todas las culturas y situaciones y bajo toda clase de
líderes. Sencillamente, como dicen en España los más barrocos, hay personas
“inasequibles al desaliento”, o, como ratificaba el torero, “hay gente pa´to”.
Al
fin y al cabo, he conocido seres magníficos y extraordinariamente inteligentes
que son espiritistas, partidarios de Sai Baba o convencidos de que no hay mejor
guía de conducta que la Cábala, ni mejor modo de pronosticar el futuro que el I
Ching. Todos las creencias sobrenaturales son respetables, aún aquellas que no
saben que lo son. Finalmente, me parece que el profesor Dilla escribe bien y
eso es de agradecer.
Pero
vayamos al meollo de la cuestión. El
liberalismo
La
primera aclaración es que eso que el señor Dilla llama “el neoliberalismo” como
dogma ideológico, un método parecido al marxismo, sencillamente, no existe. Hay
algunas creencias básicas, extraídas de la experiencia y del juicio moral, a lo
que llamamos liberalismo, pero nada más.
No
sé con cuántas de ellas el señor Dilla está en desacuerdo, pero le anoto las
ocho más importantes para que él, si lo desea, explique por qué las rechaza:
· Situamos la libertad a la cabeza de
nuestros valores y prioridades, y la definimos como el derecho a tomar
decisiones individuales sin la coerción del Estado o de otros grupos poderosos.
· Creemos que la responsabilidad individual
es la contrapartida ineludible de la libertad individual. No puede haber
ciudadanos libres si no son, al mismo tiempo, responsables de sus actos.
· Sostenemos que existen derechos naturales
que no pueden ser abolidos por el Estado o por grupos poderosos. Entre ellos,
existe el derecho a la propiedad privada, ámbito, por cierto, en que mejor
puede preservarse la libertad individual.
· Proponemos la existencia de un Estado
limitado por un orden constitucional universal, que no favorezca a persona o
grupo alguno, que establezca la separación y balance de poderes, fundamentalmente
dedicado a proteger los derechos individuales, preservar la paz e impartir
justicia.
· Suponemos que la posibilidad de crear
riquezas se logra con mayor intensidad, eficiencia y justicia en el seno de la
sociedad civil, aunque no descartamos la responsabilidad subsidiaria del
Estado.
· Exigimos la absoluta transparencia de los
actos públicos y la constante rendición de cuentas. Para los liberales, el
Estado es o debe ser un conjunto de instituciones libremente segregado para
beneficio de las personas. Los empleados públicos, desde la cabeza hasta el más
humilde, son nuestros servidores y han sido elegidos para obedecer la ley.
· No creemos en las virtudes de la igualdad
de resultados, sino en la de igualdad de oportunidades para luchar por
conquistar el tipo de vida que libremente escogemos. De ahí que el método
natural de selección de los liderazgos entre los liberales esté basado en la
meritocracia, aunque sabemos que ella conduce a la desigualdad.
· Aceptamos que la democracia
representativa es el método menos ineficiente que se conoce para tomar
decisiones colectivas en el ámbito público, y estamos de acuerdo en que las
elecciones periódicas y limpias entre partidos diferentes que compiten por el
poder y se alternan y vigilan en el ejercicio de la autoridad, es un modo
razonablemente adecuado de organizar la convivencia, siempre que se respeten
los derechos individuales plasmados en la constitución y las leyes.
El
liberalismo en el terreno de las medidas de gobierno
Al
margen de esos principios fundamentales que unifican a los sectores liberales,
la experiencia de los últimos dos siglos ha ido decantando ciertas ideas,
proposiciones y posturas de carácter económico que me imagino que horrorizan al
señor Dilla o provocan su rechazo intelectual, pero, como en el caso anterior,
sospecho que los lectores querrán saber por qué se opone a ellas con tanta
vehemencia. A continuación consigno las doce medidas de gobierno más populares
entre los que nos consideramos liberales:
· Suponemos que el libre mercado, a juzgar
por la experiencia, es mucho más eficiente que la planificación centralizada
desde el Estado para asignar recursos y crear riqueza.
