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jueves, 25 de julio de 2013

AGUSTÍN LAJE, EL QUINTO PODER Y LA CUARTA OLA, DESDE ARGENTINA

No bien iniciada la década del `90, el célebre politólogo de Harvard Samuel Huntington publicaba La tercera ola, un libro dedicado al análisis de la difusión de la democracia contemporánea en el mundo. Su tesis, expuesta de forma sintética, dice más o menos así: los movimientos de la democracia emulan al movimiento marítimo, por cuanto la historia mundial registra tanto olas de democratización (entendidas como contextos propicios para el florecimiento democrático), cuanto contraolas autoritarias (entendidas como contextos perjudiciales para la democracia).


Huntington asevera que –al momento de escribir su libro– las olas democráticas son tres. La primera se inició en 1828, con la asunción de Andrew Jackson a la presidencia de los Estados Unidos y la posterior difusión que tuvo el sistema democrático norteamericano en Europa. Pero la contraola autoritaria no tardó en llegar con la aparición de los totalitarismos modernos –comunismo, fascismo y nacional-socialismo– en la primera mitad del siglo XX. Concluida la Segunda Guerra Mundial, una nueva ola democratizadora alcanzó incluso a naciones de tradición autoritaria como Japón, Italia y Alemania. Sin embargo, una segunda contraola llegó como producto de la Guerra Fría, los golpes de Estado y los movimientos guerrilleros. Finalmente, el profesor de Harvard entendía que el mundo estaba asistiendo a la tercera ola de democratización tras ir cayendo de a poco los distintos regímenes autoritarios del mundo, proceso que desembocó en la definitiva implosión soviética al cierre de los ‘80.

La idea de “ola” que propone Huntington no es arbitraria. Los datos empíricos le demuestran que cada ola democratizadora llega más lejos que la anterior, tal como ocurre con el movimiento del mar, abarcando una cantidad mayor de naciones que deciden incorporar el sistema democrático a su vida política. En 1922, finalizando la primera ola, las naciones democráticas eran apenas 29. Pero en 1990, en pleno auge de la tercera ola, las naciones democráticas ya eran 58 y pronto se irían sumando muchas más.

¿Qué nos aporta la tesis de este reconocido politólogo más de veinte años después? Aporta, en concreto, un marco desde el cual observar, analizar y repensar la realidad política que nos toca vivir como país y como región. ¿Qué movimiento ha dado la democracia latinoamericana en los últimos años?

La tercera ola de Huntington duró lo que un suspiro. Su optimismo –equiparable al “fin de la historia” de Francis Fukuyama– encontró un límite en el inicio de la tercera contraola autoritaria que provino con la aparición del llamado “socialismo del Siglo XXI”, una ensalada ideológica condimentada con elementos del “socialismo del Siglo XX”, dosis de chauvinismo, localismo y nacionalismo, y aderezos populistas en cantidades empalagantes. El arquetipo regional de esta contraola fue Hugo Chávez. Los exponentes argentinos fueron los Kirchner.

Vale subrayar que las contraolas siempre van perdiendo su fuerza, y la tercera no fue la excepción. En efecto, el populismo no ha arremetido contra la democracia procedimental como el viejo autoritarismo lo hacía, sino que se ha valido de ella para destruir la democracia sustancial. Aunque sea como parodia, el caudillo populista contemporáneo debe maquillar su gestión de cierta “institucionalidad”, mientras arma y desarma, maneja y controla los poderes del Estado a su antojo y conveniencia, vulnerando el sistema republicano que consagra límites al poder político. La tercera contraola significa, en este orden de ideas, un azote indirecto para la democracia, porque a ésta le repercute el golpe que recibe en concreto la República.

¿Puede existir la democracia como sistema que consagra libertades políticas sin un sistema republicano que garantice periodicidad en los cargos, publicidad de los actos de gobierno y límites al poder político? Hay gran desacuerdo sobre esto en el mundo del pensamiento político. Mi tesis al respecto es que las democracias modernas de naturaleza representativa no pueden garantizar ninguna libertad política (sustancia de la democracia) sin apoyarse en valores republicanos. Democracia y República, en este contexto, se confunden. La razón principal es que una democracia representativa sin límites está en los hechos habilitada para concentrar e hipertrofiar el poder y ejercerlo dictatorialmente, sumergiéndose en una paradoja típica de los momentos políticos que vivimos: la legitimidad democrática de origen no se condice con una legitimidad democrática de ejercicio. No es llamativo, en este sentido, que el gobernante populista se sujete más a lo que Max Weber llamaba “legitimidad carismática” que a la “legitimidad racional”. Y es por esto que la tercera contraola fue antidemocrática precisamente porque fue antirrepublicana.

Algunos indicios hacen suponer, no obstante, que estamos próximos al fin de la contraola populista, impulsada principalmente por el contexto internacional de bonanza económica que disparó el precio de los commodities (Juan José Sebreli dice que el populismo aparece allí donde hay para repartir). En efecto, las economías de los países que han padecido el populismo han crecido, pero no se han desarrollado. Más bien, se han dedicado a despilfarrar inimaginables cantidades de recursos en clientelismo, dádivas, subsidios, corrupción y otras yerbas.

Pero hay un dato clave que nos hace confiar en la llegada de una nueva ola democratizadora: la masificación de Internet y las redes sociales. No olvidemos que el dato clave de la tercera ola democratizadora que visualizaba Huntington era el inicio de un nuevo orden global denominado “globalización”, signado por el desarrollo de las comunicaciones, los mass media, el transporte y la descentralización económica. No obstante, Internet y las redes sociales no fueron a la sazón ni por cerca fenómenos tan masivos como ahora.

Si Edmund Burke, primero en calificar como “cuarto poder” a la prensa, viviera en este tiempo, no dudaría en caracterizar a las redes sociales como el “quinto poder” naciente. En efecto, cuando pensábamos que Argentina ponía de manifiesto todo el poder de las redes sociales con sus masivos cacerolazos, llegó la experiencia brasilera mucho más dura y determinante. ¡Y para qué correr la vista hacia Medio Oriente y sus revoluciones iniciadas desde la pantalla de un teléfono móvil! El hecho es que las redes han conferido poder a la sociedad civil, y que este poder se ha dejado apreciar en su versión antipartidaria y contestataria; es decir, limitante del poder político de turno pero siempre desde la horizontalidad apartidaria.

La multiplicación de los poderes que propuso Montesquieu en El espíritu de las leyes obedecía a una idea simple: si podemos hacer del poder algo divisible de modo que nadie pueda monopolizarlo, el poder le pondrá un límite al poder (“Que el poder frene al poder”).

Así las cosas, la estabilidad de un cuarto poder no institucionalizado como lo es la prensa, a menudo condiciona los desvíos del poder institucionalizado. Y lo mismo está ocurriendo con las redes sociales, cuyo poder de difusión muchas veces supera con creces al poder de los mass media y ya empieza a incidir sobre la agenda de los gobiernos populistas (no en vano el gobierno venezolano desde hace años espía y persigue la actividad de sus ciudadanos en Twitter).

¿Serán las redes sociales el impulso que la cuarta ola democrática precisa? ¿Serán las redes sociales la cura de la enfermedad inducida que padecen nuestros sistemas republicanos? ¿Serán las redes sociales el sepulcro del populismo? Las preguntas están abiertas. Pero las respuestas no tardarán en llegar.

