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domingo, 17 de agosto de 2014

DARIO ACEVEDO LOS INTELECTUALES Y EL PAÍS, AHORA COLOMBIA,

Nadie que posea algún grado de ilustración debería ser ajeno al debate en curso entre dos destacados intelectuales, Eduardo Posada Carbó y Mauricio García Villegas en torno a la visión que se tiene del pasado y el presente de Colombia.

El primero desde su columna en El Tiempo y el segundo desde la suya en El Espectador, controvierten sobre los primeros años de vida republicana e independiente y en un salto prodigioso, pero lógico, al significado del momento presente signado por las negociaciones de paz.

El historiador Posada en su último libro, La nación soñada, adelanta una profunda crítica a una historiografía nacional que se ensaña en propagar la visión de un pasado violento, poco o nada democrático, gobernado por líderes irresponsables y oligárquicos. Consecuente con ello, plantea la necesidad de mirar con ojos menos trágicos y reduccionistas nuestro pasado, que sintetizaría, en aras de la brevedad de este escrito, en que ni todo ha sido color de rosa ni todo ha sido un desastre como se desprende de las generalizaciones.

García Villegas, jurista y docente, lanzó varias afirmaciones de esas que no por comunes dejan de ser bastante problemáticas: comparte la calificación de los primeros años de vida independiente como “Patria boba”, dice que Colombia carece de mito fundacional y que ese vacío puede ser llenado con la firma la paz entre el gobierno Santos y las guerrillas. Omite que en aquellos años, Europa y América emergían a la democracia y en Colombia apenas sembrábamos semillas de identidad.

Para llegar a donde quiero, me parece necesario advertir que en este debate está en liza la percepción que tenemos sobre el pasado y el presente del país. Imposible no hacer alusión a la visión negativa que la generación de mediados de los años sesenta hasta los ochenta convirtió en dominante en contraposición a la épica y legendaria Historia Patria. Aparte de textos académicos que enriquecieron el saber, pulularon otros con aire político con los que nos alimentamos jóvenes ávidos de torcer el contenido y el rumbo de la Historia. Por supuesto, para hacer la revolución era menester subvalorar y hasta despreciar las instituciones que nos rigieron. A la luz de las interpretaciones marxistas nada era defendible, solo el cambio radical de las estructuras sociales nos llevaría a cambiar la narrativa del pasado.

A raíz del fracaso del experimento comunista y el desgaste de la religión civil marxista, se produjeron algunos cambios en el mundo académico y político sobre los problemas de la sociedad, sobre la tragedia que significa predecir el futuro lejano, el recurso a la violencia y las limitaciones del radicalismo. Recobró fuerza y legitimidad la política de la reforma como método para alcanzar la solución de problemas concretos.

Sin embargo, ese fracaso parece no haber afectado mayormente a ciertos núcleos de la intelectualidad y de la política colombiana. Seguimos sufriendo el accionar de unas guerrillas ya anacrónicas y pervertidas por el narcotráfico y el terror nacidas en tiempos revolucionarios, pero miradas aún con complacencia teórica y sociológica.

De otra parte, en el mundo del pensamiento se mantiene una forma de ver los problemas de la sociedad y de la política nacional,  casi en los mismos términos de la época de auge del marxismo, que soslaya el triunfo de la filosofía liberal sobre el materialismo histórico. Es extraño que no se haya producido un cierre de cuentas con la teoría que fracasó como alternativa a la sociedad capitalista y a la democracia “burguesa”. La retórica y la analítica tienen muchas similitudes con esa doctrina cuyos seguidores se enmascaran en causas ecológicas, humanitarias y antiglobalización.

Esa pervivencia se aprecia, por ejemplo, en afirmaciones poco matizadas respecto de aquellas de los años setenta cuando nos enseñaron y luego enseñamos que en Colombia no había democracia, que votar era apoyar la tiranía que el que escruta elige, que Colombia era una dictadura gobernada por 14 familias, etc. No diré, como pueden pensar algunos, torcidamente, que somos el paraíso terrenal.