· Impulsamos la defensa del libre comercio
frente al proteccionismo.
· Propugnamos la apertura al comercio
internacional y la inversión extranjeras.
· Proponemos la existencia de un Estado
reducido que haga pocas tareas, pero que las haga bien, y ponga el acento en
impartir justicia y en cuidar la vida y la seguridad de las personas.
· Rechazamos los déficits fiscales, el
endeudamiento excesivo y a la impresión de dinero “inorgánico”, políticas todas
que conducen a la inflación y al empobrecimiento colectivo. Es decir defendemos
la moderación y la austeridad en el terreno macroeconómico.
· Suponemos que es preferible un nivel bajo
de presión fiscal para que la sociedad civil disponga de mayores recursos para
crear riquezas.
· Tenemos la convicción, derivada de la
experiencia, de que el Estado es un pésimo empresario, corrupto y malgastador,
y, por lo tanto, es preferible privatizar el aparato productivo que tiene en
sus manos.
· Dentro de ese espíritu, preferimos,
cuando sea posible, la opción de la “tercerización” de servicios públicos antes
que aumentar la burocracia.
· Rechazamos, en general, los subsidios,
por ser una fuente de corrupción y clientelismo, y porque convierten el
asistencialismo en el instrumento de grupos de poder que perpetúan la pobreza y
convierten a los necesitados en su base electoral.
· Favorecemos la toma de decisiones de las
personas mediante vouchers, antes que colocar esas decisiones en manos de los
burócratas del Estado para que decidan cómo, cuándo y qué deben consumir los
individuos o cómo alcanzamos la felicidad.
· Optamos por desregular cuando las normas
entorpecen la creación de riquezas, pero regular cuidadosamente para garantizar
la competencia, la transparencia y el fair play.
· Junto a los teóricos de la creación de
“capital humano” y “capital cívico”, dos nociones propuestas y muy analizadas
por los pensadores liberales, creemos en la importancia extraordinaria de la
educación, especialmente en los primeros años, cuando, como he señalado antes,
se forjan el carácter, los hábitos y la escala de valores.
Como
el señor Dilla me considera un ignorante (y seguramente lo soy, puesto que las
cosas que sé son infinitamente menos que las que ignoro); y aunque no soy dado
a respaldar mis posiciones con opiniones de autoridad (me parece un dudoso procedimiento
para imponer las ideas extraído del método escolástico), advierto que estas
doce amplias proposiciones, a las que probablemente se oponga el señor Dilla,
porque tienen el tufo de lo que él llama neoliberalismo, cuentan con el
respaldo parcial de una notable pléyade de pensadores e intelectuales
calificados como liberales, entre los que, a vuela pluma, puedo citar a la
siguiente docena de Premios Nobel de Economía: Friedrich von Hayek, Milton
Friedman, Gary Becker, James Buchanan, Douglass North, Robert Lucas, Robert
Mundell, Edmund Phelps, Edward C. Prescott, Amartya Sen, Robert W. Fogel y
Ronald H. Coase. No es conmigo, sino con ellos con quienes debe debatir estas
cuestiones que él domina con tanta certeza dado que, felizmente, no es un
ignorante.
Asimismo,
a los efectos del debate, sería útil que explicara por qué el Fondo Monetario
Internacional, el Banco Mundial, y el Banco Interamericano de Desarrollo suelen
recomendar todas o algunas de estas
medidas como expresiones del buen gobierno, o por qué, en Maastricht, cuando
los países europeos fueron a adoptar una moneda común, el euro, crearon un
marco de referencia bastante ajustado a este recetario liberal que describía a
los Estados bien gobernados.
El
regreso de la sensatez liberal
¿Cómo
llegaron los liberales, o muchos de ellos, a proponer esas medidas de gobierno
y, en algunos casos, a llevarlas a la práctica exitosamente? Básicamente, por
el fracaso continuado de los planteamientos contrarios.
