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lunes, 18 de junio de 2012

RICARDO COMBELLAS, TODOS SOMOS LIBERALES

Dos experiencias motivan este artículo: la primera vinculada a un curso de doctorado que en su momento dicté en la Universidad Simón Bolívar. 

Una irreverente alumna comprometida con el régimen, rebatió un argumento señalándome: nuestra diferencia fundamental está profesor en que usted es liberal y yo no; la segunda está relacionada con una entrevista que por televisión concedió recientemente el presidente de Uruguay, Pepe Mujica. 

Con  sabiduría y respaldado por el rico andar de su larga y agitada vida, Mujica destacaba la relevancia de la tradición liberal, independientemente de su genuina formación socialista. Confieso que  la aseveración estudiantil   movió el piso de mis ideas y creencias. Nunca me he sentido liberal y siempre me he  identificado con las ideologías con fuerte contenido social, y por su supremo valor, que no es otro que la justicia social. En suma, en ese momento mi mente rechazó acrítica y contundentemente  el reproche de ser liberal. Después de varios años y oyendo a Mujica medité críticamente y sin prejuicios  una visión diferente que estampo a continuación.


En primer lugar, como se sabe, el liberalismo es la primera ideología moderna, cocinada a través de un largo proceso (que por cierto no ha cesado todavía), cuyos orígenes se remontan en Europa (principalmente en Inglaterra, pero también en Francia y Alemania) a mediados del siglo XVIII, pues nace unido a ese portentoso movimiento de ideas que identificamos como Ilustración. El liberalismo desde sus inicios tendrá una ventaja sobre la gran ideología contrapuesta, el socialismo, pues mientras ésta fue al poco tiempo de su desarrollo maniatada y convertida en ortodoxia por el marxismo, aquella permaneció libre de ataduras, por lo cual hoy es más justo hablar de liberalismos que de liberalismo. Hay en efecto liberalismos de liberalismos: conservadores y progresistas, sociológicos y económicos, individualistas y abiertos a lo social, respetuosos del Estado, a lo más un mal necesario, hasta anarquistas, en fin  liberalismos, como enfatiza John Gray, que insisten en la tolerancia como una forma ideal de vida y liberalismos que destacan el compromiso de paz entre diferentes modos de vida.

El único intento serio con pretensiones de maniatar y absorber el liberalismo en una única visión ha sido el neoliberalismo, y ha estado cerca, aunque afortunadamente no lo ha logrado todavía, de conseguirlo. 

Cuando hablamos de neoliberalismo, para que el lector no se confunda, nos referimos a esa  corriente del liberalismo surgida en torno a sus dos grandes gurús,  Friedrich Hayek y Milton Friedman, y que tuvo en las reuniones de Mont Pélerin, en Suiza, a partir del año 1947 su punto de partida y de definición de sus líneas fundamentales. Y no sólo me refiero a ello por  su rabiosa oposición al Estado de bienestar, recién nacido en Europa de las cenizas de la guerra, tanto como al New Deal norteamericano, sino principalmente por la fisura que introdujo en el liberalismo, al separar el liberalismo político y el liberalismo económico, haciendo de éste su niña mimada bajo el sacrosanto principio del libre mercado. 

Al desvalorizar el liberalismo político, unido a la idea de libertad como libertad de la opresión política y la defensa irrestricta del ideario democrático, y su expresión garantista en el Estado constitucional democrático moderno, el neoliberalismo abrió las puertas al autoritarismo e intentó cerrarlas a los legítimos anhelos de justicia y libertad que hoy acompañan las luchas de los excluidos, los marginados y los indignados, en todas las latitudes del planeta.

