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jueves, 19 de junio de 2014

CARLOS SCHULMAISTER, LA PATRIA Y EL MUNDIAL DE FÚTBOL, DESDE ARGENTINA

Cuando juega la selección nacional en los campeonatos mundiales o en la Copa Sudamericana, se produce un fenómeno social de identificación emocional entre los competidores que representan a nuestro país y los millones de argentinos que seguimos las alternativas por la televisión.

La distancia geográfica y cultural que generalmente nos separa de las sedes de esas competencias nos genera una creciente expectativa y una carga de intenso afecto hacia nuestros deportistas antes y durante el tiempo que se hallan afuera.

En esos días andamos excitados y nerviosos, pues por intermedio de la selección todos nos enfrentaremos como nación con los países adversarios. Por lo menos, así lo sentimos.

La apertura de los Juegos Olímpicos se abre con magníficas exhibiciones artísticas y emotivos desfiles de las delegaciones nacionales con sus banderas, en megaestadios abarrotados de gente de todo el planeta.

Antes de cada torneo se izan las banderas nacionales de los adversarios mientras se oyen fragmentos de sus himnos nacionales; cuando llega nuestro turno la emoción nos atrapa inmediatamente pese a la distancia que nos separa de la escena.

En realidad, lo que se halla en juego y lo que produce esa exaltación sentimental y emocional no es tanto una pasión deportiva –el fútbol es la más fanática de las nuestras– sino lo que la competencia internacional representa simbólicamente para nosotros, es decir, un motivo para poner en juego la nacionalidad misma, sentida como síntesis de la dignidad y el honor colectivos. De modo que los eventuales resultados representarán el glorioso triunfo o la ignominiosa derrota de Argentina, metafóricamente, de la patria.

Por unas horas, unos días, unas semanas o unos meses, suspendemos nuestros debates cotidianos y la resolución de nuestros desencuentros societarios –nuestro deporte nacional de tiempo completo– y entonces sí, una sola voluntad, un solo sentimiento y una misma emoción recorren monolíticamente el cuerpo de la Nación y todos nos sentimos nacionalistas en el buen sentido de la palabra. Si llega el triunfo será de todos, igual que la derrota.

Este comportamiento no es una exclusividad argentina, por cierto. Lo singular es que ese sentimiento de unidad nacional aflore tan intensamente tan sólo por un motivo tan circunstancial y acotado como una justa deportiva.

No queremos ganarle a cualquier país y menos a uno latinoamericano, aunque sea Brasil, nuestro secularmente hegemónico vecino sudamericano, sino siempre a los grandes, a esos que manejan el mundo, sobre todo a Inglaterra que tiene buen fútbol, y con la cual tenemos una vieja historia de malas relaciones.

Aunque perdiéramos la Copa igualmente seríamos felices de poder derrotarla tan sólo una vez, al igual que a los EE. UU., ya que no nos satisface ganarle a los africanos, asiáticos o latinoamericanos y perder con aquellos.

Ganarle a Inglaterra o a Estados Unidos es mucho más importante que la consiguiente confirmación de nuestra capacidad futbolística, ya que representa nuestra pequeña revancha, una reparación simbólica de nuestros agravios irredentos. Es, quizá, el único momento en la vida del país en que estamos contestes en un mismo anhelo, y que, aún provisoriamente, deponemos las armas entre nosotros y nos sentimos purificados por esa ocasión de gozo y sufrimiento compartidos, que nos "une" transitoriamente por encima de nuestras disensiones habituales.

Si ganamos, la alegría y el festejo nos seguirán uniendo un rato más, y haremos todo lo posible para volvernos tiernos y simpáticos todos: pueblo, gobierno, instituciones y grupos sociales para no interrumpir la magia de la apoteosis colectiva. Mientras tanto, pensaremos con tristeza que así como somos "grandes" en el fútbol podemos serlo en otros aspectos, como la economía por ejemplo. Y filosofaremos acerca d por qué no podremos ponernos de acuerdo para construir un país como la gente siendo que la naturaleza nos dotó de todo lo que se nos ocurra. En cambio, si perdemos, buscaremos el consuelo de lo que pudo haber sido o de lo cerca que estuvimos de..., o de lo feo que lo pasó tal o cual jugador "enemigo".

En todo caso, cualquiera sea el resultado de la justa, lo viviremos como un triunfo y una alegría o como una derrota y un nuevo dolor popular.   

