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martes, 26 de mayo de 2015

ÁLVARO VARGAS LLOSA, ¿QUÉ PAÍSES PREFIEREN EL CAPITALISMO?

Una encuesta planetaria de Pew Research Center pregunta a distintas sociedades si están de acuerdo en que a la mayoría le va mejor en una economía de libre mercado aunque algunos sean ricos y algunos pobres. Las respuestas permiten sacar conclusiones llamativas.

Por lo pronto, los emergentes tienen más fe en el mercado que los desarrollados. En estos últimos, entre el 60% y el 70% de la gente está de acuerdo, pero el rango es mayor entre los primeros (de 70% a 80%).

Sin embargo, no son lo mismos los emergentes asiáticos que los latinoamericanos. Con excepciones, el apoyo al libre mercado entre los latinoamericanos va de 50% a 60%, con algunas excepciones por abajo y por arriba. El populismo, que hizo su aparición definitiva en los años 30 en esta parte del mundo, sigue siendo un rasgo ideológico (algunos dirían cultural) de nuestras sociedades.

No menos interesantes son las excepciones. Tres países gobernados por distintas variantes del populismo -Venezuela, Nicaragua, El Salvador- registran un apoyo al mercado entre 10 y 15 puntos superior al que se da en países latinoamericanos con gobiernos de signo opuesto. Por tanto, una lección es que el remedio para el populismo ideológico (cultural) de nuestros pueblos es que experimenten sus consecuencias. No acabo de escribir esto y me sale al paso la excepción a la baja, Argentina, que parece desmentir esta aseveración. Allí, a pesar de los estragos del populismo, sólo uno de cada tres está de acuerdo con la premisa de la pregunta. ¿Son los argentinos ontológicamente populistas? Digámoslo de otra forma: allí el poder del relato populista parece gozar de una fuerza tal, que lo blinda contra la cruda realidad a ojos de no pocos ciudadanos.

Decepcionante es lo que ocurre en los países de la Alianza del Pacífico y esto podría ser en parte un efecto del fin del boom de los commodities en Chile (57%), Perú (53%) y Colombia (49%) y de dos décadas mediocres por la falta de reformas en México (44%). En Chile refleja acaso también el surgimiento de una y hasta dos generaciones complacientes y en el de Perú, la división ideológica entre el norte costeño y el sur altiplánico.

Está claro, por si hiciera falta remacharlo, que Asia es el gran pulmón de la idea capitalista hoy en día. Pero más novedoso para el resto del mundo (ya que no para ellos mismos) es el poder de la idea liberal en los países africanos. Entre 68% y 75% de la población respalda el mercado en varios países que han experimentado cierto dinamismo en la útima década. Algunos de los que más crecieron (como Tanzania, Nigeria o Ghana) o de los que más inversiones recibieron (como Sudáfrica, Kenia y los anteriores) pueblan la lista de los entusiastas del capitalismo. En ese pelotón de avanzada la idea liberal es más poderosa (con una ventaja de unos 10 puntos) que entre los países latinoamericanos que mejores resultados económicos tuvieron. Otra vez, el populismo asoma entre nosotros como si fuera un atavismo.

Una última consideración. Los resultados “hermanan” a países o zonas que llevan enfrentadas mucho tiempo y que se ven a sí mismas, o son vistas por terceros, como representativas de mentalidades incompatibles. Que Israel y los territorios palestinos registren un porcentaje bastante similar de apoyo al capitalismo no debería sorprender. El impresionante movimiento económico en Cisjordania y el intercambio comercial con Israel en años recientes (hasta que la política estropeó todo) ya sugería esa afinidad (que la política niega).

Alvaro Várgas Llosa
avllosa@independent.org
@ElIndependent

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martes, 7 de abril de 2015

ÁLVARO VARGAS LLOSA, BRASIL Y EL FANTASMA DE LA DESTITUCIÓN

En apenas tres meses de gobierno, la Presidenta Dilma Rousseff ha visto su aprobación caer a 12 por ciento, según Ibope (13 por ciento, según Datafolha), a dos millones de personas lanzarse a las calles a bramar contra ella, la imputación de una cincuentena de políticos -la mayoría de su partido-, la contracción de la economía y el vuelo de un fantasma sobre Planalto: el de su posible destitución. No son pocos sobresaltos políticos e institucionales en una región del mundo riquísima en ellos.

Si hoy tuviese lugar la segunda vuelta de las elecciones que ganó Rousseff en octubre pasado, su rival, Aécio Neves, líder del Partido de la Social Democracia Brasileña, arrasaría y el programa que tanto vituperó junto con Lula da Silva en su campaña gozaría de un prestigio social bastante significativo. Ahora, en cambio, cuando, en un giro copernicano, Dilma trata de aplicar tarde, mal y nunca lo que tanto criticó, y sin el complemento de unas reformas que den sentido a las medidas de austeridad, ocurre lo contrario: una mayoría que supera el 90 por ciento rechaza el recorte de gastos y la subida de impuestos que ha decretado su ministro de Finanzas, Joaquim Levy, un hombre cercano a Neves al que Rousseff ha llamado para evitarle a su país la pérdida del grado de inversión por parte de las calificadoras de riesgo.

Nuevas marchas han sido convocadas para los días que vienen, desde el nordeste pobre hasta el sureste más o menos acomodado, y no pasa un día sin que se hagan conjeturas sobre cuánto más puede aguantar el cuarto gobierno consecutivo del Partido de los Trabajadores. Es generalizada la opinión de que si no fuera porque el vicepresidente, Michel Temer -en quien recaería la responsabilidad de tomar las riendas si Rousseff renunciara- está cuestionado y pertenece a un partido aliado del PT, el Partido del Movimiento Democrático Brasileño, al que los escándalos de corrupción también han embarrado, hace rato que la calle y la política hubieran exigido al unísono que la mandataria abandone el poder. Por ahora, aunque una mayoría popular pide eso, los principales partidos, incluyendo el opositor PSDB, rechazan esa salida traumática que ya el país tuvo que padecer cuando Fernando Collor de Mello debió abandonar el cargo en 1992, apenas dos años después de asumirlo. Pero nada garantiza a estas alturas que los partidos y líderes puedan seguir resistiéndose a la avalancha social que exige la destitución o la renuncia.

Hace pocos días, tuve la oportunidad de sostener un diálogo con Aécio Neves en un evento realizado en Lima. Compartí con él una reflexión que comparto también con los lectores. A lo largo de casi dos siglos, Brasil, el líder natural de nuestra región, no tuvo un período liberal, en el sentido amplio del término. Cuando se “independizó”, la corona portuguesa fue trasplantada a Brasil por efecto de la invasión napoleónica; surgió el “imperio”. Hacia 1889, al caer ese imperio, nació una república militarista y oligárquica que duró hasta 1930, cuando fue reemplazada por el populismo de inspiración relativamente fascista de Getúlio Vargas. Entre mediados de los 40 y los 60 Brasil vivió la experiencia desarrollista típicamente latinoamericana, la del Estado proteccionista e impulsor de la obra pública. Hasta que llegó, cómo no, la dictadura militar de los 60, que gobernaría durante dos décadas. Cuando llegó la democracia a mediados de los 80, lo hizo con sobresaltos (la muerte de Tancredo Neves, abuelo de Aécio, fue uno de ellos); la Constitución de 1988, símbolo democrático, trajo una gran bocanada de aire fresco pero no resolvió la pesada herencia de esos dos siglos: mediocridad y corrupción antes que desmonte de la herencia e implantación de una democracia liberal moderna. La caída de Collor de Mello y, luego, la crisis hiperinflacionaria así lo confirmaron.

De pronto, un intelectual que había sido desarrollista, Fernando Henrique Cardoso, líder del Partido de la Social Democracia Brasileña, pareció, por una de esas carambolas complicadas que produce la historia (había sido un exitoso ministro de Finanzas de otro gobierno), ofrecerle a Brasil a mediados de los 90 el período liberal que había brillado por su ausencia en casi dos siglos. Hizo reformas, liberalizó parte de la economía, devolvió cierta confianza a las instituciones y actuó como un estadista. Cuando, en 2003, el ex sindicalista del PT Lula de Silva asume el mando y decide preservar buena parte del legado de Cardoso, el mundo celebró que por fin el gigante dormido hubiese despertado: el consenso entre izquierda y derecha llevaría a Brasil hacia el progreso. Sí, el período liberal se había confirmado.