El liberalismo político, entrelazado desde sus orígenes con las grandes declaraciones de derechos, punto de partida indiscutible de la doctrina  de los derechos humanos, y su expresión en lo que Bobbio calificó como las grandes libertades de los modernos: la libertad personal, de manifestación del pensamiento, de reunión y de asociación, constituye un tesoro de incalculable valor con el cual  se identifican todas las ideologías progresistas de la modernidad. Sin ellas la conquista de la libertad política, el derecho ciudadano de participar directamente o por medio de representantes elegidos en las decisiones colectivas hubiese resultado imposible 

Es en sentido que todos somos liberales, orgullosamente liberales, independientemente de que comulguemos con disímiles ideas de avanzada social, por la sencilla razón de que no hay libertad social que valga si no es garantizada por esas libertades fundamentales que el liberalismo tanto ayudó en construir.

ricardojcombellas@gmail.com

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viernes, 25 de mayo de 2012

FERNANDO LONDOÑO HOYOS, EDITORIAL, LA HORA DE LA VERDAD

Que suene el clarín y que nos conduzca al silencio. Por los jóvenes que murieron para defenderme, por los jóvenes militares que ayer entregaron su vida en La Guajira, por los jóvenes policías que fueron cobardemente asesinados en La Gabarra hace unas horas, por todos los colombianos que están cayendo en esta guerra donde nos la jugamos toda. Nos jugamos el presente, nos jugamos nuestros valores, nos jugamos nuestro derecho al porvenir. Aquí no están en juego cosas menores.

¿Por que querían matarme? Por lo que represento, y represento un voz que resultó ser demasiado fuerte para los enemigos de eso que represento: una filosofía de la existencia, una manera de concebir la Vida, que está basada en un pilar fundamental, el principio de la Dignidad de la Persona Humana que arranca del mensaje de Jesús y de su Sermón de la Montaña: la vida humana es sagrada por encima de toda consideración.

Porque los hombres somos hijos de Dios y herederos de su Gloria. Porque tenemos que construir con nuestras obras nuestro propio destino. Eso molesta a muchos, a todos los que a lo largo de la Historia han sido los practicantes y los beneficiarios de las autocracias y de las tiranías, del poder ciego de la fuerza y de la violencia. Los remito al dialogo platónico de La República, cuando Callícles y Trasímaco se enfrentan a Sócrates. “Lo justo es lo que conviene al más fuerte”, decían Callícles y Trasímaco. No. Lo justo es lo que conviene a un principio superior, a definirlo, a plantearlo, decía Platón en sus quinientas páginas de La República. Ahí comienza esa búsqueda del Hombre para encontrar su destino, que encuentra la plenitud de su expresión en las palabras de Jesús: la vida del Hombre solamente es de Dios.

Pero la vida del hombre pleno, con su libertad, su libertad de conciencia, de pensamiento, de religión, de trabajo, de asociación, de movilización, de búsqueda de su destino. La libertad plena cuantos enemigos tiene. Porque yo la predico sobro para todos los amigos de los totalitarismos que vivieron siempre pero que tuvieron su expresión filosófica más cabal en Hegel y en su expresión que cubrió de dolor los siglos: el Estado es dios sobre la tierra, y de ahí nacieron el nazismo, el fascismo y el comunismo. Les molesto claro, porque insisto en la dignidad de la persona humana.

No estoy defendiendo mi pobre propia vida, que existe por la gracia de Dios. Estoy defendiendo, como la he defendido siempre, la vida de todos, la vida plena de todos. Alguien decía, en comentario a estos hechos trágicos, que el atentado en mi contra podría suponer reacciones contra miembros de lo que se llama, así se llama, la izquierda. Si alguien quiere ser mi enemigo ideológico, que toque a alguien con la fuerza de la violencia, no lo tolero, no lo permito, pero por honda convicción, no por razones circunstanciales, ni acomodaticias.

Hace cincuenta años por lo menos, estudio filosofía, y para que se sepa bien, soy todavía de los partidarios que pueden quedar de la filosofía aristotélico-tomista, y no acepto que la violencia pueda substituir al Derecho. No lo acepto. Pero quienes insisten en otra manera de ver la vida humana, encuentran que somos un estorbo. La libertad es condición de la sociedad humana, la libertad plena, y hay que defenderla. A la gente no se la puede manejar a látigo, porque esa es la negación del ser humano. Hay que respetar la libertad de todos, y solamente la libertad creativa ha hecho grande el mundo en el que todavía vivimos.

Lo que vale la pena en la historia humana se le debe a la libertad. Ese ha sido un principio fundamental de mi quehacer, de mi decir y de mi obrar. Por eso soy enemigo de todos los violentos, de todos los que tienen armas en la mano, dicen para enfrentarse al Estado. ¡No! Para sojuzgar a los demás hombres, para imponerles su voluntad, para regir sobre sus vidas. Y lo hacen en Colombia parapetados detrás de esa cosa atroz que es el narcotráfico.

