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jueves, 17 de marzo de 2011

LIBIA AL DESNUDO. ANÍBAL ROMERO

La crisis en Libia pone en evidencia la hipocresía y decadencia del Occidente democrático. ¿Qué ocurre en Libia que no haya pasado, multiplicado mil veces, en el Irak de Saddam Hussein? Gadafi es un verdugo sanguinario y Saddam fue un asesino en masa. ¿Por qué los que hoy piden una intervención militar en Libia para detener la carnicería antes callaban sobre Saddam, o dedicaban sus energías a atacar a Estados Unidos? ¿Son menos merecedores de la solidaridad bienpensante los iraquíes que los libios?

Cabe preguntarse: ¿No será acaso que franceses, alemanes, chinos y rusos realizaban jugosos negocios con Saddam, y temían que la invasión norteamericana condujese al fin de sus corruptelas con el carnicero iraquí, pero ahora aspiran asegurar sus inversiones en Libia? ¿Será que italianos, franceses, españoles y otros temen la emigración de millares de libios a Europa, pero observaban con desinterés a los más distanciados iraquíes, sometidos a la crueldad de Saddam?

Los que se opusieron a la remoción del tirano iraquí argumentaron que la misma no era “multilateral y unánime”; ahora exigen que se intervenga militarmente en Libia y que tal acción sea, también, “multilateral y unánime”. ¿Desconocen acaso estos ingenuos que ya China, Rusia, Alemania, Brasil, India y Suráfrica han cuestionado la acción militar? ¿Ignoran que los mismos europeos, con excepción del atolondrado Sarkozy y el novato inglés Cameron, temen actuar? ¿No saben nuestros bienintencionados idealistas que solicitar una decisión “multilateral y unánime” equivale a hacerla imposible?

¿Ignoran que la Libia de Gadafi era, hasta el año pasado, miembro del Comité de Derechos Humanos de las Naciones Unidas? Repito: ¡Del Comité de Derechos Humanos! ¿Qué puede esperarse de las Naciones Unidas? ¿Es tal ingenuidad sólo fingida?

OBAMA DEMAGOGO
Hay que enfatizarlo: Bajo Obama, Estados Unidos ha dado inicio a un desestabilizador y amenazante proceso de retirada estratégica, militar y psicológica, proceso que lejos de atenuar los conflictos internacionales los va a acentuar. La razón es clara y conocida en la historia: al perderse un sentido de orden y al debilitarse la potencia que le sostenía, los aliados del pasado buscan protegerse por sus propios medios, en tanto que los enemigos de siempre, percibiendo el retroceso, se hacen más agresivos. Ello se observa hoy desde la península coreana hasta el norte de África y desde Irán hasta el Caribe y el eje Caracas-La Habana.

Obama fue ligero e irresponsable cuando pronunció desde el Cairo, pasando por encima de las cabezas de su entonces anfitrión Mubarak y de los principales aliados de Washington, un discurso demagógico llamando a los pueblos de la región a democratizarse. Fue irresponsable porque, como lo indica hasta el presente la crisis Libia, Obama no está dispuesto a respaldar decididamente a esos pueblos en sus momentos críticos. La masacre en Libia es el epitafio de una política exterior banalmente idealista, basada en la entelequia del “poder blando” (que ni es blando ni es poder), política que llevará a Estados Unidos al abismo a que le empujó el desventurado Jimmy Carter.

Hoy, cuando el clamor de un Occidente confundido y decadente se levanta para condenar al verdugo libio e intervenir en la guerra civil, conviene recordar a Saddam Hussein y a los centenares de miles que el déspota iraquí liquidó mientras hacía negocios con Berlín, Moscú y París, entre otros. El Occidente “políticamente correcto”, corrompido hasta los tuétanos por sus desvaríos hipócritas, enseña sin pudor su repulsiva desnudez. Lo pagará caro.

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lunes, 13 de diciembre de 2010

DEL ESTADO DEL BIENESTAR AL ESTADO DE ALARMA. MIQUEL ROSSELLÓ. INSTITUTO JUAN DE MARIANA (DESDE ESPAÑA)

De la misma forma que la caída del muro del Berlín el 9 de noviembre de 1989 marcó el final de una década, podríamos aventurar que la nuestra comenzó el 11 de septiembre de 2001 y todavía no ha concluido. Desde entonces una crisis latente recorre Occidente, que se ha demostrado incapaz de gestionar “el fin de las ideologías”, superadas por una síntesis de liberalismo estatista que promueve la doctrina de la tolerancia infinita frente al multiculturalismo en la forma de un Estado del Bienestar que se financia a través de una expansión crediticia irreal.