O eso parecía. Apenas una década más tarde descubrimos que era un espejismo. El PT de Lula y Dilma, y buena parte del protoplasmático caos de partidos y partiditos que es la democracia federal brasileña, devolvieron a los ciudadanos a su realidad tradicional. El período liberal había sido un espejismo o, si llegó a existir, un ensayo de corta duración y precarias bases. La crisis de Dilma, hoy, es la crisis de muchos años de hacer las cosas bien y de mucho tiempo de ausencia de un modelo que acaso hubiera podido convertir a Brasil en un equivalente de Estados Unidos.

Neves comparte, grosso modo, esta visión de las cosas pero le añade muchos elementos aun más inquietantes. Entre ellos, un dato que dice mucho: Brasil lleva tres años con un crecimiento económico promedio de cero por ciento, algo que sólo tiene tres parangones en el último siglo: la parálisis de 1930 por efecto de la Gran Depresión, la crisis de la divisa, a comienzos de los años 80 y el Plan Collor, de comienzos de los años 90. Para él, se trata del síntoma de un problema de fondo que tiene que ver con un modelo basado en el estatismo populista y un sistema institucional perverso que impide el desarrollo de una democracia funcional. “Tenemos 28 partidos que en muchos casos son hechura”, dice, “del propio Partido de los Trabajadores, que los crea para volverlos satélites y seguir tejiendo mayorías parlamentarias y mantener políticas artificiales, y por tanto seguir gastando, distribuyendo crédito barato, otorgando rentas a distintos sectores y evitando la competencia y la modernización”. La corrupción es un síntoma también de ese sistema.

Un complemento indispensable de este sistema es la política exterior de Lula y Dilma, siempre según Neves, que aceptaron reglas de juego antimodernas en Mercosur y trabaron alianzas estrechas con el populismo autoritario de Venezuela y compañía, en desmedro de iniciativas como la Alianza del Pacífico y perjudicando el liderazgo de Brasilia en organismos hemisféricos que claman por él.

Sólo un factor le devuelve la esperanza: el sistema de justicia. Contra lo que pudiera pensarse, la oposición, empezando por el propio Neves, cree que la fiscalía y los tribunales son razonablemente fiables en esta coyuntura, y por tanto que seguirán haciendo su trabajo en todos los casos de corrupción, incluyendo el de Petrobras. Un caso, como ya es sabido urbi et orbi, que involucra a compañías constructoras que pagaron sobornos a funcionarios y políticos para obtener contratos y para que el Estado fijara reglas ad hoc.

¿Cómo se sale de una crisis así? Nadie lo sabe. En un sistema de partidos más estable y sólido, lo lógico sería que la oposición organizada e institucionalizada llenara el vacío dejado por el gobierno, o bien cogobernando o bien reemplazando por vías constitucionales a quien gobierna. Pero hoy es la calle, ajena a los partidos, la que se moviliza y los partidos se ven algo desbordados, ya sea porque el desprestigio los abarca a ellos también, porque están evitando desestabilizar la democracia o porque no creen que en estas circunstancias puedan aglutinar una base de apoyo suficiente para tomar decisiones firmes. Por tanto, la calle está dos pasos por delante de los políticos. Y esa calle, como todas las calles, sabe mucho mejor lo que no quiere que lo que quiere.

En cierta forma, Dilma y el PT, cuya ambición es perdurar, agradecen que así sea, pues mientras reine el caos y la oposición parezca desbordada tendrán más posibilidades de seguir al mando. Pero con 12 por ciento de aprobación en un clima de zozobra como el que se vive en Brasil, y con un proceso anticorrupción que no ha hecho sino empezar, es imposible asegurar que el PT culminará su mandato. Por ello, en privado, los políticos de la oposición, aunque preferirían que todo esto siguiera su curso natural, se preparan para la eventualidad de que les cayera la responsabilidad antes de tiempo. No lo dicen, no lo admiten, y no lo quieren porque es preferible que la impopularidad de un ajuste traumático la sufra quien produjo la necesidad de hacerlo. Pero saben bien que es una posibilidad creciente.

Que esto esté sucediendo en el país líder de Sudamérica es especialmente grave, ahora que los países que iban mejor viven un retroceso económico. Si estuviésemos en tiempos de vacas gordas en la Alianza del Pacífico y otros países, el vacío dejado por Brasil se podría llenar aunque fuera a medias. De hecho, eso mismo es lo que pasó entre 2010, último año en que creció bien la economía brasileña, y 2013, cuando todavía los países que habían hecho las cosas mejor gozaban de cierto dinamismo. Pero ahora el vacío que deja un Brasil no lo podemos llenar ni siquiera a medias los demás. Y eso se nota en distintos frentes, incluyendo el de los organismos hemisféricos y las iniciativas de integración regionales, donde el peso desproporcionado de los populistas autoritarios se hace sentir con frecuencia y donde no parece haber nada que sirva de orientación a los demás ni de referencia al resto del mundo. América Latina ha perdido así algo de la relevancia y prestancia que había ganado. Todos somos un poco Brasil.

Me dio gusto escuchar de Neves cosas que no es común oírle decir a un líder latinoamericano y representan una novedad en el Brasil del nuevo milenio, donde el “lulismo” en su doble versión, la de Lula y la de Dilma, ha sido tan adormecedor de las conciencias y el pensamiento crítico. Tiene ideas y equipo, y tiene partido. Fue una verdadera lástima que el destino le birlara el triunfo (se quedó apenas a 1,5 puntos de él en el balotaje) en los comicios de octubre. Pero la pregunta que uno se hace es si todavía hay tiempo o, si antes de que surja la posibilidad de un cambio y de establecer el período liberal que no hubo en dos siglos, Brasil tendrá que empeorar mucho más y hacer una catarsis mucho más profunda. Un proceso que, por lo pronto, podría devolver a la condición de pobres a un porcentaje significativo de esos 40 millones de brasileños que, dando brazadas entusiastas, alcanzaron, o eso creíamos, la orilla de la clase media. Precisamente por eso están tantos de ellos en la calle: porque, como en el cuento de Edgar Allan Poe en el que el techo se va acercando al piso, lo ven venir.

Gran país. Gran problema.

http://voces.latercera.com/autor/alvaro-vargas-llosa/ 
Alvaro Várgas Llosa
avllosa@independent.org
@ElIndependent

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sábado, 2 de agosto de 2014

ÁLVARO VARGAS LLOSA, CHILE: ENTRE EL ÉXITO Y LA DESCONFIANZA

La imagen de Chile en América Latina depende mucho del intérprete. En un subcontinente con marcadas divisiones ideológicas y hasta culturales, no es de extrañar que Chile sea algo así como una dickensiana “historia de dos ciudades” de cara al mundo exterior.

Hasta el estallido estudiantil de 2011, la imagen del país estaba muy influida por el relato liberal latinoamericano. Aunque la izquierda empleaba argumentos contrarios -el predominio de la Concertación durante tanto tiempo, la desigualdad-, Chile transmitía el triunfo definitivo de un modelo que contaba con imitadores. La moderación ideológica de la izquierda en muchos lugares era vista como un epifenómeno de ese triunfo. A partir de la revuelta estudiantil, y con mayor razón desde el regreso de Bachelet, el relato de la izquierda latinoamericana cobró fuerza.

Esto último vino dado en parte por la tendencia aparentemente confirmatoria del sesgo “socialista” de América Latina en diversas elecciones, con excepciones como Panamá y Honduras (incluso el triunfo de Santos en Colombia, por oposición al uribismo, se ha visto como parte de esa tendencia, dado el respaldo determinante que le dio la izquierda en la segunda vuelta). Un segundo factor que impulsó el relato fue la prédica de los países del Alba en plena efervescencia venezolana. Aunque aquí cabe un matiz: el abrazo ideológico del chavismo y compañía al Chile “izquierdista” está frenado por la confrontación que Evo Morales ha decidido mantener con Santiago tras el cambio de gobierno.
Un último elemento que ha quitado algo de viento al relato liberal sobre Chile es la desaceleración económica. Con un Chile que no crecerá mucho más de 3% este año, que arrastra un doble déficit y cuya inflación supera el 4 %, el relato liberal se ve obligado a “emigrar” hacia casos como el colombiano este año para sacar pecho frente al desastre venezolano y argentino. Que Codelco tenga hoy serios desafíos de recapitalización si pretende seguir produciendo el 10% del cobre del mundo no es, paradójicamente, un factor que fortalezca la imagen liberal (por justificar, por ejemplo, una innombrable privatización) sino lo contrario: no es infrecuente oír en foros latinoamericanos que el liberalismo ha descapitalizado a Codelco.