He sido un luchador contra el narcotráfico, primero en el campo intelectual, mucho antes de ser designado ministro del Interior, y como ministro del Interior y de la Justicia fui un abanderado de esa lucha. Con el presidente Uribe sabíamos que la paz no podía llegar sino con la derrota de los narcotraficantes. El que no tenga eso claro se equivoca. Y los narcotraficantes, es decir las Farc, todas las guerrillas y todos los bandidos de esa cosa horrorosa que gira alrededor de ese negocio inmundo, habían jurado que algún día se vengarían de mí. Parece que mis palabras alcanzaron hacerles daño. Yo no lo sabía. Creía que habían sido protestas inútiles en defensa de una sociedad que no se quiere defender.

Y todo esto, queridos oyentes de La Hora de la Verdad, viene de la mano de un tema fundamental: el desarrollo económico como condición de la vida de los pueblos. Sin desarrollo económico no hay nada. El desarrollo es el nuevo nombre de la paz. ¿Y cómo se hace desarrollo económico? Defiendo, defenderé, seguiré defendiendo hasta donde Dios me dé fuerza, el único principio que ha sido rector de la riqueza de los pueblos, que la ha explicado y que ha permitido que centenares y centenares de millones de hombres salgan de la pobreza y tengan una vida digna: el principio de la libertad económica, el principio de los mercados bien regulados en lo que fuere estrictamente indispensable, bien manejados impidiendo que el más poderoso aplaste al débil, pero poniendo la capacidad creativa del hombre como el centro de todo el universo económico.

Eso molesta a muchos. Molesta a todos amigos del torpe socialismo del siglo XXI. Molesta a los que quieren conducirnos retardatariamente al “progresismo” que llaman de la historia cubana, o de la historia de la vieja Unión Soviética, de todas las miserias que ha concentrado el siglo XX a nombre del socialismo.

Soy su enemigo, soy defensor de la libertad como único poder creador de una vida digna que valga la pena vivirse. Y eso molesta, eso perturba. Lo siento, pero son principios que no son renunciables y no voy a renunciar a ellos. No voy a renunciar al principio de que la sociedad colombiana, constituida en Estado, tiene unas fuerzas para su defensa y que esas fuerzas constituyen la entraña misma del ente social. Las “partes del conflicto” no son unos guerrilleros por un lado y unos soldados por el otro. Las “partes del conflicto” son unos guerrilleros, narcotraficantes, bandidos atroces y la sociedad armada para su defensa. La sociedad que encuentra en la vocación de uno seres especiales, soldados y policías, la voluntad de lucha para mantener el derecho, para mantener la fe, para mantener la libertad.

Parece que eso le duele a muchos. También lo siento, pero tampoco el principio es renunciable. Y seguiré hasta donde Dios me dé esta nueva oportunidad de vida, diciendo estas cosas, sosteniendo estos valores, que son comunes a todos, inclusive aquellos que no coinciden conmigo. Esos que no coinciden conmigo enaltecen el debate y explican mi lucha. Los que consideran que soy un retrógrado porque creo en los principios del comercio, en los principios del desarrollo económico, en el principio fundamental de que la sociedad se arma legítimamente para su defensa a través del Ejército y de la Policía. Eso les puede parecer retardatario, pero ahí está el debate. Y ese debate, a través de un proceso dialéctico y enriquecedor, es la condición de la paz y la condición del progreso.

El progreso no se hace sino sobre la contradicción de pareceres. Y aquí estamos para sostener nuestras ideas. Consideramos que vamos por muy mal rumbo, que hemos cometido muchas equivocaciones, muy pesadas, muy gruesas, en nombre de un  supuesto progresismo devastador. Pero ahí seguiremos. Dios nos ha dado una nueva oportunidad de vida sobre la tierra y tenemos que advertir cuales peligros atroces se ciernen sobre la sociedad colombiana.

