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jueves, 14 de febrero de 2013

ANDRÉS HOYOS, EL ODIO

El odio es una pasión fácil, sobre la cual Karl Kraus observa con agudeza que “tendría que volver a la gente productiva; de lo contrario, más le valdría amar”.
No es exactamente el reverso del amor, pues es correspondido con mucha mayor frecuencia que su contraparte lúdica y suele ser más perdurable. El odio es la pasión predilecta en el Olimpo, en los palacios y en las telenovelas, más aún que el amor. 
Las fantasías del más allá son, por lo general, encarnaciones del odio. No hay extraterrestre bueno ni marciano bienintencionado. Tampoco hay infiel, o sea miembro de otra religión, que para el fanático de la propia no merezca ser odiado. Igualmente existen creyentes que, por no odiar a nadie, se odian a sí mismos. Vienen a la mente los santos de cualquier signo, gente con la que es mejor no mezclarse. Las religiones que dejan de odiar se debilitan y lo digo pese a que algunos creyentes me odiarán por decirlo.
La gente está convencida de que quien la odia es siempre inferior, pero de ser así el mundo estaría repleto de genios. No, el odio es ubicuo: se odian los sabios, los poetas, los Nobel de Literatura, los abogados de gran bufete y los barrenderos, y a veces por las mismas razones. Aparte de su abundancia, el odio tiene otro sesgo democrático: lo corriente es que los iguales odien a los iguales, así haya bastantes celebridades o potentados a los cuales es imposible no odiar.
El odio es la gran pasión de los excéntricos y de los solitarios, como Poe y Fernando Vallejo. Su lógica es: los odio (¿me odian?), luego no me mezclo con ellos. Y ojo que en esta categoría el amor tiene un alto potencial destructivo, por cuanto un excéntrico idolatrado se tambalea con facilidad.
Decía Alphonse Daudet que “el odio es la cólera de los débiles”, pero la frase no se sostiene pues la pasión abunda todavía más entre los poderosos. Ser poderoso, muchas veces, se asume como la autoexpedición de una patente de corso para odiar. El poderoso odia no sólo porque hacerlo no lo perjudica, sino porque le da réditos y alimenta el lado perverso de su egolatría.
Capítulo aparte es el de la política, actividad que con endiablada frecuencia es propulsada por el odio. El caudillo no sólo odia a sus adversarios —a todos en últimas los considera enemigos jurados–, sino que invita a sus seguidores a imitarlo y se vanagloria de ello. Claro, como en la profesión abunda el cinismo, se ve mucho que un odio político desaparezca por conveniencia o por el surgimiento de otro superior. El odio político es esa rara vertiente del fenómeno que suele tener un propósito.
El odio no siempre es destructivo. Grandes obras han sido alimentadas, aunque no dominadas, por el odio. Pienso, por ejemplo, en la Divina comedia de Dante; Dostoievski igualmente destiló esta pasión básica y cruda convirtiéndola en una escritura sublime, según se ve en Recuerdos de la casa de los muertos. En cambio, los odios genéricos sí son destructivos, pues a diferencia del odio individual, uno colectivo puede conducir, digamos, a la guerra.
Es difícil que el odio deje de ser visceral, o sea, que deje de implicar el deseo de aniquilar a la contraparte. Sin embargo, si queremos convivir y progresar tenemos que aprender a odiar de una manera más simbólica y abstracta, menos física. Dicho de otro modo, nadie nos pide que dejemos odiar, tarea imposible, sino que dejemos de matarnos por odio, algo muy distinto.
andreshoyos@elmalpensante.com