agustin_laje@hotmail.com
@agustinlaje

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sábado, 11 de mayo de 2013

AGUSTÍN LAJE, APOLOGÍA DEL INDIVIDUO

BREVE INTRODUCCIÓN
Haciéndonos eco de las expresiones fúnebres clásicas en controvertidos filósofos como Michel Foucault o Friedrich Nietzsche, el presente ensayo podría ser introducido a partir de la siguiente sentencia no menos lúgubre que la de aquellos: “el individuo está muriendo”.
Va de suyo que no nos estamos refiriendo a una muerte física sino moral; no se trata de una muerte producida por una balacera de plomo, sino por un bombardeo sistemático de incisivas ideas; no se trata de una muerte instantánea, sino gradual (de ahí que digamos que “está muriendo” y no que “ha muerto”); y por último, no se trata de una muerte específica sino universal: nadie escapa a ella.
Pero si el individuo efectivamente está muriendo: ¿Qué lo está matando? ¿Cómo se está produciendo su muerte? ¿Qué puede salvarlo (si es que algo puede hacerlo)? Reflexionar en torno a estas preguntas echará luz sobre una nueva forma de dominación que aquí llamaremos “colectivización de las consciencias”, cuya naturaleza y efectos trataremos más adelante.
Nuestro trabajo puede dividirse, a la postre, en los siguientes desarrollos temáticos: una sintética propuesta acerca del significado que deberíamos atribuirle a la idea de “individualismo”, que destierre mitos y falacias muy difundidas sobre él; una reformulación de la clásica idea colectivista de sociedad en tanto que estructura prioritaria y con primacía frente al individuo; consideraciones insoslayables sobre la relación individuo-sociedad;  una aproximación a la “colectivización de la consciencia” como forma de dominación; y finalmente una conclusión que arroje pistas sobre cómo devolverle al individuo su existencia plena.
La libertad, como queda claro, es la cuestión que subyace a todos estos temas. Ella es la protagonista tácita de todo lo que a continuación sigue. En efecto, una apología del individuo y su derecho a existir como tal es necesariamente una apología de la libertad en su sentido más puro.
VERDADES Y FALACIAS SOBRE EL INDIVIDUALISMO
Pocas ideas han sido tan deformadas y vapuleadas como la del individualismo, incluso en el seno mismo de ciertos sectores liberales. Lograr hacer del colectivismo un sistema moral hegemónico requería, precisamente, la anulación de su alternativa lógica a través de un gradual proceso de mutilación de significados. ¿Qué entiende acaso, la mayor parte de la gente, por “individualismo”? Probablemente entienda que se trata más de una actitud que de un cuerpo teórico complejo; y probablemente asocie esta presunta actitud a cuestiones vinculadas a una suerte de egoísmo rapaz y caníbal, insensible a “lo social” y desatendido de los demás.
Esto no es nuevo. El propio Friedrich Hayek se mostró arrepentido de haber usado la palabra “individualismo” para vincularla con los ideales de libertad en los que creía, sobre todo después de haber constatado cómo la gente tendía a malinterpretar su significado profundo.
Pero el individualismo debería ser entendido como algo significativamente distinto a todo lo que generalmente se piensa (¿o se ha hecho pensar?) sobre él. Ante todo, el individualismo correctamente comprendido[1] es una corriente filosófica que encuentra sus pilares fundamentales en el respeto irrestricto por la vida humana en cada ejemplar. Esto es, en verdad, una derivación del previo reconocimiento de que cada hombre es un ser único, inigualable e irrepetible, dueño exclusivo −y por lo tanto también responsable− de su propia existencia terrenal.
Estimo que lo anterior constituye el axioma básico de una verdadera visión individualista.[2] De allí que tal visión otorgue idéntica importancia a cada ser humano en su forma individual y rechace, por consiguiente, doctrinas fundadas en el sacrificio de algunos por el beneficio de otros sostenidas por el criterio de la primacía grupal. En efecto, el común denominador de estas doctrinas (llámense fascismo, nazismo o marxismo) es su origen anclado en visiones colectivistas que relegan al individuo a un segundo plano y ponen al grupo en el centro de atención (llámese al grupo nación, raza o clase).
Pero dado que cada individuo es dueño y responsable de su existencia, para el individualismo el hombre −o mejor dicho, cada hombre particular− es un fin en sí mismo y no un medio de los demás, como alegaría Immanuel Kant. Con lo cual, una visión individualista sólo admite interacciones mediadas por el mutuo consentimiento, esto es, mediadas por voluntades recíprocas.
La voluntad de los hombres, así pues, se constituye en la expresión de su propia individualidad. En efecto, la voluntad es aquello que une y distancia al mismo tiempo a los seres humanos: los une en tanto que todos la tienen, y los distancia en tanto que no existen dos sumas de voluntades completamente idénticas.
En este orden de cosas, la idea de voluntad se encuentra estrechamente ligada a otras dos ideas inseparables: la libertad y la diferencia. Mientras que la primera es la precondición de la realización de las voluntades (¿cómo podría realizarse la voluntad sin el previo goce de la libertad?), la segunda es la consecuencia indefectible de la realización de las voluntades (¿voluntades diferentes no provocan inevitablemente resultados también diferentes?).
Cuando hablamos de voluntad estamos refiriéndonos, en un sentido genérico, a los proyectos personales conscientes de cada vida humana particular. Es claro, en este sentido, que para el individualismo bien entendido no puede haber tal cosa como una “voluntad de coartar voluntades” o una “libertad para arremeter contra las libertades”. Esas son engañosas contradicciones. Si aceptamos que cada individuo es un fin en sí mismo, estamos poniendo desde el inicio un freno a aquellas voluntades que, a través de la fuerza (¿de qué otra forma sino?) pretendan reducir a los demás a la condición de medio, pues tal cosa atentaría contra la propia individualidad que se pretende defender.[3] De aquí que digamos, nuevamente, que el individualismo levanta la bandera de la proscripción de la fuerza en las relaciones humanas.
Frente a estos argumentos, es probable que aquella doctrina que pone al grupo por encima del individuo −el colectivismo[4]− sostenga que las voluntades de los individuos no son sino meras construcciones del entorno social. Esta es, quizás, una de las más difundidas y exitosas críticas que han esbozado intelectuales anti-individualistas contra lo que consideran un ilusorio “hombre átomo”, frente al cuál no han podido mejor cosa que proponer un hombre de plastilina, carente de libre albedrío, moldeable en su totalidad por una suerte de poder paranormal inherente al grupo. La idea más o menos suele ser expresada de la siguiente manera: “el individualismo construye a un hombre inexistente que actúa como átomo aislado sin ser afectado por el marco sociocultural que lo rodea”. Se trataría, por tanto, de un problema ontológico.
¿Pero es el individualismo que proponemos realmente “atomista” e ignora la naturaleza social del hombre? Va de suyo que no. Y basta considerar que, si efectivamente fuese cierto que el enfoque individualista no tuviera en cuenta el hecho de que los individuos interaccionan en un marco sociocultural específico, no existiría necesidad de adjudicarles la condición de fin en sí mismo. Es claro que si la vida del individuo no entrara en contacto con la de nadie más, reivindicarla como un fin y no como un medio sería innecesario por completo, pues ya se daría indefectiblemente lo primero.
Junto a la acusación de que el individualismo deviene en “atomismo”, suele esgrimirse que, en puridad, las voluntades no son formadas por el propio individuo sino por factores socioculturales intrínsecos a la comunidad, concebida como un todo. La verdad es sensiblemente distinta: el individualismo, al no ignorar la realidad social del hombre como se dijo, por añadidura tampoco desprecia las influencias de su propio entorno sociocultural como arguyen sus enemigos. La diferencia esencial radica en que, para el colectivismo, tal entorno es determinante, en tanto que para el individualismo es sólo influyente, puesto que el hombre tiene la facultad del libre albedrío.
Existe, finalmente, una tercera crítica eficazmente divulgada contra el individualismo consistente en sostener que éste caracteriza al hombre como un simple egoísta y termina promoviendo el egoísmo más vil y destructivo. Lo que el individualismo debería decir, empero, es algo muy diferente: todo individuo tiene intereses y deseos personales vinculados a sus proyectos de vida particulares que, siempre que no dañen derechos ajenos, deberían respetarse sin objeción. Tal es el argumento individualista. Ocurre que para explicar esto, los grandes autores liberales del siglo XVIII e incluso algunos del siglo XX (como es el caso de la filósofa y novelista Ayn Rand) utilizaron el vocablo “egoísmo”. Esto brindó la posibilidad a la intelectualidad anti-individuo de asociar falazmente este interés personal con una motivación egoísta en el sentido de interés exclusivo por uno mismo, lo cual es una cosa totalmente distinta.
El interés personal, en términos simples, tiene que ver con aquella estructura interna de preferencias que se va formando y reformando a lo largo de la vida de todo individuo en la cual se define una multiplicidad de cuestiones que para esa persona concreta son de valor y que por tanto motivan sus acciones. Claro que el concepto de valor no refiere únicamente al orden material, sino también al espiritual o intangible. Así como una estructura de valores podría incluir “comprar un automóvil”, también suele incluir “proteger a mi familia”, “alabar a mi dios”, “gozar de la amistad”, o más genéricamente “ayudar a mi prójimo”. Muy distinto a esto resulta la falsa idea de interés exclusivo por uno mismo, que limita la antedicha estructura a valores exclusivamente de orden material en un individuo aislado por completo del mundo social; algo en lo que, como vimos, un individualismo bien comprendido jamás podría creer.
Pero es evidente que el individualismo que postula al hombre como fin y no como medio, no promueve egoísmo en este último sentido. Lo único que promueve es respeto absoluto frente a cualquier estructura de valores siempre que ésta no implique acciones que pudieran dañar los derechos de los demás.[5] Simplemente entiende que debe dejarse a los hombres perseguir sus proyectos de vida como mejor lo consideren, evitando prescribir coactivamente “modos de vivir” o “fines colectivos”.
¿Cómo resumir entonces, en breves palabras, el verdadero significado ético del individualismo? Estimo que éste está constituido por una serie de ideas morales cuya preocupación está puesta sobre cada hombre en particular como ya se dijo. La ética individualista coloca a todos estos hombres en una disposición perfectamente horizontal en términos de dignidad, aunque no por ello deja de ser consciente de la infinita heterogeneidad que resulta del ejercicio de la libertad. Así pues, advierte que lo único que tienen de igual estos individuos es su condición de fin en sí mismo, y que en todo lo demás (valores, gustos, habilidades, actitudes, intereses, etc.) no existen dos individuos idénticos. El individualismo es, por consiguiente, la idea del respeto recíproco como principio deseable de toda sociedad.[6] Se trata de la idea de que la realidad es demasiado compleja como para que determinados individuos se arroguen el derecho de manejar la vida de los demás a su antojo: se trata, por todo ello, de un ideal de humildad y tolerancia ante todo.
La llamada “sociedad abierta”, o más concretamente el Estado liberal de derecho, es el corolario político de esta serie de ideas morales. Podría decirse que el individualismo es a lo moral lo que el liberalismo es a lo político. La visión que tiene el liberalismo en el terreno de la filosofía política de un Estado mínimo protector de derechos individuales, deviene precisamente de una visión moral individualista previa.[7]
INDIVIDUO Y SOCIEDAD
¿Qué entiende entonces el individualismo por “sociedad”? Pues que se trata de una abstracción que refiere a un determinado número de individuos, una compleja red que entrecruza las voluntades, relaciones e interacciones de esos individuos, y el significado intersubjetivo que éstos mismos le conceden a sus acciones. Ni más ni menos que eso. El concepto de “sociedad”, de esta forma, no carece de importancia para el individualismo en tanto que concepto analítico. Lo que éste rechaza es la idea de sociedad como concepto moral.