Un grupo de gobiernos en particular tiene depositada en la Presidenta Bachelet muchas esperanzas: los del Mercosur. Cuando empezaba a calar en sectores que desbordan a la comunidad de enterados, la Alianza del Pacífico experimenta un contragolpe del grupo liderado por Brasil, gracias a la percepción de que Bachelet prefiere o teme a los otros.

Todo esto, hay que decirlo, ocurre en las clases dirigentes. En un nivel más popular, la percepción todavía es la de un país exitoso hacia el cual hay que aspirar como emigrante, imitador o nostálgico de algo que fue (se cree que fue) el país de uno mismo. La excelente selección de fútbol y su desempeño en Brasil refuerzan una imagen a la que han contribuido muchos factores. Incluyendo, en años recientes, el despliegue imponente de capitales chilenos por Sudamérica en áreas como el retail.

En un puñado de países subsiste cierta desconfianza. Perú es uno de ellos, aun cuando ella tiene de profunda en sectores contados lo que no tiene de extensa en toda la población (a diferencia de Bolivia, donde la desconfianza es extensa). A ella se debe que la imagen preponderante para una minoría sea la de un país que se arma más que Argentina, Perú y Bolivia juntos.

Hechas las sumas y restas, la imagen de Chile tiene bastante crédito todavía. Pero no es invulnerable.

Alvaro Várgas Llosa
avllosa@independent.org
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jueves, 26 de junio de 2014

ALICIA FREILICH, EL PERFECTO IDIOTA VENECUBANO, COLORÍN COLORAO,

De pie frente al óleo Adán y Eva de Alberto Durero, grita en pleno Museo del Prado: ¡Qué par de patriotas! ¡En una selva llena de bestias, sin ropa ni zapatos y para comer sólo una manzana, no protestan, son camaradas felices porque están en el paraíso!

Es la reacción de muchos durante medio siglo ante el obvio fracaso de la revolución castrista y es tema de estudio en el Manual del perfecto idiota latinoamericano (1996) donde los analistas políticos Carlos Alberto Montaner, Plinio Apuleyo Mendoza y Álvaro Vargas Llosa actualizan al pionero y visionario Del buen salvaje al buen revolucionario concebido veinte años atrás por el pensador y periodista venezolano Carlos Rangel.
En griego clásico el vocablo “idiota” designó a quien se mira el ombligo despreciando el interés público. Y en latín es sinónimo de ignorante. La fusión de ambos conceptos por uso define al aislado que se pasma sujeto a dependencias “sin pensar” como lo describió nuestro Pedro Emilio Coll en su famoso El diente roto (1890).
Trabajar en la bendita democracia imperfecta con y para la juventud renueva al pedagogo porque su función radica en motivar la curiosidad y actitud crítica del educando. Y le siembra al maestro fe de creyente en el conocimiento libre para mejorar la condición humana. En el actual infierno venezolano esa convicción se venía disolviendo como sal en agua.
Si no fueran suficientes, la evidencia de los textos escolares revolucionarios, el discurso modelo de Fidel-Chávez que ni el parco Stalin soportaría, el caletre del incapacitado Nicolás Maduro, el orfeón de loros que vegeta en la Asamblea, la crueldad del obediente cortejo judicial y la pobreza analfabeta de los en sus bolsillos nada pobres Diosdado Cabello con su cúpula militar trisoleada, tan sin luces que pretende escapar a la muy lenta pero segura justicia internacional, basta entonces escuchar cualquier frase o declaración de jóvenes funcionarios, alumnos o miembros del oficialismo, para sentir pasmo, dolor y tristeza por el destino que les aguarda sumidos y perfectos en el Jurásico.
De repente, un hecho histórico complejo como el reciente 12 de febrero, todavía inconcluso, estallido parcial del gueto Venezuela chavista siglo XXI, ocurre para estímulo de la lucha progresista que cada día suma el número de opositores a esta dictadura mafiosa. A mayor persecución, tortura, maltrato y criminalidad gubernamental, crece la resistencia desde la Generación estudiantil 14 que aglutina grupos antes paralizados por caos y miedo. ¿Cómo desarticular y orientar al sector juvenil venecubanizado? La represión es el arma bestial de un poder con pies de barro. Ahí está el detalle.
 “Colorín colorao, este cuento se ha acabao” era el susurro para que durmiéramos. Ahora es grito para despertar, desobedecer constitucionalmente y levantarse de una vez. En idioma subliminal cursi pero a gusto del G2-PSUV: El verde ramo entre rejas es moho pero al aire libre se vuelve bosque.
Allí está la clave para quien decida salir de la idiotez. Incluido el sector disidente de los partidos políticos sentado para tertulias de mesa que por su terco caudillismo parroquial engendró a Hugo Chávez. Y sigue comiendo cuentos.
Alicia   Freilich
alifrei@hotmail.com
@aliciafreilich

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domingo, 2 de marzo de 2014

ÁLVARO VARGAS LLOSA, RESPUESTA A INSULZA

En un artículo publicado el miércoles en la edición América del diario español El País (“Sólo el diálogo puede cambiar la dinámica de confrontación”), que se suma a otro publicado por La Tercera el sábado pasado, José Miguel Insulza refleja la doble vara de medir latinoamericana frente a Venezuela.
El secretario general de la OEA demuestra mucho más interés por evitar que (el Presidente de Venezuela) Nicolás Maduro lo considere intervencionista que por los muertos, los presos políticos, la ausencia de libertad de expresión, la abolición de la independencia de poderes y el uso de paramilitares achacables al gobierno.
 “Lo que ocurre”, dice, “es que los tiempos de la intervención ya pasaron en América Latina”. Ni una palabra sobre el líder opositor Leopoldo López, hoy recluido en una cárcel militar, sobre los disparos oficiales que mataron a Jimmy Vargas y Génesis Carmona, por mencionar sólo a dos víctimas de la espeluznante represión de estos días, ni sobre el centenar largo de heridos. Tampoco una queja por el hecho de que Maduro dicte órdenes de captura -por ejemplo, contra el ex general Angel Vivas- sin asomo de procedimiento jurídico.
No parece el mismo secretario general que en 2009 llamó a la expulsión de Manuel Zelaya “una ruptura del orden democrático” en Honduras. Intervino entonces con frenesí. Viajó a Honduras y declaró: “Preferí venir acá para decirles: nosotros consideramos que acá hubo un golpe de Estado”. Lideró los pedidos para suspender a Honduras, cosa que la Asamblea General hizo. Su presencia en los medios a propósito de Honduras fue ubicua. Su pasión por Zelaya era tal, que Hillary Clinton expresó incomodidad. Hoy, las víctimas de la Venezuela chavista no le merecen siquiera una mención explícita.
No, el intervencionismo no es cosa del pasado. Está en el armazón jurídico que sostiene a América Latina. Y en cualquier caso, un secretario general de la OEA con una pizca de interés está en condiciones de hacer saber su opinión, ejerciendo el “bully pulpit” del que habló Theodore Roosevelt y que constituye práctica tan común en Washington. Se llama liderazgo. No: se llama ganas.
Tendría mucho que invocar el secretario general para justificar un mínimo reparo público a la dictadura encabezada por Maduro. Podría invocar el Preámbulo y el artículo 1 de la Carta de la OEA; los ar-tículos 1, 3, 8, 18 y 19 de la Carta Democrática Interamericana; el Preámbulo y el artículo 1 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos; el Punto 9 de la Declaración de Santiago (Celac) y el Protocolo Adicional al Tratado Constitutivo de Unasur sobre Compromiso por la Democracia (en estos dos casos no se trata de instrumentos relacionados con la OEA, pero nada le impide invocarlos).
Insulza se refiere al de Maduro como “un gobierno elegido democráticamente”. Fue, recordemos, designado arbitrariamente por Chávez en un ucase televisivo; a la muerte del caudillo y en contra de la Constitución chavista, que preveía un traspaso de poder a quien presidía la Asamblea Nacional, se apoderó del mando y presidió unas elecciones que controló al milímetro. Unos comicios tan equitativos, por ejemplo, como el plebiscito que Pinochet ganó en 1980 y que Insulza no llamaría democrático.
Desde hace 15 años Venezuela asiste a la obliteración, con asesoría cubana, de la democracia y el Estado de Derecho. Lo ven claro organismos como la SIP, que acaba de denunciar una vez más la “censura informativa”, la Conferencia Episcopal venezolana, que ha rechazado “rotundamente” la represión, y el Parlamento Europeo, que ha pedido eliminar las órdenes de detención contra opositores.
El diálogo que urge en Venezuela no es para que el régimen se haga eterno sin molestias callejeras. El que urge es uno que dé pie a la transición a la democracia y el Estado de Derecho. Como dice la Carta Democrática Interamericana, eso es lo que da estabilidad y paz.
avllosa@independent.org
Susana Abad (@susanaabad)
@ElIndependent

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viernes, 28 de febrero de 2014

ÁLVARO VARGAS LLOSA: LEOPOLDO LÓPEZ: UN “HOMBRE PELIGROSO”


Leopoldo Lopez Mendoza “López fue Capriles antes de Capriles..”