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domingo, 27 de mayo de 2012

FERNANDO MIRES, POLÍTICA COMO REPRESENTACIÓN Y ESPECTÁCULO

Para Weber, la política alemana del segundo decenio del siglo XX se había convertido en una actividad que se encontraba degradada con respecto a sus propios ideales. No sin desilusión habla Weber de la falta de poder del parlamento (y para Weber, el poder es la esencia de lo político). Las razones no las encuentra en la ausencia de buenas leyes sino en la ausencia de cualidades conductoras en los profesionales políticos. En ese punto hay una buena sintonía entre Weber y Schmitt pues, para este último, ninguna política, como ninguna institución, sistema o estructura podía ser mejor que las personas que las representan.
La despersonalización del parlamento que constató Weber era un fenómeno consustancial a la despersonalización de una vida política, cuyos actores, al rehuir la polémica, la deliberación y el antagonismo se convierten en seres anodinos, simples empleados públicos que realizan su oficio sin brillo, sin energía ni despliegue personal. La política desantagonizada por una democracia liberal que teme a la polémica como un santo al demonio no pasa de ser una actividad superficial, y sus funcionarios se reducen, la mayoría de las veces, a simular antagonismos que no sienten o a tramitar meros expedientes administrativos; en fin, a hacer una política aburrida.
Efectivamente: en determinados momentos, en particular en los de crisis social o política, no hay nada más aburrido que la política y los políticos. Estos últimos, al no defender con pasión y convicción sus posiciones y las de las personas que representan, imposibilitan uno de los objetivos fundamentales del hacer político: constituir foros públicos, en donde son transferidos los deseos, los objetivos, los intereses y, no por último, las pasiones de los representados.
La política, no hay que olvidarlo, vive de la representación y del espectáculo. El ciudadano paga con sus impuestos a los políticos para que representen con tensa intensidad sus opiniones y quiere ver un buen espectáculo al igual que cuando paga su entrada en el teatro. Es que el político debe ser, por lo menos en parte, un actor. Y un mal político como un mal actor no llega, con sus frases, al público. Algunos abandonan en silencio el teatro; otros se quedan ahí, hasta el último bostezo. No faltan, por supuesto, los defraudados que arrojarán tomates y huevos a los actores. 


En la política como en el teatro, esas acciones se llaman protestas. Y no siempre las protestas son revolucionarias; es decir, no exigen el fin de la política sino, simplemente, un cambio de política que pasa, casi en general, por un cambio de políticos. Muchas revoluciones podrían haber sido evitadas si la política hubiese recuperado a tiempo su sentido dramatúrgico original; aquel que le dio sentido y vida, justamente para que no hubiera guerras ni revoluciones.

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lunes, 14 de mayo de 2012

CARLOS BLANCO, "NO SE REQUIERES QUE EL CANDIDATO RONDE LOS 40 PUNTOS O MÁS, SINO QUE GANE" TIEMPO DE PALABRA

ESCRITO CON CUIDADO
Con una estrategia cuidadosamente elaborada, Henrique Capriles desarrolló una exitosa campaña para las primarias. Se convirtió en el candidato de todos los sectores democráticos en el espectro que va del chavismo arrepentido hasta aquéllos que desde la madrugada del 4 de febrero de 1992 vieron la pezuña del fascismo. Antiguos y recientes opositores -sin titubeo- lo apoyan.

La situación actual está llena de incertidumbres en torno a las elecciones, tanto por la enfermedad de Chávez como por las contradicciones y conflictos graves que existen en las filas del gobierno, de la Fuerza Armada y de la sociedad civil. Es inusual una campaña en la cual no se sepa si uno de los dos candidatos presidenciales tendrá la posibilidad de hacer campaña o, inclusive, de ser candidato.

Sin embargo, para no especular sobre las condiciones de Chávez, en las líneas que siguen se asumirá que será candidato y competirá. No desconoce este narrador las noticias de La Habana, pero resulta más instructivo hacer una suposición sobre el campo chavista para discutir sobre lo que ocurre en el campo opositor.

POSIBLE PERO NO SEGURO.
La candidatura de Capriles es el instrumento con el cual se dotó la sociedad para hacerle frente a Chávez. El candidato convenció a los opositores de que, si era elegido, su talante amigable y su política de no enfrentamiento garantizarían que una franja de indecisos provenientes de las filas chavistas "light" serían sumados a las ya poderosas filas opositoras. Muchos pensaron que los demás candidatos eran buenos pero que con sus discursos duros no tendrían capacidad de sumar al chavismo decolorado, rosado o light.

Al mismo tiempo se dio por descontado que todo opositor, duro, blando, intermedio, de derecha o de izquierda, cívico o militar, votaría por el candidato escogido, no sólo por el compromiso adquirido en las primarias sino porque el objetivo fundamental es derrotar a Chávez el 7-O. El candidato, cualquiera que se hubiese seleccionado, se convertiría en el instrumento para lograrlo.

Dos cosas deben decirse en este acápite. Lo primero es que la oferta de Capriles tiende a ser similar a la de Chávez -por diseño, según se ha argumentado a quien esto escribe- (misiones, plan de empleo, no incremento del precio de la gasolina, relaciones con Cuba, centro-izquierdismo) pero con un añadido esencial: respeto, inclusión, la posibilidad de que nadie sea excluido por "su color político". 

