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sábado, 26 de septiembre de 2015

ANÍBAL ROMERO, EL SUICIDIO DEL LABORISMO BRITÁNICO

No sólo cometen suicidio personas individuales; también a veces lo hacen instituciones y hasta naciones enteras. La diferencia entre los individuos y los grupos es que generalmente, en el segundo caso, sobreviven algunos y les resulta posible contar la historia. Narrar el proceso que conduce al suicidio del laborismo británico no será tarea fácil para los que le sobrevivan. En parte porque la reciente elección del radical de izquierda Jeremy Corbyn como líder del partido fue el producto de una serie de decisiones tomadas de manera frívola y superficial, de incidentes en sí mismos improbables, de una mezcla de confusión y falta de atención momentánea, todo ello en un momento de derrota y desaliento entre la mayoría de simpatizantes del partido. Es decir, precisamente el tipo de circunstancias que minorías organizadas y altamente motivadas aprovechan para actuar, sacando ventaja de sus distraídos y desmoralizados adversarios.

De otro lado, esta historia será difícil de contar porque en ella intervienen una serie de aspectos irracionales, insensatos y casuales, que chocan contra nuestra tendencia a creer que los acontecimientos históricos tienen una direccionalidad clara y responden a intenciones definidas y ponderadas por parte de los actores que presumen mover el curso de los sucesos.
Permítaseme hacer acá un poco de historia personal. Cuando llegué a estudiar por vez primera a Inglaterra en 1971 encontré una sociedad empobrecida, que todavía procuraba ocultar con éxito variable las heridas de la Segunda Guerra Mundial. La Gran Bretaña era entonces un país cuasi-socialista, en el que los poderosos sindicatos y el partido laborista dominaban la lucha ideológica y empujaban a la nación hacia un implacable destino colectivista. Dejé a Inglaterra en 1976 sumida en severas turbulencias y enfrentada a un destino incierto.
Al retornar en 1981 a Londres para una segunda etapa de formación académica y el doctorado, Margaret Thatcher se hallaba a la cabeza del gobierno y empezaba su 2 titánico combate contra el socialismo en el plano de la ideología y la práctica política, combate que fue extraordinariamente exitoso y cambió de manera fundamental el rumbo contemporáneo de la Gran Bretaña. Dejé de nuevo Inglaterra en 1985, pero esta vez en pleno proceso de favorables cambios para la libertad y la prosperidad de la gente, y hoy en día observo con sincera admiración los inmensos logros de esa notable mujer dotada de aptitudes políticas excepcionales. Margaret Thatcher hizo una verdadera revolución, pero para construir y no para destruir.
Cabe señalar que luego de su primera derrota electoral a manos de Thatcher, que ocurrió en 1979, el laborismo británico tuvo una reacción en cierto sentido similar a la que llevó a Jeremy Corbyn al liderazgo del partido hace un par de semanas: los laboristas viraron hacia el radicalismo, realidad que se patentizó con la escogencia en 1980 de Michael Foot, otro personaje político de izquierda pero menos extremista que Corbyn, como su líder. Bajo el mando de Foot, no obstante, el partido Laborista sufrió en 1983 una catastrófica derrota en las urnas electorales, obteniendo el menor número de votos desde 1918 así como el menor número de curules parlamentarios desde 1945.
Margaret Thatcher consolidó su posición dominante y prosiguió una trayectoria cuyos efectos transformaron de manera inequívoca la política y la economía del país. El impacto de Thatcher obligó eventualmente al laborismo británico a renovarse y dejar atrás las telarañas socialistas que lo estaban convirtiendo en una pieza de museo.
El surgimiento de Tony Blair como líder de lo que se llamó “el nuevo laborismo” (New Labour) puso de manifiesto que Thatcher no solamente cambió a los conservadores o Tories, sino también al partido Laborista.
Con Blair al timón, moviéndose hacia el centro político, aceptando el papel del mercado en la economía y deslastrándose de cualquier simpatía por los colectivismos del pasado o por un anti-yanquismo a ultranza, el laborismo alcanzó tres aplastantes victorias electorales en 1997, 2001 y 2005, entre ellas la más masiva de su historia, convirtiéndose Blair en el Primer Ministro laborista que más tiempo ha permanecido en el cargo.
No les fue fácil a los Tories (conservadores) recuperarse de las palizas que les propinó Blair. La permanencia de los Tories en el poder pareció estar seriamente en peligro en mayo de este año 2015, pero los resultados electorales desmintieron de modo sorprendente los pronósticos de todas las encuestas (con una excepción) y 3 David Cameron logró la mayoría.
El error de Ed Milliband, líder laborista en ese momento, fue intentar otro viraje a la izquierda, a las nacionalizaciones, los elevados impuestos, el aumento del gasto público y la retórica de “ricos contra pobres”, que había funcionado a veces en el pasado pero que en la Gran Bretaña post-Thatcher suena desgastada y carece de futuro. La derrota sufrida el pasado mes de mayo conmocionó y traumatizó a los laboristas. Ese choque psicológico, unido al efecto de nuevas reglas para la elección del líder partidista, reglas que favorecen la intervención de minorías estructuradas y motivadas –en este caso los grupos más radicalizados de la izquierda— se conjugaron para llevar al poder a Jeremy Corbyn. Este personaje es un típico radical de los que yo, por ejemplo – y para volver a la historia personal-- pude conocer y evaluar en las Universidades inglesas en los años setenta y ochenta. Para resumir: Corbyn es un hombre del pasado en todo sentido, hasta en la manera de vestirse, de hablar y proyectarse, un verdadero vestigio del parque jurásico del más agotado y asfixiante marxismo de otra época. Corbyn retorna al laborismo mucho más allá de los tiempos de Michael Foot. En verdad Corbyn regresa mentalmente al laborismo al siglo XIX. Su pasión anti-capitalista, su apego a los clichés colectivistas, su fervoroso odio hacia los Estados Unidos, sus posturas contra la Monarquía, contra la OTAN, contra el sistema nuclear “Tridente” de la Gran Bretaña, y sus reiteradas muestras de simpatía a lo largo de los años hacia los terroristas del Ejército Republicano Irlandés, Hamas y Hezbolá, entre otros delirios, le colocan nítidamente en la extrema izquierda dentro de una sociedad que marginaliza los radicalismos políticos de toda índole.
Como ya dije, me ha tocado vivir en Inglaterra buen número de años, y creo en alguna medida conocer rasgos relevantes de este pueblo, de su historia y arraigado modo de ser.
Resalto al respecto tres características:
1) Los ingleses (y en buena medida los británicos en general) se aferran a sus tradiciones, entienden que su presente está vinculado a su pasado y ambos nutren su porvenir.
2) Los ingleses son básicamente conservadores. En el plano político esto significa que han optado siempre, con la excepción del relativamente breve interludio de la guerra civil y el Protectorado de Cromwell el siglo XVII, por el cambio gradual, preservando los pilares esenciales del gobierno parlamentario y la Monarquía constitucional, sin traumas ni excesivos sobresaltos internos.
3) Para los ingleses y británicos, en su 4 mayoría, la Monarquía es un símbolo positivo de continuidad nacional en medio de las inevitables vicisitudes del acontecer histórico. Como el resto del país, la Monarquía ha ido cambiando con los tiempos a través de una perdurabilidad esencial.
Jeremy Corbyn es un extraño a todo esto, una especie de excéntrico que resulta al mismo tiempo muy inglés, desde una perspectiva cultural y estética, y muy poco inglés desde un ángulo político e ideológico. A mi modo de ver al partido Laborista no le quedará otro remedio, luego de un plazo prudencial, que sacarle del lugar que ahora ocupa, posiblemente forzándole a renunciar cuando se presente una coyuntura propicia. De lo contrario, no me cabe duda que Corbyn consumará de la manera más desgarradora posible el suicidio de una institución centenaria, comprobando de esa manera que el laborismo, es decir, la socialdemocracia, pierde espacios en Europa y el mundo, avasallada por los cambios del capitalismo y la tecnología.
Lo que por los momentos importa dejar claro es que Corbyn no fue escogido por el “pueblo” sino por un número relativamente pequeño de ciudadanos, entre los que predominan los militantes comprometidos y sectores altamente motivados y organizados de la izquierda radical. En segundo lugar Corbyn encarna el renacimiento de un bien conocido infantilismo político de izquierda, dedicado a sostener la pureza ideológica como único valor de la lucha política. Se trata de actitudes que en el fondo esconden cierto menosprecio hacia los votantes, y que prefieren sacrificar resultados prácticos antes que admitir cualquier desviación con respecto al intocable dogma doctrinario.
 Así lo han declarado recientemente algunos de los principales abanderados de la candidatura de Corbyn, verbalizando sin pudores una tendencia suicida que tiene felices a los Tories. Y con toda razón, pues a menos que ocurran terremotos políticos que ahora no pueden vislumbrarse, los conservadores británicos se encaminan a una larga temporada en el poder.
Anibal Romero
aromeroarticulos@yahoo.com

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sábado, 1 de agosto de 2015

ANÍBAL ROMERO, ESPAÑA, LA IZQUIERDA Y LA HISTORIA

Como es sabido los partidos políticos de izquierda, tanto la presuntamente moderada encarnada en el PSOE como la más radical representada por Podemos, lograron importantes avances en las elecciones autonómicas y municipales del pasado mes de mayo en España. Hablo de una izquierda “presuntamente moderada” al referirme al PSOE, pues uno de los fenómenos políticos de este tiempo es la progresiva radicalización hacia la izquierda de ese movimiento.

