Nadie
que posea algún grado de ilustración debería ser ajeno al debate en curso entre
dos destacados intelectuales, Eduardo Posada Carbó y Mauricio García Villegas
en torno a la visión que se tiene del pasado y el presente de Colombia.
El
primero desde su columna en El Tiempo y el segundo desde la suya en El
Espectador, controvierten sobre los primeros años de vida republicana e
independiente y en un salto prodigioso, pero lógico, al significado del momento
presente signado por las negociaciones de paz.
El
historiador Posada en su último libro, La nación soñada, adelanta una profunda
crítica a una historiografía nacional que se ensaña en propagar la visión de un
pasado violento, poco o nada democrático, gobernado por líderes irresponsables
y oligárquicos. Consecuente con ello, plantea la necesidad de mirar con ojos
menos trágicos y reduccionistas nuestro pasado, que sintetizaría, en aras de la
brevedad de este escrito, en que ni todo ha sido color de rosa ni todo ha sido
un desastre como se desprende de las generalizaciones.
García
Villegas, jurista y docente, lanzó varias afirmaciones de esas que no por
comunes dejan de ser bastante problemáticas: comparte la calificación de los
primeros años de vida independiente como “Patria boba”, dice que Colombia
carece de mito fundacional y que ese vacío puede ser llenado con la firma la
paz entre el gobierno Santos y las guerrillas. Omite que en aquellos años,
Europa y América emergían a la democracia y en Colombia apenas sembrábamos
semillas de identidad.
Para
llegar a donde quiero, me parece necesario advertir que en este debate está en
liza la percepción que tenemos sobre el pasado y el presente del país.
Imposible no hacer alusión a la visión negativa que la generación de mediados
de los años sesenta hasta los ochenta convirtió en dominante en contraposición
a la épica y legendaria Historia Patria. Aparte de textos académicos que
enriquecieron el saber, pulularon otros con aire político con los que nos
alimentamos jóvenes ávidos de torcer el contenido y el rumbo de la Historia.
Por supuesto, para hacer la revolución era menester subvalorar y hasta
despreciar las instituciones que nos rigieron. A la luz de las interpretaciones
marxistas nada era defendible, solo el cambio radical de las estructuras
sociales nos llevaría a cambiar la narrativa del pasado.
A
raíz del fracaso del experimento comunista y el desgaste de la religión civil
marxista, se produjeron algunos cambios en el mundo académico y político sobre
los problemas de la sociedad, sobre la tragedia que significa predecir el
futuro lejano, el recurso a la violencia y las limitaciones del radicalismo.
Recobró fuerza y legitimidad la política de la reforma como método para
alcanzar la solución de problemas concretos.
Sin
embargo, ese fracaso parece no haber afectado mayormente a ciertos núcleos de
la intelectualidad y de la política colombiana. Seguimos sufriendo el accionar
de unas guerrillas ya anacrónicas y pervertidas por el narcotráfico y el terror
nacidas en tiempos revolucionarios, pero miradas aún con complacencia teórica y
sociológica.
De
otra parte, en el mundo del pensamiento se mantiene una forma de ver los
problemas de la sociedad y de la política nacional, casi en los mismos términos de la época de
auge del marxismo, que soslaya el triunfo de la filosofía liberal sobre el
materialismo histórico. Es extraño que no se haya producido un cierre de cuentas
con la teoría que fracasó como alternativa a la sociedad capitalista y a la
democracia “burguesa”. La retórica y la analítica tienen muchas similitudes con
esa doctrina cuyos seguidores se enmascaran en causas ecológicas, humanitarias
y antiglobalización.
Esa
pervivencia se aprecia, por ejemplo, en afirmaciones poco matizadas respecto de
aquellas de los años setenta cuando nos enseñaron y luego enseñamos que en
Colombia no había democracia, que votar era apoyar la tiranía que el que
escruta elige, que Colombia era una dictadura gobernada por 14 familias, etc.
No diré, como pueden pensar algunos, torcidamente, que somos el paraíso
terrenal.
Circulan
tesis de las que se puede colegir que no vale la pena defender nada en el país,
nada es nada. Y cuando así se piensa, cobran validez tesis como la esgrimida
por García Villegas según la cual, el mito fundacional que nos hace falta para
encuadrar en la teoría de la hechura de la nación, es la firma de la paz con
unas guerrillas que no nos representan aunque sí nos hacen sufrir demasiado. O
la que escribió doña Aura Lucía Mera “Si no fuera por Hollman Morris… jamás los
colombianos nos hubiéramos enterado de lo que realmente ha sucedido y sucede en
este país amnésico, frívolo, que no quiere enterarse de nada, ni que le
recuerden la historia” ¡Morris, el nuevo libertador cual Simón Bolívar!, Mera
nos “recuerda” que somos tan violentos que “Hemos aprendido geografía a través
de las masacres y ataques demenciales de guerrilleros, paramilitares, ejército
y bandas delincuenciales” (El Espectador, 5/08/2014) como si fuese lo mismo ser
soldado que guerrillero, paramilitar o mafioso, o defender las instituciones
que atacarlas.
Nuestro
pasado, con todo lo trágico, imperfecto e injusto que ha sido y es, se despacha
con diatribas e inculpaciones colectivas “todos somos culpables” que se clavan
como puñaladas en la yugular de nuestra autoestima.
El
columnista Ricardo Silva nos dice como igualar al ciudadano común y corriente
con los violentos y criminales de todos los pelambres y a Ernesto Samper con
otros expresidentes “El gran reto que nos espera es desacostumbrarnos al
fanatismo, a la brutalidad: el gran desafío de nuestra sociedad es hacernos
conscientes de nuestra propia violencia. Breve resumen del desastre: el Estado
colombiano… se ha pasado los últimos veintitantos años tocando y cavando fondo.
(ET 8/08/2014).
Más les valdría haber transcrito esta estrofa del
tango Cambalache: “Es lo mismo el que trabaja/ noche y día como un buey/ que el
que vive de los otros/ que el que mata que el que cura/ o está fuera de la
ley”.
Ruben
Dario Acevedo Carmona
rdaceved@unal.edu.co
@darioacevedoc
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