Cuando Brasil obtuvo en Zurich en 2007 la
sede para el Mundial de Fútbol 2014, aquello constituyó un motivo de emoción
tan grande en el coloso del Sur, que terminó convirtiéndose en una lloradera colectiva. Desde Lula, quien
encabezó la delegación a Suiza, hasta el seleccionador Dunga y el irreverente
Romario, hasta modestos trabajadores
públicos, todos dejaban deslizar las lágrimas por sus rostros. En todo el país se festejó la decisión con
júbilo.
Entregarles la sede a los brasileños era un reconocimiento a su poderío
económico y a su liderazgo político planetario. El entonces presidente Luiz
Inacio Lula simbolizaba esa nación que durante varios lustros había realizado
esfuerzos sostenidos para crecer y repartir los frutos de esa riqueza de forma
equitativa. Decenas de millones de familias habían traspasado el umbral de la
pobreza y se encaminaban a formar una clase media amplia y sólida.
Esto
ocurrió hace siete años. Con el paso del tiempo las cosas han cambiado. Las
inversiones milmillonarias, el despilfarro y la corrupción alrededor de la
construcción o remodelación de los estadios de balompié y de las obras para las
Olimpíadas de 2016, que se celebrarán en Río de Janeiro, han mostrado el rostro
más envejecido y deteriorado de la élite gobernante. Gente vinculada a Dilma Rousseff y a Lula da
Silva son señalados como responsables de malgastar y apropiarse de los dineros
del pueblo, que ya no siente el bienestar ni la prosperidad de antaño. El
descontento se expresa por todos lados. En los meses pasados hubo revueltas que
sacudieron a Sao Paulo, a Río de Janeiro y a otras grandes ciudades. Dilma tuvo
que ceder a las presiones populares para evitar que el movimiento de protesta
se extendiera y el país se incendiara. El último conflicto importante fue el de los trabajadores del
Metro de Sao Paulo, que puso en jaque la instalación del evento y el juego
inaugural.
Los síntomas del malestar aparecen por todos
lados. La popularidad de Dilma para las elecciones del próximo octubre ha
retrocedido y su reelección se encuentra amenazada ante el avance de la
oposición, especialmente del Partido de la Social Democracia Brasileña (PSDB).
La cita mundialista podría darle un nuevo aire a la Presidenta, en el caso de
que a selección nacional quede campeona o subcampeona. Pero, si queda eliminada
en las fases tempranas del torneo, ese podría ser el puntillazo a sus
aspiraciones para volver a estar al frente del Gobierno. En las apuestas,
Brasil es considerado favorito por ser la sede, pero todo el mundo sabe que no
le resultará fácil vencer a sus poderosos enemigos europeos, latinoamericanos
e, incluso, africanos. Tampoco su selección es evaluada entre las mejores que
haya presentado la nación sureña.
Dilma
pende en una medida importante del comportamiento de la selección en el
Mundial. El triunfo justificaría, en parte, el derroche. Esta dependencia se
debe a que no ha construido un sólido liderazgo ni en Brasil, ni en el resto
del continente. En el frente internacional, especialmente en lo que concierne a
Venezuela, prefirió convertirse en dirigente de la ultraizquierda troglodita y,
aunque parezca paradójico, en jefa de Relaciones Públicas del grupo Odebrecht,
que en la líder la visionaria que reclaman los demócratas de toda la región
frente a los avances del autoritarismo izquierdista en Argentina, Bolivia,
Ecuador y, donde más, Venezuela. El silencio cómplice de la señora Rousseff
frente a la violación de los derechos humanos, el acoso a los medios de
comunicación independientes y las elecciones fraudulentas, ha sido
decepcionante.
Una
potencia de las dimensiones de Brasil –entre las diez economías más
desarrolladas y poderosas del mundo- no puede limitarse a ver hacia adentro y
desentenderse de lo que ocurre en el resto de Suramérica e, incluso, de
Latinoamérica. Los jefes políticos de grandes naciones en el mundo globalizado
son también líderes internacionales. La señora Ángela Merkel representa un
notable ejemplo. En América Latina, tal responsabilidad no corresponde solo a
los Estados Unidos, cuyos presidentes siempre son acusados de “imperialistas”
precisamente por quienes, situados a la izquierda del espectro político, no
honran los compromisos internacionales que tienen.
El
liderazgo de Dilma Rousseff va en declive. El Mundial podría salvarla de la
hecatombe. Si el milagro ocurriese, sería gracias a la habilidad de los
jugadores y del entrenador, no a la maestría de una Presidenta que ha ha
decepcionado por sus numerosas inconsistencias.
Trino
Marquez Cegarra
trino.marquez@gmail.com
@trinomarquezc
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