Empujado por un genuino descontento derivado de una economía que no termina de arrancar, así como por la extendida corrupción de las élites políticas tradicionales, un electorado inquieto y desconcertado ha empezado a experimentar con fórmulas heterodoxas, que sólo presagian borrascas para España.

Por los momentos, algunos de los ayuntamientos y regiones controlados por la izquierda española y por los sectores independentistas, se están dando a la tarea de eliminar en salas de reuniones y sitios públicos retratos y bustos de los reyes Juan Carlos I y Felipe VI, entre otros símbolos de la monarquía, así como de proseguir el rumbo –que comenzó hace ya algunos años– de cambiar nombres a calles, derribar estatuas, programar y publicar nuevos textos con versiones sesgadas y parcializadas de la historia, a fin de desfigurar y desechar en todo lo posible la memoria de lo realmente acontecido durante la guerra civil de 1936-1939, y condenar sin miramientos y en todos sus aspectos al régimen franquista.

Lo primero, es decir, la ofensiva antimonárquica se refiere al presente de manera directa; y lo segundo, la perspectiva unilateral de la historia, también tiene que ver con el presente, sólo que en este caso se accede a la actualidad mediante la transformación del pasado. En tal sentido, con su ataque creciente a la monarquía, la izquierda radical y el independentismo regionalista apuntan con gran acierto contra las bases del Estado español, a objeto de erosionarlas y eventualmente lograr su desintegración.

La distorsión del pasado en función de una perspectiva única y hegemónica, procura transmitir a las nuevas generaciones la versión que la izquierda derrotada en la guerra civil tiene de ese conflicto, y que se caracteriza por su miopía y falta de equilibrio.

Con estos dos procesos, el ataque a la monarquía y la distorsión de la historia, la izquierda española en general, pero particularmente su sector más radical, pone de manifiesto otra vez un rasgo clave de la acción de la izquierda política internacional en su camino al poder y en su ejercicio del mismo. Lo que ahora hace la izquierda radical en España, con una pequeña ayuda de los “moderados”, fue lo que hicieron los bolcheviques en Rusia, los maoístas en China, los hermanos Castro en Cuba, los sucesores de Allende y la Unidad Popular en Chile, y Chávez y sus seguidores en Venezuela. El proceso de desfiguración de la historia con base a una versión unilateral de la misma es empleado como instrumento de consolidación del poder.

La versión que la izquierda española ofrece sobre la guerra civil y el franquismo, sería capaz de convencer a más de un incauto que ese conflicto y el régimen que produjo salieron casi de la nada, o quizás sencillamente de las torcidas intenciones de un grupito de conspiradores, alentados por los más oscuros designios y situados en una especie de limbo fuera de todo contexto concreto. Pero cualquier persona que se ocupe de leer un poco acerca de lo que fue la República española y luego la guerra civil, en libros de historiadores serios y ponderados como Hugh Thomas y Anthony Beevor, por ejemplo, con seguridad alcanzará una perspectiva mucho más balanceada, una perspectiva que muestre no solamente el caos en que el radicalismo de la izquierda sumió a España antes de la guerra civil, sino también las atrocidades que tanto la izquierda como los nacionalistas se infligieron mutuamente entre 1936 y 1939.

Basta con informarse un poco acerca de lo ocurrido dentro de las propias filas republicanas durante esos años, sobre las luchas implacables entre comunistas y anarquistas, la incontrolable violencia callejera, la ausencia de autoridad, la ingobernabilidad, la destrucción de todo derecho y la pérdida absoluta de un sentido del orden y de vigencia de las leyes, para tener claro qué le esperaba a España bajo un régimen comandado por quienes dirigieron la guerra civil del lado republicano.

El régimen franquista nacido de esa feroz guerra civil estuvo lleno de las sombras propias de toda dictadura, en especial de una dictadura surgida de un enfrentamiento fratricida, caracterizado por la inmensa y dolorosa crueldad desplegada por todos los bandos participantes. Ahora bien, la necesaria crítica a ese pasado no debe jamás perder de vista sus orígenes en el caos republicano. La pretensión de erradicar a Franco y el franquismo de la historia española es una tarea sin destino aunque políticamente útil, y la izquierda española actual desea hacerlo, desea execrar toda esa etapa histórica para servir sus metas de poder presente, golpeando también a la monarquía que emergió fortalecida del franquismo y de la posterior transición democrática.

Con relación a Allende, a la experiencia trágica de la Unidad Popular y al consiguiente régimen de Augusto Pinochet, ha sucedido algo parecido. Se olvida hoy con demasiada frecuencia el desastre que fue la etapa allendista en la historia chilena, un incesante caos impulsado por una minoría exaltada y radicalizada, incapaz de respetar los límites que la Constitución y una larga tradición de convivencia democrática establecían en Chile. Esa minoría fue incapaz de percatarse del peligro mortal que corría al movilizar a las masas hacia el abismo. La dictadura de Pinochet se vincula de manera directa al empeño de Allende y sus seguidores, especialmente en el partido socialista y agrupaciones como el MIR, de imponer su voluntad por encima de todo, enlazados de paso con Fidel Castro, quien con característica temeridad acentuó las tensiones de la vorágine que fracturó a Chile.

No obstante, no pocos presentan hoy a Allende como un mártir impoluto, y la izquierda chilena, de nuevo en el gobierno y dirigida por la poco iluminada presidenta Bachelet, se dedica a escarbar el pasado para revolverlo y distorsionarlo, asegurándose así que una versión sesgada y parcializada de la historia prevalezca.

La receta ha sido aplicada, con la inmensa torpeza, ignorancia y malevolencia que tipifican al chavismo, en una Venezuela cada día más postrada, sometida de modo implacable al bombardeo propagandístico de un régimen que ha llegado al extremo de cambiar el nombre al país y desmembrar sus símbolos patrios, así como de transformar el rostro de Bolívar para hacerlo menos blanco y más “pardo”, según el guion de un grupo que lleva el resentimiento hondamente marcado en el alma. Además de esto, y tal vez de manera todavía más destructiva para las nuevas generaciones, el chavismo ha execrado los cuarenta años de República Civil sin hacer la más mínima concesión a la objetividad y el equilibrio históricos, condenando globalmente y sin atenuantes cuatro décadas cruciales de nuestra historia, durante las que Venezuela alcanzó importantes logros en los más diversos ámbitos del progreso colectivo.

No debe sorprendernos todo ello, en vista –entre otras razones– de que un nutrido contingente de asesores de la izquierda radical española se ha hecho presente en Venezuela desde hace años, cobrando gruesas sumas de dinero a cambio de suministrar a nuestros delirantes gobernantes el libreto que señala la distorsión de la historia como un método fundamental para la consolidación del poder. Se trata de seguir el consejo de Antonio Gramsci, teórico comunista italiano de comienzos del siglo pasado, levantando el edificio casi infranqueable de la “hegemonía comunicacional”.

El régimen creado por Chávez y ahora en manos de Maduro ha usado esa hegemonía con no poca eficacia, hasta el punto de que la misma oposición no se atreve, o no desea, diferenciarse del populismo socialista de manera clara e inequívoca. Y al respecto cabe preguntarse, ya a estas alturas del proceso de demolición institucional y socioeconómica chavistas: ¿qué hemos aprendido los venezolanos, si es que algo hemos aprendido, durante estos pasados 17 años?¿Entendemos acaso el vínculo entre el proyecto socialista y el colapso de la nación? ¿Existe acaso una visión, así sea somera, dentro del liderazgo opositor acerca de la sociedad y el sistema económico alternativos que sería necesario construir sobre las terribles ruinas del chavismo?