Esta es una de las formas actuales de construcción de identidad en tiempos de crisis de la modernidad, por cierto, supletoria y fragmentariamente, lo cual es peligroso en un contexto social que bordea la posibilidad de caer en la anomia, y en el que el fútbol, además de ser una poderosa industria es una herramienta política eficaz del Estado contemporáneo.

En definitiva, nos hallamos en presencia de una tensión espiritual colectiva que no se origina en sus aparentes motivaciones deportivas sino que actúa por desplazamiento de la competencia político-económica internacional entre un país como el nuestro –insuficientemente desarrollado después de dos siglos de haber optado por construir su soberanía nacional– y naciones pertenecientes al núcleo de los poderes centrales del sistema mundial, en una situación histórica donde esta confrontación es para nosotros sumamente difícil de sostener por la desproporción de ambas fuerzas.

La competencia deportiva "empareja" las potencias en pugna y permite imaginar la posibilidad del triunfo de los cada vez más pequeños y débiles, de los David (nosotros) frente a los Goliat. La movilización de las energías espirituales de los argentinos se convierte así en un factor dinámico disponible para la ilusión y la fantasía del resurgimiento nacional. Un estallido de nacionalismo popular compensa simbólicamente las frustraciones colectivas como sociedad política a través de un tema menor que, sin embargo, permite rescatar y poner en tensión una sorprendente vitalidad colectiva que dura poco tiempo. Algo que ya no logra producirnos un acto patrio, ni un discurso apelativo a las reservas morales de los argentinos, puesto que la patria, ésa con mayúscula, muy pocas veces nos ha convocado a la celebración de la vida, ya que siempre nos ha demandado sacrificios y eso nos ha ido alejando espiritualmente de ella en forma veloz y creciente.

La presencia de nuestros símbolos nacionales en esas circunstancias, junto a los de las potencias políticas y económicas del mundo, dispara nuestros sentimientos fraternales y actúa como pocas veces en nuestras vidas, galvanizando los más diversos componentes de nuestra dimensión patriótica tal como predominantemente ha sido plasmada en nosotros, es decir con connotaciones místicas y míticas.

Lo mismo nos ocurre con los "astros" deportivos en general, cuando su prestigio trasciende la Argentina. Los idolatramos, los adoramos y nos sentimos sus hijos, sus hermanos y sus padres, puesto que nosotros los hemos producido, es decir, la patria, este suelo y este aire, la Argentina, esta sociedad anónima de la que cada uno es accionista. Depositamos en ellos el amor y las gracias por los momentos de gloria que nos han brindado pero vamos más allá al transferirles nuestra representación ante el mundo como expresión de lo argentino, de la patria y del pueblo, aunque no del gobierno al que nunca damos por nuestro.

Esos ídolos populares, entre los que se incluyen los musicales, ocupan cada vez más lugar en nuestros corazones, en desmedro del privilegiado espacio que antaño ocuparan los grandes caudillos y líderes políticos, así como el club deportivo reemplaza y monopoliza crecientemente devociones que antes correspondían al partido político. Convertidos en mitos populares pasan a formar parte de la historia del pueblo, como símbolos sociales y anclajes de la memoria colectiva.

Ello no significa que hayamos crecido y superado nuestra necesidad colectiva de un padre o de un padrastro, sino tan sólo que lo que antes era un espacio simbólico de carácter público hoy se ha privatizado, y cada uno rellena ese hueco como puede, con "lo que hay". Después de dos siglos de existencia continuamos en la edad de la infancia, y no sabiendo vivir sin una ley, sin una política y sin una dosis de fuerza que se nos imponga, nos obliguen nos reforme y nos dé seguridad, nos resistimos a crecer y nos volcamos hacia afuera de nosotros mismos en el amor que le brindamos al ídolo, en un renovado proceso de alienación que junto con otras irracionalidades no nos darán seguridad, pero por lo menos nos anestesiarán los dolores del alma, lo cual nos permitirá soportar la zozobra y las angustias que como pueblo nos provocan las tribulaciones de la vida cotidiana y la pérdida de la esperanza.