Nuestro “nuevo mejor amigo”, que es una amistad que hemos puesto ante los ojos del mundo como una amistad detestable, es el amigo de Gadafi, de Ahmadinejad y de Bashar al Assad, y eso no nos parece tolerable porque no es tolerable ninguna forma de terrorismo, y mucho menos ninguna forma de totalitarismo. Uno no puede ser amigo de sanguinarios totalitarios, ni amigo de quienes sean amigos de esos  sanguinarios totalitarios.  Habrá que tolerarlos con respeto, habrá que cuidarlos porque representan naciones dignas de un mejor futuro.

El noble, el querido pueblo venezolano tiene todo nuestro amor, pero no lo tiene – no puede tenerlo – el déspota que ahora los dirige, y es el que ha importado a América estas formas de terrorismo que empiezan a manifestarse. Hemos sido gobernados por débiles, y no hay peor gobierno que el de los débiles en los momentos críticos de las naciones.

He sido víctima de un atentado del que he escapado milagrosamente con vida, pero no salí con  vida para salir en fuga. Salí con  vida para decir estas cosas. El que esté en desacuerdo que levante la voz y discutamos como seres racionales, como hombres que quieren la libertad y el respeto. Respeto a mis contradictores pero no acepto como tales a los que para aparentar serlo ponen bombas, asesinan gente, destrozan nuestros bosques, arruinan la libertad en nuestra sociedad. Esos no son contradictores, son bárbaros que hay que derrotar antes que sea demasiado tarde. Con todos los demás, bienvenida la controversia.

Sé que a muchos molesta mi discurso. Lo lamento. Si de ese discurso lo que les molesta es algo de mi estilo, acaso demasiado vehemente, ofrezco mis disculpas y quisiera moderar mis palabras pero no su sentido, no su alcance. Aquí seguiremos, desde La Hora de la Verdad, que tiene una misión histórica hoy más que nunca, pregonando estas verdades y defendiendo estos valores. Los recordamos: la dignidad de la persona humana, la libertad como condición de la sociedad humana, la necesidad de la lucha imperiosa contra el narcotráfico y todo para la búsqueda del desarrollo económico que es el nuevo nombre de la paz, construido sobre la libertad creativa de las empresas, de las pequeñas, de las grandes, de las medianas. Esos son principios por los que seguiremos batallando con tesón y con ninguna arma distinta de nuestra inteligencia y de nuestra voluntad de acierto.

Gracias a todos los colombianos que nos han apoyado. Gracias a los contradictores que entienden que esta es una lucha por la supervivencia de eso que llamamos la Democracia, es decir la forma de gobierno que permite edificarse sobre la libertad de todos. ¡Gracias! ¡Gracias a todos!

Y a quienes me pusieron la bomba un mensaje claro: no hay espacio en mi corazón para el odio, no los odio; no voy a secar las fuentes de mi alma en un  sentimiento tan negativo y tan destructivo. No tengo espacio para odiarlos. Pero tampoco tengo espacio para tolerar el que reciban el perdón cobarde de unas instituciones que quieren entregarse y entregarnos. ¡No nos vamos a entregar! 

Los colombianos seremos fieles a nuestro destino y tenemos que jugar un papel fundamental en la lucha por eso que se llama la Civilización Cristiana frente a los bárbaros que la ataquen. Que Dios nos pida cuentas si seremos o si resultaremos ser inferiores a ese destino histórico. Gracias a todos, y gracias Dios mío por el milagro de la vida.

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sábado, 14 de abril de 2012

AGUSTÍN LAJE (*) / LOS LÍMITES DE LA DEMOCRACIA Y LAS MAYORÍAS / DESDE ARGENTINA

Democracia se ha convertido en una de esas palabras-ídolo que prácticamente todas las corrientes ideológicas y todos los sectores políticos reclaman como propia. ¿Quién que esté en búsqueda de un poco de poder político osaría hoy en definirse a sí mismo como enemigo del ideal democrático? ¡Hasta los castristas alegan que en la dictadura cubana impera una “democracia” (aún cuando ya han pasado más de cincuenta años desde las últimas elecciones) mientras que la URSS en el siglo pasado definía su sangriento totalitarismo igualitarista como “democracia popular”!
La democracia es el sistema político que, en resumidas cuentas, otorga al individuo libertad política permitiéndole elegir a sus representantes o ser elegido por sus pares como tal, y al mismo tiempo, lo habilita para acabar pacífica y sanamente con una gestión de gobierno que considere perjudicial.