Si bien cabe dudar acerca del aprendizaje de los venezolanos luego de la fatal etapa histórica chavista, en lo que a España se refiere parece claro que ya muchos han olvidado las lecciones de la guerra civil y el franquismo. La izquierda y los separatistas de nuevo se radicalizan, en tanto que las élites políticas se enredan en una enmarañada red de corrupción que día a día depara nuevas sorpresas. Y todo ello ocurre en medio de la creencia, bastante generalizada, de que “lo que pasó no volverá a pasar”. Grave e imperdonable error.

Anibal Romero
aromeroarticulos@yahoo.com

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martes, 21 de julio de 2015

ANÍBAL ROMERO, EUROPA Y EL PROBLEMA ALEMÁN

Entiendo por “problema alemán” lo siguiente: Desde los tiempos de Bismarck y hasta nuestros días el poderío de Alemania ha forzado al resto de las naciones europeas a doblegarla, contenerla o hacerla cómplice.

Alemania es demasiado poderosa para Europa. Dos guerras mundiales fueron necesarias para doblegarla; entre 1918-1939 se intentó sin éxito contenerla, y desde 1989, luego del fin del Muro de Berlín y de la Guerra Fría, los europeos han procurado que Alemania se haga cómplice en un sentido positivo del destino conjunto del continente, pero todo ello en medio de las presiones de palpables paradojas.
Por una parte los europeos cuestionan la hegemonía alemana a menos que se ponga a su servicio, como garantía final de la incesante indisciplina presupuestaria del continente; por otra parte, no obstante, los europeos solicitan liderazgo a Alemania, un liderazgo blando basado en una generosidad sin límites definidos.
Ahora bien, ni el pueblo alemán ni sus dirigentes pueden ser infinitamente generosos, y tampoco quieren ejercer un liderazgo que --bien lo intuyen-- suscitaría más temprano que tarde los recelos y eventualmente la abierta oposición del resto. En otras palabras, los europeos desean una Alemania europea mas no una Europa alemana.
Pero el dinamismo económico alemán sólo puede ponerse al servicio de Europa como garantía de última instancia si el pueblo alemán lo acepta, y para ello habría que preguntarles a los alemanes qué es lo que desean y cuánto están preparados desembolsar por ello, obteniendo así un respaldo transparente. Nadie, sin embargo, les ha preguntado ni pretende hacerlo.
La conducta ética de un individuo puede en ciertas ocasiones medirse por sus buenas intenciones, pero en política ese criterio sería fatal. La medida de la política son sus resultados, y en tal sentido conviene despejar la discusión sobre la Comunidad Europea, sus dificultades y perspectivas, de todo ingrediente sentimental.
Si bien muchos europeístas se acogen al argumento de que su propósito es construir un espacio de paz, armonía y bienestar común, el proyecto 2 europeo debe juzgarse por resultados y no por intenciones. Y esos resultados se complican cada día más.
El caso de Grecia es relevante no tanto por los hechos sino por lo que estos representan. Para evaluarlos requerimos perspectiva histórica. El Euro nació a raíz de la unificación de Alemania. Una Alemania dividida en el marco de la Guerra Fría se hallaba constreñida dentro de estructuras que la superaban. Pero una Alemania unida dentro de un contexto geopolítico fluido despertó todas las sospechas y pesadillas del pasado. De allí que a cambio de admitir la unidad alemana Francia exigió como contrapartida la creación del Euro. La meta de esa acción, que llevaron a cabo Mitterrand y Kohl, fue consolidar los lazos de Alemania y el resto de Europa, con una triple esperanza: 1) que Alemania no actuase por su cuenta en política exterior; 2) que Alemania funcionase como locomotora económica del continente; 3) que Francia fuese capaz de ejercer el predominio político en la alianza. Cabe destacar un punto: Nadie consultó al pueblo alemán la decisión de cambiar su venerado Marco por el Euro.
Como casi siempre en la Unión Europea, las élites políticas y tecnocráticas en Bruselas y Estrasburgo y las de los países en cada caso involucrados, tomaron las decisiones por la gente y sin preguntarles su opinión democrática. El disciplinado pueblo alemán aceptó nadar con la corriente, persuadido de que la adopción del Euro no iba a significar que Alemania entraba a formar parte de una unión de transferencias fiscales. Dicho de otra forma, para los alemanes dejar de lado su Marco y asumir el Euro era un gesto de buena voluntad que les hacía sentir menos alemanes y más europeos, pero no tanto como para hacerse responsables de los problemas económicos de los demás, y mucho menos de transformar a Alemania en una fuente de subsidios permanentes hacia países menos productivos y competitivos.
Las cosas marcharon bien por unos años, en tanto Italia, España, Grecia, Portugal, Irlanda y otros se engancharon a una locomotora que parecía avanzar como por arte de magia. Pero la fuerza del Euro, que depende de Alemania, no es sobrenatural. La locomotora es sana pero no omnipotente.
Grecia es la punta del iceberg. Contemplamos un proceso que va a prolongarse y complicarse, demostrando por qué la diosa griega Némesis es la diosa de la Historia. Se trata de una deidad que paradójicamente castiga a los seres humanos a 3 través del total cumplimiento de sus deseos y no de la frustración de los mismos. La Némesis de Europa es tener en su seno una Alemania hegemónica que sólo ejerce el liderazgo, cuando lo hace, porque no le queda otro remedio. Lo complejo de la situación es que el Euro coloca a Alemania como blanco receptor de las decepciones y resentimientos de otros; deja a Alemania expuesta como el chivo expiatorio de la alianza.
Los griegos no se culpan a sí mismos de su crisis, lo que sería inevitable si su moneda fuese la Dracma y no el Euro. Basta con seguir las reacciones de las llamadas “redes sociales” en Europa estos días para percatarse de una realidad que anuncia severas tormentas: Merkel y Alemania son objeto de todas las críticas, recriminaciones y desaires de una parte no menospreciable de los electorados europeos, que llevan sobre sus hombros años de austeridad “alemana” sin vislumbrar la luz al final del túnel. Insisto: las dificultades económicas de Europa tienen una traducción política. Al pretender hacer del Euro –según palabras que repiten los jefes de la Comunidad en Bruselas y Estrasburgo— un hecho “irreversible”, y al haberse convertido Alemania en poder económico hegemónico del continente, los laureles por los triunfos de la moneda única son compartidos por todos, pero sus fracasos –como Grecia— tienen sólo un culpable: Alemania.
Los alemanes no quieren liderazgo, sino tranquilidad; saben que el dolor por el pasado no ha desaparecido, que los resentimientos persisten bajo sensibles pieles, y que el fervor europeísta sólo se extiende hasta que el bienestar perdura. El poderío de Alemania continúa siendo la fuente de la que brota el miedo de Francia. El empeño francés por salvar a Grecia a toda costa poco tiene que ver con Grecia y mucho con Alemania. Merkel, sin embargo, no puede ir tan lejos como quisieran algunos de sus socios europeos. Grecia ha sido sometida a un severo programa de austeridad, que aparte de desdeñar por completo la voluntad del electorado griego (por supuesto, engañado por sus ilusos dirigentes y auto-engañándose) focalizará en Merkel y Alemania los odios de millones. Francia no puede ejercer el liderazgo político al que aspiraba Mitterrand, y antes de él De Gaulle. Sus dificultades internas se lo impiden. Lo que queda en París es una visión simbólica, aquejada por las paradojas previamente descritas y la creciente debilidad francesa. 4 La Gran Bretaña, de su lado, prosigue la política que ha mantenido desde al menos el siglo XVI. Se trata de la política de una nación insular cuya explicación se basa en una realidad psicológica, pues el Canal Inglés o de la Mancha no es una barrera de agua sino de mentalidad y temperamento.
Los ingleses rehúsan comprometer aún más su soberanía e instituciones históricas en el altar de un proyecto construido sobre paradojas, de un proyecto que en el fondo pretende acabar con el concepto mismo de soberanía. Merkel ha asumido otra vez su calvario griego. La estructura interna de su sociedad y la estabilidad de su coalición de gobierno no le permiten un eterno subsidio, ni a Grecia ni a nadie. El pueblo alemán quiere refugiarse de sí mismo dentro de Europa, pero no quiere que le cobren por ello. Alemania se ha beneficiado económicamente del Euro pero los alemanes no captan a plenitud los riesgos políticos que la moneda única entraña para ellos. Merkel se está cobijando tras el velo de un programa de ajustes “neoliberal”, pero la verdad es que por tercera vez está arrojando dinero de los contribuyentes alemanes en el oscuro túnel del minotauro griego. Repito: no dudo de las buenas intenciones en las que se ha sustentado el proyecto europeo, pero sabemos que el camino al infierno está lleno de ellas. A mi modo de ver, la brecha entre los políticos y tecnócratas que enarbolan el europeísmo como un artículo de fe, de un lado, y del otro la voluntad democrática de las naciones históricas de Europa, no hace sino acrecentarse.
La pretensión según la cual los intereses nacionales han cedido su puesto a las utopías cosmopolitas es equivocada, y el empeño en construir un Estado Federal y acabar con las soberanías tradicionales europeas sólo desatará mayores males. Es imperativo replantearse los tratados europeos y flexibilizar el proyecto, como lo vienen recomendando los británicos, y es esencial hacerlo diciendo la verdad a los pueblos.
Pero para ello se requiere una categoría de dirigentes que por ningún lado se observan. Los fantasmas del pasado empiezan a respirar otra vez y no precisamente por la desunión europea, sino por una unión excesiva. Los alemanes debieron soltarle las amarras del Euro a Grecia. Fuera del Euro Grecia la pasaría muy mal por un tiempo, con chance de recuperarse. Dentro del Euro Grecia la pasará muy mal por un tiempo y no se recuperará. Merkel intentará justificar ante su electorado el sacrificio de 85.000 millones de Euros adicionales 5 lanzados a un barril sin fondo, tras el espejismo de un programa de ajustes que sobre el papel luce serio y coherente, pero que precisamente por ello los griegos no sostendrán. Una vez más Europa posterga los problemas, que se agravarán.
Anibal Romero
aromeroarticulos@yahoo.com

