Chávez se encuentra frente a un enemigo feroz:
los años.
Sus propios años en el Gobierno. Sus años de
gestión, de planes, de denuncias y de promesas, de viajes, de cosas hechas y de
cosas por hacer. Sus años en el poder. Es la simple suma de los días. El
costado más cruel de las matemáticas. Ni modo.
Quizás por eso está tan irritable. Tal vez por
eso anda tropezando tanto, cometiendo errores, dando vueltas sobre sí mismo,
sin encontrar cómo salir del enredo. No puede, aunque quisiera, decir que el
tiempo es un invento capitalista.
No puede acusar al calendario de golpista. No
hay forma de combatir al fatal terrorismo de la edad.
Por eso tampoco tolera el debate entre lo nuevo
y lo viejo.
Desde que ese antagonismo apareció, se le
desordenó el ánimo y la retórica. Comenzó a tratar de aclarar el asunto en cada
intervención. Era algo rarísimo. Soltaba unas frases abstractas, casi en tono de
libro de autoayuda, sobre lo nuevo que no es nuevo sino viejo y sobre lo viejo
que no es viejo sino nuevo. Lo que parece sólo parece pero no es, pequeño
saltamontes. No te dejes engañar.
Al final, sólo quedaba un trabalenguas sobre la
tarima.
Ahora ha empezado a tratar, desesperadamente, de
satanizar al adversario asociándolo con Acción Democrática, con Tradición
Familia y Propiedad, con la cuarta república…
Sin embargo, al hablar así, envejece. Luce como
un político achacoso, empeñado todo el tiempo en poner sobre la mesa el ayer.
Se refiere a una prehistoria que la mayoría de los votantes no recuerda o no
conoce. No le interesa ni le preocupa. Chávez es pasado porque habla todo el
tiempo del pasado.
Haz la prueba: observa y escucha cualquier
alocución presidencial. En su afán de desarrollar su campaña usando los fondos
y los espacios públicos, disfrazando la propaganda de información
gubernamental, Chávez construye todavía más su antigüedad. Sus promesas
electorales son informes de cuenta. Sólo habla de lo que ha hecho, de toda la
plata que supuestamente ha gastado, se contrasta a cada rato con el pasado, con
lo que hicieron o no hicieron los gobiernos anteriores. Enumera un archivo de
acciones pasadas. Invoca viejos fantasmas que ya no asustan a nadie. Siempre
dice lo mismo. El motor de su discurso es la repetición. Ya no hay sorpresas.
No cuenta nada: sólo reitera.
Los venezolanos tenemos una sobredosis de sus
palabras. Nos conocemos sus chistes y sus anécdotas de memoria. Él, ahora,
podría incluso ahorrárselas, resumirlas con un solo término. Así, en su
intervención en cualquier acto, en vez de volver a relatarnos otra vez alguna
de sus interesantísimas aventuras o alguna de sus divertidísimas ocurrencias,
podría identificarlas con una palabra y ya todos sabríamos de qué se trata.
“Arañita 5?, por ejemplo, podría decir de pronto. Y ya todos sabríamos que se
refiere a la tarde en que estaba en Sabaneta, vendiendo dulces, y de repente se
le apareció su hermano Adán y etcétera. “Peluca 3?, también podría decir. Y
todos, de inmediato, soltaríamos la carcajada, recordando la tarde cuando se
fue disfrazado al bulevar de Catia y blablablá. Chávez todavía no ha entendido
que nadie que hable tanto puede ser una novedad.
¿Cuántos paraísos nos ha vendido durante todos
sus gobiernos? ¿Te acuerdas del sueño de las décadas de bronce, de plata y de
oro? ¿Hacemos una lista de promesas incumplidas, de puentes invisibles, de
hospitales que nunca se han inaugurado? Ya hasta aquello de que nos íbamos a
bañar en el Guaire es una ironía pasada de moda. No es posible mantenerse tanto
tiempo en el poder y pretender, además, seguir siendo nuevo. A menos que uno
crea, claro está, que tener 86 años de vida, y más de 50 años controlando un
país, sea algo innovador. Y aun así, el almanaque es irremediable.
Fidel Castro pasará a la historia como un
dinosaurio político, como uno de los signos del atraso de la humanidad en el
siglo XXI. La permanencia ilimitada en un cargo es incompatible con la
democracia. Ese es un síntoma inequívoco de la modernización, de la
contemporaneidad. Un militar queriendo eternizarse en el poder sólo es un
símbolo de antigüedad.
Nada lo ayuda en la batalla contra el imperio
del tiempo.
Ni siquiera su propia campaña. Su imagen
electoral, curada con photoshop, contrasta demasiado con su estampa en vivo y
directo. Cualquiera puede darse cuenta. Las diferencias son notables. No son la
misma persona. Su apariencia delgada y sonriente también pertenece al pasado.
Agarra a un joven que tenga 18 años. Cuando Hugo Chávez ganó la Presidencia, tenía apenas 4. En octubre votará por primera vez. Pregúntale qué piensa cuando le dicen que tiene que elegir un nuevo presidente.
abarrera60@gmail.com
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