Para el individualismo la sociedad no tiene fines, no piensa, no siente, no actúa ni elige. Son los propios individuos de carne y hueso los que definen propósitos, piensan, sienten, actúan y eligen. Y son precisamente éstos los que tienen la capacidad de crear conceptos como el de “sociedad”, cuya existencia sería imposible sin la previa existencia del individuo.
A los efectos de ilustrar lo anterior, piense en una civilización cuyos miembros, por alguna catástrofe natural, mueren de repente. ¿No muere junto a ellos la sociedad? Ahora piense que, inmediatamente después de estas muertes, un grupo de personas sin contacto social previo es depositado en ese mismo sitio donde habitaban todos los hombres muertos: ¿Acaso estos nuevos habitantes serán dotados por “la sociedad” de los patrones culturales y los significados compartidos de los fallecidos? La respuesta es claramente negativa, toda vez que el intercambio cultural no lo hace la “entidad” sociedad, sino los propios individuos, como emisores y receptores de cultura.
En este orden de ideas, el individualismo concibe al individuo −y no a la sociedad− como productor, reproductor y modificador de cultura. Los factores socioculturales, consecuentemente, no resultan determinantes como el colectivismo los propone, sino simplemente influyentes. El libre albedrío hace que esto sea así. Basta con mencionar que las normas culturales no vienen dadas automáticamente sino que deben ser aprehendidas por interacciones e incluso pueden ser rechazadas, lo que reafirma el papel activo del individuo en su entorno sociocultural. Téngase en consideración la proliferación de subculturas e incluso de contraculturas. ¿No es esto una reafirmación del libre albedrío del individuo? ¿No son éstas pruebas contra los argumentos deterministas del colectivismo?
Por todo esto, es claro que el individualismo acuerda con la idea de que el individuo es influenciado por su medio sociocultural, pero entiende que esta influencia no es otra cosa que el producto de las interacciones que acontecen entre los propios individuos. Después de todo, sin individuos no hay interacción, y sin interacción no hay cultura ni sociedad.
LA COLECTIVIZACIÓN DE LAS CONSCIENCIAS
Dicho todo lo anterior, resulta claro que concederle a la sociedad existencia separada y superior al individuo significa, en la práctica, concederles a determinados individuos −aquellos que se adjudicarán para sí la voz de esta entidad supuestamente rectora y casi fantasmagórica− un estatus superior al del resto de los individuos. Es por ello que el colectivismo es, por definición, una doctrina de dominación.
Colectivizar la consciencia del hombre implica, a la postre, enseñarle a éste que la sociedad es una entidad metafísica distinta y superior, a la cual se debe por completo; que él es una insignificante parte de ese todo mayor, al modo de una pieza de engranaje que en cualquier momento puede ser descartada. El hombre entenderá que “la sociedad quiere”, “la sociedad exige”, “el bien de la sociedad es…”, perdiendo de vista no sólo su propia individualidad, sino la individualidad misma de sus pares. El hombre estará desconcertado, sentirá que “sociedad” es todos menos él, pero no advertirá que en realidad es ninguno excepto aquellos que se apoderaron discursivamente de su representación. Tal es el síntoma de una consciencia colectivizada.
Semejante manipulación no podría realizarse sin antes reconfigurar el sistema moral, enseñándole a ese mismo hombre que el interés personal es malvado; que la realización moral nada tiene que ver con sus deseos y aspiraciones personales; que para ser moral necesariamente debe salir perdiendo en beneficio de otros (o más concretamente, en beneficio de la sociedad). La separación de lo moral y lo práctico colocará al hombre en una mortífera disyuntiva, tal como sostuvo Ayn Rand en su ética objetivista: ¿Se elige ser moral o se elige ser racional? De esto sólo puede devenir la pérdida de la independencia y la autonomía, condición necesaria para destruir la individualidad del hombre.
Irónicamente, esta reconfiguración moral no es sino un retraimiento a sistemas éticos arcaicos que caracterizaron los tiempos de la premodernidad, cuando el grupo o la tribu necesariamente prevalecía por sobre los individuos, fusionando a éstos en la entidad supraindividual, como ocurre en las comunidades de hormigas, termitas o abejas. Estas concepciones instintivas se volvieron sistemáticas, reflexivas y conscientes en el desarrollo de la filosofía griega clásica. Y no es casualidad que esta forma de pensar condujera a Platón, por ejemplo, a realizar el primer esbozo de una sociedad totalitaria en La República. Tampoco es casualidad que Sócrates, defensor de la autonomía individual, terminó siendo condenado a muerte por sus ideas. Imbuido del código moral colectivista que dominaba la polis, sin embargo, el filósofo prefirió morir antes que rebelarse o escapar. Y es que la expresión política de la moralidad colectivista es, en última instancia, el totalitarismo.
El individualismo, por el contrario, fue un signo característico de la modernidad, que liberó a las partes de la opresión del todo.[8] La idea de derechos individuales, el mayor logro ético de la civilización, jamás hubiera podido ver la luz sin el desarrollo de una previa concepción del individuo como entidad central, relevante, y carente de respeto como fin en sí mismo. Desde entonces, el retroceso de estos derechos básicos es proporcional al avance filosófico del holismo colectivista. Los totalitarismos del siglo XX, de hecho, fueron una consecuencia de la contraofensiva de la intelectualidad anti-individualista del siglo XIX.[9]
Extinguidos los totalitarismos del siglo XX, y particularmente tras la implosión comunista, el “fin de la historia” de Francis Fukuyama vino a resumir las creencias y expectativas que caracterizaron el cierre del siglo pasado. Se pensó, en concreto, que el triunfo de la libertad individualista por sobre la opresión colectivista era un punto de no retorno. El “fin de la historia” era de libertad y democracia; no de servidumbre y dictadura. Pero analizar por un instante el giro que han tomado las cosas nuevamente, y advertir el poder que están recobrando las distintas versiones del colectivismo bajo la forma política del populismo y del llamado “Socialismo del Siglo XXI”, nos debería enseñar que la historia no se mueve por sí sola hacia un fin determinado y preestablecido, sino que los hombres la hacen y, por tanto, está sujeta a lo contingente e impredecible.
Resulta evidente que la dominación colectivista que hasta fines del siglo pasado se intentaba instalar políticamente con arreglo a la violencia revolucionaria, hoy ha tomado una forma mucho más sutil. Así pues, si lo que antes se intentaba era la destrucción física o el sometimiento coactivo del individuo, lo que ahora se intenta es la destrucción moral y el consiguiente sometimiento inadvertido. Si lo que antes se conseguía era colocar cadenas al hombre, lo que hoy se consigue es que el hombre mismo pida al Estado que se las coloque. Antonio Gramsci fue, en este sentido, un adelantado para su tiempo, pues comprendió que el triunfo del colectivismo vendría de la mano de una modificación del orden cultural y educativo, es decir, moral. El poder ya no brotaría más de la boca del fusil como enseñaba Mao Tse Tung, sino de una alteración embozada y prolongada de la moralidad. Esa alteración es la que aquí hemos denominado como “colectivización de la consciencia”: un retraimiento ético a épocas pasadas del hombre, cuyo sistema moral está haciéndose nuevamente hegemónico en el mundo en general, y en América Latina en particular.
COMENTARIO FINAL
Ante el renacer, especialmente en América Latina, de proyectos políticos fundados en la idea colectivista de la primacía grupal en la que el individuo deviene en medio del todo supraindividual, urge volver a reconocer en el hombre un fin en sí. La relación entre moral y política es recíproca: la una determina a la otra, y la otra determina a su vez a la una. Es por ello que en vano será todo intento de reforma política liberal tendiente a rescatar la importancia de las libertades individuales, si no es acompañado de una reforma moral individualista que siente las bases filosóficas del respeto irrestricto por cada hombre en particular.
Esta reforma moral empieza por desarticular los argumentos con los que el colectivismo ha engañado hasta el momento prácticamente sin resistencia. Aquí hemos intentado brindar respuestas a algunos de esos embustes, procurando rescatar lo que verdaderamente subyace a una visión individualista. La labor, no obstante, es ardua, pero es menester realizarla, toda vez que la lucha por la libertad, en los tiempos que corren, es antes cultural que política.
Aquellos que creemos en la libertad como valor central tanto para el hombre en particular como para la organización social en general, adormecidos por un “fin de la historia” que no fue, debemos despertar de ese sueño profundo e iniciar una contraofensiva filosófica, moral y cultural.
El hombre, como tal, no puede ser colectivizado. Que cada hombre es único e irrepetible, es una realidad que no ha podido ser transformada siquiera por los regímenes más totalitarios de la historia humana que pretendieron hacer del ser humano un “producto en serie”. De ser así, aquellos nunca hubieran caído. Sólo una ilusión, un embuste bien diseminado, una perversa manipulación retórica, pueden colectivizar apenas la consciencia del hombre, llevándolo a aceptar irreflexivamente su propia dominación, algo que está ocurriendo particularmente en nuestra región. La libertad, después de todo, puede ser vulnerada de muchas formas, pero todas tienen un punto de arranque común: el desconocimiento de la individualidad del hombre.
Notas:
[1] Hayek diferencia el “verdadero” individualismo del “falso” individualismo racionalista y constructivista. Ver Hayek, Friedrich. Individualismo: verdadero y falso. Buenos Aires, Centro de Estudios Sobre la Libertad, 1968.
 [2] Nos referimos y referiremos al individualismo en términos morales y no metodológicos (“individualismo metodológico”).
 [3] “Los derechos de los demás determinan las restricciones de nuestras acciones”. Nozick, Robert. Anarquía, Estado y utopía, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 1988, p. 41.
 [4] El vocablo “colectivismo” suele ser utilizado corrientemente para designar regímenes políticos y económicos. Aquí lo utilizamos para designar, además, sistemas morales que, como se dijo, anteponen el grupo a la persona concreta.
 [5] “Una parte del concepto que nos merece la personalidad individual consiste en el reconocimiento de que cada ser humano tiene su propia escala de valores que debemos respetar aun cuando no la aprobemos. […] no nos sentimos con títulos para impedirle la prosecución de fines que desaprobamos, a condición de que dicha persona no infrinja la esfera igualmente protegida del resto de la gente”. Hayek, Friedrich. Los fundamentos de la libertad. Madrid, Unión Editorial,  2008, p. 114.
 [6] “[El individualismo] considera las convenciones no compulsivas de relación social como factores esenciales para resguardar el funcionamiento pacífico de la sociedad humana”. Hayek, Friedrich. Individualismo: verdadero y falso. Buenos Aires, Centro de Estudios Sobre la Libertad, 1968. p. 54
 [7] “La filosofía moral establece el trasfondo y los límites de la filosofía política. Lo que las personas pueden y no pueden hacerse unas a otras limita lo que pueden hacer mediante el aparato del Estado o lo que pueden hacer para establecer dicho aparato”. Nozick, Robert. Anarquía, Estado y utopía, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 1988, p. 19.
 [8] El individualismo filosófico embrionario se puede advertir, no obstante, en el siglo IV a.C. con los cínicos, y tuvo su desarrollo con los epicúreos y los estoicos, todos ellos despreciados por la filosofía hegemónica holista de entonces.
 [9] El holismo colectivista renació en el pensamiento contrario a la Ilustración y a las llamadas revoluciones burguesas.
 (*) Es autor del libro Los Mitos Setentistas, y director del Centro de Estudios LIBRE.
agustin_laje@hotmail.com
@agustinlaje