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sábado, 9 de mayo de 2015

ANÍBAL ROMERO, HITLER: 70 AÑOS

El pasado día 30 de abril se cumplieron setenta años del suicidio de Adolfo Hitler y Eva Braun en Berlín. Gran número de películas, de documentales, reportajes y libros han familiarizado a un amplísimo público acerca de los detalles de ese episodio siniestro, que tuvo lugar en un “bunker” o refugio subterráneo ubicado bajo los jardines de la devastada Cancillería del Reich, sometida al implacable cañoneo de las tropas rusas. 

La escenografía de esos hechos, recreada por el cine y ampliada por la imaginación, se asemeja en ocasiones al desenlace catastrófico, bajo el fuego y la destrucción, de alguna ópera de Wagner, lo que Hitler seguramente habría contemplado con satisfacción. Y afirmo esto no sólo por su conocida afición a la música wagneriana, sino porque su destino final en medio de un verdadero infierno se amoldó a la imagen y realidad de un régimen centrado en su figura y volcado a la guerra, una figura prácticamente todopoderosa hasta que el cianuro y un disparo terminaron con su vida.

El impacto que un determinado individuo es capaz de tener sobre el curso histórico puede en ocasiones ser enorme, y se corre el peligro de perder de vista que no actuamos en un vacío sino que formamos parte de un contexto, que en parte limita el rango de nuestra acción y a la vez constituye el ámbito de su despliegue. 
La compleja y cambiante dinámica entre la influencia del individuo y la presión del marco histórico en que se desenvuelve exige un análisis ponderado, para evitar los extremos de una excesiva exaltación del papel de la personalidad única y sobresaliente (en sentido político y no ético), o de una asfixiante exageración del peso de las circunstancias sobre el destino de las personas.
En el caso particular de Hitler ese esfuerzo de equilibrio analítico me parece fundamental, para evitar la tendencia, bastante común en el estudio del Tercer Reich, a disminuir y en ocasiones desestimar la relevancia que ciertos factores políticos y socioeconómicos jugaron durante ese tiempo, estableciendo los parámetros en que se insertó ese personaje enigmático y carismático, dotado de un inmenso poder para hacer el mal, que fue el Führer nazi.
Sería absurdo e inútil negar las capacidades de Hitler como político y estratega, pero hay que tener igualmente presentes, entre otros, cinco factores de extraordinaria importancia que crearon las condiciones para el ascenso y conquista del poder por el movimiento nazi y su líder entre 1919 y 1933.
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En primer término hay que señalar el hecho crucial de que una buena parte del pueblo alemán no se enteró, sino hasta el último minuto, que su país había perdido la Primera Guerra Mundial. En un tiempo en que los medios de comunicación eran todavía rudimentarios –comparados a lo que hoy tenemos--, cuando la inmensa mayoría conocía las noticias tan solo a través de periódicos estrictamente censurados y plagados de propaganda tendenciosa, el pueblo alemán estuvo convencido hasta el fin que su país se hallaba en camino hacia la victoria.
Hay que añadir lo siguiente: en esa época una cosa eran los frentes de batalla y otra muy diferente la existencia de la gente común en las ciudades y pueblos, en los que millones de civiles proseguían sus vidas tan sólo sujetos a las restricciones del racionamiento. No había aún bombarderos de largo alcance que llevasen la muerte a las ciudades, y los sufrimientos de los soldados eran filtrados por la distancia, la propaganda y la censura.
De modo que la derrota de 1918 dejó a millones en Alemania sencillamente estupefactos, entre ellos el propio Hitler, quien al saber la noticia se hallaba en un hospital militar recuperándose de una ceguera temporal, producida por gases venenosos en un combate.
Esta situación de sorpresa e incredulidad, agudizada por la irresponsabilidad de jefes militares que ocultaron la verdad, y por la timidez de un liderazgo civil chantajeado por un nacionalismo ya estéril, abonó el terreno para que, en segundo término, se generase toda una serie de teorías conspirativas sobre las causas del fracaso militar alemán. Pronto empezó a extenderse la especie según la cual un triunfante ejército alemán había sido traicionado por siniestras fuerzas internas, enemigas de la Patria, que presuntamente asestaron una “puñalada en la espalda” a las fuerzas armadas ocasionando una incomprensible rendición. Los judíos, los masones, los comunistas, los partidos democráticos y sus líderes fueron convertidos en chivos expiatorios por una propaganda incesante, difundida por los mismos que habían conducido Alemania a la guerra y la derrota.
En tercer lugar, un deficiente, mal concebido y aún peor implementado tratado de paz, el de Versalles (1919), acentuó el resentimiento y confusión de los alemanes, dando fuerza a las teorías conspirativas y apartando a grandes masas de la ruta de una comprensión balanceada y racional de los eventos. A pesar de sus fallas, el Tratado de Versalles hubiese logrado su objetivo esencial –evitar el resurgimiento militar de Alemania y una nueva guerra- si Inglaterra y Francia hubiesen estado dispuestas a hacerlo cumplir, pero ese no fue el caso. Económica y psicológicamente debilitados, ingleses y franceses tardaron demasiado en hacer frente a Hitler. Pero esta es otra historia…
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Todo lo anterior formó parte del caldo de cultivo en el que Hitler y el nazismo surgieron y comenzaron a crecer, hasta eventualmente convertirse en el principal partido político de Alemania –aunque jamás ganaron una mayoría absoluta. Los otros ingredientes, en cuarto y quinto lugar, fueron la crisis económica y la miopía y torpeza de las fuerzas democráticas, así como de los estamentos conservadores, ante el novedoso y en apariencia casi avasallante fenómeno revolucionario nacionalsocialista y su carismático y hábil jefe.
Conviene señalar, sin embargo, que luego de su fallido intento de golpe de Estado llevado a cabo en Munich en 1923, y de su permanencia posterior de nueve meses en la cárcel, la suerte de Hitler y su movimiento cambió sustancialmente y empeoró a lo largo de varios años. A medida que las condiciones económicas y sociales mejoraban, y la República de Weimar se estabilizaba, el radicalismo nacionalsocialista perdía fuelle. Por desgracia para Alemania y para el mundo, la crisis de Wall Street en 1929 y sus terribles consecuencias a escala mundial reabrieron las puertas a Hitler. La inflación desatada y sus secuelas de empobrecimiento para la clase media y miseria para los obreros y campesinos, dieron a Hitler el empujón que requería para alcanzar finalmente el poder.
Pero esa meta no se habría logrado sin los errores políticos de sus adversarios. La dificultad que los políticos “normales” tienen para entender a tiempo la audacia sin límites de un verdadero revolucionario, se pusieron de manifiesto claramente con el caso de Hitler y el movimiento nazi. Ni siquiera los comunistas lograron comprender oportunamente la naturaleza y magnitud de la amenaza que con voracidad se cernía sobre ellos.
Dos reflexiones vienen por último a cuento: De un lado, el rumbo de Hitler hacia el poder no fue algo irresistible o predestinado. Hubo vaivenes y retrocesos, y el contexto socioeconómico, así como la ceguera política de otros, jugaron un papel clave. 
De otro lado es necesario insistir sobre lo siguiente: a los políticos democráticos y a los electorados demócratas en general, les cuesta mucho trabajo enfrentar una política genuinamente revolucionaria, entendiendo por tal una política radical de objetivos ilimitados. Intentan usualmente contenerla mediante las técnicas aprendidas en tiempos distintos y marcos históricos diferentes. El resultado de ello es siempre el fracaso, pues por definición un revolucionario no transige. Solo cede ante una fuerza superior a la suya y generalmente lo hace para seguir luchando otro día.
Anibal Romero
aromeroarticulos@yahoo.com