Circulan tesis de las que se puede colegir que no vale la pena defender nada en el país, nada es nada. Y cuando así se piensa, cobran validez tesis como la esgrimida por García Villegas según la cual, el mito fundacional que nos hace falta para encuadrar en la teoría de la hechura de la nación, es la firma de la paz con unas guerrillas que no nos representan aunque sí nos hacen sufrir demasiado. O la que escribió doña Aura Lucía Mera “Si no fuera por Hollman Morris… jamás los colombianos nos hubiéramos enterado de lo que realmente ha sucedido y sucede en este país amnésico, frívolo, que no quiere enterarse de nada, ni que le recuerden la historia” ¡Morris, el nuevo libertador cual Simón Bolívar!, Mera nos “recuerda” que somos tan violentos que “Hemos aprendido geografía a través de las masacres y ataques demenciales de guerrilleros, paramilitares, ejército y bandas delincuenciales” (El Espectador, 5/08/2014) como si fuese lo mismo ser soldado que guerrillero, paramilitar o mafioso, o defender las instituciones que atacarlas.

Nuestro pasado, con todo lo trágico, imperfecto e injusto que ha sido y es, se despacha con diatribas e inculpaciones colectivas “todos somos culpables” que se clavan como puñaladas en la yugular de nuestra autoestima.

El columnista Ricardo Silva nos dice como igualar al ciudadano común y corriente con los violentos y criminales de todos los pelambres y a Ernesto Samper con otros expresidentes “El gran reto que nos espera es desacostumbrarnos al fanatismo, a la brutalidad: el gran desafío de nuestra sociedad es hacernos conscientes de nuestra propia violencia. Breve resumen del desastre: el Estado colombiano… se ha pasado los últimos veintitantos años tocando y cavando fondo. (ET 8/08/2014).

Más  les valdría haber transcrito esta estrofa del tango Cambalache: “Es lo mismo el que trabaja/ noche y día como un buey/ que el que vive de los otros/ que el que mata que el que cura/ o está fuera de la ley”.