El
profesor Dilla yerra o no sabe lo que dice (con perdón) cuando afirma que: “El
neoliberalismo [sic] es una doctrina cuya puesta en práctica no solo ha causado
muchos estragos sociales, frustraciones y miserias, sino que ha estado
precedido por ellos. Sencillamente, porque sus postulados solo pueden
practicarse desde la represión y la inacción social, de lo cual el régimen de
Pinochet en Chile –con sus asesinatos, desapariciones y torturas—fue un ejemplo
trágico”.
Es
asombroso que una persona bien informada, como pretende ser el profesor Dilla,
ignore que las mayores y más exitosas reformas liberales del Estado en el siglo
XX han sido llevadas a cabo en democracia, con el consentimiento de las
mayorías y con arreglo a la ley.
Lo
dice con bastante claridad Fareed Zakaria: “Cuando Thatcher llegó al poder, la
vida del británico promedio era una serie de interacciones con el Estado: el
teléfono, gas, electricidad, agua, los puertos, trenes y aerolíneas pertenecían
y eran administrados por el gobierno, así como también las empresas
siderúrgicas y hasta Jaguar y Rolls-Royce. En casi todos los casos esto llevaba
a la ineficacia y la esclerosis. Tomaba meses el llegar a tener instalada una
línea de teléfono en el hogar. Las tasas impositivas marginales eran muy altas,
llegando hasta el 83%”.
¿Qué
hizo Margaret Thatcher? Sigamos con Zakaria: “Privatizó 50 empresas y los
gobiernos de Europa, Asia, América Latina y África siguieron el mismo curso.
Los impuestos se recortaron en todos lados. La tasa impositiva marginal más
alta de la India en 1974 era de 97.5%. Hoy la tasa más alta es del 40%. En EEUU
en 1977, los impuestos sobre las ganancias del capital y dividendo eran del
39.9%; en 2012 la tasa era del 15% (…) Esos cambios se han llevado a cabo bajo
gobiernos conservadores, liberales y hasta socialistas. Como declarara Peter
Mandelson, arquitecto del ascenso del partido Laborista en los años 90: Ahora
todos somos thatcheristas”.
Los
neozelandeses, autores de una ejemplar reforma liberal, a finales de los años
ochenta, hundidos por el peso del estatismo y el lastre de la fantasía del
Estado de Bienestar, más pobres que España en ese momento, decidieron jugar la
carta de la apertura económica, y en menos de una década le dieron la vuelta a
la situación. ¿Cómo? Reduciendo los subsidios, eliminando los contratos de
trabajo sectoriales, liberalizando las relaciones laborales, reduciendo los
impuestos y desregulando muchas actividades económicas. Y lo interesante es que
esa reforma liberal no la hizo la derecha, sino los laboristas, porque esas
políticas públicas que escandalizan a los neopopulistas pertenecen al ámbito
del sentido común y de la experiencia.
Le
haría bien al profesor Haroldo Dilla leer los papeles del exdiputado sueco
Mauricio Rojas sobre la realidad de su país de adopción, especialmente su
libroReinventar el Estado de Bienestar. Rojas, que llegó a Suecia como un
exiliado chileno que huía del pinochetismo, entonces convencido de las ventajas
del estatismo, poco a poco se transformó en liberal. ¿Por qué? Porque fue
testigo del peligroso descalabro del mítico modelo socialista sueco cuando, en
1993, el gasto público alcanzaba el 72.4% del PIB y la inflación y el desempleo
se dispararon. ¿Qué hicieron para salvar la situación? Según Rojas, liquidaron
el monopolio estatal sobre la provisión de servicios abriéndose a la empresa
privada, redujeron los subsidios, introdujeron la competencia y delegaron las
decisiones educativas y sanitarias en el usuario mediante un sistema
devouchers. Es decir, recurrieron a muchas de las medidas propuestas por los
liberales.