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jueves, 9 de abril de 2015

ANÍBAL ROMERO, LA GRAN VICTORIA DE HUGO CHÁVEZ

¿Perdió la brújula política la oposición venezolana, o acaso su brújula apunta firmemente en la dirección de apaciguar al régimen chavista y convivir junto al mismo, en lugar de confrontarlo? Formulo la pregunta a raíz de las reacciones opositoras ante la reciente decisión de Washington, dirigida de un lado a precisar de una vez por todas que el régimen venezolano constituye una amenaza a la seguridad nacional de Estados Unidos, y de otro lado a sancionar de manera específica a un grupo de funcionarios civiles y militares por acciones vinculadas a la violación de derechos humanos, entre otros asuntos.

Antes de abordar mi interrogante debo dejar claro que separo de mis consideraciones a María Corina Machado, Leopoldo López, Antonio Ledezma y otros pocos, cuya inequívoca postura de enfrentamiento al régimen les ubica en un plano propio.

Dos puntos son obvios: en primer término que la decisión de Washington se refiere al régimen que ahora domina a Venezuela, y no a la nación como un todo ni al pueblo venezolano en su conjunto. La redacción ambigua de un documento puede ser utilizada para manipularle con propósitos de propaganda, pero ello no hace desaparecer su sustancia. En segundo lugar, el hecho de que el régimen chavista procure sacar provecho de lo ocurrido no es sorprendente; tales distorsiones son un conocido y esencial componente del arsenal ideológico castrista, heredado de las técnicas de agitación y propaganda que los bolcheviques inventaron y sus discípulos han perfeccionado durante décadas. En todo esto nada hay de nuevo. Lo que sí llama la atención es la reacción de buena parte de la oposición, que se ha visto una vez más colocada a la defensiva por la cruda y patente maniobra del régimen orientada a confundir, desviar la atención y tender otra cortina de humo que esconda la crisis a la que el chavismo ha conducido a Venezuela.

Veamos: a lo largo de diecisiete años el régimen chavista se ha convertido en un factor fundamental de subversión política en América Latina y más allá. Se ha aliado con los Estados forajidos del planeta y con algunos de los más enconados enemigos de Washington, entre ellos Irán, el Irak de Saddam Hussein, Siria, Corea del Norte y Cuba. Ha respaldado igualmente a los grupos palestinos más radicales y expresado sus simpatías (quizás más que eso) hacia grupos extremistas como Hamas, Hezbola, ISIS, y las guerrillas colombianas.

De paso, el régimen chavista se ha asociado con los principales rivales geopolíticos de Washington en el mundo, es decir China y Rusia, y ha adelantado una política sistemática e incesante de lucha contra Estados Unidos en todos los frentes diplomáticos, tanto bilaterales como multilaterales, creando organizaciones paralelas cuya razón de ser y objetivo primordial es atacar y erosionar en lo posible los intereses e iniciativas de Washington en los diversos niveles de acción internacional y tratándose de lo que sea, desde el tema de las armas químicas que emplea Assad en Siria hasta los ensayos nucleares de Kim Jong-un en la península coreana.

Además de lo expuesto, cabe añadir las fundamentadas acusaciones acerca de las oscuras prácticas del régimen en el terreno de las finanzas internacionales, así como el sensible tema del narcotráfico, que de un modo u otro sitúa a la actual Venezuela en el ojo del huracán, en vista de la notoria masa de drogas ilícitas que según reportes confiables se desplaza por nuestro país, usándole como vía de tránsito.

Para nadie es un secreto que el régimen chavista considera a Estados Unidos su peor enemigo, que su política exterior está nítidamente orientada a mantener y agudizar la pugna permanente contra el “Imperio”, que su retórica y actividades se dirigen hacia –y son justificadas por– un implacable rechazo a Washington, la “democracia burguesa”, el capitalismo y todos los esquemas de alianzas estratégicas que Estados Unidos encabeza en el ámbito regional y global.

Entonces, ¿a qué viene tanta alharaca por el hecho de que, tras diecisiete años de soportar los insultos, ofensas, agresiones, embestidas y agravios del régimen, y de aguantar la iracundia y tropelías de nuestros atolondrados revolucionarios, Washington haya decidido poner los puntos sobre las íes y ajustar su postura política y diplomática a la realidad, tal como es? ¿Por qué tanto alboroto a raíz de que Estados Unidos haya finalmente optado por responder ante el palpable proceso de destrucción de la libertad y la democracia en Venezuela y la violación de nuestros derechos, dejando en claro que lo que está pasando en nuestro país constituye sin duda una amenaza a los principios e intereses que el coloso del norte defiende?

Cabe reflexionar sobre dos temas que se enlazan acá: por una parte, no sabemos qué ingredientes adicionales, aparte del catálogo de fechorías ya señaladas anteriormente, qué locuras suplementarias, qué otros desmanes ha cometido el régimen chavista dentro y fuera de nuestras fronteras, impulsado por sus sueños de enfrentamiento épico y planetario contra el “Imperio”. No sabemos, en otras palabras, si Washington conoce verdades que nosotros ignoramos, relativas a las actividades del régimen chavista en diversos ámbitos internacionales en alianza con gobiernos, grupos, organizaciones e individuos a quienes Occidente ha colocado en las listas de indeseables o de enemigos declarados por sus vínculos con el terrorismo, la proliferación nuclear, los fraudes financieros, el narcotráfico y el lavado de dinero. No sabemos, en síntesis, qué otros elementos puede haber tras la decisión estadounidense de establecer que el régimen chavista constituye una amenaza a su seguridad nacional. Pero no sería extraño que tales elementos adicionales e incriminatorios existan.

Todo esto, en segundo lugar, debería haber hecho entender a la oposición venezolana el impacto disuasivo de la decisión de Washington, y su significado para una lucha que prosigue y seguramente aún producirá numerosos vaivenes.

Uno se asombra, por tanto, al constatar que numerosos dirigentes y comentaristas  de oposición, y figuras que incluyen hasta al cardenal de la Iglesia Católica, no solamente califican de “inoportuna” la decisión soberana del gobierno estadounidense, sino que –lo que es todavía más absurdo– se ponen del lado del régimen que ha llevado a Venezuela al abismo, interpretando lo hecho por Washington como una especie de afrenta a nuestro país, en lugar de asumir la acción estadounidense como lo que sin duda es: una reacción perfectamente explicable ante un gobierno hostil, y un instrumento disuasivo para minimizar y contener el rumbo represivo que claramente ha tomado el régimen chavista, ante el creciente malestar que genera su delirio.

Después de diecisiete años de abandono a la oposición por parte de la comunidad internacional en general e interamericana en particular, y luego de incontables solicitudes de apoyo desde el bando democrático a la lucha por la libertad en Venezuela, finalmente Washington hizo algo, tan solo para recibir a cambio las críticas de una oposición extraviada, que jamás ha entendido o querido entender la naturaleza del régimen chavista.