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sábado, 27 de abril de 2013

AGUSTÍN LAJE, GOLPE INSTITUCIONAL EN LA EX REPÚBLICA ARGENTINA

Argentina acaba de sufrir un golpe institucional comandado desde el Poder Ejecutivo a través de esa escribanía oficialista que se hace llamar Congreso de la Nación, dirigido contra nuestro sistema republicano previsto en el artículo 1° de nuestra Constitución Nacional. 
El objetivo del golpe es claro, y nadie tiene ya dudas al respecto: depositar la suma del poder público en la camarilla de corruptos que gobierna el país, cosa que les permitiría cumplir con su amenaza de “ir por todo” y, además, garantizar la impunidad para ellos y sus amigos. Es por eso que tomar el control de la Justicia constituye el paso decisivo para consolidar la autocracia en los planes del kirchnerismo.
El golpe ha sido perpetrado, paradójicamente, en nombre de una “democratización” que de democrática no tiene nada. Más de un millón de personas colmaron las calles de todo el país el pasado 18 de abril, poniendo de manifiesto que el pueblo no quiere ver morir su República. (¿Cuánta gente estaría dispuesta a salir a las calles a defender la reforma kirchnerista sin viandas ni beneficios clientelares de por medio?). Incluso, durante la propia votación de la reforma totalitaria, miles de ciudadanos se congregaron frente al Congreso a los efectos de hacer oír su voz entre tanto palabrerío pronunciado por personajes de baja estofa y nulo espíritu democrático, como la diputada Diana Conti (admiradora confesa del genocida Joseph Stalin y de su dictadura comunista) que, sin ruborizarse, ahora pretendía dar cátedra de democracia a los argentinos.
Tras una maratónica sesión de 17 horas llevada a cabo en la Cámara Baja, lo cierto es que las cosas no han quedado nada claras. En primer término, el kirchnerismo presionó por imponer el debate único del paquete jurídico, cuando lo razonable era tratar artículo por artículo dada la relevancia de la ley en cuestión, cosa que finalmente se logró gracias a la reacción de una oposición que comenzaba a oler fraude y advertía posibilidades de que el Frente para la Victoria no llegara al número necesario para aprobar cada artículo por separado.
En segundo término −y como frutilla del postre− al votarse el segundo artículo de la ley que reforma el Consejo de la Magistratura, la pantalla gigante mostró 128 votos afirmativos en lugar de los 130 requeridos para su aprobación. El kirchnerismo se encolerizó y alegó problemas técnicos con el sistema electrónico, repitió la votación, y consiguió los 130 necesarios para establecer la nueva composición del organismo de marras, violando el reglamento de la Cámara y provocando la retirada de la oposición.
Para sumar sospechas al presunto (y poco creíble) desperfecto técnico, la diputada a la que no se le habría computado bien el voto fue nada menos que la neuquina Alicia Comelli, quien figuraba en la campaña que varias ONG llevaron adelante publicando el nombre de los doce diputados que estaban dubitativos respecto a la mal llamada “democratización de la justicia”. Asimismo, se sabe que el partido de Comelli fue aliado del PRO y que, durante su exposición en el recinto, la diputada planteó algunos reparos en torno al proyecto kirchnerista, sobre todo en lo referido precisamente al artículo 2°.
¿Qué pasó con Comelli? Es probable que su estrategia haya sido la de quedar bien con Dios y con el diablo, dejando de entregar su voto a un artículo con el que no comulgaba pero respecto del cual creía que, con o sin su adhesión, sería aprobado por el kirchnerismo. Cuando vio en pantalla que sin su voto los sueños del oficialismo se estropeaban, el plan se desmoronó y tuvo que conceder su voto positivo (¿acaso por alguna jugosa oferta a cambio?).
Comoquiera que sea, el proyecto retocado de la reforma al Consejo de la Magistratura ahora retornará al Senado para su revisión y será convertido en ley el 8 de mayo, de nuevo bajo un tratamiento express que busca darle un maquillaje institucional a lo que precisamente embiste contra las instituciones republicanas. Los límites a las medidas cautelares y la creación de tres nuevas cámaras de casación ya son ley. La sustancia de la reforma totalitaria que concede embozadamente la suma del poder público al gobierno, ha sido parida en apenas 17 horas de debate, en lo que fue un verdadero golpe institucional que derrocó a nuestro sistema republicano basado en la división de poderes.
Aquellos incrédulos respecto al golpe institucional acaecido en el país, deberían atender al artículo 29 de nuestra Constitución Nacional que establece lo siguiente: “El Congreso no puede conceder al Ejecutivo nacional, ni las Legislaturas provinciales a los Gobernadores de Provincias, facultades extraordinarias, ni la suma del poder público, ni otorgarles sumisiones o supremacías por las que la vida, el honor o las fortunas de los argentinos queden a merced de gobiernos o persona alguna. Actos de esta naturaleza llevan consigo una nulidad insanable, y sujetarán a los que los formulen, consientan o firmen, a la responsabilidad y pena de los infames traidores a la patria”.
Traidores a la patria… eso y no otra cosa son todos aquellos quienes sepultaron nuestra República en lo que fue un verdadero golpe institucional contra la Justicia. Las cosas deben ser llamadas por su nombre.
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viernes, 29 de marzo de 2013