He ahí la importancia de los ídolos y de los mitos, que cuando están vivos nos ayudan a sobrevivir sin disgregarnos del todo, tanto en nuestra interioridad como socialmente. Sin embargo, a pesar de su función terapéutica, entre otras, con frecuencia se escuchan voces de intelectuales, periodistas y comunicadores que descalifican este comportamiento típicamente nuestro, sobre la base de reputarlo como expresión de un patriotismo cavernario, elemental, frívolo, evidencia de inmadurez, de resentimiento social y hasta de cobardía para acometer la lucha principal que nos cabe como sociedad y que es principalmente de carácter político por su carácter abarcador de otros desafíos.

No comparto esa posición, ni aún en el caso de una Argentina distinta a la actual, es decir, si fuéramos una nación próspera, seria y ordenada, ya que esas competencias son una de las pocas ocasiones en que el desplazamiento de una problemática político social a otro terreno en el cual es posible alcanzar una resolución simbólica de aquella, no constituye fuga ni olvido sino otra forma de conservar la memoria de lo principal y de realimentar el sentido de lo nacional ausente en lo que tiene de identificación del nosotros y de los otros, ya que no lo podemos hacer por otros medios.

Por otra parte, el fútbol, como antes el tango, es popular, pero de pueblo mayoritario, que es pueblo de abajo, por lo que es representativo de los anhelos y las frustraciones colectivas; y también es fiesta dominical y juego con un adversario que es de los nuestros. Por eso, cuando Argentina juega en el exterior a veces no es juego, es simulacro nacional de guerra nacional, ya que el partido equivale a una guerra localizada con veintidós combatientes y dos ejércitos de reserva de millones de soldados. Pero nos une, que no es poco. Y que siempre es un buen comienzo para empezar algo. Sobre todo cuando, a diferencia de los estados totalitarios esa unidad no es para la agresión ni la conquista exterior sino tan sólo, como en el caso argentino, para reflotar las solidaridades populares y autoconvocarnos simbólicamente para la defensa de la Argentina.

No es cierto que la mera vigencia del fútbol-circo implica cobardía o incapacidad popular para acometer el desafío de la lucha política desde un planteo nacional. Esa es una visión paternalista e hipócrita; además, los hechos lo desmienten cotidianamente ya que el fútbol no es un soporífero del cerebro sino un sedante del alma: la protesta social no está ausente de las calles porque las masas estén en las canchas o frente a los televisores pues la gente está saliendo de los vapores de los narcóticos ideológicos de turno, y a los falsos ídolos que ayer levantó hoy los está haciendo añicos contra el suelo. O sea que la pasión futbolera no impide usar el cerebro.

Además, es falso que el fútbol sea plebeyo, vulgar o impropio de una nación respetable. El fútbol es parte de nuestra cultura como otras tantas cosas buenas y malas, lindas y feas, que nos caracterizan. Lo que es vulgar y no respetable en la Argentina es la defección y la traición al pueblo de la mayoría de los sectores dirigentes del campo político y económico, junto a muchos de sus intelectuales.

En definitiva, ese "patriotismo" emergente en las grandes competencias internacionales, aun siendo una expresión fragmentaria y desviada de la identidad nacional, no es una expresión decadente de nuestra cultura sino una muestra de la vitalidad del sentimiento de amor comunitario y un pequeño espacio simbólico de la patria popular.

Carlos Schulmaister
carlos.schulmaister@gmail.com


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jueves, 8 de mayo de 2014

CARLOS SCHULMAISTER, LA ÚNICA VERDAD ES LA REALIDAD, 1982-2014, DESDE ARGENTINA

Se cumplen treinta y dos años desde que mis convicciones políticas e ideológicas  de origen católico, nacionalista y peronista que fui formando desde mi infancia y adolescencia entraron en un movimiento indetenible desde entonces.

Por cierto, no entró todo en crisis en el mismo momento sino que fue por etapas, gradualmente, y fragmentariamente, creyendo y descreyendo simultáneamente unos temas y otros, sobrellevando el desconcierto psicológico que me provocaban mis crecientes contradicciones intelectuales y sobre todo aquella cada vez más exigua fe de otrora en las cosas de Dios y de la Patria, con las cuales combatían en mi cerebro y en mi corazón las ansias de libertad, por un lado, y las sensaciones de culpa, los miedos ante lo desconocido y los miedos de mi mismo. Por caso, la contradicción entre el supuesto valor de la soberanía territorial al punto de ir a la guerra en su defensa y la anulación del valor real de la soberanía política, pese a los aplausos incomprensibles de mis compatriotas en el mismo escenario y en el mismo balcón de tantas mistificaciones anteriores. Esa imagen es para mi la madre de todas las batallas de liberación de mi conciencia política e ideológica.