La claudicación ideológica de la oposición venezolana ha alcanzado su punto culminante estos pasados días, poniendo de manifiesto que Hugo Chávez logró una gran victoria en medio de sus abusos, disparates y desafueros, quizás su más importante y significativa victoria en lo que concierne al incierto porvenir de Venezuela. Chávez convirtió a casi todos los políticos en sus imitadores y “clones” ideológicos, un tanto atenuados quizás, pero en esencia colocados sobre el terreno del populismo de izquierda y del pueril patrioterismo antiyanqui, característicos del ancestral complejo de inferioridad latinoamericano ante Estados Unidos. Chávez movió a todo el país hacia la izquierda, hacia el universo ideológico de lo que Von Mises llamó la “mentalidad anticapitalista”, y con ello logró que la oposición no represente una opción en esencia diferente, sino  más bien una versión mitigada de su socialismo atávico y empobrecedor. En síntesis, en Venezuela (casi) todos somos de izquierda (aunque me excluyo en lo personal), socialistas y antiimperialistas, a pesar de que algunos se cubran con ropajes de centro-izquierda u otros eufemismos semejantes, que a la postre desembocan en lo mismo.

Hacia el futuro, si es que el régimen se degrada mediante un proceso de desgaste, a nuestro país le espera una mediocre pugna entre una izquierda radical, ya sembrada a largo plazo por el chavismo, y otra izquierda pragmática pero también comprometida con el populismo “progresista” que nos ha conducido al foso en que nos encontramos, y que es y será siempre incapaz de sacarnos del atraso.

En función de lo expuesto previamente, puedo ahora dar respuesta a la interrogante planteada al comienzo: la oposición venezolana no ha perdido la brújula, pues su brújula política es la del de apaciguamiento y la convivencia con el régimen chavista. No busca reemplazarlo sino acomodarse al mismo y ajustarse a sus parámetros. No aspira a confrontarlo a objeto de abrir a este país en desgracia una ruta de libertad y prosperidad verdadera y perdurable. Lo que busca la oposición es medrar, evadiendo la verdad.

Anibal Romero
aromeroarticulos@yahoo.com

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martes, 6 de enero de 2015

ANÍBAL ROMERO, WASHINGTON-LA HABANA-CARACAS: HOJAS DE RUTA

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Con relación al acercamiento Washington-La Habana, conviene recordar este fundamental principio: No hay almuerzos gratis en las relaciones internacionales. He leído artículos según los cuales La Habana ha sacado la mejor parte del asunto, ante un Washington que entregó demasiado. Algunos analistas han afirmado que, en todo caso, ya la Cuba castrista “no representa una amenaza a la seguridad nacional de Estados Unidos”. Tal interpretación constituye a mi modo de ver un error. Una Cuba estable no es una amenaza, pero una Cuba inestable sí lo es.

Para Estados Unidos la principal amenaza potencial a su seguridad nacional, que por los momentos pudiese materializarse en el hemisferio en general y en Cuba en particular, sería una repetición de los eventos de 1980 en el puerto de Mariel, cuando en cosa de pocos meses 125.000 cubanos emigraron masiva y desordenadamente hacia las costas de Florida, entre ellos miles de delincuentes comunes y personas a quienes el régimen castrista sacó de las instituciones para el cuidado de enfermedades mentales, subiéndolas también a los botes que partían hacia Miami.

El interés principal de Washington con respecto a Cuba es la estabilidad, no la libertad de los cubanos. Desde luego que a Washington no le disgustaría que la democracia y la libertad retornasen a Cuba, ni mucho menos; pero no a costa de una situación de inestabilidad que pueda generar otro Mariel, con la diferencia de que esta vez no serían 125.000 cubanos sino millones los que buscarían escapar de la isla, en caso de una situación de súbita e incontrolable violencia y de indefinición del rumbo hacia el futuro, en el epicentro de un caos. Se trataría de un escenario de generalizada crisis humanitaria en el Caribe, a la que se sumarían los severos problemas que suscitaría una inmanejable afluencia de refugiados en Florida.

Este escenario, por lo demás probable a partir de una Cuba desestabilizada, explica la actitud que hemos visto de parte de Washington los pasados años ante el desmantelamiento sistemático de la democracia en Venezuela. Durante una primera etapa del régimen “revolucionario” la postura de Estados Unidos fue complaciente, y en años más recientes ha sido esencialmente tolerante, caracterizada por el propósito de hacer lo mínimo necesario para no claudicar plenamente ante la altanería chavista, pero no tanto como para radicalizar aún más al régimen, acelerando así su desintegración. El colapso del régimen chavista pondría en juego, como hoy observamos, el crucial subsidio petrolero que Caracas ha venido suministrando a La Habana y que tan importante ha sido para sostener la estabilidad del castrismo.
Para recapitular: con base en una definición estrecha de su interés nacional, Washington ha apostado por la estabilidad de Cuba y Venezuela, a pesar de los costos que ello ha significado en términos de permanencia de la tiranía castrista y de asfixia y destrucción de la libertad y la democracia en Venezuela.

 No se trata, por tanto, de que La Habana haya ganado con el reciente acercamiento en tanto que Washington ha perdido. El almuerzo ha sido compartido y “no hay almuerzos gratis en relaciones internacionales”. El proceso de reanudación de relaciones entre Washington y La Habana  avanzó con mayor rapidez debido a la crisis del chavismo en Venezuela, producida por la caída del petróleo y la inmensa incompetencia y corrupción del régimen “revolucionario”. Sin duda, Washington le ha tendido una mano a los Castro, con el objeto de consolidar en lo posible la estabilidad de la sociedad cubana y con la esperanza de que, eventualmente, la tiranía castrista evolucione en una dirección menos cruel. El hecho de que estas negociaciones vengan de atrás no debería sorprender a nadie, pues el desastre chavista se vislumbraba desde hace rato.

Poniendo las cosas en su justo marco, hay que tomar en cuenta que los hermanos Castro jamás habían tenido unos aliados más toscos políticamente, más obnubilados por una ideología-chatarra, y más extraviados por sus prejuicios que los jefes del régimen chavista en Venezuela. Comparados con esta gente, la suicida izquierda chilena de los años setenta es algo así como el Senado romano bajo Cicerón y Cato, y los sandinistas una especie de Parlamento inglés bajo Lord Palmerston y Disraeli. Los chavistas jamás han entendido que Washington no se ha planteado sacarles del poder, ni organizar golpes de Estado en su contra, ni siquiera levantar un poquito la voz en la OEA u otro de esos entes para denunciar el crimen que se ha cometido contra la libertad y la democracia en nuestro país, ante la mirada desdeñosa de sucesivos gobiernos estadounidenses y la complicidad deleznable de latinoamericanos y caribeños.

No, de ninguna manera: durante los primeros años de Chávez, y ello me consta, Washington estuvo más que dispuesto a alentar al caudillo en su cruzada de cambio social “reformista”, y le observó con inocultable interés y en ocasiones hasta algo de entusiasmo, en tanto despreciaba a una oposición a la que decidió temporalmente consignar al basurero de la historia. Pronto se olvidaron a orillas del Potomac los cuarenta años de institucionalidad en Venezuela, la lucha de nuestro país contra la expansión del castrismo en América Latina en los sesenta y setenta, y los peligros que entrañaba un militar golpista, quien pronto se alió a Cuba, a la cabeza de un Estado como el venezolano.

Resulta que ahora algunos analistas elogian la nueva hoja de ruta Washington-La Habana como la apropiada para que Estados Unidos “renueve su liderazgo en América Latina”, y ni se les ocurre imaginar que un camino más apto y digno habría sido colocarse junto a los demócratas venezolanos estos pasados años, condenando la sistemática destrucción de la libertad en el país y apartándose de la hipocresía pro castrista de los numerosos gobiernos de izquierda latinoamericanos y caribeños, que hoy en día llevan la voz cantante en el hemisferio y hacen coro al despotismo cubano, en tanto sonríen frente a la desgracia venezolana.

Pero como bien sabemos, nuestras acciones tienen consecuencias imprevistas y no deseadas, y las hojas de ruta que Washington asignó a Cuba y Venezuela no están necesariamente marchando como se esperaba. Ciertamente, Washington está en capacidad, y va a hacerlo, de lanzarles un salvavidas económico a los Castro ante el patente naufragio del régimen chavista. Lo que, sin embargo, se complica es la sección correspondiente a Venezuela.