■ Ante el asombro de Maduro, López sigue en marcha, convertido ahora en un icono del movimiento de resistencia desde su prisión militar de Ramo Verde.

Tras varios días en la clandestinidad, Leopoldo López, uno de los líderes del movimiento de resistencia de Venezuela, se entregó durante una masiva manifestación de protesta y proclamó: “Si mi encarcelamiento sirve para que el país despierte, ha valido la pena”.

La dictadura chavista encabezada por Nicolás Maduro lo ha acusado de actos de violencia relacionados con las recientes protestas. En realidad, como múltiples testimonios y una gran cantidad de pruebas gráficas lo demuestran, la violencia ha sido perpetrada por los grupos paramilitares, conocidos como “colectivos”, que el gobierno ha armado y ensalzado como protectores de la revolución bolivariana.

Estas milicias son similares a las que el gobierno cubano emplea rutinariamente contra sus críticos. No debería ser una sorpresa. Cuba participa activamente con el régimen venezolano y ha jugado un papel preponderante en el diseño y operación del aparato de seguridad. Los lazos de Maduro con La Habana se remontan a la década de 1980, cuando fue entrenado en la tristemente célebre Escuela Superior del Partido Comunista, también conocida como “Ñico López”. Desertores de los servicios de inteligencia han indicado que él ha tenido estrechas relaciones con el Departamento América de Castro, encargado de propagar la revolución por toda América Latina.

¿Por qué es tan peligroso Leopoldo López? Por varias razones.

• 1. Él no tiene miedo. El mundo lo ha descubierto recientemente, pero los venezolanos lo han sabido desde hace bastante tiempo.

• 2. Aunque su linaje se remonta a la lucha independentista de Bolívar, no tiene conexión con las cuatro décadas que antecedieron a la llegada al poder de Chávez-conocidas como “puntofijismo” después del Pacto de Punto Fijo suscripto en 1958 por los principales partidos políticos y asociado en la mente de los partidarios del gobierno con la corrupción y un profundo abismo social. El régimen de Chávez ha construido su legitimidad revolucionaria sobre la demonización del período democrático, el “antiguo régimen” que se suponía que Venezuela dejaría atrás. Pero López, que tiene sólo 42 años, saltó a la fama junto con otros líderes jóvenes, incluido Henrique Capriles-el hombre que encabezó la oposición en las fraudulentas elecciones del año pasado-como miembro de Primero Justicia, una nueva organización política en la época en la cual el difunto Chávez llegó al poder.

• 3.- Durante varios años, López fue más popular que Chávez a pesar de que era el alcalde de un pequeño municipio de Caracas. Temiéndolo como un potencial contendiente, el gobierno le prohibió ocupar cargos políticos. El vacío en la oposición fue llenado por Capriles. Pero López fue Capriles antes de Capriles.

• 4.- López es un sobreviviente, una condición poco común en un hombre de sus raíces sociales si usted ve el mundo a través del lente de la lucha de clases. Aunque la maquinaria chavista fue capaz de hacer a un lado al oponente entrenado en Harvard despojándolo de sus derechos, ante el asombro de Maduro López sigue en marcha, convertido ahora en un icono del movimiento de resistencia desde su prisión militar de Ramo Verde.

• 5.- Él ha demostrado un sentido de la épica, una cualidad política más usualmente asociada a la izquierda en América Latina. No hay movimiento de resistencia exitoso sin una narrativa épica. López la está escribiendo.

• 6.- Él también posee un sentido de la estética política. Walter Benjamin habló de la estetización de la política en un contexto diferente. La secuencia que se inició con las protestas del 14 de febrero y terminó con las emotivas imágenes de López entregándose será legendaria. Vestido de blanco, sosteniendo una bandera y algunas flores, el héroe, padre de dos niños pequeños, se despidió con un beso de su esposa en medio de un mar de simpatizantes y posteriormente se entregó a los matones de la Guardia Nacional, quienes lo empujaron brutalmente dentro de un vehículo blindado.

Para los venezolanos amantes de la libertad, esas imágenes serán el equivalente al día, en 1992, cuando un desconocido teniente coronel, Hugo Chávez, apareció en la televisión después de su fallido golpe de Estado contra el presidente Carlos Andrés Pérez y anunció que sus objetivos no habían sido alcanzados “por el momento”.

• 7.- López ha entendido que la presión en las calles, la resistencia civil pacífica, es indispensable en la lucha contra la tiranía. Razón por la cual, junto con la diputada María Corina Machado y el alcalde de Caracas, Antonio Ledezma, se ha embarcado en lo que él llama “la salida” con el fin de forzar una transición al Estado de Derecho. Para Maduro y sus patrocinadores cubanos este es un problema importante. Amenaza su estrategia, diseñada para perpetuar el régimen quitándole toda esperanza de cambio a los millones de víctimas tras quince largos años de populismo autoritario. Ellos desean que los críticos venezolanos se conviertan en lo que los disidentes cubanos son actualmente-un grupo de individuos inmensamente heroico pero políticamente impotente al cual el gobierno no tiene problema alguno en abrumar cuando se vuelve demasiado ruidoso.

Maduro y los cubanos tienen razón: López es un tipo peligroso.

avllosa@independent.org
Susana Abad (@susanaabad)
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martes, 11 de febrero de 2014

ÁLVARO VARGAS LLOSA, COLOMBIA: LA ESTRATEGIA DE LA AMBIGÜEDAD

Es de una elocuencia profunda sobre lo que sucede en Colombia la forma en que el Presidente Juan Manuel Santos, candidato a la reelección, ha actuado frente a la revelación de que en el barrio Galerías de Bogotá una central de inteligencia camuflada detrás de una fachada típica en estos casos espiaba a miembros del equipo que negocia con las Farc en La Habana.

La primera reacción fue la que cabe esperar de un gobierno respetuoso del Estado de derecho: afirmó que tales prácticas “no son aceptables desde ningún punto de vista”, denunció que había “fuerzas oscuras” saboteando el diálogo, pidió una investigación y ordenó apartar de sus cargos, mientras la Fiscalía General hace su trabajo, al jefe de Inteligencia del Ejército, Mauricio Ricardo Zúñiga, y al director de la Central de Inteligencia Técnica del Ejército, Oscar Zuluaga. Pero a las 24 horas se sintió obligado a enviar un mensaje que, en apariencia, contradecía todo lo anterior. Santos calificó de “totalmente lícitas” las operaciones de inteligencia con fachadas como la que usó “Andrómeda” (el nombre operativo de la revelada por la revista Semana) y se amparó en la legislación de espionaje para justificar la existencia de la central descubierta.

No hay, estrictamente hablando, nada que no sea cierto en lo que dijo Santos la segunda vez. Evitó, por lo demás, justificar de forma específica el espionaje aparente a los negociadores de su gobierno, presididos por Humberto de la Calle, que participan en conversaciones con la narcoguerrilla y a los “sospechosos habituales” de izquierda, como la ex senadora Piedad Córdoba y el representante Iván Cepeda. Pero lo importante, como suele ser el caso en la semiótica política, estuvo en la interpretación a que dan pie las señales que el mandatario envió en esa segunda comparecencia más que en el sentido literal de lo expresado.

¿Qué estaba diciendo, en el fondo, Santos? Tres cosas: las Fuerzas Armadas están bajo mi control, no bajo el dominio y la autoridad de mis adversarios, y mucho menos de Alvaro Uribe; lo último que voy a hacer, a un mes de los comicios legislativos y a tres meses de los presidenciales, es permitir que yo aparezca como aliado de las Farc contra las labores de espionaje militar en medio de un conflicto que aún está vigente; finalmente, no voy a contribuir a desmoralizar a los militares cuando, ahora que estamos más o menos a la mitad del proceso negociador, el enemigo está midiendo más que nunca nuestra fortaleza o debilidad.

