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domingo, 2 de octubre de 2011

CARLOS RAÚL HERNÁNDEZ: EL INSEPULTABLE

Los aprendices de brujo que heredaron el liderazgo destruyeron el patrimonio democrático

Carlos Andrés Pérez no se dejó enterrar tranquilamente en Florida. Viene a Venezuela a incorporarse a la pelea por la democracia y Mirtha Rivero con su libroLa rebelión de los náufragos, impide que entierren los crímenes políticos cometidos contra él. Es difícil conseguir un linchamiento similar. Lo derrocó una Corte de los Milagros, la más variada coalición de bajas pasiones en la historia reciente: políticos duchos en fracasos, capitanes de empresas subsidiadas, plumíferos, locutores, que en sus vidas solo medraron y/o hicieron el mal. Como todos los manetos, jugaron contra sí mismos, abrieron la puerta al "proceso" y después, arrepentidos, lloraron zumo de limón.

Desde el campanazo del Viernes Negro, febrero de 1983, quedó en evidencia que la industrialización sustitutiva estaba exhausta y el crecimiento "hacia adentro" ya era maligno. Una industria débil y subsidiada no producía suficientes empleos ni divisas, sino productos caros, de mala calidad y un gran endeudamiento externo. Inflación, devaluación, desempleo, pobreza, malestar social. A Pérez lo recibe un "crack" económico en 1989. En medio del remolino, lanza el programa de cambios, el Gran Viraje. 

Era la paradoja del estatismo. Las ciudades se llenaban de ranchos, la "marginalidad" corroía la salud institucional. Toda América Latina debate sobre el "nuevo modelo de desarrollo" en la Crisis de la Deuda, 1984: apertura a los mercados, las inversiones globales y racionalización de un Estado que despilfarraba y corrompía el ingreso fiscal. No había recursos para las escuelas, porque se compartían con una montaña de supuestos "institutos autónomos" y "empresas del Estado", parasitismo de clientelas políticas, empresariales y sindicales. 

Venezuela estaba en situación privilegiada para ese salto. La industria petrolera era de punta y la democracia había hecho un ahorro masivo en las empresas de Guayana que comenzaban a languidecer. Con inversiones globales en innovación y tecnología, se recuperarían para asegurar un ingreso permanente al país. 

Asediado arranca en 1989 el Proyecto de Reforma Integral: apertura económica, reforma del Estado y descentralización. Obligaba a los empresarios a competir y hacía que la elección directa renovara el sistema político con el voto popular. Con los veinticinco programas de atención social, que mejoraron el ingreso real de los sectores populares, fue el mejor proyecto en la América Latina que iniciaba el camino de las reformas. 

El clima ruin creado por los llamados "notables" desmoronó la imagen de uno de los gobiernos más aptos y honorables en los cuarenta años, con Naím, Rodríguez, Rosas, Torres, Haussmann, Cisneros. Ayudó que algunos tarúpidos llevaban principalísimos medios de comunicación que, así como destruyeron la democracia, años después casi destruirían la oposición democrática y arrasaron las empresas que, para desventura de los dueños, les habían caído en las manos. 

Pérez descabezó los dos golpes militares y aunque algunos filibusteros le soplaban desconocer las instituciones, aceptó la sentencia de una Corte hasta los tuétanos en la conspiración. La misma que después rechazó inhabilitar al golpista y que le regaló la constituyente inconstitucional para que se cogiera el poder. La caída de Pérez cede el paso a aquel gobierno recordado como una catástrofe natural que abrió la Caja de Pandora, hoy en la laguna de oxidación de la Historia.

Por cuatro décadas la democracia venezolana fue un modelo. Con el millón de millones de dólares que ha desangrado el régimen actual y el programa económico-social de Pérez, Venezuela cambiaba de rumbo y hoy seríamos un país desarrollado, la envidia de Chile, Brasil o Perú. A Pérez se le recuerda en muchas partes del mundo por hacer el bien. Factor decisivo en la derrota de Somoza, y también en la de los sandinistas, en las transiciones democráticas de España, Chile, Argentina, Bolivia, Centroamérica. 