Entonces, no solo se tambalearon los cimientos de las Torres Gemelas, sino que con ellas se pusieron de manifiesto las debilidades de las formas políticas bajo las que nos organizamos actualmente. El pánico y la indefensión se calmaron con una respuesta contundente que conllevó restricciones en las libertades que, en algunos casos, se mantienen hasta el día de hoy. Entre otros ámbitos, Internet, que permanecía virgen a la intervención estatal, empezó a ser objeto de preocupación y legislación; estos días comprobamos cómo la fuerza de los gobiernos recae sobre un hombre, Julian Assange, héroe para unos y villano para otros, por mantener un refugio de anonimato en el que volcar secretos -y cotilleos- de Estado. El debate sobre la neutralidad en la red forma también la agenda política, y su regulación podría, en lugar de garantizar un acceso libre, garantizar la intervención estatal para igualarnos por la base en el mundo virtual. Ejemplos que algunos podrán considerar banales pero que sin duda marcan la tendencia de los estados, siempre dispuestos a garantizar la seguridad de sus ciudadanos a cambio de un alto precio. Otro ejemplo es el de la hiperregulación de sectores como el energético debido a la alarma creada por un supuesto apocalipsis climático que no termina de llegar pese a sus heraldos. Recientemente en España se ha decretado uno de los estados de excepción previstos en la Constitución para desbloquear el cierre del espacio aéreo que causaron los controladores al abandonar sus puestos de trabajo y en el que de momento nos encontramos.

El mismo temor que nos lleva a sacrificar libertades es la misma pulsión sobre la que se ha construido el Estado del Bienestar. El miedo a una enfermedad a la que no podríamos hacer frente por nosotros mismos nos incita a delegar esa responsabilidad, aunque la falta de incentivos de mercado para la investigación impida encontrar remedios futuros. El miedo a perder el trabajo nos impele a legitimar un sistema de subsidios que, en lugar de ayudar al posible desempleado, encarece y dificulta la contratación. Y así con todas y cada una de las garantías del bienestar que el abrazo maternal del Estado nos ha ido ofreciendo hasta constreñir la capacidad creadora y equilibradora del libre mercado. Un sistema económico y socialmente insostenible que empieza a colapsar, pero que no por ello impide a la propia organización reestructurarse para no perder su hegemonía. Como si de una extremidad gangrenada se tratase, el Estado se deshará de sus políticas más inoperantes sin renunciar a mantenernos en un verdadero Estado de Alarma.

Así, en este estado de pánico perpetuo en el que nos encontramos sometidos, parecemos decididos a renunciar a la libertad para garantizar nuestra seguridad. Como un rebaño de ciudadanos pastoreado por una casta de políticos, no reparamos a preguntarnos si la cerca que levantan a nuestro alrededor nos protege de los lobos o es utilizada para mantenernos bajo control. El lobo no solo se encuentra entre nosotros vistiendo piel de cordero, sino que nos domeña con el cayado del pastor.

¿Implica este razonamiento justificar o legitimar en algún modo un ataque terrorista, el bloqueo de la navegación aérea? Absolutamente no, de ningún modo. Siendo hechos muy distintos, solo son comparables en que sus únicos responsables son quienes los causaron: los terroristas en el primer caso y los controladores en el segundo.

Pero esto no debe impedir analizar las decisiones políticas desde una perspectiva crítica. De hecho, al no hacerlo caeríamos en una grave irresponsabilidadm pues jamás debemos olvidar las palabras de Jefferson advirtiendo que “el precio de la libertad es una eterna vigilancia” a sabiendas de que el poder a vigilar en nuestros días es el de las leyes que se atribuyen la capacidad de transformar la realidad. Leyes que pueden dictarse de forma provisional para atajar una situación de peligro inminente, real o imaginado, pero que terminan sumándose al acervo normativo para ser utilizadas de forma ordinaria en lugar de extraordinaria. Rara vez, cuando el Estado avanza restringiendo nuestras libertades vuelve sobre sus pasos deshaciendo el camino andado. Ahora más que nunca, los hombres celosos de su libertad deben -debemos- permanecer en un verdadero estado de alarma.

Instituto Juan de Mariana

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martes, 30 de noviembre de 2010

INTERVENCIONISMO: ¿IDEOLOGÍA O NEGOCIO? ROBERTO CACHANOSKY, CASO ARGENTINA.

Comprendo que la gente no relacione calidad institucional con crecimiento. Lo que no entiendo es que se haya perdido el concepto de decencia, algo que nuestras abuelas conocían sin haber hecho un posgrado.

Considerando que el mundo está lleno de seres mortales con sus virtudes y defectos, y que los funcionarios públicos surgen de ese mundo de seres mortales, resulta difícil imaginar corrupción cero en cualquier país del mundo. Habrá naciones con más corrupción y otras con menos, pero difícilmente haya una corrupción cero por el simple hecho de que la misma existencia del Estado da lugar a un poder que detentan los gobernantes y funcionarios públicos que les permite disponer de los dineros ajenos.