AGUSTÍN LAJE, DEL “NUNCA MÁS” AL “OTRA VEZ”, DESDE ARGENTINA

Cuando los rencores del pasado se utilizan para legitimar determinadas políticas e ideologías del presente, las enseñanzas de la historia caen en saco roto y el peligro de repetir errores y horrores se vuelve inminente. En efecto, la pasión intrínseca a ese oximoron conocido como “memoria colectiva” se interpone a la sobriedad, rigurosidad y templanza del estudio de la historia, y acaba por reproducir en el hoy conductas y pensamientos del ayer. Es lo que estamos viviendo, en pocas palabras, los argentinos de la era kirchnerista.
Estuve en la marcha del pasado 24 de marzo que se hizo en conmemoración por el 37 aniversario del último golpe cívico-militar. Fui ahí una suerte de infiltrado, pues no comparto la versión reduccionista y maniquea de la historia que en ese evento se difunde, ni comulgo con la violencia simbólica que opaca por completo una supuesta defensa de los Derechos Humanos que, en los hechos, se degenera en una oxidada manifestación de ideologías extremistas. Mi intención era, más bien, tener un contacto directo y personal con los acontecimientos que allí se desarrollaban para interpretar las motivaciones, creencias y expectativas de los aunados.
Tanto lo que observé en ese acto de la ciudad de Córdoba, como lo que luego mostraron los medios nacionales y pronunciaron los referentes de los organismos de Derechos Humanos, me han dado la certeza de que si algo evidenció el pasado 24 de marzo, eso fue que el “Nunca Más” −como slogan que señalaba la necesidad de evitar repetir el sangriento pasado− ha sido una rotunda y descarada estafa.
El eje del relato setentista configurado por el kirchnerismo está puesto sobre la impugnación de la llamada “teoría de los dos demonios”, frente a la cual no han podido mejor cosa que imponer una maniquea “teoría del demonio único”. Pero si creer que la reducción de lo vivido en los años `70 a un conflicto entre militares y guerrilleros es una forma de simplificar la realidad, sostener que la complejidad de la historia se explica únicamente a partir de las responsabilidades militares, es directamente faltar a la verdad.
La “teoría de los dos demonios” liberó de culpas a la sociedad civil y a la clase política. Borró de la historia sus responsabilidades, que fueron muchas. La “teoría del demonio único” completó el trabajo, no sólo borrando de la historia las responsabilidades de las organizaciones terroristas (21.644 atentados entre 1969 y 1979 según datos de la Causa 13 y miles de víctimas), sino que además, les devolvió la legitimidad que necesitaban para hacer su reaparición en la historia.
Si algo destacó en los distintos actos del 24 de marzo que acaba de pasar, eso fue la cantidad de banderas de Montoneros que se enarbolaban en lo alto. Varios muchachos −algunos encapuchados, cubriendo sus rostros y cargando amenazantes palos− las sostenían, con la entusiasta complicidad de los concurrentes, que los felicitaban. El logo de la organización guerrillera, conformado por una tacuara cruzada por un fusil, no había sido reemplazado por uno menos belicista que, al menos, fuese más apropiado para una supuesta marcha “por los Derechos Humanos”. Ya no se mantienen ni las apariencias. La lógica marcial era lo que predominaba con claridad, ante un amenazante “Volvimos” y una serie de cánticos en los cuales el público se reivindicaba como “soldados de Perón” (tal como se identificaban los Montoneros de los `70 en algún momento).
 “Volvimos”, reza la bandera montonera.
Debe recordarse que Montoneros fue una peligrosa organización terrorista declarada ilegal nada menos que por un gobierno constitucional y peronista el 6 de septiembre de1975, a través del decreto 2452. Este grupo se cobró la vida de varios cientos de personas: militares, policías, sindicalistas, políticos, empresarios, obreros y hasta niños y ancianos. La organización recibió entrenamiento militar en Cuba por instructores castristas, y en Medio Oriente por la Organización de Liberación de Palestina (OLP). Fue considerada, por todo esto, como la banda terrorista de mayor peligrosidad de toda América Latina en el Siglo XX.
La exacerbación de la “teoría del demonio único” y el uso político y económico de la memoria, lejos de conducirnos a un genuino “Nunca Más”, ha ido generando las condiciones necesarias para la reaparición de Montoneros en la vida política actual. Cuando Estela de Carlotto dijo por la radio Rock & Pop, horas antes de la marcha del 24 de marzo, que “lo malo fue el terrorismo de Estado y lo bueno, una generación que dejó la vida y nos dejó la democracia… lo que ellos hicieron fue hermoso”, no sólo estaba legitimando con su maniquea palabra el resurgir de una organización que hizo del terrorismo su argumento político, sino que estaba faltando groseramente a la verdad. En efecto, tal como se desprende de los datos de la Causa 13 (Juicio a las Juntas Militares), el 52% de los atentados del terrorismo subversivo fueron perpetrados durante períodos democráticos. Su lucha −“hermosa” para Carlotto− no era por la democracia, sino por la instauración de un régimen dictatorial similar al castrista, tal como lo confesaban en sus propios documentos y publicaciones.
Para alegría de esa abuelita tan afecta a los viajes en primera clase y la estadía en lujosos hoteles de cinco estrellas, la organización Montoneros se ha reagrupado principalmente en Mendoza y en Córdoba, y se está preparando también en Buenos Aires. Hay algunos antecedentes recientes que vale la pena repasar: intentos de La Cámpora por traer de España a Mario Firmenich para homenajearlo; publicación de una revista de Montoneros llamada Repensar. Visión y proyección de la experiencia montonera; intentos de reorganización en septiembre de 2010, cuando el cuñado de Firmenich, Guillermo Martínez Agüero, dijo a La Voz del Interior que “No hemos enterrado las armas… creemos que es una opción para cuando las condiciones lo hagan necesario”; y la celebración del “Día del Montonero” el pasado 7 de Septiembre, organizado por agrupaciones kirchneristas, son algunos precedentes de lo vivido este 24 de marzo.
En el acto del 24 de Marzo, el cuñado de Firmenich junto al jerarca montonero Roberto Perdía.
¿Planean volver a practicar la “lucha armada”, es decir, el terrorismo? Martínez Agüero respondió, en esta oportunidad, casi en idéntico sentido que en 2010: “Creemos que es una opción para cuando las condiciones así lo hagan necesario, como ya ocurrió con las FARC o con el Subcomandante Marcos, por ejemplo. Las armas están; ni se entierran ni se desentierran”. En Córdoba se pegaron, durante el acto del llamado “Día de la Memoria”, carteles que rezaban: “Y ahora vamos a enseñar a esos mierdas lo que es TERRORISMO”. Por supuesto, nadie firmaba la amenaza.
La historia enseña a los pueblos a no repetir sus errores, pues empuja a todos los actores a efectuar su mea culpa, algo que aquí nunca ocurrió. En Argentina se compró con entusiasmo un relato setentista que ahora nos está empujando al borde de revivir épocas de sangre, con el visto bueno de los organismos de Derechos Humanos, que utilizaron la idea de un “Nunca Más” para llegar a un “Otra Vez” que es, en definitiva, ese intimidante “Volvimos” que rezaban las pancartas montoneras del 24 de marzo pasado.
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BANDERA DE MONTONEROS EN EL PATIO OLMOS, CÓRDOBA.