Otro
maravilloso ejemplo de reforma liberal en libertad es el de Israel, el más
exitoso de los experimentos sociales del siglo XX. La pequeña nación, que se
fundó en 1948 en medio de una peligrosa guerra, con un presupuesto ideológico
socialista democrático, basado en cooperativas y kibutz, evolucionó
pacíficamente hacia un modelo económico que descansa en las empresas privadas y
el mercado, realizando esa revolución sin recurrir a la violencia, hasta
convertirse en uno de los países más prósperos y creativos del planeta, pese a
los frecuentes conflictos bélicos en los que, muy a su pesar, ha debido
intervenir.
Finalmente,
qué duda cabe de que el gobierno de Pinochet fue responsable de execrables
crímenes que jamás dejé de condenar por las mismas razones que censuraba a los
cometidos por los Castro en Cuba, pero las reformas que se llevaron a cabo en
ese país, y que cambiaron su faz económica hasta ponerlo a la cabeza de América
Latina, no se produjeron porque el general las impulsó a sangre y fuego (lo que
no deja de ser un argumento pinochetista), sino porque el país las necesitaba y
el régimen, negando la usual tradición estatista y nacionalista de las
dictaduras militares, aceptó el consejo de uno jóvenes chilenos formados en la
Universidad de Chicago.
¿Qué
pasaba en Chile tras la experiencia socialista de Allende? Así lo describe el
diplomático chileno Juan Larraín: “Entonces el país gozaba de una inflación del
508%, el déficit fiscal era superior al 25% del PIB, la deuda externa había
crecido en un 23%, las reservas internacionales eran apenas 200 mil dólares y
había harina sólo para una semana. Por la vía de las confiscaciones,
expropiaciones, intervenciones y nacionalizaciones, el Estado se había
apropiado de más del 70% de la actividad económica”.
La
grandeza de la Concertación que vino después del régimen de Pinochet, cuando se
instauró la democracia, fue conservar esas medidas liberales que habían
rescatado a Chile de la miseria, de la misma manera que Tony Blair profundizó,
en vez de anular, las reformas iniciadas por la señora Thatcher. Por ellas, por
las medidas liberales, hoy Chile, pese a todas las dificultades, continúa
creciendo, se acerca a los $20,000 dólares per cápita (PPP) y ha disminuido
sustancialmente el índice de pobreza.
Pero
no sólo Chile hizo reformas de carácter liberal. Sin recurrir a la violencia,
la Bolivia del cuarto Víctor Paz Estenssoro (1985-1989) fue rescatada del
abismo por esas medidas, luego continuadas durante la presidencia de Sánchez de
Lozada (1993-1997). La Costa Rica del primer Óscar Arias (1987-1991); la
Colombia de César Gaviria (1990-1994); el México de Carlos Salinas de Gortari
(1988-1994) y el de Ernesto Zedillo (1994-2000); el Uruguay de Luis Alberto
Lacalle (1990-1995); el Brasil de Fernando Henrique Cardoso (1995-2003), cuyas
reformas luego respetó Lula da Silva; incluso la Argentina de Carlos Menem
(1989-1999 en dos periodos consecutivos), a pesar del antiliberal aumento del
gasto público y la nauseabunda corrupción que rodeó los procesos de privatización,
tuvieron aciertos indudables.
¿Cuáles
son hoy los países latinoamericanos que más y mejor crecen en América Latina?
Sin duda, los de la Alianza del Pacífico: los que mantienen políticas dotadas
de cierta orientación liberal, como México, Colombia, Perú y Chile.
¿Cuál
es el peor? Sin duda, la Venezuela del chavismo, cuyo gobierno, dirigido por
trágicos payasos, ya fuera el difunto “Comandante eterno” o el peculiar Nicolás
Maduro, especialista en onomatopeyas ornitológicas, es el gran enemigo de las
ideas de la libertad.
En
fin, si el profesor Haroldo Dilla desea continuar este debate en el terreno de
las ideas, yo estoy dispuesto. No lo deseo, porque me aburre mucho, pero la
pelota queda en su cancha.
carlosa.montaner@gmail.com
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