Si aceptamos que es casi imposible llevar la corrupción a cero, al menos puede limitársela. Es decir, buscar esquemas de políticas públicas que disminuyan las posibilidades de corrupción. ¿Cómo puede lograrse ese objetivo?

Cuando uno observa, los casos de corrupción se deben fundamentalmente a dos razones: a) las regulaciones de todo tipo del Estado y b) el estatismo.

Cuando hablo de regulaciones no solo me refiero a los controles de precios o restricciones al ingreso de nuevos competidores al mercado, entre otras medidas, sino también a los subsidios de toda clase. Por ejemplo, es común escuchar denuncias sobre el uso político de los planes sociales que manejan algunos sectores del gobierno u organizaciones que se autodenominan “sociales”.

Mi punto es que a mayor intervención del Estado en la economía, más posibilidades de corrupción. Tomemos el caso de regulaciones que impiden el ingreso de nuevos competidores al mercado. El objetivo de ese tipo de regulaciones consiste en generar una renta extraordinaria en los sectores beneficiados que no obtendrían en condiciones de libre competencia. El funcionario que otorga ese beneficio puede cobrar una coima por otorgarlo y quien lo recibe puede pagarlo porque la renta extraordinaria se lo financia. Se produce así un mercado de tráfico de influencias en que el objetivo no es invertir para ser más competitivo y ganarse el favor del consumidor, sino que todo se centra en hacer el lobby necesario para obtener esa renta extraordinaria. El funcionario sabe que esa renta es un bien escaso y que su firma puede tener un precio, por lo tanto, “vende” ese beneficio gracias a que la sociedad toma como normal que el Estado intervenga en la economía para neutralizar los “efectos negativos” del “mercado salvaje”.

Otro ejemplo podrían ser los controles de precios. Cuando una empresa depende de que un funcionario público firme una autorización para incrementar los precios, su capacidad de subsistencia puede depender de la buena voluntad del funcionario, por lo tanto puede estar dispuesta a pagar para que el burócrata firme a cambio de un precio. En ese caso hay una extorsión del funcionario de turno.

Los escándalos de corrupción que han surgido en los últimos tiempos en las obras sociales sindicales no son otra cosa que el resultado de una fuerte intervención del Estado que, en nombre de la justicia social, le quita compulsivamente a los trabajadores parte de su ingreso para transferírselo a los dirigentes sindicales. No es que los trabajadores libremente eligen aportar a las obras sociales, sino que el Estado les quita por la fuerza parte de su ingreso para transferírselo a los sindicatos. Si no existiera ese “robo legalizado”, como lo denomina Bastiat, el trabajador podría elegir quién le presta el servicio médico, y si quien se lo presta no lo satisface podría cambiar de prestador. Es tal el monto que se mueve mediante este robo legalizado que la corrupción es inevitable bajo este sistema porque los sindicatos no tienen que ganarse la voluntad de los trabajadores sino que obtienen los recursos gracias al aparato de compulsión del Estado.

¿Quién no recuerda, si tiene edad suficiente, el suplicio que era conseguir un teléfono en la época de ENTEL? Tener un amigo que tuviera un amigo en ENTEL que consiguiera un teléfono era la forma de obtenerlo. ¿Quién no recuerda los techos de los edificios del microcentro repletos de cables de teléfonos que usaban las mesas de dinero? Esas líneas se conseguían comprándolas. Y el que las vendían se las quitaba a otros. Y los ejemplos podrían continuar, con las empresas estatales que compraban mucho más caro los insumos que el precio de mercado porque había un negocio cautivo.

En definitiva, a mayor intervención del Estado, más poder del funcionario público para decidir ganadores y perdedores dentro de la economía. Ese poder omnímodo de los burócratas y políticos, que va contra los principios de la democracia republicana, termina generando el tráfico de influencias al que hacía mención antes, porque, insisto, el costo de las coimas lo termina pagando el consumidor. El funcionario que coimea se beneficia y el que paga lo asume como parte del costo de producción gracias a los beneficios extraordinarios que le otorga el Estado le permite trasladar ese costo a precio.

Podemos catalogar a los dirigentes políticos, sindicales, economistas etc. que adscriben al intervencionismo y al estatismo bajo dos grandes categorías: a) los que están convencidos por ideología y b) los que ven un negocio personal en la intervención del Estado y lo promueven no por ideología sino por interés personal. En este caso, la intervención estatal se presenta como una ideología a favor de los pobres o de la soberanía nacional, pero en rigor esos argumentos son solo una pantalla para esconder el enriquecimiento personal que persiguen baja la máscara de defensores de los pobres y de la Nación.