Fue una decadencia trágica. La política cayó en manos de partidos irresponsables, de los lamentables "denunciantes" y el liderazgo intelectual en la mediocridad de gacetilleros de tercera, todos de similar estirpe. La inactualidad, y mala intención de notorios individuos y cenáculos rebozados de envidia, nos trajo la desgracia. Con su derrocamiento el país se volvió loco y los aprendices de brujo que heredaron el liderazgo destruyeron el patrimonio democrático y de paso, se autodestruyeron. No pudieron manejar ni la primera crisis que se les presentó. "Padre zapatero, hijo millonario, nieto pordiosero".

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lunes, 24 de mayo de 2010

POLÍTICA, ENEMIGOS 1, NELSON MAICA

A las nuevas generaciones.

La democracia como forma de gobierno enfrentó tres grandes enemigos durante el siglo XX y todavía, hoy, desafortunadamente, la democracia en Venezuela los enfrenta. Ellos son: el socialismo comunismo, el totalitarismo y la teocracia.

Socialismo - Comunismo:
Quedo muy bien definido, por los hechos, en la historia, que hay una gran diferencia entre lo que el comunismo predica y lo que hace cuando llega al gobierno.

La diferencia es tan grande que nos obliga a preguntarnos si, de hecho, alguna vez será posible salvar la distancia entre la teoría y la práctica. ¿Puede existir de verdad alguna vez el tipo de gobierno comunista que Marx y Lenin soñaron o dijeron que soñaron? Si no es así, ¿el resul¬tado del comunismo será siempre el tipo de sociedad que conocimos a partir de 1917? ¿El que esta en Cuba?

Cuando Marx y Engels trataron de impulsar una revolución del proletariado o cuando Lenin, una generación o dos des¬pués, lidero una rebelión real, el ideal por el que luchaban pa¬recía noble a sus seguidores.

El proletariado era o significaba, para ese entonces, los desposeí¬dos de la historia.

Argumentaban que siempre habían hecho todo o casi todo el trabajo en la sociedad y habían recibido muy pocos de los be¬neficios que su trabajo generaba en esa época.

El comunismo partía, según eso, de una afirmación, de una promesa supuestamente razonable: ustedes son la gran ma¬yoría de la sociedad. A partir de ahora controlaran el poder económico del Estado y por tanto recibirán los beneficios eco¬nómicos que genera.

Durante un tiempo poseerán incluso un poder absoluto, tiránico, pero ese poder será utilizado en reali¬dad en beneficio de todos. Al final, muy pronto, según esperamos, el Estado se marchitará, se acabara, y todos gobernaran, en una especie de paraíso, de utopía, en beneficio de todos.

Y ese paraíso durará por siempre. Pero en la práctica, en lo real, el Estado no se ha acabado en ninguna parte, mucho menos sus crímenes, su burocracia. Era y es y será una gran mentira.

El comunismo hacía promesas increíbles, fantásticas. La pri¬mera parte de lo que decía parecía tener sentido. La segunda par¬te, sobre ese paraíso eterno, no era en absoluto razonable, pero sonaba bien, atraía y engañaba.

¿Y, que otras cosas hizo en la práctica? ¿Cómo se comporto? Stalin (1879-1953) lo mostró, en Rusia, el primer país comunista. Los kulaks, o campesinos independientes, no siervos, querían continuar siendo propietarios de sus tierras y vender lo que producían con su trabajo en un mercado libre.

Stalin dijo “Eso no es co¬munismo. El proletariado, actuando como clase, debe ser propietario de todos los medios de producción, vues¬tras tierras incluidas. Aun así, el cambio os beneficiará; por supuesto no dejamos a nadie fuera del paraíso de los trabaja¬dores”.

Durante un tiempo se permitió a los kulaks que siguieran tra¬bajando de forma independiente. Al final, el soviet decidió que los kulaks debían “desaparecer como clase”.

El exterminio empezó a finales de 1929. Al cabo de cinco años, la mayoría de los kulaks, junto con millones de campesinos que también se opusieron a la colectivización de las tierras de cultivo, habían sido asesinados o deportados a regiones remotas de Liberia.

Cientos de miles de amordazados en los Gulags, la transformación de millones de ciudadanos en siervos, la liquidación física de eminentes científicos y activistas sociales. Esto también es práctica del socialismo comunismo.

Nunca se ha conseguido determinar con exactitud cuántos murieron en el proceso. Según las estimaciones más precisas, se calcula que perdieron la vida unos veinte millones de personas. Esa cifra no incluye a los muchos millones más que murieron de hambre du¬rante los años siguientes, después de que la colectivización des¬trozara la agricultura rusa.