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viernes, 22 de marzo de 2013

AGUSTÍN LAJE, LA HIPOCRESÍA ESTRATÉGICA DEL KIRCHNERISMO

Es casi una obviedad remarcar que la elección de todo nuevo Papa rebasa siempre el plano religioso para inmiscuirse rápidamente en el político. En nuestro país, por razones conocidas, el acontecimiento histórico que vivimos el pasado miércoles 13 de marzo ya opera en un nivel político claro, exacerbado por la proximidad electoral.
El “efecto Francisco” ya se siente con vigor en Argentina, y hay quienes interpretan la elección de Jorge Bergoglio como un punto de inflexión político para nuestra región, capaz de neutralizar o desarticular ese flagelo llamado “Socialismo del Siglo XXI”, tal como Juan Pablo II hizo con el socialismo del Siglo XX. Lo llamativo de esta interpretación es que, correcta o incorrecta, se la ha escuchado tanto en sectores kirchneristas como antikirchneristas, lo cual indica que (sea por aversión cuanto por simpatía) esta posibilidad tiene un lugar en eso que los sociólogos denominan “el inconsciente colectivo”.
La elección de Bergoglio como Papa es disfuncional al kirchnerismo, no sólo por un pasado reciente de severos roces entre el matrimonio presidencial y el Cardenal, sino también porque en el esquema de poder concentrado y desmedido que pretende configurar el oficialismo, la Iglesia ve renovado su protagonismo y puede contrarrestar intentonas autocráticas en marcha. Es por todo ello que, cuando el gobierno se enteró por un informe del embajador en el Vaticano  Juan Pablo Cafiero, que Jorge Bergoglio tenía alguna posibilidad de acceder finalmente al trono vacante en Roma, le ordenó a aquél actuar de inmediato. La ofensiva consistió en un dossier que la diplomacia argentina repartió entre los cardenales antes de que la fumata fuese blanca, incriminando a Bergoglio con el último gobierno de facto a los efectos de disuadir todo posible voto favorable para éste. Las autoridades del Vaticano se negaron a desmentir esta información, a pesar de los insistentes pedidos de la comitiva argentina en el acto de asunción.
Es así que la sorpresa del nombramiento de Jorge Bergoglio como Francisco, no fue sólo del pueblo, sino también del gobierno. Confiados como siempre en sus sucias movidas políticas, creyeron que con los cuentos de Verbitsky bastaba para desacreditar al Cardenal argentino frente a sus pares. Un discurso presidencial mal formulado y mal pronunciado por una Cristina Kirchner que no podía disimular su ofuscación interior, caracterizaron el desconcierto oficialista que marcó aquella jornada de júbilo popular.
Los militantes que ese día escuchaban a Cristina en Tecnópolis entendieron muy bien que para ella no había nada que festejar. Así pues, cada mención que la mandataria hacía del nuevo Papa, era acompañada por una ola de silbidos que reconfortaban el ego de la viuda de Néstor. Mientras tanto, la televisión pública, que tantas horas le había regalado al funeral de Chávez, prácticamente ignoraba el suceso histórico que acababa de acontecer en Roma. Prefirieron transmitir Paka-Paka.
En el Congreso la cuestión no difirió. La bancada de diputados kirchneristas no quiso interrumpir un homenaje a Chávez al negarle a la oposición un cuarto intermedio para escuchar el primer discurso del nuevo Papa argentino.
Al día siguiente otro discurso de Cristina y, esta vez en Avellaneda, ni una sola referencia al flamante Papa. Sólo autoelogios y derroches de vanidad, como acostumbra. La presidente no aguantó que un argentino tuviera mayor importancia mundial que ella. Prefirió omitirlo, mientras en la Legislatura el jefe del interbloque K, Juan Cabandié, retiraba a sus diputados frente a un proyecto del PRO para “saludar” al nuevo Papa.
¿Qué fantasías pensaban los estrategas del kirchnerismo en estos primeros momentos de Francisco? Pues probablemente hayan fantaseado con reafirmarlo como enemigo del “modelo nacional y popular”, etiqueta que ya le había sido impuesta durante sus épocas de Arzobispo. Una guerra simbólica contra el nuevo Papa podría terminar de resquebrajar a la sociedad en dos grupos bien diferenciados, como reclamó Ernesto Laclau al kirchnerismo en varias oportunidades, condición que el filósofo estima necesaria para el florecimiento de un populismo pleno.
Así se inició, entonces, el ataque mediático contra Bergoglio. El asedio de embustes no provino sólo de Página 12, sino también de 678, de grupos kirchneristas en las redes sociales que se dedicaron a difundir información difamatoria y de referentes kirchneristas varios, que desde Twitter despotricaron contra el nuevo Sumo Pontífice.
 “Francisco es a América Latina lo que Juan Pablo II fue a la Unión Soviética, el nuevo intento del imperio por destruir la unidad latinoamericana” escribió el antisemita Luis D´Elía. El director de Página 12, Horacio Verbitsky, calificó la elección de Bergoglio como “Una vergüenza para Argentina y Sudamérica”. La Decana de la Facultad de Periodismo de la Universidad Nacional de La Plata, Florencia Saintout, sostuvo: “un Papa de derecha no podrá con el avance nuestro americano”. La periodista K Cynthia García, del canal gubernamental, disparó: “¿Cuánto tiempo tardará la Iglesia Católica en pedir perdón por haber elegido a Bergoglio Papa? como mínimo, durante la dictadura fue cómplice”. La titular de Abuelas de Plaza de Mayo, Estela de Carlotto, siempre dispuesta a decir lo que el gobierno le ordene decir, dijo que Bergoglio pertenece “a la Iglesia que oscureció al país”. Finalmente, hasta la novia del presunto corrupto Amado Boudou, Agustina Kämpfer, tuiteó: “Ay! No, no me pone contenta. No me llena de orgullo. No”, la designación del argentino.
Pero las cosas cambiaron de golpe cuando la historieta de Horacio Verbitsky se desmoronó frente a investigaciones serias y frente a distintas voces que, desde organismos de Derechos Humanos desvinculados del gobierno, acusaban la operación política difamatoria. A esto debe sumarse, también, una euforia popular que no cesaba de festejar al nuevo Papa. Pronto le avisaron a Cristina que las encuestas evidenciaban más de un 90% de adhesión a Francisco, mientras la popularidad de aquella sigue decreciendo.
Por conveniencia y no por principios, el kirchnerismo modificó radicalmente su estrategia y pasó, sin vacilar, del odio al amor; del ofuscamiento a la algarabía; del rechazo al apoyo; del ceño fruncido a los ojos empañados. José Pablo Feinmann, filósofo ultrakirchnerista, no ha tenido reparos en decir que “Cristina baja la línea. Ella marca una línea de que ‘este papa tiene que ser nuestro’. Hay que apropiarlo”. Entonces, como el poder es ella y la verticalidad es absoluta, todos deben acatar lo que Fernández de Kirchner ordena. Y su orden es apropiar a Francisco, lo cual significa, hacer de su asunción una victoria simbólica del kirchnerismo (aunque evitando decir que Néstor intercedió en los cielos por su elección, claro).
Todo se puso en marcha. D´Elía rectificó sus mensajes en Twitter, diciendo esta vez que “Excelente Cristina representando a 40 millones de argentinos ante FRANCISCO I más allá de nuestras CREENCIAS u OPINIONES”. El programa 678 pasó del agravio al elogio, al analizar la reunión de Cristina Kirchner y Francisco. Los militantes de “Unidos y Organizados” y “La Cámpora” se reunieron en un polideportivo de la villa Zabaleta para seguir la transmisión de la entronización de Francisco, a pesar de que pocos días antes lo habían silbado cada vez que Cristina lo nombraba en su discurso, y habían llenado las redes sociales de información difamatoria y falaz. Guillermo Moreno, mientras tanto, hacía colgar una gigantografía en la puerta del Mercado Central, su territorio político, con el rostro del papa Francisco y la leyenda: “La comunidad del Mercado Central te saluda y ruega por vos”. Y, finalmente, Cristina ponía en práctica sus dotes de actriz y forzaba una mueca de emoción al encontrarse en Roma con el nuevo Papa, que pocos días antes había sido tan detestado.
Este cambio de estrategia no puede borrar un pasado de ataques y agravios kirchneristas contra Jorge Bergoglio. Debemos recordar, en efecto, que las relaciones entre el arzobispo porteño y el matrimonio presidencial fueron pésimas. Néstor dejó de concurrir, desde 2005, al tedeum de Bergoglio en la Catedral, y llegó a decir que “Nuestro Dios es de todos, pero cuidado que el diablo también llega a todos, a los que usamos pantalones y a los que usan sotanas”, en referencia a quien ahora es Sumo Pontífice.
Lo que tanto irritaba a Néstor era la sincera amistad que Bergoglio mantenía con opositores cristianos como Elisa Carrió o Gabriela Michetti. Y por ello llegó a calificarlo como el “verdadero representante de la oposición”.
Cristina continuaría con esta política de aislamiento a Jorge Bergoglio que había iniciado su marido. Ella también se negó participar en los tradicionales tedeum por el 25 de Mayo y jamás atendió al Cardenal en ninguna de las catorce audiencias que éste le solicitó cuando vivía en Buenos Aires y representaba a la Iglesia argentina.
Es sabido que ya se está pensando en una visita de Francisco a la Argentina. Va a ser la manifestación más grande de este siglo sin lugar a dudas y podría ser catastrófica para el gobierno. El kirchnerismo sabe, por su parte, que hacer de Bergoglio un enemigo fue una idea suicida ya rectificada. Pero su hipocresía es evidente para cualquiera con un poco de memoria y sentido común. ¿Dejaremos que se “apropien” del Papa, como ha sugerido José Pablo Feinmann?
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viernes, 8 de marzo de 2013