A los que están convencidos por ideología y no los mueve la búsqueda de enriquecimiento personal les diría que no es un problema de personas sino de sistema, además de debatir técnicamente sobre la inconveniencia del intervencionismo y el estatismo. Pero para los que buscan un negocio personal no hay argumentos científicos que valgan, porque sería como tratar de convencer a Al Capone que no es bueno para la sociedad las actividades mafiosas. Su interés personal no pasa por el interés de la sociedad sino por maximizar sus ganancias personales utilizando cualquier mecanismo para obtenerlas. De manera que tratar de convencer a este grupo de personas no tiene ningún sentido.

Pero el problema de fondo es que una amplia mayoría de la población cree que el intervencionismo estatal la beneficiará y que el mercado libre la perjudicará, al tiempo se escandaliza con la corrupción y cree que el problema se resuelve reemplazando a un intervencionista corrupto por un intervencionista honesto. Para la inmensa mayoría de la sociedad la corrupción no es fruto de los poderes omnímodos que manejan los burócratas y políticos, sino que es un tema de personas. Y la realidad es que si en el medio de un océano de corrupción cae un intervencionista honesto, la mafia de la corrupción se lo come vivo. Y en el caso que se consiguiera un ejército de intervencionistas honestos que pusieran en retirada a los intervencionistas corruptos, igual tendríamos un serio problema de eficiencia económica. Tema que dejaré para otra nota.

Si uno mira la oferta electoral de hoy día en Argentina, salvo excepciones, se va a encontrar con que la oposición denuncia al gobierno de corrupto y sin respeto por la democracia republicana, pero no propone un cambio de sistema. El argumento se limita a decir: ellos son corruptos y autócratas, yo soy honesto y democrático. Una especie de kirchnerismo al revés. De ambos bandos parecen tirarse con el argumento de la honestidad y el respeto a las instituciones, pero, sinceramente, del lado de la oposición no veo, a grandes rasgos, propuestas de políticas públicas tan diferentes a lo que actualmente se hace. Solo se argumenta sacando la chapa de honesto.

La democracia republicana se construye limitando el poder del Estado. Sin un límite claro al monopolio de la fuerza que le delegamos al gobierno, no hay democracia republicana posible y sí muchas posibilidades de corrupción. Y como la corrupción necesita de la impunidad para subsistir, el paso siguiente es la destrucción de la república.

Pero tal vez sea el mismo mercado electoral, es decir las preferencias políticas de la gente, lo que hace que impere este tipo de sistema. Comprendo que no todo el mundo tiene que conocer la relación entre calidad institucional y progreso económico y personal. También comprendo que no todo el mundo tiene que entender porque son perjudiciales los controles de precios, las restricciones a la competencia, el despilfarro en subsidios, el estatismo, etc. Lo que me resulta más difícil de comprender es que hayamos llegado a un punto en que la gente no pueda comprender un concepto básico que es el de decencia o prefiera dejar de lado la decencia a cambio de un artificial y transitorio nivel de consumo. Digo, no pido que la gente entienda la relación entre instituciones y crecimiento, sino que valore la decencia, que es algo que nuestras abuelas lo comprendían sin haber hecho un MBA o un PHD. Ser decente es vivir del trabajo propio y no del ajeno. Ser decente no es pretender vivir de las dádivas del Estado. Ser decente es esforzarse para progresar sin pedirle al Estado que le robe a otro para que me lo de a mí. Ser decente es respetar al otro, es la buena educación en el trato. El saber que uno no debe robar, en forma directa o mediante el Estado gracias al lobby. Ser decente es no avasallarlo los derechos de los demás en nombre de la justicia social o de la soberanía nacional.

Esta orgía de creciente corrupción que vive el país, podría ser el resultado de haber perdido el concepto de decencia. Posiblemente, quienes ven el intervencionismo como un negocio personal y lo disfrazan de ideología a favor de los más desposeídos, aprovechan esa pérdida del concepto de decencia porque amplios sectores de la sociedad está dispuesto a cambiarlo por una fiesta de consumo transitorio o de vivir de la ilusión que una autócrata bueno nos evitará el trabajoso camino de construir el país con trabajo, inversiones y respeto por las instituciones, y cuando digo instituciones pongo el acento en el Estado limitado.

En definitiva, me parece que es imposible que tanta corrupción pueda sostenerse sin una sociedad que ya no se escandaliza por ella. Y si no se escandaliza, es porque se perdió el concepto de decencia. Y si se perdió el concepto de decencia, queda el campo listo para el negociado corrupto del intervencionismo.

Tal vez, si comprendemos que la existencia de un Estado limitado no es solo más eficiente para poder crecer, sino un imperativo moral, es que logremos el sueño de una Argentina diferente.

Este es un reenvío de un mensaje de "Tábano Informa"
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