La percepción generalizada de que la democracia es el sistema político de gobierno más justo sobre esta Tierra ha provocado que tiranuelos de toda calaña y variopintos enfermos de poder encuentren en aquella un vocablo atractivo no por su contenido específico, sino por sus implicancias emocionales en el pueblo. El manoseo conceptual ha sido, en efecto, una constante por parte de aquellos que nada tienen que ver con la democracia pero que intentan de cualquier manera acomodar los significados a su propia conveniencia.
Así las cosas, el ideal democrático se ha ido destiñendo en tal magnitud como consecuencia de todo esto, que en la actualidad la inmensa mayoría entiende la democracia en un sentido estrictamente procedimental: ésta comienza y termina en aquella boleta que introducimos en una urna para expresar nuestra preferencia política; la mayor cantidad de papelitos consagrará a un ganador que automáticamente estará habilitado por la mayoría para hacer lo que se le venga en gana. La utilización desmedida del ya clásico argumento “somos el 54%” que emplean los kirchneristas frente a todo −literalmente todo−, es un claro ejemplo de esta forma reduccionista de entender lo democrático.
Pero la visión según la cual la democracia es una suerte de sinónimo de la “regla de la mayoría”, además de pecar de simplista, supone una contradicción insalvable: si el cumplimiento de la regla de la mayoría fuese el único requisito de una democracia, entonces la mayoría podría, por caso, prescribir legítima y “democráticamente” la muerte de la minoría, lo que redundaría en la destrucción de la propia regla en cuestión. Sin minoría, el concepto de mayoría no tiene sentido, pues se es mayoría en tanto exista, por más reducida que sea, una minoría; y sin mayoría, según el propio criterio mayoritario, no hay democracia.
De esto último se desprende que la democracia, para sobrevivir a su propia lógica interna, precisa de límites vinculados al respeto de las minorías por un lado, y garantías de libertad por el otro. En efecto, sólo en democracia se puede garantizar libertades políticas, toda vez que ella se erige como el único sistema donde la voluntad individual de las personas puede expresarse sin coerción; y sólo bajo un sistema que respete las libertades del individuo puede haber democracia, toda vez que donde no existe tal respeto, la coerción anula la posibilidad de cualquier comportamiento democrático y se abren las puertas al poder desmedido de los gobernantes.
Cuando Aristóteles entendió que la democracia podía ser corrompida y devenir en “demagogia” si los gobernantes gestionaban en beneficio exclusivo de sí mismos y de quienes los habían elegido, estaba señalando de manera tácita lo que acabamos de exponer: que en una democracia existen inexorablemente minorías pues un gobierno de voluntad unánime es imposible, y que tales minorías han de ser respetadas para que la democracia no se pervierta.
Si el respeto por las minorías y las libertades individuales son el primer límite que aparece frente a las mayorías en una democracia, el segundo límite será la idea de “verdad”.
Un curioso proceso de pereza mental muy común en la actualidad, induce a asociar aquello que dice u opina la mayoría con aquello que es “verdad”. La ecuación resulta bastante clara: cuantos más sean los que sostengan determinada proposición, más cierta ésta se vuelve. La falacia de tal relación se evidencia en los grandes descubrimientos del hombre, que siempre fueron en contra de las opiniones mayoritarias.
Que la Tierra era el centro del universo y que el sol, la luna y los planetas giraban alrededor de ella, era una opinión que sostenía la mayoría por citar un ejemplo. Tuvieron que llegar minorías para refutar el error mayoritario, como lo fue Copérnico, Galileo, Kepler y Newton, que además de demostrar que la Tierra gira alrededor del sol y que no es el centro del universo, demostraron también, sin quererlo, que el número no es sinónimo de razón o verdad.
En virtud de lo analizado, cabe plantearnos lo siguiente: el kirchnerismo, con su sistemático desprecio a las minorías, su constante atropello a las libertades individuales y su pretensión evidente de ser dueño indiscutido la verdad absoluta: ¿es un proyecto verdaderamente democrático?
Saque las conclusiones el lector.
 (*) Es autor del libro “Los mitos setentistas”. ¿Dónde conseguir la segunda edición? Click aquí.
Email del autor: agustin_laje@hotmail.com
La Prensa Popular | Edición 97 | Viernes 13 de Abril de 2012