Sin entrar a discutir los contenidos de la oferta, la cuestión es que la propuesta de inclusión en estos programas puede ser irrelevante para los chavistas porque muchos de ellos deben disfrutarlos; en cambio para los opositores, que van a votar de todas maneras por Capriles aunque estén en desacuerdo con los programas que ofrece, no significan demasiado para decidir su voto. El problema de fondo es si una oferta similar a Chávez (como le dijo alguien vinculado al candidato al autor de estas líneas: "el Chávez de 1998") moviliza a los chavistas que ya tienen lo esencial de la oferta que hace Capriles.

Desde luego que hay una diferencia significativa en la promesa respecto a la de Chávez: la señal de paz es valiosísima para una sociedad atrapada entre los disparos verbales y de plomo. Sin embargo, debe evaluarse muy bien cuál es la prioridad que le asignan los votantes.

El otro tema que aquí se ha dado como un supuesto es que todo opositor está dispuesto a votar por Capriles; lo cual debe ser cierto. Todo opositor votará por Capriles. Lo que no es seguro es que todo opositor esté en plan de movilizarse como en los buenos tiempos de la protesta democrática para lograr ese objetivo.

Si el candidato no se transforma en un líder inspirador, capaz de generar una tromba que culmine el 7-O en su primera fase, puede ocurrir un estancamiento con alto puntaje y, como se sabe, no se requiere que el candidato ronde los 40 puntos o más, sino que gane.

LAS ENCUESTAS.

Se ha dicho desde esta esquina que la desconfianza en las encuestas está más que justificada en una sociedad autoritaria. Buena parte del puntaje que se atribuye al gobierno debe estar guiado por el temor, pero también se sabe que cuando llegue la hora una parte de ese temor será vencido como ocurrió en las sorprendentes primarias. Hoy todos los estudios de opinión le dan ventaja a Chávez; un par de encuestadoras, una de ellas vinculada al candidato, dicen que la ventaja es descontable y que nunca se había estado más cerca de vencer a Chávez, lo cual posiblemente sea certero.

De todas maneras, voluntaria o involuntariamente, las encuestas crean una matriz de opinión según la cual no hay nada que hacer si el Presidente se presenta el 7-O. Esto no se enfrenta diciendo que eso es falso o, como dice Capriles, que una señora le dijo que iba a ser presidente, sino con estrategias apropiadas.

VENTAJAS DEL CANDIDATO.
Aparte de las características personales que le dieron ventajas para las primarias, Capriles tiene una base sólida de partida: 3 millones de votos y la decisión de una franja significativa de estos votantes de "echar el resto" para que la victoria acompañe a las fuerzas democráticas. Tal vez él y sus asesores deberían considerar ajustes como los que arriba se han sugerido.

Uno de los elementos que tal vez contribuiría más a darle sentido unitario a la campaña es la adopción de la tarjeta única. Es claro que al partido que menos le conviene es a Primero Justicia por ser el partido del candidato y el que debería obtener más votos por esa condición; y es explicable que sus dirigentes piensen así. Sin embargo, debería prevalecer la poderosísima sensación que daría una sola tarjeta en la que se pueda concentrar todo el simbolismo de la campaña. Ya habrá tiempo luego de disputar ventajas.

MIRAR SIN PERDERSE.
Toda campaña electoral se concentra en... las elecciones. En un país regido por el autoritarismo y con la particular situación que padece Chávez hay que dar una mirada a los escenarios alternativos. No es de dudar que el candidato, su gente de confianza y sus asesores lo hagan, pero a una sociedad no se le moviliza de un día para otro en la eventualidad de que las amenazas que se susurran se vuelvan verosímiles. Decir que nada nos desvía del objetivo electoral es parte del asunto, pero ¿qué tal si son los sectores desesperados del chavismo los que se desvían? ¿Qué pasa si el ventajismo electoral se convierte en fraude? ¿Qué pasa si la septicemia del Estado provoca que los denunciados se rebelen?

Prepararse para las elecciones es forzar elecciones libres y limpias hasta donde el resuello lo permita. Antes del 12-F era posible anotarse en una variedad de opciones de liderazgo para lograrlo, hoy ésa es responsabilidad principal de Henrique Capriles. El país democrático lo acompañará no sólo con votos sino con pasión si él se convierte en líder.

@carlosblancog

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