Con la actitud primero complaciente, luego tolerante y ahora equívoca de Estados Unidos hacia el chavismo, Washington ha contribuido a que las cosas en Venezuela hayan llegado a un punto que presagia graves y largas tormentas, que probablemente repercutirán en todo el hemisferio. Y atención: digo que ha contribuido como un factor entre varios, y no necesariamente el decisivo. Pues en modo alguno estoy argumentando que Washington debió, debe, o debería ocuparse por sí solo de reconquistar la libertad y la democracia en Venezuela, ya que esta tarea nos corresponde primordialmente a los venezolanos. Lo que digo es que esa verdad no eximía ni exime a Washington de haber formulado una política distinta hacia la tragedia venezolana, en función de un concepto del interés nacional menos estrecho, un tanto más digno y a la postre menos miope, un concepto del interés nacional en el que los principios equilibren el burdo pragmatismo de que han hecho gala varios gobiernos de Estados Unidos con relación a Venezuela.

¿Dónde estamos ahora? Quizás Cuba siga siendo estable un tiempo más. ¿Pero Venezuela? Es evidente que el país se asoma a un abismo de ruina económica, insurgencia social y quiebre institucional. Ya a estas alturas resulta grotesco sostener la fachada de que en Venezuela impera un régimen democrático y una sociedad libre. Las recientes designaciones inconstitucionales de los poderes públicos, en especial del Consejo Nacional Electoral, añaden a la farsa un elemento de amarga comicidad, que presumo ha de ser percibido hasta por los distraídos funcionarios de la Embajada estadounidense en Caracas.

¿Las sanciones de Obama? Las mismas significan “too little too late” (demasiado poco, demasiado tarde). A pesar de lo declarado por el ministro de la Defensa del régimen “revolucionario”, quien aseveró que las sanciones representan un “llamado a la insurgencia callejera”, lo cierto es que no creo que dentro del escenario que se le plantea a Venezuela en 2015 jueguen un papel clave esos tardíos y desganados castigos, relativos al retiro de visas y congelación de cuentas contra segundones que obedecen órdenes.

Washington, al igual que la oposición “oficial”, ha decretado para Venezuela, contra viento y marea y prestando escasa atención a los hechos, una hoja de ruta “constitucional, democrática y electoral”, sustituyendo la realidad por una utopía que está lejos de corresponderse con lo que en efecto ocurre en nuestra enferma sociedad. En medio de tales fantasías y a lo largo de tres lustros, se han desarrollado en nuestro país todos los más amenazantes componentes de un huracán social y político, que presagia convulsiones. Es posible que Washington logre comprar la estabilidad de Cuba, pero la de Venezuela ya no tiene precio.

Anibal Romero
aromeroarticulos@yahoo.com

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viernes, 21 de noviembre de 2014

ANÍBAL ROMERO, ELECCIONES LEGISLATIVAS EN ESTADOS UNIDOS

ANÍBAL ROMERO
Las encuestas pronosticaban un importante triunfo republicano en las recientes elecciones al Senado, la Cámara de Representantes y diversas gobernaciones y cámaras legislativas en varios estados de la unión. Pero los pronósticos se quedaron cortos. La magnitud de la victoria del Partido Republicano fue mayor a la prevista y descolocó a unos cuantos comentaristas.
Han comenzado entonces las explicaciones que no son tales: que si los latinos, los afroamericanos, los más jóvenes y las mujeres solteras no salieron a votar; que si la amenaza del virus del ébola distrajo a la gente; que si el Estado Islámico; que si los republicanos son unos malvados; que si esto o lo otro. Meras excusas. Hay que asumir la sencilla realidad de que una mayoría del electorado estadounidense ya se cansó de Barack Obama; de sus promesas y quimeras, de sus escasos logros, de su inseguridad e incertidumbre al estilo del Hamlet de Shakespeare, de su incapacidad para buscar consensos, de sus discursos vacíos y de sus políticas demasiado heterodoxas y socialistas para eso que denominan “el norteamericano medio”.
Algunos analistas afirman que el problema de estos años ha sido la oposición republicana a Obama y sus planes. ¿Pero qué debe hacer la oposición sino oponerse a aquello con lo que está en desacuerdo? Este tipo de críticas me luce francamente superficial. Son desde luego numerosos los factores que explican una dinámica tan compleja como la que impulsa la política democrática en Estados Unidos, pero excusarse tras la frivolidad de acusar a la oposición por hacer su trabajo no es el camino adecuado para descifrarla.

No ceso de asombrarme con respecto a dos temas. En primer término, ¿qué es lo que se esperaba de Obama? ¿Por qué el estupor acerca del deterioro de su imagen y su administración? Su oferta electoral fue siempre demagógica y en ciertos casos irresponsable. Una ilustración patente fue la promesa de cerrar la prisión en Guantánamo. Lo ofreció a la ligera y la cosa ha resultado más complicada de lo que creía.
Era tal vez inevitable que el primer presidente de color suscitase expectativas excesivas. Existimos en medio del acoso de lo que Vargas Llosa ha llamado “la civilización del espectáculo”, y Obama cautivó a un mundo que vive esencialmente en las nebulosas, a pesar del abrumador material informativo que a diario consumimos. Allí está la gran paradoja que nos extravía. El espectáculo, en especial si puede asociársele a contenidos emocionales, nos encandila.
En segundo lugar, buen número de los análisis sobre el resultado de las recientes elecciones legislativas avanzan con base en la premisa, no siempre admitida con suficiente claridad o sinceridad, según la cual las victorias republicanas son algo así como una falla del orden cósmico, un accidente intergaláctico, una incomprensible desviación de los códigos celestiales y designios divinos. Se presume que la marcha indetenible de la historia, que desde luego favorece aquello que las mentalidades bienpensantes del tiempo que nos tocó señalan, es momentáneamente desviada de su curso inexorable cuando los republicanos reciben el apoyo de la mayoría. Pero ocurre que el electorado estadounidense, con reiterada frecuencia, rompe los moldes y desajusta las expectativas.
Ahora, algunos sostienen, le toca el turno a Hillary Clinton, otro ícono del izquierdismo blando que predomina en los medios de comunicación de Estados Unidos, Europa y América Latina. Se argumenta que la ya precandidata del Partido Demócrata se beneficiará políticamente de su condición de mujer. Quizás, quizás, ¿pero quién puede estar seguro de ello? Dicen que los pueblos no votan por el pasado sino por el futuro, y si algo caracteriza a Hillary Clinton es que lleva un sobrepeso de pasado sobre los hombros (no me refiero a su edad cronológica, por lo demás). En todo caso, ya veremos. Hillary Clinton, si es de hecho la candidata demócrata en 2016, no lo tendrá fácil.
Pienso que el mundo entero se beneficia del hecho de que el electorado estadounidense sigue apostando por una economía libre y una sociedad abierta, así como por la división de poderes y la limitación del poder del Ejecutivo mediante los contrapesos del Congreso y la Corte Suprema. A los norteamericanos no les agradan, en general, las antipáticas clasificaciones étnicas que los políticos, sobre todo miembros del Partido Demócrata, estimulan para manipular a los votantes, en especial a los afroamericanos, latinos y asiáticos. Esta propensión a polarizar es típica de Obama y creo que ha terminado por causarle severos daños políticos. Los demócratas han propiciado las divisiones y fragmentaciones étnicas y sociales para poner de su lado a determinados grupos, y al tomar ese rumbo han alienado gradualmente a los blancos, que también, por cierto, votan y no son pocos.
En las recientes elecciones legislativas los cálculos salieron mal a los que apuestan por esa línea estratégica. No es tan cierto que los demócratas tienen a los latinos en el bolsillo, o a los jóvenes, o a las mujeres. Estados Unidos es un país en permanente movimiento, una sociedad repleta de energías creadoras donde las verdades de hoy pasan rápidamente a convertirse en los errores de mañana.
Ciertamente, una aplastante mayoría de afroamericanos ha votado por Obama y los demócratas estos pasados años. Lo considero bastante comprensible en cuanto se refiere a Obama, por razones históricas. Pero me inquieta que este sector social acreciente sin cesar su dependencia del Estado en los aspectos socioeconómicos. No es saludable para una sociedad abierta y libre que un grupo específico, por motivos de condición socioeconómica o por el color de la piel, se comprometa férreamente con un único partido político, sin cuestionamientos ni críticas. Los venezolanos entendemos lo negativo de todo esto a raíz de la manipulación, por parte del régimen “revolucionario”, de los sectores más pobres en nuestra sociedad.
En todo caso, creo que el electorado estadounidense ha dado una muestra de madurez. Otra más. La economía norteamericana está paulatinamente repuntando gracias a la fortaleza del sector privado, y confío que los republicanos en el Congreso tendrán la fuerza suficiente para moderar a Obama, pues su desencanto personal podría empujarle hacia decisiones imprudentes, populistas o solo pensadas a medias, por ejemplo, sobre los temas migratorios o con referencia al programa nuclear iraní. El equilibrio de poderes es el nombre del juego en la democracia estadounidense. Ello tiene sus dificultades, pero en lo fundamental es algo eminentemente positivo.
En tal sentido, alerto sobre los cada día más intensos rumores acerca de la disposición de Obama a otorgar una amnistía masiva a millones de inmigrantes ilegales, predominantemente provenientes de Latinoamérica, que ahora se encuentran en Estados Unidos. Ello a pesar de sus reiteradas declaraciones en contra de tal curso de acción, formuladas durante estos pasados seis años. De cambiar ahora su posición, con el único y verdadero propósito de ganar votos latinos para el Partido Demócrata en 2016, Obama estará violentando los límites constitucionales a su autoridad, y burlándose del reciente veredicto electoral de las legislativas. Las consecuencias de un paso semejante serán muy graves. No lo dudemos. El tema migratorio no debe ser enfrentado a través de imposiciones por parte del Ejecutivo, pero Obama ha demostrado reiteradamente que no sabe o no quiere negociar.
La tentación de dar el paso unilateralmente y decretar una amnistía masiva será casi irresistible para un Obama disminuido y un Partido Demócrata en dificultades. De hacerlo, pasando por encima de la mayoría en el Congreso, las consecuencias serán muy negativas para Estados Unidos y eventualmente para los propios demócratas, pues el electorado norteamericano en su decisiva mayoría se apega a las leyes. La polarización se acentuará y los dos últimos años de Obama en la Presidencia se envenenarán aún más, por las divisiones y rencores entre los dos grandes partidos del sistema político.
Si se me preguntase, finalmente: ¿cuál ha sido el principal problema, el obstáculo clave de Obama en su desempeño como presidente?, respondería que su temperamento más bien sombrío, escéptico y poco apto a asumir y reflejar el optimismo al que tradicionalmente aspira el pueblo norteamericano. Ese fue el secreto de Reagan: su optimismo a toda prueba.                                
Anibal Romero
aromeroarticulos@yahoo.com