Ninguna mayoría, no importa lo grande que sea, tiene dere¬cho a matar a los que no están de acuerdo con ella, no importa los pocos que sean. Este es un principio básico de la democracia.
Si el soviet hubiera sido de verdad la mayoría, la decisión de colectivizar la agricultura, si se hubiera llevado a cabo de una forma más humana, pudiera haber llegado a ser considerada aceptable, a pesar de que hubiera necesariamente comportado injusticias para algunos ciudadanos; pero el soviet nunca fue una mayoría real en la Unión Soviética. La “mayoría” de la que siempre se hablo era en realidad una minoría muy peque¬ña, en ocasiones formada sólo por el propio Stalin.
En teoría, el comunismo se convirtió en la dictadura del proletariado, que debía ser temporal y evolucionar inevitablemen¬te hacia un no gobierno, hacia una especie de anarquía utópica, de todos y para todos.

En la práctica, el comunismo siem¬pre ha sido, en todos los países en los que ha existido (es decir, en todo país que se ha definido a sí mismo como comunista) la tiranía brutal de una muy pequeña minoría sobre la enorme mayoría de sus ciudadanos o súbditos.
Sólo en sus últimos es¬tertores, como por ejemplo en Checoslovaquia en diciembre de 1989, cuando su gobierno comunista se disolvió ante los ojos del mundo, ha reconocido jamás un régimen comunista que su tiranía era temporal, como Marx y Lenin habían dicho que de¬bía ser.
Y puesto que, de hecho, el pueblo no ha reinado jamás en ningún Estado comunista, no existía ninguna razón por la que un gobierno comunista debiera abandonar jamás su posi¬ción de poder absoluto y tiranía a menos que se produjera una revolución.

En las tiranías comunistas del siglo XX, la revolución pareció siempre casi imposible, pues la minoría dirigente ejer¬cía un control total no sólo sobre la economía en todos sus as¬pectos sino también sobre la policía y el ejército.

¿Cómo podría jamás la gente levantarse, rebelarse, y gobernar por sí misma en esas circunstancias?

Pero la gente, el ciudadano, el pueblo, lo logró, en Alemania Oriental, en Hungría, en Checoslovaquia, en Rumania... También en China trataron de rebelarse. Y en varias partes de la Unión Soviética en 1989 empezó la lucha por la independencia. Y nada pudo detenerles. La poderosa maquinaria del gobierno, con todos sus policías y solda¬dos, con todos sus censores y sus terroríficas leyes y jueces, de¬mostró tener los pies de barro. Cuando el sol empezó a brillar (toda la gente se fue a las calles), la coraza que rodeaba al tirano se fundió y reveló que estaba desnudo y solo.

El resto de los pueblos de todos los demás países comunistas del mundo vieron lo que estaba pasado. Lo mismo sucedería en sus naciones. Y el comunismo dejara definitivamente de ser una forma de go¬bierno viable, probablemente en los inicios del siglo XXI, salvo excepciones.

¿Hay algo que lamentar en el manifiesto fracaso del ideal co¬munista?
Quizá sí. El ideal, para sus seguidores, no era menos noble porque la prác-tica fuera universalmente brutal y cruel. Las tiranías comunistas no funcionaron económicamente y por ello tarde o temprano habían de caer.
La colectivización de la agricultura, por ejemplo, simplemente no es una forma inteligente de organizar el cultivo de la tierra. Pero la idea de que los desposeídos del mundo por fin debían empezar a recibir una parte de los beneficios que generaba su trabajo es una idea que tiene un sonido llamativo, atrayente, aunque sea usado como un instrumento demagógico, un capta inocentes en manos socialistas, comunistas.

Y las democracias, con gran contenido socialista, social, como los socialdemócratas, así lo tomaron de los comunistas. Algunos dicen que aprendieron de los comunistas, otros, que son comunistas disfrazados y, de igual manera, sus gobiernos han terminado en rotundos fracasos.

La idea de que hombres y mujeres deben ser tratados igual, recibir y tener las mismas opor¬tunidades económicas, en la que Lenin insistió mucho, también es atrayente. Pero esa es, de tiempo muy atrás, una bandera liberal tomada, usurpada e izada por los comunistas de un tiempo a esta parte.

Los gobiernos comunistas del siglo XX tuvieron su gran oportunidad. Llegaron al poder en países en que el pue¬blo siempre había estado sometido a un gobierno injusto y ti¬ránico. (Esto no fue así en Europa Oriental. Allí, los soviéticos impusieron el comunismo entre gente poco dispuesta a aceptar¬lo y que quería la democracia.)