Es difícil, a estas alturas, dudar de la veracidad de la revista Semana, dado que realizó una investigación prolija de 15 meses y se apoyó en 25 fuentes antes de hacer la revelación. Nadie, a estas alturas, ha desmentido oficialmente al semanario, pues las investigaciones están en curso. De lo cual se desprende que hay sectores militares y eventualmente policiales (ambas fuerzas dependen en Colombia del Ministerio de Defensa) interesados en vigilar muy de cerca a los negociadores. La pregunta aquí es si esos sectores tienen que ver con el gobierno mismo, que quiere estar seguro de que la información que recibe de manos de los negociadores es meridianamente fidedigna, o si, lo que es bastante más probable, tienen que ver con focos de resistencia contra todo el proceso que anidan en el corazón del estamento militar, aliados con civiles de la oposición.

La respuesta a ese interrogante es especulativa y por tanto prematura. Pero el interrogante es válido, en la medida en que una de las constantes en el año y pico de conversaciones en La Habana ha sido que la oposición ha hecho pública, de forma directa o por medios interpósitos, información que ha terminado siendo corroborada por el gobierno. Fue el caso, por cierto, de la revelación seminal, la más impactante de todas: Santos tuvo que confirmar que había negociaciones secretas desde los primeros meses de 2012 cuando Alvaro Uribe lo expuso y denunció.

El contexto en el que Santos ha tenido que hacer frente a la revelación del espionaje a sus negociadores tiene tres componentes de la mayor importancia. Primero, su candidatura, si bien galopa por el momento por delante de la de sus adversarios, choca con la resistencia de dos tercios del país: la última encuesta le otorga apenas 24 por ciento de las preferencias, seis puntos por debajo del voto en blanco. Segundo, Alvaro Uribe es todavía una fuerza a tener muy en cuenta, pues a pesar de que su candidato, Oscar Iván Zuluaga, sigue en la pista de despegue, su popularidad es grande, cuenta con numerosos aliados en el estamento militar y amenaza con ser un rival de polendas desde el Senado, del que con toda seguridad formará parte tras los comicios legislativos de marzo (su imagen favorable supera el 60 por ciento y atrae muchas más preferencias que las otras cabezas de lista). Finalmente, la población tiene dos almas con respecto al proceso de paz: mantiene muy viva la ilusión de que esa nave llegará a buen puerto, pero está corroída por los temores y el dilema moral que le suscitan varios aspectos de la negociación: la participación política de una organización dedicada a matar y secuestrar a inocentes, la relativa impunidad que muchos de sus líderes probablemente obtendrán a cambio de dejar las armas y la mucha información que seguirá oculta para siempre con respecto a sus acciones si no hay una exigencia de responsabilidad.

Las negociaciones han cumplido ya 19 “ciclos” de conversaciones en Cuba y acaba de arrancar el vigésimo. De los cinco puntos que forman parte de la agenda -la tierra, la participación política, las drogas, el fin del conflicto y las víctimas-, sólo ha habido acuerdos hasta ahora en los primeros dos. Se trata de acuerdos no muy detallados, que dejan pendientes numerosos aspectos que podrían descarrilar el proceso de paz si se insistiera en hacerlos aterrizar en el detalle minucioso. Con respecto a la tierra, se ha acordado en principio un sistema de redistribución y formalización, así como una nueva jurisdicción para resolver asuntos de tenencia que afectan a muchos campesinos (la quinta parte tienen problemas de titulación). En lo relativo a la participación política, se ha aprobado, también en principio, la creación de circunscripciones especiales de carácter temporal para facilitar que los movimientos de base de zonas donde las Farc tienen fuerza sean representados en el Congreso, el acceso a los medios de grupos marginales y la idea de proteger los derechos de la oposición mediante un estatuto.

Para evitar un exceso de convulsión política, todo esto ha sido anunciado en comunicados más bien vagos. Ahora empieza a discutirse el tercer punto, relativo a las drogas. Las Farc quieren que el gobierno permita el cultivo de coca, marihuana y amapola para uso medicinal, industrial y artesanal, y Santos, que es un partidario de la descriminalización, prefiere que esto se aborde a través de Naciones Unidas en lugar de que el gobierno colombiano actúe de forma unilateral.

Todo este proceso ha sido lo suficientemente concreto como para que los colombianos no hayan perdido la fe en la negociación y lo bastante genérico como para no atizar las sospechas entre los muchos ciudadanos que tienen dos almas frente a las negociaciones. Podríamos hablar, en cierto sentido, de la estrategia de la ambigüedad. Sólo si se tiene en cuenta esa estrategia se entiende la reacción aparentemente contradictoria de Santos ante la revelación del espionaje. Un delicado juego de poleas ha permitido a Santos hasta ahora, a pesar de sus cifras bajas, seguir como favorito y evitar que la negociación con las Farc y la oposición cerrada de su ex jefe, Alvaro Uribe, lo dañen de forma irreparable. La revelación del espionaje es potencialmente desestabilizadora de esa estrategia, ya que implica, si optamos por la hipótesis más creíble, que sectores importantes del propio Estado colombiano desconfían de los hombres nombrados por Santos. Siendo el Ejército en Colombia una institución altamente respetada por los logros contra el terrorismo y a pesar de las acusaciones de violaciones contra los derechos humanos, esa es una información muy sensible en medio de una campaña electoral.

Me atrevería a decir que es más grave a estas alturas para Santos que se crea que el Ejército desconfía de la negociación de lo que es para Uribe que se piense que es el receptor privilegiado de la información producida por “Andrómeda”. Por eso fue tan torpe el líder de los negociadores de la narcoguerrilla, Iván Márquez, al afirmar que “Alvaro Uribe está detrás de todo esto… no se les olvide que es el enemigo público número uno de la paz en Colombia”. A quien estuvo cerca de incendiar con este brulote no es a Uribe sino a Santos, porque acababa de tomar acciones drásticas contra los responsables de la inteligencia militar. La declaración de las Farc colocaba al mandatario en incómoda coincidencia con la narcoguerrilla y a Uribe como el reivindicado adversario de las concesiones excesivas al enemigo de la sociedad colombiana. Santos, astuto, lo comprendió de inmediato y desde entonces no ha vuelto a decir una palabra crítica contra la operación “Andrómeda”.

Como casi todo en la Colombia de hoy, la rivalidad entre Santos y Uribe ha sido el cráter de este escándalo. Esa rivalidad no está, a pesar de la posición de Santos en los sondeos, zanjada en favor del mandatario todavía. Ha aparecido sorpresivamente la ex ministra de Defensa Martha Lucía Ramírez como candidata del Partido Conservador tras una convención en la que las apuestas no estaban con ella. En pocos días se ha colocado en segundo lugar, con un todavía tímido 7,7 por ciento, pero desplazando a Zuluaga, al ex alcalde de Bogotá Enrique Peñalosa y a dos candidaturas de izquierda, incluida la del Polo Democrático. Si, como pretende parte de la centroderecha, Zuluaga decide apoyar a la candidata conservadora y eventualmente Peñalosa, un hombre de raigambre derechista a pesar de su alianza con el movimiento Progresistas, hace lo propio, la segunda vuelta se le podría poner al presidente color de hormiga.

Ante semejante perspectiva, no nos extrañemos si el gobierno hace, en las próximas semanas, gestos de dureza política y militar contra las Farc, en la estela de la revelación sobre el espionaje a los negociadores. Es improbable, en tal virtud, que salgan de las conversaciones de La Habana anuncios entusiasmantes que agiten las pasiones de los colombianos en las semanas que vienen.

Se acusa a Santos de haberse vuelto aburrido y gris, y de no fascinar a sus partidarios. En realidad, dado el campo minado por el que transita, el aburrimiento, la grisura y la falta de sex appeal político son probablemente una apuesta menos arriesgada que lo contrario. Cualquier paso en falso podría voltear una elección en la que el voto en blanco va en primer lugar, en la que ha aparecido por primera vez una adversaria que suscita algo más que bostezos y en la que Uribe sigue siendo un enemigo temible.

avllosa@independent.org

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jueves, 5 de septiembre de 2013

ÁLVARO VARGAS LLOSA, PSICOSIS EMERGENTE.

Los diarios están ahítos de noticias sobre la estampida de capitales de los países emergentes y las consecuencias inevitables: depreciación de sus monedas, apreciación del costo de endeudarse para sus gobiernos y empresas, y el desplome de sus Bolsas.