Ruben Dario Acevedo Carmona
rdaceved@unal.edu.co
@darioacevedoc

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sábado, 4 de mayo de 2013

DARIO ACEVEDO, NO HAY IZQUIERDA SIN DERECHA Y VICEVERSA

Si la política, como dijera alguien, es dinámica, entonces hemos de aceptar que las nociones que la constituyen también son dinámicas. Uno de los temas más importantes en cualquier sistema, doctrina, corriente u organización pública moderna es el atinente a su ubicación en el espectro político.
Los franceses en plena agitación revolucionaria inauguraron un sistema clasificatorio que pervive hasta el presente. En la Asamblea Nacional los diputados más moderados se sentaban en el lado derecho del recinto parlamentario, eran los girondinos. A la izquierda se sentaban los más radicales, los jacobinos.
DOS ALAS PARA VOLAR
De ahí en adelante la díada izquierda-derecha ha sido enriquecida y envilecida. Todavía en algunos países se utiliza la designación para denigrar al adversario y para descalificarlo moralmente. La pregunta ¿cuándo una persona o movimiento político es de derecha o de izquierda? se sigue planteando desde inquietudes teóricas hasta para satisfacer pasiones y ánimos militantes.
La distinción se ha hecho cada más difícil de precisar. Los temas usados para aclarar qué significa ser de derecha y qué ser de izquierda han girado en torno por ejemplo a si se es partidario o no de la democracia, si se defiende la idea de libertad o no. Las nociones de democracia, libertad, orden, tradición, justicia e igualdad siempre han sido parte del debate.
El filósofo italiano Norberto Bobbio en el libro Derecha e Izquierda, que recomiendo ampliamente sobre todo a la respetable intelectualidad colombiana, se ocupa de mirar los problemas nada simples de aplicar esta díada de manera superflua y sectaria. Definir es acotar para llegar a algún consenso.
Bobbio concluye que hoy en día derecha e izquierda encuentran su punto nodal de diferencia en la manera como se asume el tema de la igualdad social. Los referentes arriba mencionados ya no sirven para establecer quiénes son de una u otra tendencia. Los ejemplos abundan en las democracias occidentales en las que movimientos de diferente estirpe y tradición defienden todos esos valores. Sólo en el énfasis e importancia que se le prodigue al problema de la igualdad social es donde todavía se encuentran diferencias claves para designar con algún nivel de acierto quién es de derecha y quién de izquierdas. Entre las reflexiones a destacar en el texto la siguiente es digna de tener en cuenta en el día a día de la política: “cuando se atribuye a la izquierda una mayor sensibilidad para disminuir las desigualdades no se quiere decir que ésta pretenda eliminar todas las desigualdades o que la derecha las quiera conservar todas, sino como mucho que la primera es más igualitaria y la segunda más desigualitaria.” Aclara y confunde, pero nos sitúa en un gran valor común a la mayoría de humanos, la búsqueda de la igualdad. Los numerosos matices que encontramos en su abordamiento surgen de inquietudes acerca del cómo, con qué recursos, a quiénes, con cuáles criterios, etc. se busca generar igualdad, pues resulta que, para poner un ejemplo manejado con maniqueísmo como propio de la derecha, el de la economía de libre mercado, hay casos exitosos de enriquecimiento y progreso de los países y otros en los que ha sido un desastre su implementación.
La moderación que la democracia moderna ha propiciado en las tendencias políticas contemporáneas es lo que nos permite entender que gobiernos considerados de izquierda y de derecha estén aplicando recetas de ortodoxia fiscal y recorte del gasto público -indicador de igualdad- para superar la actual crisis de la economía mundial, que gobiernos de izquierda estén sacando de la pobreza a millones de personas con la economía de libre mercado y que en otras épocas, gobiernos de derecha hayan propiciado políticas de mejoramiento que tendían hacia una mayor igualdad y bienestar colectivo como la educación y la salud.
Donde Bobbio encuentra que hay lugar a alarma en los espacios de lucha política es cuando aparecen tendencias extremistas. Lo que identifica a todos los extremistas, según Bobbio, es, en primera instancia, su rechazo a la democracia y a la libertad en nombre de la dominación absoluta de unos sobre otros en torno de causas supremas. Caben aquí los partidarios de todo tipo de dictaduras, que las hay y ha habido de extrema derecha como el régimen nazi, el fascista y el falangista, y de extrema izquierda como el régimen comunista soviético. La invocación del orden, la autoridad, la tradición, la disciplina, la moral, la religión, entre otros valores, ya no sirven como antes para ubicar políticamente. Pero, vale una precisión, el argumento moral desde el cual rechazamos cualquier tipo de dictadura, sea la de Pinochet o la de los Castro, es el relativo al de la ilegitimidad desde la que se generan esos poderes absolutos. Derecha e izquierda coinciden en los términos de condena.
Hay muchas izquierdas y muchas derechas, dice Bobbio, pero, lo que debe quedar claro es que ninguna es superior natural, ética y racionalmente a la otra. Incluso se acercan y hacen causa común. En Francia, por ejemplo, según el diario Le Figaro, una encuesta reciente revela el deseo del 79% de la población de que la crisis económica sea afrontada de forma común por una alianza entre izquierda y derecha.
La actitud favorable de algunos círculos críticos de las negociaciones de paz en La Habana demuestra que esas coincidencias suelen ocurrir aún en ambientes muy crispados. No todos los que aplauden ese intento son de izquierda. Por lo mismo, carece de lógica tildar a los críticos de derechistas o peor, de extremoderechistas, ya que las críticas no se formulan desde una negación de la libertad o la democracia ni de otros preciados valores de nuestra sociedad como la justicia y la búsqueda de la paz. La idea según la cual el Estado debe imponer las condiciones de la negociación, no para aplastar a quienes se fueron a las armas, sino para afianzar la democracia, la justicia y la libertad, es legítima y no tiene asomos totalitarios ni pretende el establecimiento de una dictadura de clase, raza, nación o religión. La paz así entendida no es de derecha ni de izquierda, es un ideal común a los demócratas de ambas tendencias.
En el campo de los extremos políticos nos topamos con una versión tipo lumpen. Movimientos y regímenes cuyo discurso ya no hacen énfasis en valores e ideales sino que sobresalen por el despliegue de la fuerza bruta, la arbitrariedad, las amenazas contra sus críticos, los insultos. Son discursos cuya pobreza ideológica se intenta solapar con el amedrentamiento, el trato soez, la violación flagrante de la legalidad democrática y de la que ellos mismos han establecido. Es lo que podríamos llamar el comunismo o el fascismo ordinario. La Haití de Duvalier, la Nicaragua de Somoza, la Cuba de los Castro, la Corea del Norte de los Kim, y no dudemos, la Venezuela de Maduro y Diosdado.
La díada derecha-izquierda está vigente, pero, es menester tener en cuenta el contexto histórico en que se estudia y se aplica para comprender el significado apropiado y evitar el maniqueísmo. Y para entender que hoy esa distinción ha pasado a segundo plano, en cuanto diversas tendencias y matices coinciden en la defensa de la democracia, la libertad, la justicia, aunque puedan tener diferencias de tono en relación con la igualdad.
Dario Acevedo 
rdaceved@gmail.com