La mayoría de esos pueblos querían ser libres, pero su idea de la libertad era un tanto ingenua. Les engañaron, estafaron y defraudaron sus amos comunistas, que sí sabían lo que era la libertad y ocultaron este conocimiento a su gente.

Pero aun así, esos pueblos acabaron aprendiendo so¬bre la libertad, sobre la democracia. El conocimiento de la libertad y de la democracia es hoy como el aire. Esta en todas partes y este país que lo ha respirado, en parte, y experimentado, en parte, durante cierto tiempo esperamos que no vuelva atrás.

Al final tenemos una esperanza bien fundamentada de que la libertad y la democracia volverá a ser nuestro sistema de gobierno y de vida.

“Hay comunistas que sostienen que ser anticomunista es ser fascista. Esto es tan incomprensible como decir que no ser católico es ser mormon”. Jorge Luis Borges (1899-1986) Escritor argentino.

Caracas, Venezuela, 20/05/2010.
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jueves, 11 de febrero de 2010

LA HISTORIA DE UN DESGAJE: LA DEMOCRACIA REPRESENTATIVA, TEÓDULO LÓPEZ MELÉNDEZ

En los procesos revolucionarios del siglo XVIII se comienza el proceso de conversión política de los derechos naturales. El siglo XIX se mueve sobre la idea del progreso. A pesar de las guerras del siglo XX se establece firmemente la forma política que algunos han denominado la “era de las Constituciones” y el traslado de la soberanía de la nación al pueblo. El programa demoliberal, luego de no pocas luchas, concede el sufragio y las mujeres libran una de sus batallas más vistosas, el voto también para ellas. La reacción fascista se extiende sobre Europa, pero el resultado de la II Gran Guerra hace renacer la condena a los poderes absolutos aún en medio de la Guerra Fría y entramos de lleno en el ciclo del liberalismo democrático, las democracias pluralistas y un ritmo keynesiano de la economía. Los partidos políticos viven su época de esplendor. El mercado reina encontrando su máxima expresión en la era Reagan-Thatcher.

A finales del siglo XX asoma la crisis plenamente. La democracia comienza a dejar al descubierto sus profundos vicios y la desconexión del ciudadano del sistema resalta sus falencias. La representación y la delegación del poder se resquebrajan. La democracia representativa comienza a diluirse como el sistema económico donde funcionaba. Es lo que bien se denomina una crisis de legitimidad. Los partidos políticos se convierten en “partidocracias”, en cotos cerrados que ya no cumplen su función de servir de vehículo a las aspiraciones de la gente común y su papel de intermediación entre el poder y la gente se oscurece por sus mafiosos comportamientos. De allí al brote del populismo habría poco espacio. La nueva expresión telegénica saltaría a la palestra con la oferta de soluciones “revolucionarias” milagrosas. Mientras tanto, otros comenzábamos a pensar en un movimiento alternativo.

Frente a las neodictaduras emergentes salen a las calles las manifestaciones de protesta que a nada conducen, que son incapaces de derribar gobiernos a no ser por alguna excepción. Las manifestaciones venezolanas están llenas de mitos y memorias de lo pasado, se recurre a la huelga general o al referéndum revocatorio, pero hay un desfase, un déficit y una contradicción que las anula. Es la vieja estructura que reacciona sobre la manifestación fascista y desde este ángulo de enfrentamiento la historia nos muestra que los viejos sistemas no son restituibles. El caso de las llamadas “marchas” en Venezuela es patético. La multitud sale a la calle lo que equivale a un desempoderamiento en lugar de una posibilidad de vencer la frustración. La razón está en los que podemos llamar “vehículos convencionales”, léase partidos, y sin que un movimiento estudiantil inmaduro y sin objetivos fijos, a no ser la protesta misma, sea capaz de lograr la conexión. La masa sale a la calle y luego se mira a la cara sin haber alcanzado ningún objetivo simplemente porque no estaba planteado ninguno, a no ser el drenaje de las emociones a la espera del acto electoral. De esta manera la “marcha” no deja legado. Más bien pasan a convertirse en ejemplo de la impotencia. Y en reconocimiento de las instituciones secuestradas de la dictadura, al concluir ellas en entrega de documentos redactados en un lenguaje que podríamos denominar como sacado del más puro legalismo.