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jueves, 1 de marzo de 2012

CARLOS ALBERTO MONTANER: DERECHOS HUMANOS: LA NECESIDAD DE COHERENCIA EMOCIONAL (DESDE ESPAÑA)

Cuba debe haber sido el único país de América Latina que ha enviado a los homosexuales —al menos a miles de ellos— a campos de trabajo forzado para reeducarlos, modificar su conducta y traerlos al buen vivir revolucionario, mediante el proceso purificador de cortar caña o sembrar boniatos de sol a sol, bajo los maltratos inclementes de militares especialmente sádicos.
Le agradezco a la asociación Colegas de Madrid, dedicada a defender en España los derechos de lesbianas, gays, bisexuales y transexuales, y a su presidente, el señor Rafael Salazar, la generosa iniciativa de propiciar esta jornada sobre derechos humanos y homosexualismo en Cuba.

Se trata de un tema extremadamente importante, dado que en Cuba, como sucede en todas las sociedades totalitarias, las personas que tienen una orientación sexual diferente a la que prescribe el gobierno, suelen padecer diversos grados de discriminación, rechazo y, en definitiva, homofobia.

Cuba debe haber sido el único país de América Latina que ha enviado a los homosexuales —al menos a miles de ellos— a campos de trabajo forzado para reeducarlos, modificar su conducta y traerlos al buen vivir revolucionario, mediante el proceso purificador de cortar caña o sembrar boniatos de sol a sol, bajo los maltratos inclementes de militares especialmente sádicos.

Y no se diga que fue un fenómeno aislado ocurrido en los años 60 del siglo pasado, cuando el régimen acababa de comenzar y era dirigido por unos jóvenes barbudos, inexpertos y escasamente educados, prisioneros de cierta mentalidad rural teñida por el machismo.

En 1980, durante el éxodo de Mariel, tras más de veinte años de gobierno, los Castro expulsaron de Cuba a miles de homosexuales calificados como “escoria”. Previamente, fueron vejados por turbas fanáticas alentadas por la policía política que organizaron unos repugnantes pogromos contra ellos.

La mejor prueba de lo que la cúpula dirigente cubana pensaba de los homosexuales es que, junto a ellos, y en los mismos botes, embarcaron rumbo a Estados Unidos a muchísimos asesinos, locos y hasta un pobre leproso. Para el gobierno cubano, un homosexual era indistinguible de un asesino, un loco o un leproso. No había diferencias.

Los nazis, con su perverso sentido de la organización, antes de encerrarlos o sacrificarlos, clasificaron a los judíos con una estrella de David amarilla, a los homosexuales con un triángulo rosa y a delincuentes de diversos tipos con triángulos verdes o de otros colores. Los comunistas cubanos ni siquiera se tomaron ese siniestro trabajo.

Afortunadamente para la historia, los cineastas Néstor Almendros y Orlando Jiménez-Leal dejaron filmado un excelente documental sobre este tema, Conducta impropia, que estremece de horror a cualquier persona decente que lo contemple.

Iusnaturalismo contra Iuspositivismo

En todo caso, mi intervención de hoy será más abarcadora y, aunque lo incluye, excede al tema cubano y comienza remontándome a los griegos, cuando se estableció un debate teológico que dura hasta nuestros días.

Me explico. Cuando los estoicos plantearon en Grecia, hace dos mil trecientos años, que los seres humanos tenían derechos que no provenían de la fratría o de la ciudad a la que pertenecían, sino que gozaban de ellos por su especial naturaleza, inmediatamente se alegó que esos derechos provenían de los dioses.

¿Si no los concedían los hombres, de dónde podían proceder si no era de la voluntad de las deidades?

Cuando Occidente se hizo monoteísta, heredó el iusnaturalismo o derecho natural postulado por los estoicos. Casaba perfectamente con la teología judeocristiana. Un Dios omnipotente podía otorgar derechos que los hombres no podían cancelar porque no habían sido concedidos por ellos.