Lo que está sucediendo no se debe, por desgracia, a "buenas" razones, es decir, a que ciertos países no han hecho sus deberes y por tanto justifican plenamente la desconfianza. Se debe a malas razones: la política inflacionista de Estados Unidos contra la cual algunos pesados llevamos años bramando.

En la última década, cada vez que el banco central estadounidense emitió moneda artificialmente y los intereses bajaron, los capitales se precipitaron a los mercados emergentes. Ni que fueran tontos: se endeudaban en casa por muy poco y obtenían allí rentabilidades superiores. Esto empezó a gran escala desde que en 2002, tras el fin de la burbuja de las punto.com, Alan Greenspan se dedicó a inflar la moneda. Luego vino la siguiente burbuja, que estalló en 2007/8, después de la cual la Reserva Federal, ahora con Ben Bernanke al mando, volvió a apretar el acelerador inflacionista. Los capitales se precipitaron de nuevo a los mercados emergentes por las mismas razones.

Era cuestión de tiempo para que el banco central estadounidense desacelerase esa política delirante. Ahora sabe que ha ido demasiado lejos y le gustaría ponerle freno. Pero como no se atreve a hacerlo, ha preferido dar a los mercados pistas sobre la intención de hacerlo pronto. Esto ha bastado para provocar lo antes descrito.

La Reserva Federal ha más que triplicado su balance desde 2008 (otra forma de decir que ha bombeado una verdadera catarata del Niágara de moneda artificial). A inicios de aquel año, su balance equivalía al 6% de la economía: hoy equivale al 21%. Hace bien en querer detener el avance de esta locura. Pero no hace bien en no atreverse a hacerlo del todo: ante la estampida de capitales de los países emergentes, la subida de los intereses y las quejas de las instituciones financieras, que quieren más droga, ha dado señales, últimamente, de que podría postergar un poco el inicio de las políticas de desaceleración de la emisión monetaria. Cuanto más tarde, peor.

Los emergentes, como queda dicho, están sufriendo el impacto, pues los capitales, que esperan una continua apreciación del bono en los países ricos a raíz de las señales emitidas por Bernanke, vuelven a casa. Desde mayo, cuando el Presidente de la Reserva Federal hizo el amago, se han evaporado 1,5 billones de dólares en las Bolsas subdesarrolladas. El índice más representativo de ellas está 30% por debajo de su pico en 2007. El real brasileño ha perdido casi 40% en relación a su nivel de hace dos años. La rupia india se ha desplomado. Las empresas latinoamericanas, asiáticas, africanas y de otros lugares han disminuido su ritmo de emisión de deuda al nivel más bajo en cinco años porque ahora es más caro pedir prestado.

Paso de puntillas sobre la ironía de que tantos gobiernos de países emergentes se quejaran hasta hace poco de la apreciación de sus monedas y hoy pongan el grito en Marte por lo contrario. Lo que importa es que estamos pagando todos los platos rotos de la Reserva Federal. Y eso que no hemos visto nada todavía. El verdadero dolor de cabeza para Ben Bernanke y su sucesor o sucesora (será reemplazado a fin de año) no será cuándo desacelerar esta política, sino cuando revertirla. Porque hay tal cantidad de dinero artificial acumulado en la banca, que en algún momento (cuando la Reserva Federal decida que las cosas van mejor) habrá que empezar a retirarlo para evitar una inflación como en los años 70. ¿Se atreverán? Si el solo anuncio de que querían empezar a reducir el ritmo de creación de dinero ha provocado esta psicosis, no quiero imaginar la que se apoderará de los espíritus quebradizos cuando empiecen, si alguna vez ocurre, a desandar de verdad el camino andado.

En ese momento, claro, será más cierta que nunca la frase que tanto le gusta repetir a Warren Buffett: "Sólo cuando baja la marea descubrimos quién estaba nadando desnudo". Pero esa es otra historia.

@avllo

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ÁLVARO VARGAS LLOSA, OBAMA Y LA GUERRA QUE NO QUIERE

Los 30 Dioses de la guerra de la mitología griega y la mitología romana (y quizá la docena de egipcios) se han confabulado, por lo visto, para colocar al Presidente Barack Obama en el lugar en el que estaba George Bush en 2003 poco antes de iniciar la guerra contra Irak que el entonces senador estatal de Illinois y futuro senador nacional anatematizó con calificativos implacables.

Bashar al-Asad
Como ocurría entonces con Hussein, Asad encarna hoy al enemigo de la civilización y ha utilizado gases venenosos contra su propio pueblo. Como entonces Bush, Obama tiene hoy ciertos aliados para un eventual bombardeo contra Siria, sólo que son algunos de los que entonces se oponían con más denuedo a la intervención, como Francia, Turquía y la Liga Arabe. Como sucedía en aquel momento, las armas de destrucción masiva son hoy manzana de la discordia y, al igual que en 2003, ahora no existe una resolución del Consejo de Seguridad de la ONU que respalde la intervención a la que se siente inclinado el presidente norteamericano.
Símbolo internacional de arma química.

Ninguna de las 16 resoluciones que Hussein había ninguneado autorizaban dicho ataque, ni lo hizo la decimoséptima y última resolución, la famosa 1441, que daba algo así como una última oportunidad al tirano. Como sucedía en vísperas de la invasión de la Antigua Mesopotamia, no hay hoy día un escenario doméstico unido detrás del eventual acto de guerra. Excepto que -como ocurre con las alianzas internacionales- las cosas están también al revés, pues el escepticismo cunde con mayor intensidad entre los republicanos que entre los demócratas, otrora opuestos en número significativo a meterse (y después a seguir) en ese conflicto.

Pero lo que sí había en Bush y no hay en Obama era ese “fuego en el estómago” del que habló en un ensayo por primera vez Robert Louis Stevenson y que describe hoy, en la política anglosajona, la determinación de luchar por algo que se cree justo o necesario. Tan es así que Bush quería una invasión y Obama apenas lo que se conoce como un bombardeo “quirúrgico” o limitado, según los civiles y militares han dicho a la prensa tras bambalinas esta semana para aplacar a quienes conjeturan que será el inicio de otra aventura traumática de un billón de dólares.

Aunque todo parece muy precipitado desde que Asad empleó gases tóxicos contra la provincia de Ghouta (¿hay duda de que sólo él posee la capacidad para un ataque de esa naturaleza y a semejante escala en dicho país?), lo cierto es que el mandatario y los miembros del Consejo de Seguridad Nacional tienen desde hace rato en su despacho un informe con opciones de iniciativa bélica. 

El Jefe del Estado Mayor Conjunto, el general Martin Dempsey, ha propuesto en meses recientes a Obama estas cinco posibilidades: 1) Un plan de entrenamiento y asistencia a la oposición. 2) Un bombardeo a distancia y limitado. 3) La creación de una zona de exclusión aérea. 4) La creación de tampones para proteger territorios vecinos. 5) El control físico de las armas químicas.

Hasta ahora, a pesar de los cien mil muertos en dos años y medio de conflicto, Estados Unidos ha evitado todas las opciones. Con la excepción parcial de la primera (en la actualidad se reparte ayuda humanitaria, se provee asistencia a los vecinos y se hace entrega de ayuda no letal a la oposición), todos los que implican una intervención directa han sido dejados de lado. Esto incluye a la opción que ahora se baraja: el bombardeo a distancia y limitado, cuyo precedente es el que ordenó Clinton en 1998 contra Irak.

Al mismo tiempo, la diplomacia, léase John Kerry, Susan Rice (Consejera para la Seguridad Nacional) y Samantha Power (embajadora ante la ONU), prepara las opciones que tendría Obama con respecto a posibles aliados. Los tres, como antes Hillary Clinton, se inclinan desde hace mucho rato por intervenir en Siria. Obama ha preferido hasta ahora resistir esa presión interna, como ha resistido la presión externa de los sospechosos habituales, empezando por el senador John McCain.