AGUSTÍN LAJE, LO QUE NO CUENTAN DE HUGO CHÁVEZ, DESDE ARGENTINA,

La muerte del Hugo Chávez humano ha dado paso al nacimiento del Hugo Chávez mítico: una versión falaz e insolente del dictador bolivariano, despojada de sus atrocidades y abarrotada de supuestas virtudes que lo ubican, como todo mito de esta naturaleza, en el pagano altar de los ídolos políticos.
El poder simbólico de la muerte es de inimaginable vigor en las sociedades humanas. La muerte nos fascina, nos sensibiliza, sacude eso llamado empatía que nos permite ponernos en el lugar del otro, como rezan algunas teorías sociales y psicológicas. Paradójicamente, la muerte muchas veces nos acerca a quien ya no tiene existencia terrenal y, precisamente por esto, contribuye a la emergencia de los mitos políticos.
La muerte tiene el poder de borrar historias y crear historietas. Sepultar hechos y construir fantasías. Otorgar plenarias indulgencias y amordazar visiones alternativas. En definitiva, censurar verdades y alentar mentiras. Todo ello, en presunto “honor” del difunto, por supuesto. Ejemplos argentinos en la historia reciente sobran. Ernesto Che Guevara, de asiduo fusilador a exponente de la “lucha por los Derechos Humanos”. Néstor Kirchner, de corrupto matón multimillonario a fetiche “nacional y popular”. Ambos viven hoy, pero en remeras de algunos fanáticos. La muerte evidentemente todo lo puede.
¿Pero quién murió realmente el pasado 6 de marzo de 2013 (descontando que ésta haya sido la verdadera fecha de su muerte)? La pregunta es válida, en tanto y en cuanto el nacimiento del Chávez mítico no tardará en pervertir la verdad histórica del bolivariano dictador.
En términos políticos, murió un caudillo profundamente antidemocrático que, fracasado en su intentona golpista del 4 de febrero de 1992 contra el presidente democrático Carlos Andrés Pérez (intentona que dejó un saldo de más de 20 muertos y decenas de heridos), entendió que la democracia debía ser destruida desde adentro. En 1999, habiendo obtenido el poder mediante formas democráticas, Hugo Chávez activó entonces su plan para fagocitar la democracia desde su interior, socavando la independencia de poderes; destituyendo caprichosamente a incontables jueces y colocando a dedo a otros que le fueran funcionales; controlando celosamente la Asamblea General; obstaculizando el actuar de la oposición; violentando la libertad de expresión a niveles insoportables, y destruyendo instituciones vitales para el funcionamiento sano de toda democracia.
Así las cosas, aquel cuyo poder tuvo un origen democrático, en su ejercicio se volvió un dictador, pues reunió en su persona la suma del poder público y pronto se convirtió, además, en un enemigo declarado de los Derechos Humanos. Cabe mencionar que Hugo Chávez fue denunciado nada menos que por la Human Right Watch (Informe 2008) y por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), que en su informe de 2009 subrayó que el dictador Chávez “criminaliza a los defensores de los Derechos Humanos, judicializa la protesta social pacífica y persigue penalmente a los disidentes políticos”. La dictadura chavista, que acabó retirándose de la CIDH en la OEA, no se privó de tener sus numerosos presos políticos y sus exiliados. Un caso interesante es el del político opositor Alejandro Peña Esclusa, quien padeciendo cáncer fue encarcelado a partir de un sucio trabajo de los grupos de inteligencia de Hugo en 2010. Esta terrible enfermedad que soportaba el preso político, naturalmente empeoró en prisión, y las presiones de organismos de Derechos Humanos sólo obtenían indiferencia por parte del chavismo que gozaba de la situación.
A este veloz recorrido por el legado político de Hugo Chávez, debemos agregar que su gobierno ha sido considerado el más corrupto de toda América Latina por el prestigioso ranking que hacen los expertos de Transparencia Internacional. Es de conocimiento público la fortuna que han hecho los políticos del “socialismo del Siglo XXI” y sus amigos (conocidos como “boliburgueses”), incluyendo al mismísimo difunto y a su familia por supuesto. La Venezuela bolivariana también ocupa el último puesto del Índice de Desarrollo Democrático de América Latina (2012), que si bien no incluye a Cuba en su ponderación, habla a las claras del proceso dictatorial que introdujo Hugo Chávez en el país de Bolívar, a pesar de su origen electoral.
En términos económicos, murió un pésimo administrador que, más preocupado por repartir prebendas y desarrollar su sistema clientelar, descuidó una inédita posibilidad que tuvo Venezuela de modificar su ineficiente estructura económica. Esta posibilidad estuvo dada por la exponencial alza del precio internacional del petróleo, que es prácticamente lo único que exportan los venezolanos. El día que Chávez ganó las elecciones, el barril de petróleo costaba 9 dólares; en 2011 ya estaba en 160 dólares. Estamos hablando de un incremento de casi el 1800% de aquello que representa el 96% del ingreso por exportaciones del país. En 14 años de gobierno chavista, se estima que ingresaron 980.000 millones de dólares por petróleo (de los cuales varios millones se usaron para financiar la dictadura castrista y organizaciones terroristas como las FARC) gracias a factores que nada tienen que ver con la habilidad en el manejo de la economía, sino con una coyuntura internacional dada. Si aquel número no le dice mucho, considere que Estados Unidos destinó en su Plan Marshall para la recuperación de 18 países, la suma de 12.741 millones de dólares.
Sin embargo, y a pesar de este inédito viento de cola, Venezuela continúa desindustrializada, en permanente crisis energética, importando prácticamente todo de afuera, y padeciendo una inflación que está entre las más destructivas del mundo casi llegando al 30%.
En los últimos años han cerrado más de 107.000 empresas, que constituyen un 15% del total. Y es que la libertad económica en Venezuela ha sido coartada casi al extremo. El último informe anual de Libertad Económica en el Mundo, del prestigioso Fraser Institute, señala que los venezolanos tienen el país menos libre de las 144 naciones computadas. En el Índice 2013 de Libertad Económica de la Heritage Foundation, Venezuela aparece en el puesto 174 sobre 176 países considerados. Junto a Cuba, el país de Hugo Chávez es el de menor seguridad jurídica de todo el continente y, por lo tanto, el peor para invertir.
En términos sociales finalmente, murió un belicista que, mientras militarizaba a la población, introducía la discordia y la división social. Arguyendo descabelladas hipótesis de conflicto como una “guerra asimétrica” contra los Estados Unidos, Hugo Chávez armó y entrenó a más de 25.000 milicianos irregulares en una suerte de escuadrón de la muerte llamado “Guardia Territorial”. Además, conformó los “Movimientos Bolivarianos Revolucionarios” que, con una impronta casi guerrillera, controlan los barrios al estilo de los “Comandos de Defensa de la Revolución” de Fidel Castro. Todo esto, sin contar la reserva militar de 500.000 civiles dispuestos a enfrentarse contra “el imperialismo” (conflicto armado que sólo estaba en las esquizofrénicas neuronas del dictador bolivariano) que anunció allá por 2005, o la militarización de niños en las llamadas “guerrillas comunicacionales”.
Semejante militarización irregular, división social y fanatismo político, hacen hoy de Venezuela uno de los países más inseguros del mundo, con una tasa de 73 homicidios por cada 100.000 habitantes.
Murió Hugo Chávez. Recordémoslo como verdaderamente fue: políticamente, un enemigo de la democracia que consiguió destruirla desde su interior; económicamente, un pésimo administrador con suerte que desperdició una posibilidad inédita de desarrollar a Venezuela; y socialmente, un militarista desquiciado que quiso pergeñar un Estado policíaco en permanente paranoia, y acabó fragmentando a toda una sociedad que ahora, sin el caudillo, armada y fanatizada, espera por tiempos más violentos aún.
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jueves, 28 de febrero de 2013