Si Dios había creado a los hombres a su imagen y semejanza, esto los hacía diferentes al resto de las criaturas. El iusnaturalismo era un razonamiento perfecto … para los creyentes.

La Ilustración, que es de donde viene directamente nuestra organización política y nuestra visión moderna del Estado, se organizó en torno a esas benéficas suposiciones. La Declaración de Independencia de Estados Unidos en 1776, y la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de Francia en 1789, son dos claros ejemplos de la enorme influencia del iusnaturalismo en la evolución política de nuestra civilización.

Pero frente a esta tradición, poco a poco, fue ganando terreno el iuspositivismo. Todo derecho era una concesión humana, porque derivaba de leyes hechas por el hombre y, por lo tanto, ellos podían modificarlo, sustituirlo o anularlo. Rousseau, aunque a veces se contradice, puede ser considerado el padre del iuspositivismo y su Contrato Social una fuente potencial de autoritarismo.

En todo caso, si se abandonaba el iusnaturalismo, la única barrera defensiva era elconstitucionalismo. Los pueblos, después de graves y sangrientos enfrentamientos, habían logrado limitar la autoridad de los monarcas, de la aristocracia y del clero. Simplemente, se reconocía la existencia de ciertos derechos y se estipulaba que no se podía legislar fuera de los límites de la Constitución. Esa era la coraza que protegía los derechos individuales.

El problema es que las Constituciones podían ser abolidas o cambiadas radicalmente por diversos medios, incluida la violencia, amparándose en el discutible principio de que la Revolución es fuente de un nuevo orden legítimo, destruyendo en ese acto cualquier suposición de que existían derechos humanos imprescriptibles.

Esto es lo que ha sucedido en los regímenes totalitarios fascistas y comunistas. La noción deliuspositivismo permitió la desaparición de los derechos individuales y se subordinaron todos los derechos a la consecución de los fines del Estado, definidos éstos por una minoría poseedora de todas las verdades y dueña de todas las certezas. Ése ha sido el origen de los mataderos contemporáneos sufridos por nuestra especie en el siglo XX.

La coherencia emocional

¿Hay otra fuente moral capaz de alimentar la noción de que existen derechos individuales inalienables? Esa es la crucial pregunta que deseo responder en estos papeles.

Como toda legitimidad debe asentarse en una teoría razonable, a los efectos del debate es fundamental poder defender la existencia de derechos naturales sin necesidad de recurrir a Dios o a argumentos de autoridad. Mi intención hoy es identificar y analizar la existencia de otra necesidad, generalmente olvidada, a la que llamo coherencia emocional. Asimismo, establecer que esa necesidad da origen y sustento a la existencia de los llamados derechos naturales.

Nadie duda de que los seres humanos tienen ciertas necesidades básicas absolutamente vitales. El oxígeno, el agua y la alimentación son tres buenos ejemplos. No se les pueden negar estos elementos a las personas, sin que ello se convierta en un crimen horrendo. No ha sido necesario consignarlo en los textos legales porque es obvio, pero existe el derecho tácito a respirar, a beber y a alimentarse. Quizás es a eso a lo que se referían los clásicos cuando hablaban del “derecho a la vida”.

Tampoco se les puede negar a las personas el derecho a la coherencia emocional sin infligirles un daño cruel capaz de provocarles la mayor infelicidad.

Debo comenzar, pues, por definir qué es la coherencia emocional y por qué es fundamental poder gozar de ella.

La coherencia emocional es un estado anímico en el que nos sentimos en paz con nosotros mismos cuando tomamos decisiones y adoptamos comportamientos que se ajustan a nuestros valores, deseos y preferencias. La felicidad tal vez sea exactamente eso. No radica necesariamente en poseer objetos valiosos y vivir en casas lujosas, sino en sentir una íntima armonía y satisfacción con nuestro yo interior.

De alguna manera, la coherencia emocional está en la base misma de ese derecho a “la búsqueda de la felicidad” que proclamó John Locke y luego, un siglo más tarde, reiteró Thomas Jefferson en la Declaración de Independencia de Estados Unidos. “Conócete a ti mismo”, es un viejo consejo o mandato supuestamente inscrito en el templo de Apolo, en Delfos, porque solo dentro de uno mismo se podía encontrar la felicidad.