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domingo, 21 de abril de 2013

DARIO ACEVEDO, LA GUERRA COMO UNCIÓN, COREA DEL NORTE, USA, COREA DEL SUR, DINASTÍA KIM.

¿Se desatará finalmente la guerra entre Corea del Norte y la del Sur y Estados Unidos de América? ¿Qué busca el reyecito de un país que ocupa uno de los últimos lugares en desarrollo humano y donde miles mueren de hambre, con provocar un conflicto bélico de consecuencias desastrosas para todas las partes? ¿Hasta dónde puede llegar la inflamada retórica belicista de la dirigencia norcoreana y de su ejército que no obstante la pobreza del país es el cuarto más numeroso del mundo después de China, Rusia y Estados Unidos, y que posee misiles de corto, mediano y largo alcance, y, según se cree hasta armas atómicas? Estas y otras inquietudes son las que tienen en vilo a buena parte de la opinión mundial.
Para tratar de entender por qué Corea del Norte se ha embarcado en esta serie de amenazas es preciso hablar del dictador que rige sus destinos, Kim Jong-un, hijo del anterior caudillo Kim Song-il y nieto del líder comunista Kim Il Sung, llamado el soldado de acero, el sol naciente, el invencible, el héroe de héroes, padre de la patria.
Estamos pues en presencia de un régimen dinástico, como muchos que todavía sobreviven en el medio y viejo oriente y en el mundo árabe, pero, con una diferencia. El norcoreano se pretende, se llama y se proclama gobierno comunista, es decir, gobierno de la clase obrera o dictadura del proletariado en el que el poder reside en un misterioso partido único de los Trabajadores. Todo un contrasentido para la teoría marxista y para la política comunista. No obstante, la historia del siglo XX arroja un triste balance para esta corriente que optó hasta el abuso por prácticas y ritos políticos antilaicos y antirrepublicanos. Desde la Unión Soviética de Lenin, a quien momificaron para culto eterno, y de Stalin a quien le profesaron el masivo culto a la personalidad, pasando por el cuasi dios chino Mao Zedong por el general vietnamita Ho Chi Min, Fidel Castro y Kim Il Sung, todos, sin falta gobernaron de modo absoluto, unipersonal, arbitrario e imponiéndose con la lógica del terror, el miedo, la persecución a opositores y rivales e incluso a los propios de quienes desconfiaban.
Resulta que el nieto de este último es un joven inexperto, rodeado de tenebrosos generales y alfiles del partido que lo aconsejan y que deben intrigar para ganar su favor. Nada tiene de raro que en un ambiente de extrema pobreza y  aislamiento, de alienación masiva, de adoración y culto al gran líder, no falten las voces disonantes o de malestar. Tampoco puede descartarse que la línea dura del generalato y el politburó del Comité Central lo estén impulsando a dar muestras de valor y heroísmo para consolidar su imagen o que la paranoia, infaltable en todo dictador que teme y desconfía hasta de su sombra, lo lleve a asumir actitudes arrogantes para demostrar poder, tesón, firmeza, valor y disposición al máximo sacrificio.
Ojalá sea esta la trama en juego en ese irresponsable despliegue de amenazas e insultos a su vecino y aliados. Es decir, que se trate de un amago de guerra, llevado al límite, para reafirmarse ante su pueblo como un líder que defiende a su país de la amenaza imperialista y que es capaz de asumir riesgos y sacrificios sin nombre. En tal caso, esta mostrada de colmillos sería una maniobra de autoridad hacia adentro y una especie de unción y consagración de su poder máximo oficiado en el altar de la guerra. Y así, aún sin disparar un tiro, aclamado como el hombre que puso en aprietos a enemigos temibles.
De esa forma se catapultaría, despejaría cualquier duda que sobre él pudiera existir entre sus más cercanos. Si este es el libreto detrás del teatro de la gran provocación, que además llamaría la atención del mundo para que se respete su derecho a tener armas nucleares, entonces no habrá fuego ni destrucción ni misiles al aire ni aviones cazas ni batallones de muertos. Sería la pantomima más exótica y peligrosa que un liderazgo haya ensayado en las relaciones internacionales recientemente. Una paradoja indigerible en la que un país que no tiene que comer sí tiene con que hacer la guerra.
De paso les sería útil llevar las cosas hasta el máximo límite de tolerancia con el fin de constatar la posición de sus aliados históricos, Rusia, que ya no es comunista pero mantiene una rivalidad con Estados Unidos, y, de China, que acaba de rotar la dirección de su partido comunista y de su gobierno. Xi Jinping debe estar embromado sobre qué hacer si se llega a dispara el botón de la guerra, pues aunque sabe más que nadie la frontera de acción de sus protegidos, debe considerar entre las opciones que alguien o alguna unidad cometa el error que abriría la puerta a una impredecible confrontación no buscada  por él.
Pantomima o guerra de verdad resume la tensión en la península coreana, el territorio en el que se libró la primera guerra (1950-53) en caliente entre las superpotencias USA-URSS que la libraron en frío desde el fin de la segunda Guerra Mundial hasta 1989, cuando se derrumbó, por implosión, el experimento comunista soviético.