Así, el viejo problema que Touraine y Baudrillard ya habían entrevisto, el de la crisis de la representatividad, revienta en Venezuela con toda su fuerza. Los partidos, destruidos por sus prácticas aberrantes y por su incapacidad, dan poder a otras instituciones igualmente derruidas y todos y todas marchan junto al enfrentamiento contra el régimen sin ninguna posibilidad de vencerlo. Con su derrota llega a la plenitud la crisis: ya no representan a nadie, son objeto de burlas, pero siguen ejerciendo un poder limitado que el Estado fascista emergente les permite para legitimar su ejercicio.

Paralelamente el problema inicialmente teórico de la representatividad brota en la realidad cuando los viejos actores quieren seguir ejerciendo el poder sobre los ciudadanos debido a su monopolio tácito de presentación de candidatos al viejo parlamentarismo. El problema deja de ser, inclusive, el de una simple oportunidad para enfrentar al régimen sino que es la manifestación patética del ejercicio de algo que no existe. No existe ni parlamento ni existe la posibilidad de conferir representación.

Vemos algunos jóvenes entusiastas e inmaduros lanzando sus candidaturas a diputados sin darse cuenta que el viejo sistema les impondrá su tradicional oligarquización por la necesidad de autorreproducirse para mantener sus privilegios de casta. Por el otro lado el poder fascista restringe, a lo que considera límites adecuados, la supervivencia de los viejos actores modificando aquí y allá y estableciendo condiciones suficientes para animarles a perseverar en su existencia, pero sin aflojarles jamás la posibilidad de volver a convertirse en mayoría.

Llegamos, así, ante una dictadura de nuevo cuño que para el mantenimiento de las apariencias democráticas cede una lonja de poder a los desplazados mientras los ciudadanos no encuentran que hacer, no se sienten representados, la calle no les concede nada sino el ejercicio de utilería a ambos bandos. Brota lo que los impertinentes han llamado Ni-Ni y lo que otros impertinentes en mayor grado convierten en objetivo de sus llamados para que voten o para que ayuden a derrotar al régimen. La crisis de la legitimidad puede declararse absolutamente en explosión. La representatividad concebida en los viejos sistemas liberales salta por los aires. La democracia representativa queda hecha jirones sobre el pavimento.

La desvalorización de la representación y de la legitimidad

La representación puede ser tomada de entrada como la imposibilidad del ejercicio de una democracia directa. En sus orígenes se planteaba como la vía para que los gobernantes ejercieran el poder con la aceptación libérrima de sus gobernados. Esas élites gobernantes o representativas fueron degenerando en castas opuestas al espíritu original. Podríamos aceptar que tal evolución era concerniente a un sistema que en sí portaba el germen de reducción de la democracia. No obstante, se consideró la mejor manera de administrar las complejas sociedades de la era industrial. Estos mensajeros llamados representantes, tal como su nombre lo indican, representan una ficción a algo que no está presente. Al nacer el concepto y la práctica de representación la sociedad no se gobierna a sí misma sino que pasa a ser recipiendaria de las políticas y decisiones tomadas por los representantes, aunque se sometan a referéndum o plebiscito, conforme a las formas conseguidas para atenuar la paradoja de la representatividad.
Tal como lo señala Bernard Manin (Principes du governement représentatif, Calmann-Levy, París, 1995.), uno de los mayores estudiosos del tema, esa representación puede tomar tres formas: parlamentarismo, democracia de partidos y democracia de “audiencia”. En el primer caso, se les puede llamar fideicomisarios. En el segundo, que es el caso venezolano y de la práctica totalidad de los países latinoamericanos, se vota por un partido más que por una persona. Estos diputados o senadores son delegados de sus partidos que generalmente ejercen sobre ellos esa detestable práctica llamada “disciplina partidista”. La tercera, esto es, la denominada en las ciencias políticas “democracia de audiencia”, son los partidos los que se ponen al servicio de los candidatos y cuya elección dependerá de su propia personalidad y capacidad de interpretar a sus electores.
En cualquier caso de los mencionados se mantiene una independencia de los representantes sobre los criterios de los representados. Ocurre así la primera falla grave: la mediocridad de los representantes las más de las veces señalados para tal posición por su subordinación y obediencia a los distintos factores que le permiten ser electos. La segunda falla grave proviene del desinterés de los electores sobre el tema de a quien eligen, más los negociados con los poderosos medios massmediáticos; sobre este caso particular la historia venezolana muestra la cesión de curules a cadenas periodísticas a cambio de apoyo, en lo que constituyó uno de los puntos claves de la decadencia de la democracia. En tercer lugar, a pesar de permitirse la existencia de los llamados “grupos de electores” está claro que de hecho existe un monopolio partidista en la postulación de aspirantes. Finalmente, la falta de ética y de un comportamiento moral adecuado.