También le han preparado el escenario jurídico, muy delicado porque en parte la capacidad de montar una “coalición de los dispuestos” parecida a la que acompañó la invasión a Irak depende de esto. Los diplomáticos saben que una resolución que autorice la intervención es imposible por el veto de Rusia y China. Lo es incluso para una autorización limitada al estilo de la que se dio en 2011 para proteger a la población civil en Libia (y que los aliados convirtieron en una operación distinta, es decir de cambio de régimen). No sería la primera vez que se ataca sin una resolución: allí está la intervención de Clinton en Serbia en 1999. Desde 2005 es ya doctrina oficial en el derecho internacional la “responsabilidad de proteger”, fórmula que se empleó en Libia hace dos años, sólo que exige una resolución de la ONU que aquí no existe. Por más que la Carta de la ONU autoriza el uso de la fuerza en ciertos casos, lo hace cuando un régimen altera la paz internacional o como defensa propia. Aun así, el equipo diplomático de Obama propone argumentos que eludan la participación de Consejo de Seguridad, por ejemplo la violación de las convenciones contra el uso de armas químicas y biológicas (que Siria no ha firmado, pero sí la mayoría de países).

Todo esto tiene el respaldo de los servicios secretos, cuya misión es suministrar las pruebas, totales o parciales, que vinculen a Asad con las armas químicas y otorguen a los militares la ubicación precisa de los objetivos a destruir en caso de intervención.

Con todo esto cuenta Obama desde hace buen tiempo. Y cuenta, además, con la provocación abierta de Asad, que después de la amenaza que le lanzó el mandatario estadounidense hace exactamente un año, cruzó la “línea roja” en al menos tres ocasiones antes del ataque reciente en la provincia de Ghouta. Me refiero a los incidentes de marzo y abril en que se empleó armas químicas y que son la razón por la cual la ONU envió al equipo dirigido por el sueco Ake Sellstrom.

¿Por qué se ha resistido Obama a actuar en Siria y lo hizo, en cambio, en Libia? ¿Cómo conciliar su renuencia a actuar contra Asad con la determinación que le puso a la arriesgadísima misión contra Bin Laden en territorio de Pakistán, el aumento de tropas en Afganistán nada más llegar al poder o el uso, cinco veces superior al que les dio Bush, de aviones no tripulados en distintos países del Asia, Africa y Medio Oriente?

Obama es hoy un Presidente a mitad de camino entre la frustración y el éxito. Todos los casos anteriores contaban con el respaldo del adversario republicano y eran en última instancia “vendibles” a la base demócrata, con la que tenía un crédito amplio. Pero el “affair Snowden” ha instalado en esa base, amante de lo que en Estados Unidos se conoce como las libertades civiles, una decepción moral de grandes proporciones, mientras que la atonía de la recuperación económica con el telón de fondo de un cuadro fiscal asfixiante ha envalentonado a una oposición republicana y una comunidad conservadora que quiere su cabeza desde el primer día. Si se tiene en cuenta lo que se viene -una nueva batalla campal para elevar el techo de la deuda- y lo que no parece venir -la gran reforma migratoria que constituía la meta cumbre de este segundo mandato-, es natural que Obama tenga una idea más cauta hoy de las dimensiones reales de su liderazgo y de la correlación de fuerzas entre él y los republicanos.

Si Obama queda atrapado en una guerra de nunca acabar o si, optando por la más limitada de las opciones que le ha preparado Dempsey, acaba infligiendo a Asad un castigo menor que no invierta los términos de ese conflicto, es probable que arruine su presidencia. Porque lo que seguirá será la explotación sin misericordia por parte de sus enemigos, ante la pasividad o el abandono de sus amigos, de esa derrota política. Algo a lo que hubiera podido sobrevivir en una etapa de su gobierno que lo pillara con más oxígeno, no ahora que le queda poco para ingresar en esa patética condición de “pato cojo” al que la democracia estadounidense condena al presidente saliente dos años antes de su partida.

Cuando el miércoles pasado, poco después de su vibrante discurso por el 50 aniversario de la marcha a Washington de Martin Luther King, el Presidente Obama respondió a una entrevistadora televisiva, ante las señales de ataque inminente que había dado la propia Casa Blanca la víspera, que todavía no había tomado ninguna decisión, estaba delatando su verdadero temperamento frente a Siria. Es una guerra que no quiere librar, pero que no puede, como mandatario de la única superpotencia, dejar de librar hipotéticamente. No, al menos, mientras Asad lo desafíe tan frontalmente y tanto Rusia como (en menor medida) China le planten cara descaradamente. Por eso decía en una columna reciente que Obama está siendo empujado a “intervenir para no intervenir”, el escenario 2 en la lista que Dempsey le tiene preparada.

El público no es lo suficientemente consciente de hasta qué punto Siria ha supuesto, al interior de la Administración Obama, una lucha tenaz entre halcones y palomas. Hillary Clinton, de la que Kerry es en esto hijo adoptivo, hizo lo imposible, ayudada por su marido, para convencer a su entonces jefe de intervenir de alguna forma. Tenían ella y su esposo muy presente el antecedente antes citado: Irak 1998.

En pleno drama destitutorio, Clinton decidió bombardear Irak a la distancia, con misiles de crucero especialmente. El argumento que dio su administración fue que se trataba de debilitar la capacidad de Hussein de producir y almacenar armas de destrucción masiva. Sin embargo, sólo 13 de los 100 objetivos militares del bombardeo tuvieron que ver con eso. La mayor parte eran objetivos militares y políticos cuya destrucción apuntaba a destruir, o a herir de muerte, al gobierno de Hussein. Años después, en 2004, el informe Duelfer, encargado de dar cuenta del arsenal químico y biológico de Hussein poco después de la invasión, concluyó que muy probablemente esas armas habían sido eliminadas en 1991. Es decir, siete años antes del bombardeo quirúrgico de Clinton.

La ventaja con la cuenta el Presidente Obama -de cara a la historia y de cara a la controversia internacional desatada por la expectativa del bombardeo- es que Asad ha usado armas químicas este mismo año en distintas ocasiones. Pero la desventaja, frente al antecedente clintoniano, es que Estados Unidos no había pasado por la guerra de Irak y Afganistán, la Gran Recesión, el auge y ocaso de la “Primavera Arabe” y el renacimiento del zarismo ruso con ínfulas de guerra fría.

Uno tiene la sensación -o poco menos- de que Obama se sentiría sumamente agradecido si la fuerte repulsa interna que se ha puesto de manifiesto en Francia y el Reino Unido, la resistencia de Ban Ki-moon y un informe de los inspectores que determinase, este fin de semana, que se han usado armas químicas pero no quién las usó lo libraran de esta guerra en la que no tiene todavía el corazón.

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martes, 27 de agosto de 2013

ÁLVARO VARGAS LLOSA, PERÚ: OSCURIDAD AL MEDIODÍA.

En la obra maestra de Arthur Koestler que he usado para titular esta columna, el personaje central, Rubashov, un bolchevique encarcelado por el régimen que ayudó a entronizar, acaba admitiendo la posibilidad de que la abstracción comunista haya sido demasiado costosa en vidas humanas. Sabe, de inmediato, que esa duda lo hace culpable; expresa su revelación en dos frases inolvidables: “Ya no creo en mi propia infalibilidad. Por eso estoy perdido”.

El Perú ha tenido en estos días algo así como su momento Rubashov. Después de muchos años en que la abundancia del crecimiento se daba por sentada y la discusión se centraba en cómo incorporar a los excluidos, vino, en boca del Presidente Humala, una admisión oficial: “La crisis ya llegó al Perú”.

Súbitamente, el país que venía diciéndole al gobierno desde hacía un año que la crisis estaba a la vuelta de la esquina cambió de actitud: decidió matar al mensajero, acusándolo de derrotismo y señalando el riesgo de que sus palabras se volvieran una profecía autocumplida. En cuestión de pocos días, todos se volvieron buenos: el diario principal, hasta hace poco implacable con el mandatario, empezó a publicar primeras planas oficialistas; el segundo diario en importancia, hasta hace días un látigo feroz de Alan García y el fujimorismo, se puso a pedirles que dialoguen con el gobierno; el gremio empresarial más relevante, donde se concentraban muchas quejas, adoptó un discurso que debe haber avergonzado incluso a algunos ministros por lo entusiasta; los partidos que pedían la renuncia del primer ministro dejaron de lado esa pretensión; algunos de los sindicatos o grupos de agitación, no todos, redujeron la presión que venían ejerciendo por la disminución del canon minero producido tras la caída de la recaudación fiscal. La cereza de este pastel es el “diálogo” que iniciará este lunes el gobierno con casi todos los partidos, incluidos aquellos a los que hasta ahora llamaba irresponsables y corruptos, y a cuyos líderes daba toda la impresión de querer enviar a la cárcel o inhabilitar como candidatos.