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sábado, 9 de marzo de 2013

DARIO ACEVEDO, ASIMETRÍAS JUDICIALES Y HUMANITARIAS. CASO COLOMBIA

En materia de derechos humanos y aplicación de justicia a políticos relacionados con grupos armados ilegales reina la asimetría y la incoherencia. Un claro ejemplo lo acaba de dar la Corte Suprema de Justicia al entrar, al parecer, en una nueva ronda de detenciones y enjuiciamientos de congresistas y funcionarios del estado acusados de tener nexos orgánicos con grupos paramilitares. 

Está muy bien que se investigue y castigue a quienes han deshonrado a este país y a sus instituciones. Se entiende, se comprende y hay que apoyar a la Justicia en su empeño de sancionar a aquellos sobre los que recaen denuncias con evidencias sólidas. La infiltración paramilitar en varios órganos del estado tuvo dimensiones escandalosas.

La opinión ha mirado con simpatía el proceder de la Suprema, sin embargo, la satisfacción sería mayor y más plena si a la vez, la Corte realizara con el mismo vigor y rigor las investigaciones que se derivan de las relaciones, evidentes, orgánicas e ideológicas entre grupos guerrilleros y dirigentes políticos, algunos de ellos empleados públicos. La información hallada en los computadores decomisados a los jefes guerrilleros, las delaciones, la labor de inteligencia de la fuerza pública, como también, suponemos, la que aún no ha sido develada, configura un apreciable volumen de pruebas e indicios que es preciso investigar y de ser el caso enjuiciar. Hay suficiente evidencia de nexos de personas y grupos de izquierda con las guerrillas que se dieron al calor de la idea de que era legítimo impulsarla combinación de todas las formas de lucha.

La Justicia no se puede quitar la venda de los ojos. Negarse a abrir los expedientes de la farc-elenopolítica no contribuye al establecimiento de la verdad ni a la reconciliación. Por el contrario, sirve a la oscura percepción de que las guerrillas colombianas actúan motivadas por ideales altruistas, que sirve de manto para el ocultamiento de crímenes nefandos de guerra y de lesa humanidad cometidos en nombre del pueblo.