Pero Manin, al pasar revista a las instituciones propuestas en lo siglos XVII y XVIII encuentra una continuidad notable con lo que hoy llamamos “democracia representativa”, lo que lo lleva a recordar una significación crucial: ese régimen del que han salido las democracias representativas no fue concebido en modo alguno por sus creadores como una forma de la democracia. Por el contrario, en los escritos de sus fundadores se encuentra un acusado contraste entre la democracia y el régimen instituido por ellos, régimen al que llamaban “gobierno representativo” o aun “república” y cita a Madison argumentando que el papel de los representantes no consiste en querer en todas las ocasiones lo que quiere el pueblo. La superioridad de la representación consiste, por el contrario, en que abre la posibilidad de una separación entre la voluntad (o decisión) pública y la voluntad popular. Manin: “Tanto para Siéyès como para Madison, el gobierno representativo no es una modalidad de la democracia, es una forma de gobierno esencialmente diferente y, además, preferible”.

Las críticas sobre los partidos son conocidas: han pasado a ser irrelevantes aunque conforman aún su poder excluyente en las disposiciones que los favorecen para la presentación de candidatos mientras que los movimientos sociales organizados carecen de ese puerta abierta en el ordenamiento jurídico y, peor aún, cuando un grupo de electores abre la puerta y se lanza al ruedo sus resultados suelen ser magros. Es obvio, entonces, que navegamos en un estado intermedio donde los partidos han dejado de ser intermediarios eficaces y donde no han aparecido con sentido real nuevas formas de intermediación.

La otra, que la muerte de las ideologías los han convertido en cascarones vacíos incapaces de sumar voluntades. En otras palabras, se han convertido en mecánicos buscadores de votos. El argumento simplista que plantea “los partidos deben cambiar” no encuentra base en la realidad de la práctica política. Lo que hay que recalcar es que, en cualquier caso, los partidos han perdido el monopolio del ejercicio político y se les augura un destino describible como el de ser otros en medio de una multiplicad de actores socio-políticos en proceso de nacimiento. Siempre habrá el que por las razones que sean se agrupe con otros que la piensan igual y se proclamen partido, aunque bien se podrían denominar “organizaciones con fines políticos” como se definen en el presente venezolano sin que ninguno de nuestros “brillantes analistas” se haya dado cuenta del cambio semántico de enorme importancia.

De alguna u otra manera en América Latina ha fallado de manera ostentosa cualquier control sobre esta casta de representantes que no han encontrado en la voluntad colectiva un freno a sus desviaciones. En cualquier caso es obvio que existe una ruptura de la legitimación, lo que algunos han denominado “un malestar con la democracia”.

La introducción de mecanismos como referéndum revocatorio o la iniciativa popular han sido paliativos ligeros para la crisis de representación, en primer lugar porque junto a su nacimiento también crecieron las maneras de evitarlos y porque no contribuyeron de manera notoria al aumento del interés ciudadano por su práctica. Al haber contribuido notablemente a ese desinterés con sus ejercicios deformadores los partidos se ven desplazados de su anterior papel por organizaciones que tienden a formas de participación muy diferentes, esto es, la desconfianza justificada en ellos conlleva a la aparición de nuevos mecanismos que, en el presente tecnológico, conducen a la activación de redes y redes de redes.

No olvidemos que la palabra “representación” tiene otros sentidos, como el de la actuación, primero en el teatro griego donde el uso de las máscaras oculta y muestra lo que está ausente. “Inventar la ciudad es inventar la representación, el lugar donde el poder se disputa y se delega, donde cada uno puede presentarse en el centro del círculo y decirle a la asamblea cómo él se presenta lo que sucede y lo que hay que hacer. Lugar de nacimiento del escepticismo, del conflicto de las interpretaciones, de esa multitud de dobles, eîdos o eídolon, phantasía y phantásma, cuya apariencia corre el peligro de ser un falso semblante”. (Enaudeau, Corinne. La paradoja de la representación. Barcelona. Paidós. 1999.).