AGUSTÍN LAJE, YA QUE REPUDIAN A IRÁN, ¿POR QUÉ NO TAMBIÉN A CUBA?, PRENSA POPULAR, NOTA DE PORTADA, CASO ARGENTINA

Mientras la oposición política y civil no corte de raíz con las ataduras ideológicas izquierdistas, jamás podrá hacerse de un discurso serio, coherente y contrahegemónico, sin caer en inaceptables contradicciones como la de repudiar a determinados tiranos y tolerar (e incluso apoyar) a otros.
  
A exactamente un año del “vamos por todo” de Cristina, que más que un slogan inofensivo fue un alarido dictatorial que advertía sobre los tiempos por venir, el gobierno acaba de convertir en ley la entrega de la dignidad argentina a la teocracia iraní, dejando prácticamente en sus manos a nuestras víctimas de AMIA.
Desde estas líneas, no obstante, no nos proponemos continuar analizando lo que ya sobradamente se conoce y se analiza desde la generalidad de los medios. Preferimos, en cambio, hacer pie sobre un terreno más pantanoso y poner de manifiesto la flagrante hipocresía de nuestra clase política opositora en particular, y de nuestra sociedad civil en general.
En efecto, no deja de resultar llamativo que aquellos mismos que se horrorizan por los actuales convenios con la dictadura de Ahmadineyad, permanezcan indiferentes o incluso apoyen las relaciones carnales que el kirchnerismo mantiene con la dictadura de los Castro desde 2003 a la fecha. ¿Acaso alguien podría recordar alguna expresión de repudio, espetada por la clase política o por los grandes medios, a los amistosos y frecuentes encuentros de Cristina Kirchner con Raúl y Fidel Castro? ¿Acaso alguien se quejó alguna vez por las fotos que Néstor y Cristina se tomaban sonrientes con los dictadores cubanos, y por las loas que aquéllos les cantaban a éstos? ¿Acaso se intentó frenar en alguna oportunidad convenios gubernamentales con la isla de los tiranos?
Los detractores del nefasto memorándum de entendimiento entre Argentina e Irán por la causa AMIA, argumentan con gran acierto lo inconveniente de relacionarse con un país antidemocrático, opresor y violador de los Derechos Humanos. Pero jamás han dicho una sola palabra sobre la inconveniencia moral de codearse con un régimen como el castrista, que en sus 54 años en el poder, se ha cargado con más de 100.000 muertos, casi dos millones de exiliados (el 10% de su población) y una indeterminable cantidad de presos políticos. ¿Será que existen dictaduras “buenas” y dictaduras “malas” para los argentinos? ¿Será que se nos ha enseñado a ser siempre indulgentes y acríticos con la izquierda?
Podría responderse, sin embargo, que Irán es distinto de Cuba porque mientras aquéllos han perpetrado ataques terroristas contra nuestro país, éstos han sido siempre inofensivos para con el pueblo argentino. Sostener semejante error, implica desconocer el papel que jugó el castrismo en la conformación y desarrollo de grupos terroristas que atacaron a la Argentina en los años `70, derramando la sangre de miles de víctimas.
La primera experiencia castrista en Argentina, organizada desde la isla por el ex ministro del Interior cubano Gral. Abelardo Colomé Ibarra, vino de la mano del fugaz Ejército Guerrillero del Pueblo (EGP), integrado casi en su totalidad por cubanos, que en 1964 aterrizaron sobre Salta, se llevaron la vida de algunas víctimas y al poco tiempo resultaron derrotados.
Apenas dos años más tarde, los esfuerzos castristas en orden a exportar la revolución marxista se sistematizaron en las reuniones de la Tricontinental (1966) y de la Organización Latinoamericana para la Solidaridad (1967), en la que participaron miembros fundadores de las organizaciones terroristas Montoneros y ERP. Los objetivos que Fidel Castro y su séquito depositaban en los prototerroristas, eran “sólo alcanzables a través de la lucha armada”, tal como rezan las conclusiones en los documentos de cierre de ambas asambleas.
Manuel “Barbarroja” Piñero, el encargado del Departamento de América, cuyo rol era preparar la insurrección armada en varios países (entre ellos, el nuestro), ha reconocido que el Estado cubano entrenó a un sinnúmero de terroristas en la base Punto Cero de Guanabo y en Pinar del Río. Asimismo, según un informe del ministerio del Interior argentino, hacia 1980 ya habían pasado por Cuba más de 6000 terroristas oriundos de nuestro país, buscando adiestramiento y recursos bélicos.
Igualmente sabido es que las bandas terroristas argentinas tenían en Cuba bases de operaciones sostenidas por el gobierno de Castro, como la Secretaría Técnica de Montoneros, que funcionaba en el barrio de Miramar (La Habana) desde donde se planeó nada menos que la Contraofensiva de 1979. Desde allí los montoneros administraban los jugosos 60 millones de dólares que habían obtenido con el secuestro de los hermanos Born en 1974, y planificaban atentados con el apoyo de la logística y la sapiencia militar cubana.
El apoyo que Cuba brindó a estos grupos que perpetraron entre 1969 y 1979 la cantidad de 21.644 operaciones terroristas en nuestro país (datos de la Causa 13) no es ningún secreto. Y tanto es así, que el propio Fidel Castro lo confesó el 4 de Julio de 1998 en el foro de la Asociación de Economistas de América Latina y el Cariba: “Tratamos de respaldar y desarrollar movimientos revolucionarios armados en todos los países de la región menos en México… Las condiciones objetivas existían, pero las condiciones subjetivas fallaron. Pero hicimos un esfuerzo”. Esfuerzo que a la Argentina le costó la sangre de miles de sus ciudadanos, cabría agregar.
Frente a estos datos de conocimiento público, volvemos a preguntarnos: ¿Por qué nuestra clase política pretendidamente opositora y los grandes medios presuntamente independientes no repudian de igual manera la tiranía iraní y la tiranía cubana? A ambos países los une no solo el despotismo como forma de gobierno, sino también el hecho de que fueron cómplices e instigadores de ataques terroristas contra la Argentina.
Mientras la oposición política y civil no corte de raíz con las ataduras ideológicas izquierdistas, jamás podrá hacerse de un discurso serio, coherente y contrahegemónico, sin caer en inaceptables contradicciones como la de repudiar a determinados tiranos y tolerar (e incluso apoyar) a otros.
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