A pesar de todo pude superar esa lucha interior toda vez que me decía que de nada valían ni servían las supuestas certezas y verdades de valor eterno (acumuladas y atesoradas desde mi juventud como llaves maestras capaces de abrir las pesadas puertas del futuro de la sociedad), si la realidad del presente -que es la puerta del futuro- las contradecía plenamente una y otra vez.

Recuerdo con tristeza las barreras representadas por la formación católico nacionalista y peronista, no sólo en mi sino en miles de jóvenes con buenas intenciones e ideales, que creíamos a pie juntillas los mitos y mistificaciones que manaban de aquellas fuentes.

Barreras de soberbia intelectual, de jactancia en la creencia de la superioridad moral del relato nacionalista católico que se remontaba hasta Dios para legitimar su supuesta verdad.

Barreras de autolimitación al conocimiento de lo distinto, de lo otro.

Reducción del mundo al bien y al mal siempre en combate respondiendo a la obligación “apostólica” de estar del lado del bien, lo cual sólo se puede lograr si se transita por “ese camino”, no por cualquiera. ¡“Sólo por ése”!

Fundamentalismo de esclavos y fariseos que claman a Dios mientras se golpean el ladrillo que hay en sus corazones. Eso es el nacionalismo católico, el peronismo y el populismo, en el mismo lodo todos revolcados, y sin que ello signifique dar pábulo aquí a la zoncera de un supuesto humanismo peronista de izquierda que ¡“ése sí”! fuera el camino correcto!

Todos son relatos y clichés brillantes pero inconsistentes, útiles para las necesidades y conveniencias de cada causa. Causa de “nosotros los buenos”, causa de facciones, de bandos, de bandas, de sectas.

¡Nunca causa de todos, nunca de la sociedad sin distinciones, nunca de la humanidad!

Lo mismo sucedía en los otros fundamentalismos del Libro (Das Kapital), ni más ni menos.

Todos, absolutamente todos, los de un lado y los del otro, fueron y son fuentes de soberbia, de odio, de desprecio al otro, al que piensa distinto. Y en ambos casos presente el mito de la guerra justa, envoltorio aberrante de la codicia, la egolatría y el deseo de poder de unos pocos vivos, a costa de  muchos tontos.

Repito, en ambos casos.

Recientemente reparé en este inusual aniversario de mi vida y lo compartí telefónicamente con un amigo, uno de los tantos que ha realizado una parábola similar a la mía respecto de la fe y la voluntad puestas al servicio de vivir y convivir en sociedad.

—                                                                                          ¿Habrá valido la pena? —preguntó con cierta desilusión.

—                                                                                          ¡Claro que sí —respondí con intención de alentarlo—. ¡Yo ahora me siento libre y dueño de mi mismo! ¿Vos no?

—                                                                                          Pues… no sé… —respondió —. Cuando veo en la televisión tantas caras de antaño, cuando escucho tantos discursos y aplausos emocionados de aquellos que recuerdo …me pregunto si no estaremos equivocados nosotros…

—                                                                                          ¡Pues yo no! —contesté enojado —. ¡Y me jacto de haber cambiado! ¡Mirá vos qué triste sería que me hubiera muerto sin haber podido descubrir la gran mentira! ¡Y peor aún, que habiéndola descubierto en mi mente y en mi corazón hubiera continuado siendo un esclavo pero ya sin dignidad!

No sin jactancia y provocación, pero con gran alegría y esperanza, dedico esta nota a todos los que de un lado y del otro de aquellas imposturas reconocieron la verdad y la mentira pero se quedaron allí, al abrigo del rescoldo…