Para la conformación de la legitimidad de la representación se recurrió al concepto de opinión pública según el cual se crea una opinión general y libre que el representante simplemente ritualiza. De esta manera el representante no tiene nada que ver con la voluntad del representado sino que expresa la voluntad política ideal de la nación, lo que lleva a identificar pueblo con esa voluntad. En pocas palabras, legitimidad y representación buscan reconciliarse. Este razonamiento teórico lleva a la representación a un punto muerto, pues lo que termina es con el planteamiento de que la legitimidad no es del Estado sino de la sociedad misma. Cuando la sociedad entra en la presente fase de desconfianza en los representantes y en la representación misma la legitimidad comienza a hacer aguas. Con la frase “Yo soy el pueblo” que el presente dictador venezolano pronuncia a cada momento lo que se está produciendo es la simbiosis más acabada del pensamiento liberal, esto es, no tiene nada de socialista pues se convierte simplemente en una ficción. La única manera de controlar a los representantes es estableciendo mecanismos independientes de él, pero, como en el caso venezolano y de otros neoautoritarismos, encontramos la facilidad con que el poder los burla y siempre quedará pendiente la cuestión de si es el Poder o el órgano contralor el que representanta la voluntad colectiva.

Es menester recordar que el término “sociedad civil” (civil society) es de manufactura inglesa y fue inventada también dentro del contexto de encontrar una legitimación para la representación. Es por ello que algunos hablan, especialmente Touraine, de una sociedad postcivil; nosotros también lo hemos hecho dentro del concepto naciente de una democracia del siglo XXI. En este proceso de contradicciones se hunden los partidos de la democracia representativa, una realidad de distorsiones que algunos llegaron al punto de llamar “Estado de partidos”. O lo que otros llaman “descolocación de la política”, situación que hoy vivimos en muchos países de América Latina donde desde los órganos legislativos hasta los ejecutivos son suplantados por los llamados Comités Nacionales partidistas que pasan a ser el sitio donde en realidad se toman las decisiones supuestamente “encarnantes” de la voluntad popular. De esta manera los partidos se convirtieron en los verdaderos asesinos de todo el andamiaje filosófico-jurídico que había sostenido a la democracia representativa y su supuesta legitimidad. Es evidente que los partidos surgen por una necesidad obvia de asumir las contradicciones y las fragmentaciones del cuerpo social, pero terminan encarnando en magnitudes de primera fila las prácticas políticas deformadas y deformantes.

He insistido hasta la obstinación en la necesidad de que la provincia venezolana asuma el liderazgo, planteamiento que excede a la mera circunstancia de haberse producido en el interior las mayores acciones de resistencia contra la presente dictadura. Es también un asunto directamente vinculado a la tesis de representación y legitimidad. La elección de diputados por las regiones no establece ni una cosa ni la otra. Apartando por un momento el tema de la descentralización, obviamente necesaria e imprescindible, lo que ando es en búsqueda de una fuerza exógena que desmaterialice la mentira constitucional de que Venezuela es un Estado Federal y la haga realidad, pero más allá lo que ando es en búsqueda de una nueva fuerza constitutiva de la cultura venezolana.

Tendríamos que decir con Lassalle que “la problemática constitucional no es un problema de derecho sino de poder, ya que la verdadera constitución de un país solo reside en los factores reales y efectivos de poder que en ese país rige. Las constituciones escritas no tienen valor ni son verdaderas mas que cuando dan expresión fiel a los factores de poder imperantes en la sociedad”- (Lassalle, Ferdinand; “¿Qué es una Constitución?”; Editorial Coyoacan; año 1994; pág. 29. Conferencia dictada en Berlín a mediados del siglo XIX, texto que se convirtió en un clásico de las ciencias políticas).

En las últimas semanas nació –es lo que percibo- una nueva tensión, o al menos una tensión variada, entre la provincia y el poder hegemónico de Caracas, uno que fue, a mi modo de ver, un intento de quitar la delegación al poder central, uno informe, pero intento al fin. La “reducción” de la representación, en el sentido en que la manejo en este párrafo, significa que se reduce su ámbito en el sentido que cada provincia se representa a sí misma sin afectar para nada la unidad de la Nación-Estado.

Hay que comenzar a manejar las nuevas formas, los nuevos partos, los nuevos paradigmas. Sobre ello andamos.

teodulolopezm@yahoo.com
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