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martes, 11 de noviembre de 2014

ANÍBAL ROMERO, POLÍTICOS Y ANTIPOLÍTICA

ANÍBAL ROMERO
Recientes estudios de opinión publicados en España indican que el nuevo partido Podemos ha alcanzado el primer lugar en las preferencias del electorado, superando a los dos partidos tradicionales: el Popular y el Socialista. Esto puede o no tratarse de un fenómeno pasajero; sin embargo, el mismo es ilustrativo de una tendencia que se extiende en buena parte de Europa y tiene manifestaciones en otros sitios.

En Francia el Frente Nacional, encabezado por la carismática y hábil Marine Le Pen, en el Reino Unido el partido UKIP y su líder Nigel Farage, en Italia “Beppe” Grillo y su movimiento de protesta, entre otros casos que cabría sumar al de Podemos, son manifestaciones políticas que sacuden los cimientos de las estructuras que imperaron por décadas, abriendo horizontes inéditos y desde luego inquietantes.

Se afirma con frecuencia que se trata de expresiones de la “antipolítica”, pero ello me parece errado. Nos agraden o no, Podemos, el Frente Nacional francés, el partido pro independencia del Reino Unido (frente a la Comunidad Europea), el movimiento italiano de Grillo y otros ejemplos más, en ciertos aspectos similares, no expresan algo ajeno a la política, vista esta última como manejo de la dinámica de los conflictos y esfuerzo de ordenación social. Son fenómenos esencialmente políticos, unos de derecha, otros de izquierda, otros predominantemente confusos, pero políticos al fin y al cabo, en el sentido de representar los pareceres de grupos sociales tan reales y vigentes como los que siguieron en su momento a las organizaciones tradicionales.

Deseo en tal sentido dejar claro que en modo alguno me estoy pronunciando acerca de los contenidos específicos de las aspiraciones, planteamientos y propuestas de los diversos movimientos ya mencionados, ni en torno a las supuestas cualidades o defectos de sus líderes. Mi objetivo es otro: cuestionar a quienes intentan proteger a toda costa a los partidos y políticos tradicionales, atribuyéndoles el monopolio de lo que legítimamente puede considerarse como una instancia o realidad política.

Conviene entonces enfatizar y precisar aún más lo siguiente: el esfuerzo orientado a descalificar a estos movimientos llamándoles “antipolíticos” tiene un propósito político, que no es otro que deslegitimar manifestaciones perfectamente comprensibles del hastío, la rabia y la protesta de amplios sectores sociales, ante la inmensa corrupción, las mentiras y la incompetencia que carcomen a los partidos y políticos tradicionales.

No tiene validez teórica alguna, en ese orden de ideas, la presunción según la cual la única política digna de tal nombre es la de Rajoy, Zapatero, Sarkozy, Hollande, Cameron, Milliband, Renzi y Berlusconi. También Iglesias, Le Pen, Farage y Grillo hacen política; es más, hacen política de masas. 

Lo que ocurre es que su demagogia es radical, a diferencia de la demagogia blanda e hipócrita de buen número de políticos democráticos, quienes cargan sobre sus hombros una inmensa cuota de responsabilidad por el desprestigio de sus organizaciones, así como por el renacimiento de los extremismos en diversos países de Europa.

Resulta vergonzoso enterarse de las vastas redes de corrupción, de carácter verdaderamente mafioso, que envenenan las gestiones de los partidos tradicionales en España, para citar este caso tan álgido actualmente. Son los políticos y sus partidos de siempre, y no los supuestos “antipolíticos”, los que han ensuciado y empantanado la política, convirtiéndola en un instrumento de enriquecimiento personal y despojándola de toda nobleza e idealismo.

No debería, por tanto, existir motivo alguno de sorpresa ante el surgimiento y crecimiento de movimientos como Podemos, UKIP y el Frente Nacional francés, que se convierten en únicos canales de drenaje para el estupor y el generalizado descontento de los electorados, que comprueban hasta qué punto son utilizados como borregos para llenar los formalismos electorales de democracias vacías, acosadas por el cinismo de quienes deberían conducirlas a un mejor destino.

Es evidente que la Venezuela de hoy, por su lado, no escapa del deterioro de la política representada por los partidos tradicionales, así como por algunos otros creados más recientemente, que en mi opinión están enfermos por la falta de autenticidad, carencia de ideas y empeño en usar la política como un medio para servir fines personales, en lugar de sentirla y proyectarla como un fin, apegado a ideales como la libertad del ser humano y la independencia y progreso del país.

A mi modo de ver, en medio del extendido panorama de mediocridad, dobleces, engaño y manipulación que caracterizan la existencia política en la Venezuela de hoy, tanto en las filas del gobierno –fundamentalmente– como en parte de la llamada oposición, solo sobresalen unas pocas figuras, entre las que destaco a Leopoldo López y María Corina Machado por su valentía y su compromiso. ¿Que la acción política requiere algo más que valentía y compromiso? Es cierto; pero en una situación como la que experimenta Venezuela, sin valentía y compromiso los políticos nada valen.

Hemos visto políticos en tiempos recientes que nos hablaron de fraude electoral y luego lo olvidaron o se subordinaron al régimen. Otros más proclaman la transparencia electoral y no obstante se entienden con el gobierno y su funesta Asamblea Nacional, para una vez más articular un contexto electoral tramposo, parcializado e inaceptable en 2015, y empujar a los ciudadanos a las urnas de votación mediante los chantajes de costumbre.

Estos políticos, presuntamente “pragmáticos”, son en realidad los sepultureros de la política en su más noble significado, los grandes culpables del desgano, la desilusión y reacciones extremas que hieren y desangran a la democracia. Son los que entre febrero y abril de este año se dedicaron a deslegitimar por todos los medios las heroicas y legítimas protestas de los estudiantes venezolanos, frustrando al final las esperanzas y sacrificios de tantos a través del espejismo de un “diálogo” que jamás ha sido ni será otra cosa que una patraña, una varita de prestidigitador empuñada para encandilar incautos y proseguir la coexistencia con un régimen que ha destruido al país, entregándole de paso al despotismo cubano. Esto también es política, pero es una política deleznable.

Anibal Romero
aromeroarticulos@yahoo.com

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