Carlos Schulmaister
carlos@schulmaister.com

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viernes, 2 de mayo de 2014

CARLOS SCHULMAISTER, ADMINISTRACIÓN, ENFERMEDADES DISCAPACITANTES Y MORTIFICACIÓN. DESDE ARGENTINA,

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Tengo a mi madre de 89 años de edad, con Mal de Alzheimer, en un geriátrico cercano donde la visito a diario y la retiro tres o cuatro días a la semana. Si bien camina con ayuda de un aparato caminador por haberse quebrado  la cadera hace dos años, cualquier desplazamiento, por corto que sea,  es una tortura para ella.
Ciertamente, trato de postergar lo más que se pueda el momento en que deba pasar sus horas de vigilia en silla de ruedas pues sé que allí comenzará otro ciclo más riesgoso para su salud y sobre todo más mortificante para su  autoestima y sus históricamente demostradas ganas de vivir con dignidad; condiciones que en estos pacientes y especialmente  en aquellos sujetos a postración se va perdiendo aceleradamente en las brumas de la inconsciencia a medida que pasan los años y se complican sus estados físico, mental y socioafectivo.
A ésta preocupación cotidiana se me sumó hoy otra que pareciera provenir del mundo del absurdo. Resulta que en Argentina, todas las personas, sin excepción, deberán tener el último documento nacional de identidad  antes de fin de año. Después de esa fecha es será exigido para cualquier trámite que deban realizar por si mismas o por medio de sus familiares o  sus representantes legales. Me lo ha dicho la hija de una interna de avanzada edad que pasa sus horas cerca de mi madre, sin poder moverse de su silla de ruedas dado que debe estar todo el tiempo con una pierna apoyada sobre una silla, necesitando siempre la ayuda de una asistente.
Esta medida administrativa nacional -que no reviste mayor trascendencia en la realidad actual de mi país- no sería preocupante para mi (y para los familiares de los demás pacientes) si no fuera por su carácter universal y porque la renovación del DNI (que incluye sacarse una fotografía) deberá hacerse personalmente en el Registro Civil de esta ciudad. Por eso mi reacción natural inmediata fue pensar y decir que lo más conveniente sería  que los empleados del Registro Civil fueran al geriátrico a tramitarles el nuevo documento a los pacientes para que éstos no deban someterse no ya a una incomodidad, sino a algo peor como es la mortificación de ellos y sus familiares (cuando los tienen) por ser exhibidos públicamente  en los más diversos grados del deterioro físico y mental, con todos los perjuicios y quebrantos que ello conlleva, especialmente cuando la gran mayoría de ellos no pueden valerse por si mismos, y menos aún en un contexto desconocido.
Por ejemplo, muchísimos pacientes no se pueden comunicar con nadie, no pueden dirigir sus acciones, no pueden permanecer demasiado tiempo de pie, otros necesitan ir al baño, muchísimos son alimentados, aseados y vestidos varias veces al día por las enfermeras, y no muchos cuentan con el apoyo y la asistencia frecuente de sus familiares.
Pues bien, en la eventualidad de semejante absurdo como el que causa mi alarma, es previsible que no habrá enfermeras en el Registro Civil para ningún paciente. Otros, muchísimos, no contarán con el acompañamiento de ningún familiar por muy diversas razones que no vienen a cuento.  Y de estos últimos, ¿los que tuvieran impedimentos de motricidad pero no de sus capacidades intelectuales qué harían? Por otra parte, aun contando eventualmente con ayuda familiar es lógico suponer que no todos han de disponer de automóvil, ni de dinero para pagar un taxi, ni de sillas de ruedas, y ni siquiera el geriátrico podría disponer de ellas. 
¡Qué pasaría si en el trayecto al Registro Civil, o incluso allí mismo, alguno tuviera algún percance, no sólo físico sino de cualquier clase?
_¡Es lógico lo que digo!, ¿no te parece? –pregunté a mi informante. Sin embargo ella no fue optimista. Ocurre que preguntó en el Registro Civil si era posible que los empleados fueran al establecimiento, en el mismo horario de atención al público o en otros alternativos... pero no le dieron ninguna respuesta.
_Hay muchas cosas que están mal…  – me contestó- como los taxis con rampa para discapacitados en sillas de ruedas que no son suficientes y que no trabajan en día domingo…
En los dos ejemplos existen derechos básicos de los ciudadanos discapacitados que no serían contemplados en tales circunstancias. Piénsese en los discapacitados que están totalmente postrados en cama… ¿van a ser removidos a como dé lugar con tal de que la norma sea cumplida?
Más aún, ¿y los discapacitados que no están en establecimientos geriátricos? ¡Acaso no tienen derecho a no ser objeto de cualquier mortificación lesiva para sus condiciones físicas y mentales y  también para su derecho de igualdad de la misma forma en que lo tiene, llegado el caso y con justa causa, cualquier ciudadano sin estar discapacitado!
_Éstos son temas que merecen la atención de las autoridades, sean nacionales, provinciales o municipales… -dijo ella.