Por otra parte, la asimetría en materia de vigilancia y denuncias de violaciones a los Derechos Humanos es fácilmente detectable en el accionar de muchas ONGs y colectivos de abogados que, por principio, sólo se fijan en las violaciones o infracciones cometidas por agentes del estado. Aquí la mirada bizca nace como flor silvestre. Sólo el estado, según su sesgado punto de vista, es el responsable por la violación de estos derechos. En sus cuentas nunca aparecen los crímenes de las guerrillas. ¿Por qué? Entre otras razones es de resaltar la que tiene que ver con una visión acomodada y restringida acerca de quiénes pueden ser imputables en este campo. En tiempos pasados se consideraba, y esto se aplicó por muchas décadas, que era el estado, como alta parte contratante de los convenios de defensa de los Derechos Humanos, el único sujeto imputable de responsabilidad y sanciones por acción u omisión. Lo dicen representantes visibles de estas organizaciones para las que las guerrillas no pueden responder ni por crímenes de guerra contemplados en el derecho internacional humanitario, dizque porque no son parte contratante o firmante de los convenios ni son un estado.

Estas organizaciones y sus dirigentes ocultan a la opinión pública los contenidos filosóficos que sustentaron la creación de la Corte Penal Internacional en 1998 con el Estatuto de Roma en el que quedó estipulado que no son solamente los estados sino también los individuos y grupos políticos en armas que dicen luchar por ideales altruistas los que pueden ser investigados por infracciones a los Derechos Humanos y al derecho internacional humanitario. Los Cepeda, las Córdoba, los Valencia, los Colectivos, los grupos intereclesiales, las Comisiones de juristas y muchos columnistas progresistas y de izquierda solo tienen ojos para mirar y poner en entredicho, siempre, al estado colombiano, mientras invisibilizan o minimizan los vejámenes de las guerrillas. Por eso nunca los hemos visto ni veremos clamar justicia por los desmanes de las “altruistas” guerrillas.

Lo que está sucediendo con el caso del Palacio de Justicia y la demanda en la que intervendrá la Comisión Interamericana de Derechos Humanos es muy ilustrativo. Para los que siempre condenan al estado y a sus agentes, que el estado asuma la estrategia de defenderse negando aquello de lo cual es acusado, es improcedente y condenable. Lo justo y lógico es partir de reconocer la culpa y la responsabilidad. Como si el estado fuese una entidad al margen de los miembros de la sociedad, una inmensa caja en la que cabe todo, como si sus recursos no fuesen los que aportamos los ciudadanos con los impuestos, como si se tratara de un bolsillo ajeno o una vara de premios, una entidad abstracta, estos señorones de los Derechos Humanos, nos convierten a todos los que conformamos el estado en responsables y nos imponen penas vergonzosas y multas multimillonarias de las que  a ellos corresponden comisiones entre un 30 y 35%.

Nunca los veremos pleiteando contra las guerrillas por el secuestro de miles de empresarios del agro, por la muerte de sindicalistas acusados de derechistas, por el arrasamiento de pueblos pobres, por la contaminación del medio ambiente con sus voladuras a los oleoductos, por el reclutamiento de niños, por la destrucción de bienes civiles. Tienen la fórmula: el estado es culpable de todo, por no haber realizado el progreso y la justicia social para que no existieran causas objetivas del levantamiento armado.

No hay simetría cuando el peso de la culpa de todo lo ocurrido en la toma del Palacio de Justicia se derrama sobre el estado y algunos de sus agentes y a la vez se silencia la del grupo que entró echando tiros a diestra y siniestra y matando a sangre fría a visitantes, empleados y magistrados del palacio.

No hay simetría cuando se afirma que el proceso de paz con los paramilitares fue demasiado blando en las penas impuestas a responsables de crímenes horrendos (8 años de prisión y cero favorabilidad política) mientras se pide y se exige que para los comandantes guerrilleros no haya cárcel y además se les abra la oportunidad de llegar al congreso, como si los crímenes de estos fuesen simples infracciones de tránsito.

Dario Acevedo
rdaceved@gmail.com
@darioacevedoc
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