“La felicidad —afirmaba Ayn Rand— es un estado de alegría sin contradicciones”.

No olvidemos que un estado anímico determinado —tristeza, amor, atracción o repulsión físicas, melancolía, alegría, desazón, repugnancia, odio, o la propia felicidad a la que aludimos— es el resultado de la intrincada, pero instantánea confluencia física, totalmente incontrolable, entre nuestra carga genética, la acción de neurotransmisores y hormonas, y las informaciones, creencias y valores que aporta la cultura en que nos desenvolvemos. Los estados anímicos, dicho sea de paso, nos proporcionan grados de dolor y de placer. A veces son tan gratos que quisiéramos que se prolongaran para siempre. A veces son tan dolorosos que deseamos quitarnos la vida para no seguir sufriendo.

Cuando nos obligan a sostener criterios que íntimamente rechazamos, cuando debemos adoptar actitudes que contradicen nuestros reales deseos, cuando se nos prohíbe amar a quien queremos, o se nos exige amar a quien no queremos, cuando nos fuerzan a militar en organizaciones que no nos simpatizan, o a repetir consignas que detestamos, las consecuencias son nefastas para nuestro organismo.

En esas circunstancias adversas de íntimas contradicciones surge un malestar psicológico que puede desembocar en verdaderas neurosis que se somatizan de distintas formas, incluida una peligrosísima alteración del ritmo cardíaco, porque resulta que, finalmente, era cierto que el corazón sufre de pena, como siempre han sospechado los poetas.

Disonancia cognitiva

Un psicólogo especialmente brillante de la década de los cincuenta del siglo XX, León Festinger, llamó a este proceso “disonancia cognitiva”, abriendo con ese concepto una zona muy rica de investigaciones científicas.

La disonancia cognitiva nos hería la psiquis de una forma tan profunda que tratábamos de paliar sus efectos con conductas erráticas muy dolorosas, como traicionar nuestra racionalidad asumiendo hipócritamente puntos de vista ajenos y contrarios a nuestras convicciones que nos ponían a salvo de las consecuencias de nuestras creencias reales.

El llamado síndrome de Estocolmo es la más conocida y manoseada de las disonancias cognitivas. Consiste en alabar y amar a nuestros verdugos para que no nos hagan más daño, fingimiento que, en cierto momento, nos lleva a dudar de nuestros verdaderos sentimientos y a dar por cierta lo que no es otra cosa que una penosa estrategia de supervivencia.

¿A dónde nos conduce claramente la necesidad de coherencia emocional?

Nos conduce a proclamar, como su consecuencia lógica, el derecho a expresarnos libremente, a informarnos libremente, a asociarnos libremente, y, tal vez, al más trascendente de todos los derechos relacionados con la necesidad de coherencia emocional: a amar libremente a quien queremos y como queremos.

A lo largo de los siglos, los hombres han estado dispuestos a jugarse la vida en defensa de estas libertades porque en ello les iba algo tan importante como la coherencia emocional. La necesitaban. Necesitaban respetarse a sí mismos para experimentar lo que era una existencia realmente digna y decorosa.

Nadie está autorizado a conculcarnos esos derechos. Nadie está legitimado para impedir nuestra coherencia emocional. Quien lo haga, cometerá un crimen contra la naturaleza humana.

Claudio Sánchez Albornoz, glosando y corrigiendo a Benedetto Croce, dejó escrito que la historia es la hazaña de la libertad, y la libertad, la hazaña de la historia”.

Tenía razón. Es posible concebir la aventura humana en Occidente, pese a las contramarchas eventuales, como una ampliación creciente de las libertades individuales.

Ustedes, jóvenes, hacen historia participando de esa hazaña de la libertad. Todos les tenemos que estar profunda y eternamente agradecidos. ¡Adelante!

Fuente: iplperu.orgEL ENVÍO A NUESTROS CORREOS AUTORIZA PUBLICACIÓN, ACTUALIDAD, VENEZUELA, OPINIÓN, NOTICIA, REPUBLICANO LIBERAL, DEMOCRACIA, LIBERAL, LIBERALISMO, LIBERTARIO, POLÍTICA, INTERNACIONAL, ELECCIONES,UNIDAD, ALTERNATIVA DEMOCRÁTICA