_ Por supuesto, ¿pero viste cómo es la realidad?... si la orden correspondiente no les llega de arriba a los burócratas es mucho pedir que piensen correctamente y obren en consecuencia…–contesté.- ¡Ah,  no olvides que esto también debe interesar  al periodismo y a los medios! -agregué.
_ ¡Sí, una vez tuve un problema con un sanatorio y mandé una carta al Correo de los Lectores de  un diario y hubo mucho ruido! -exclamó.
_Bueno, hagamos algo nosotros  -propuse.
_ ¡Siiií, de lo contrario no vamos a poder cobrarles la jubilación a nuestras madres porque en la Policía no nos van a dar el certificado de supervivencia sin tener el nuevo documento. ¡Ya me avisaron ahí!...
_ Ahhhh… en ese caso, ¡que aguanten los geriátricos!
Acordamos que yo escribiera esta nota para mi página de Facebook, y para aquellas relacionadas con la problemática de los familiares y enfermos de Alzheimer con las que habitualmente estoy en contacto y para los periódicos online. En tanto ella buscaría interesar a las autoridades y a los medios de comunicación locales.
Esa noche estuve pensando en todo esto. No, no puede ser ... seguramente todo se va a resolver satisfactoriamente, me decía una y otra vez. De lo contrario, sería patético... como patético sería sacarles una fotografía de carnet a enfermos mentales con las facciones alteradas del tipo de las que ilustran los libros de patrologías mentales.
Queda poco más de ocho meses para que venza el plazo de esta medida administrativa. Tengo la esperanza de que -en este caso y en todos- no lleguemos a los extremos del delirio. Y que esta nota no sea una señal de alarma sino un simple ejercicio de comunicación. Cambiando su sentido nos ahorraremos el stress, como mínimo.
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Sabido es que la administración pública se vincula necesariamente con el aparato burocrático del estado, pero de hecho lo hace también, y muy intensamente, con el lado oscuro de la burocracia, ése del cual se habla siempre con enojo o con furia cuando por su causa se sufre en carne viva alguna mortificación.
Olvidando ahora mi interés particular en el caso, con espíritu caritativo, como un salvavidas que se arroja a un náufrago, se me ocurre sugerir que no sería descabellado, ni mucho menos antipatriótico, que se eximiera de la obligatoriedad de cumplir con tan trascendental medida a todas las personas mayores de 60 años…; o por lo menos a todas las que no estuvieren  en condiciones físicas o mentales de hacerlo por si mismas cuando no puedan hacerlo mediante terceras personas…; o restringidamente a los que residan en establecimientos geriátricos…; o… en fin, ¡que se dispusiera que el personal de los Registros Civiles del país visitará a esos fines los mencionados establecimientos durante los meses próximos!... ¡y con compensación horaria, por supuesto!... ; y… bueno, en tren de soñar…¡que para las personas impedidas de hacerlo no signifique ningún perjuicio para el efectivo cumplimiento posterior de todos sus derechos… humanos!
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Todo sería más fácil en la vida si las autoridades de cualquier jurisdicción y rango pudieran discernir la enorme diferencia conceptual, de sentido, y teleológica, existente entre los términos ADMINISTRAR Y GOBERNAR.
Administrar es -obviamente, en la realidad de Argentina- contar una y otra vez, por parte de los administradores del estado, las figuritas que éste último ha ido acumulando desde que empezó a jugar. Algo así como contar los porotos. O los garbanzos. Y comprobar que los jugadores aumenta cada vez más y las figuritas, o los garbanzos, son cada vez menos. Entonces, a como dé lugar los administradores tratarán de estirar las figuritas, las retocarán, harán estadísticas y se sentirán ufanos porque de alguna manera todo se patea para adelante -en Argentina, reitero-.  Pero administrar bien no es patear para adelante, ni diseñar instructivos y formularios y estampillas fiscales ni determinar tasas o impuestos por meros automatismos derivados de concepciones estatistas.
Administrar bien no es dotar de significados -acotados- a cada acto administrativo, sino proveer de sentidos coherentes al procesamiento de la realidad, la cual es totalizante y multívoca, y se vive en forma cambiante; es decir, en la cual todo se relaciona. Por lo tanto, los sentidos a buscar deben relacionarse con algo que excede la mera administración pública. Es decir, la administración no  puede ni debe ser un fin en si misma, sino que debe estar al servicio de algo superior como debe ser en la etapa social de la civilización la búsqueda de mejores condiciones para la vida, tanto genérica como particularmente considerada. Entre otras cosas eso que suele llamarse calidad de vida. Y en última instancia, la felicidad, que es fruto de la feliz intersección del individuo y de la sociedad.
Administrar es contar figuritas, porotos o garbanzos. Gobernar es lo que queda después, lo que se hace con esos y otros elementos con los que cuenta una sociedad. Los porotos se cuantifican, porque se ven. La calidad de vida no se puede medir, sólo se siente. Y cuando se siente bien, ¡eso es gobernar!
Carlos Schulmaister
carlos.schulmaister@gmail.com
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lunes, 2 de septiembre de 2013