Me pregunto qué es peor: si un presidente que hace una admisión a estas alturas es algo exagerada y podría causar excesivo pesimismo, o esta extraña metamorfosis de la clase dirigente y las clases opinólogas que están actuando como se actúa ante una catástrofe natural, una guerra o una hiperinflación, no ante la noticia de que, en lugar de crecer seis por ciento, este año el Perú crecerá alrededor de un cinco por ciento.

OLLANTA HUMALA
¿Qué ocurre? Por parte del gobierno, hoy convertido en un modelo de urbanidad para con sus adversarios, tres cosas: la popularidad del presidente ha caído a niveles alarmantes (29 por ciento y con tendencia decreciente), para no hablar de la de varios ministros, que es comparable a la tasa de crecimiento que tendrá este año la economía de Paraguay si se tiene en cuenta el margen de error; el miedo a la multiplicación de las protestas sociales, ahora que la recaudación fiscal proveniente de la minería ha pasado a representar la cuarta parte en vez de la mitad del total; por último, el temor a enfrentar el fallo de La Haya en un clima de confrontación política, tanto si el fallo es favorable al Perú (en cuyo caso se piensa que la unidad es necesaria ante la reacción chilena) como si no lo es (en cuyo caso el gobierno no quiere ser el blanco privilegiado de la decepción).

Por parte del resto de la clase dirigente y las clases opinólogas, suceden también tres cosas, pero distintas: el temor a que, en efecto, se venga abajo el milagro peruano y ellos con él; el riesgo de ser vistos como enemigos del Perú en un momento en el que la sicología de la unidad es la que prevalece porque se sospecha que lo que el presidente ha dicho puede ser verdad; y, por fin, una desconfianza tan grande en la capacidad política del Presidente Humala que se prevé, en caso de no ayudarlo, el peligro de que opte por una barbaridad, incluyendo una deriva populista. También en los gobiernos de Alejandro Toledo y de Alan García se registró el fenómeno de la impopularidad, pero en ambos casos había un seguro que ahora no existe: se trataba de zorros políticos.

Nadie en el gobierno osa decir en público, pero lo repiten constantemente en privado, que Humala necesita, para dar un vuelco sicológico a su situación, un fallo favorable en La Haya. Sin embargo, es imposible prever, si eso ocurriera, hasta qué punto tendría un efecto tonificante para el gobierno más allá del corto plazo. 



El nivel de rechazo al presidente y la primera dama ha ido aumentando sistemáticamente; dado el escenario fiscal, que hace imposible atender unas demandas con toda la pinta de intensificarse a lo largo del resto del año, es improbable que haya mayores oportunidades de revertir el agotamiento político del oficialismo.

La semana pasada, las fuerzas combinadas de la policía y el Ejército, a partir de una información de inteligencia obtenida por la primera, abatieron a dos mandos clave de Sendero Luminoso. El gobierno montó un fuerte despliegue mediático para explotar esta extraordinaria noticia; sin embargo, ella no ha tenido, al menos hasta ahora, efecto en los niveles de aceptación popular. Tanto así que en la encuesta más reciente apenas un muy injusto cinco por ciento de los entrevistados opinaba que el éxito se debió al respaldo del gobierno a las fuerzas del orden.

Aunque uno puede presumir que un resultado favorable en La Haya redundaría en beneficio de gobierno, como éste desea a estas alturas con desesperación, no es seguro. No hay que perder de vista, además, que otros dos actores intentarían, si eso se diera, explotar el fallo en beneficio propio: Alan García, cuyo gobierno planteó la demanda formal en la Corte Internacional de Justicia, y Alejandro Toledo, cuyo gobierno inició el proceso al promulgar la ley de líneas de base del dominio marítimo peruano en 2005.

Tampoco en la eventualidad de un fallo desfavorable es fácil prever el efecto. A priori, podría pensarse que la decepción se volcaría contra el gobierno o que la oposición acusaría, frontal o sutilmente, a Humala de haber planteado un mal alegato oral de la posición peruana en diciembre pasado. Sin embargo, los ciudadanos saben que Humala ratificó al equipo peruano que había sido nombrado por su antecesor y que los alegatos orales no son otra cosa que el resumen de una posición que está escrita en la memoria y la dúplica, cuya solidez o debilidad muy poco tienen que ver con este gobierno en particular. Ese es un avispero que no convendría agitar a ningún partido: por las razones antes expuestas, la responsabilidad está bastante repartida.

Independientemente de estas conjeturas inmediatas, lo que importa es si se acabó el milagro peruano. Lo que se acabó, más bien, por ahora, es el ritmo de Pegaso que llevaba el país. Esto obedece a una combinación de dos factores: el contagio inevitable de la situación mundial, especialmente gravitante en una economía abierta como la peruana, y la mediocridad de la conducción política actual.

Lo primero tiene mucho que ver con la caída de las exportaciones mineras. Han bajado un 14 por ciento en el primer semestre por culpa del descenso de los precios (el precio del cobre cayó 10 por ciento y el del oro 17 por ciento en ese mismo período) y en ciertos casos del volumen. Pero también juega un papel la demanda interna, tan importante en el crecimiento promedio de 7,2 por ciento que tuvo la economía peruana en los 10 años que van de 2002 a 2011. El ritmo de aumento de la venta de autos, viviendas y electrodomésticos, hasta hace poco galopante, ha bajado. Por fin, la inversión privada tanto extranjera como nacional ha sufrido una desaceleración y ha tenido que ser compensada con un aumento del gasto público, que subió 13 por ciento este año y podría conducir a un levísimo déficit a fin de 2013.

La falta de reformas de envergadura en un país con un Estado de cuarto mundo (ha habido ciertas reformas meramente salariales hasta ahora), la multiplicación de iniciativas tanto del poder ejecutivo como del poder legislativo enviando señales inquietantes al capital y, sobre todo, la lentitud burocrática agravada por la deficiencia del liderazgo político han contribuido a evitar que el Perú, en un contexto externo ahora inamistoso, mantenga su rendimiento descollante.

El gobierno del Presidente Humala tuvo el acierto, desde temprano, de confirmar que no adoptaría la vía populista y preservaría la democracia. Pero, pasado el tiempo y en parte mareado por las encuestas y por un galope económico que el gobierno creía natural, el mandatario empezó a adoptar un estilo confrontacional y una actitud de aislamiento. Desconfiado del mundo civil por su formación militar y su personalidad, delegó en su mujer, una persona muy joven con atractiva inteligencia pero escasa preparación política, funciones poco comunes en la primera dama. En poco tiempo, ella, que gozaba de popularidad, estableció un modus operandi que le otorgaba un rol de primera ministra, asesora principal y, a veces, cogobernante. Su idea era que el gabinete estuviera compuesto por técnicos de bajo perfil y que sólo su esposo y ella hicieran política: su esposo en un sentido más literal, ella a través de la agenda social. En la práctica, esto tuvo dos efectos: creó informalidad en las máximas alturas del Estado, donde nada se hacía sin su aprobación, y expuso al presidente, percibido como su dependiente político, a un desgaste. Ella ha perdido poco menos de la mitad de la aprobación que tenía. Que esté unos puntitos por encima del presidente confirma que él es quien peor sufre la caída de la primera dama por un efecto multiplicador.

Este funcionamiento político informal vino acompañado, durante dos años, de una percepción nefasta: la de que Humala y su mujer iban a establecer un régimen continuista “a la Argentina”, a través de la candidatura presidencial ilegal de la primera dama. La bancada parlamentaria del oficialismo, tan mala como la de gobiernos anteriores, excepto que con antecedentes ideológicos más inquietantes, ahondó, con sus escándalos, su pésimo manejo de las investigaciones a sus adversarios y sus contradictorios discursos. Los esfuerzos reformistas, en semejante ambiente, fueron pocos y carecieron del tipo de trabajo político que sólo una maquinaria bien aceitada puede realizar, y que sólo un mandatario entendedor de su urgencia y un gabinete con capacidad de comunicación podían haber emprendido con éxito.

El resultado, en un país que no ve con amabilidad a sus políticos y que aborrece a su Estado (al tiempo que le pide demasiado), es la sensación de otra oportunidad desperdiciada. No, no se va a acabar la democracia ni se va a alterar el modelo. Pero tampoco va a dársele al Perú, por ahora, ese definitivo impulso al desarrollo que disipe en el mediano plazo el efecto Rubashov.

http://diario.latercera.com/2013/08/24/01/contenido/reportajes/25-144635-9-peru-oscuridad-al-mediodia.shtml
@susanaabad

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