Palabras
y hechos buscan darle sentido a lo humano. Se habla, escribe y actúa por y para
eso; aunque algunos callan o guardan silencio.
Las palabras pueden representar
hechos, pero no necesariamente lo nombrado o descrito, sean los hechos
genuinos.
Las palabras tienen el poder mágico, a favor de algún interés sublime
u oscuro, de modificar los hechos.
Las opiniones gustan transgredirlos, porque
cada hecho está acechado por el hambre de la mentira. Hechos privados o
públicos definen a la persona, así se resista aceptarlos o negarlos ante la
evidencia. Mas no todos sienten y asumen la realidad propia o ajena de la misma
manera. En esa profunda separación de la carne, comienza la individualidad, y
también, el misterio del egoísmo. Egoísmo ontológico o natural, que termina
siendo herida abierta que la humanidad no ha podido suturar. De allí que no
resulta fácil comprender y transferir, en esencia, el sentir.
Podemos
lamentar la muerte de un ser humano, pero la misma puede no dolernos con igual
intensidad como cuando la muerte nos arrebata al que más amamos. Cuando vamos
al cementerio, sólo a uno de los muertos le llevamos flores, y en el relámpago
azul de la evocación, con resignada nostalgia, recordamos su efímero o largo
tránsito existencial. Lamentamos su partida con la que podría ser nuestra
última lágrima, pero la de los otros que se marcharon y están enterrados en el
mismo lugar y bajo el mismo cielo, curiosa o extrañamente, nos son
indiferentes, y nuestros ojos, ante ese territorio sembrado de cruces, no
parece conmoverse.
Quizá en el corazón no cabe tanto amor y voluntad para
prodigar. Inclusive, con los años, podemos olvidar a nuestro deudo y no volver
más al cementerio. La promesa que hicimos en el instante mismo de la pérdida,
de no olvidarlo ni un día, ni jamás, sin percatarnos, es devorada por nuestra
imperfecta memoria.
El dolor de la pérdida tampoco sobrevive. La solidaridad de las tragedias colectivas es vencida por el tiempo en que dura la noticia de la catástrofe natural o el evento bélico; las nuevas muertes, relevan y superan en protagonismo a las anteriores. El ser humano está tallado en el trágico olvido. Ese que lo hace noble y cruel en la ambigüedad.
Sin
embargo, en la realidad de la ficción representada, o literaria, podemos
lamentar la muerte del héroe con el mismo sentir de quien nos acompaña en la
expiación de espectáculo de la imaginación. Allí no estamos separados. No somos
individualidad, sino, unicidad. Nuestro cuerpo no nos secuestra. Salimos del
cine o del teatro llorando la misma muerte, aunque sea la música de ese
extranjero de la realidad. Y mucho más, podemos revivir la pérdida del
desconocido que hemos hecho nuestro al reencarnarlo, las veces que queramos,
con la misma intensidad arrebatada del dolor primero, sólo volviendo a ver esa
película, esa obra de teatro o leer de nuevo las páginas de esa novela
cautivadora, inolvidable; mientras
afuera, nuestra realidad existencial, solitaria y desamparada, envidia
esa experiencia de la eternidad que el arte nos depara. De repente, inmersos en
los hechos de la ficción, desarrollamos la capacidad excepcional y divina de
poder observar nuestra presencia y ausencia, nuestra llegada y partida, sin los
límites del tiempo real que nos vence.
La
política ha querido juntar las palabras con los hechos, y así reparar la herida
que separa al individuo del otro, y de sí mismo. Existen poetas, porque en el
poema, somos únicos y plenos. La democracia acosada por la demagogia y el
populismo, tiende a corromperse abonando caminos hacia la mentira. Esa que
culmina representada en el esplendor de los totalitarismos. Quizá lo más
peligroso sea que el espíritu democrático rendido por la incapacidad creadora
de no poder refundar la política, termine por reconocer en los totalitarismos,
la verdad que no pudo conquistar por propios senderos. Falsa verdad que le
garantiza vivir en medianía, en negación de sí y del otro. Opción que lo hace
ser muchedumbre, masa, nadie, pero no espíritu libre. Sin embargo, la misma le
hace creer al espíritu doblegado, escapar del cansancio, del hastío de una
esperanza que no le fue posible convertir en hecho, sino en espejismo infinito.
En una dictadura, las palabras y los hechos están separados por el abismo del
vómito.
Con los totalitarismos no es posible negociar, advirtió Hannah Arendt;
pero oídos sordos para ese entonces, no la escucharon, y la sensible pensadora
alemana, fue ignorada y despreciada por la derecha y la izquierda de las
ideologías.
El horror totalitario ha seguido apoderándose de la geografía
humana, porque el sentido verdadero del ser en la política, ha abandonado el
propósito de juntar las palabras y los hechos, a la conquista de un sentir más
plural y democrático.
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