CARLOS SCHULMAISTER, LA AVENTURA DEL PENSAMIENTO, O SER Y APARENTAR, SEGUNDA PARTE II

Poco después de la culminación del proceso de división de las ciencias y la consiguiente consolidación y prestigio de  los especialistas y los grandes intelectuales (proceso estrechamente vinculado al optimismo de la razón, cuya coronación fuera la filosofía del Progreso), y a tenor del sacudón que representó para ésta la Primera Guerra Mundial comenzó a desarrollarse una mirada pesimista que ponía el acento en los sentidos  contradictorios que podían hallarse en el imperialismo racionalista y también en el desarrollo y funcionamiento de los cada vez más numerosos sectores intelectuales.

Para referirnos a ello vamos a aclarar los sentidos que le damos a la palabra intelectuales. Para ello nos valdremos de la diferenciación que efectuara Paul Baran en 1961, acerca de la existencia de los intelectuales propiamente dichos, o intelectuales a secas si se prefiere, y los trabajadores intelectuales, marcando la diferencia entre ambos la presencia de la libertad y el compromiso en los primeros, cuando efectivamente ello es así, pues puede que dicha presencia sea sólo aparente.

Además de esa clase de intelectuales superiores,  la diversidad y complejidad de los campos de la vida social en el sistema capitalista actual necesita de otras personas que realizan actividades intelectuales respecto de las cuales no son determinantes los fines de su acción y los marcos ideológicos, éticos y prácticos implícitos en ellas.

Éstos últimos son los trabajadores intelectuales (piénsese en los contadores, los técnicos, los empleados de banco, los maestros y profesores, los periodistas, etc, etc).

Pues bien, los trabajadores intelectuales y el grueso de las personas que en la sociedad no pertenecen a la primera categoría de intelectuales de Paul Baran vienen realizando y reforzando una milenaria delegación simbólica de las más altas funciones del pensamiento a aquellas personas que hemos descripto como los intelectuales  a secas. Éstos han tenido frecuentemente y por diversas razones comportamientos sociales que marcaban un distanciamiento del grueso de la sociedad concreta en que desenvolvían sus vidas, incluso al grado de ser percibidos en general como elitistas y con altas jerarquías.

Esa suerte de extrañamiento de los sabios iba unida a la sustracción de la mayoría de los saberes sistemáticos del campo mayoritario de las sociedades. Esa amalgama de extrañamiento convertía de hecho a esos intelectuales y a sus conocimientos en una masa lejana, abstrusa, sólo cognoscible por los primeros, de modo que los sujetos intelectuales y los contenidos simbólicos de su actividad intelectual se legitimaban de hecho ante los ojos de las mayorías. Y a ello contribuía la creciente producción intelectual de aquellos, de modo que la profusión cuantitativa de discursos racionales reforzaba la presunta jerarquía e importancia de los “descubrimientos”, incluyendo el hecho de que, paradojalmente, éstos fueran poco conocidos en extensión y profundidad por parte de las mayorías sociales, todavía desprovistas en general del conocimiento de la lectoescritura.

A pesar de esto, y como sucede en tantos otros asuntos de la vida, lo desconocido abruma y provoca supremacías sobre los espíritus vulnerables. Los lenguajes abstrusos, la complejidad de los razonamientos y los temperamentos quisquillosos de muchos de aquellos intelectuales -tenidos incondicionalmente como cultos y sabios- reforzaban su ascendiente sobre los sectores sociales de la base de cualquier pirámide social, es decir, sobre las mayorías. Fenómeno éste que es similar al de la idolatría de los artistas por parte de sus fans, con la diferencia de que en este caso los admiradores tienen elementos objetivos para tomar posición respecto de sus admirados ídolos, tal como el gusto y la admiración por sus actividades y talentos, e independientemente de sus particulares capacidades de apreciación de aquellos.

En el caso de los intelectuales de la cultura letrada y libresca sus fans nunca serán iletrados, por lo general. Esto no implica negar que, de hecho y en muchos casos, han existido y existen grados diversos de conocimiento de aquella cultura a través de su transmisión oral.

La jerarquía atribuida a algunos intelectuales vivientes, y el deslumbramiento que pueden llegar a provocar, lleva con frecuencia a algunos contemporáneos a convertirlos, a fuerza de admiración, en una suerte de gurúes, no sólo en mérito a su nombradía y reputación sino también por la gravedad que potencialmente  sus capacidades intelectuales revisten a sus ojos.

La conocida frase “¡Qué bien habla el dotor!” no constituye únicamente una percepción ingenua de los de arriba por parte de los sectores “populares” sino fundamentalmente una implícita sumisión de clase y la consiguiente legitimación del rol y las funciones de los cultos e ilustrados por parte de quienes no lo son o no se autoperciben a la misma altura intelectual.

En todas partes los intelectuales ocupan elevados sitiales en una escala jerárquica que les confiere  mayor exposición, poder de comunicación y resonancia debido a la “altura” en que se hallan respecto de casi todos los demás hombres comunes que les brindan respeto y veneración.

En los últimos dos siglos y medio abundaron los casos de intelectuales famosos respecto de los cuales la resonancia de sus famas precedía largamente a sus apariciones reales y también al conocimiento profundo de sus respectivas obras, apenas compensado en ocasiones por algunas citas extrapoladas. De ahí que en torno a ellos surgieran círculos de admiradores y  discípulos, capaces de arriesgar su vida porque el Maestro posara sus ojos en ellos, o por tener la dicha de escuchar de sus labios alguna de sus usualmente singulares definiciones urbi et orbi.

En el ínterin, los respectivos admiradores pasaron de coleccionar frases y sentencias impresos en manuscritos y libros y hasta transmitidos oralmente, a fotografías y retratos hasta llegar a los modernos soportes informáticos, y todo con tanta devoción que algunos intelectuales fueron convertidos por ellos en modelos, en arquetipos, tan importantes para su feligresía como fueron desde mediados del siglo XIX los héroes y  los santos para quienes rendían culto a la Patria.

Tanto en el campo del pensamiento como en el de la acción política hubo y hay intelectuales a secas y trabajadores intelectuales abonando con su pensamiento, su escritura y su palabra las orientaciones e inducciones colectivas que el poder dominante y sus aliados necesitan para mantener el control de las sociedades respectivas, y también, aunque generalmente en menor cantidad, los hubo y los hay que cuestionan e impugnan las formas oficiales, los moldes en que se configura la realidad.

Esa condición de modelos a imitar llegó a ser tan fuerte sobre sus cohortes de fanáticos, sobre todo en el siglo XX, que en muchos casos generó en ellos vocaciones, apostolados y hasta sacrificios sin límites. Todo a cuenta de que la fama y la adoración acaba por revestir a algunas de estas personas singulares de una suerte de fata morgana que a la postre terminaba siendo más atractiva y trascendente que su personalidad real, y que trascendía el tiempo y el espacio más rápido y más intensamente a menudo que el contenido de sus  correspondientes obras.

Fue en ese siglo, precisamente, cuando la mercantilización de sus destellos llegó no sólo a las piezas de oro de sus obras sino incluso a la de los brillos de oropel de muchas de aquellas famas, a menudo en mayor medida que sus respectivas obras.

Hoy es fácil observar que muchos de estos admirados “hombres sabios” utilizan  parte del tiempo que antes dedicaban a pensar acerca de cuestiones que ellos mismos decidían para pasar entonces a administrar el valor de los usos reales y potenciales de sus  famas, de sus exposiciones circunstanciales respecto de múltiples y variados asuntos y de sus vínculos e influencias intra y extra literarios, pero en todos los casos independientemente del valor del contenido de sus pensamientos. Tampoco nada novedoso, por cierto, pero que cada vez es más mercantilizado como si fuera oro de buena ley.

Es decir, sus aureolas y sus sombras parecen independizarse cada vez más de sus propios cuerpos y de sus creaciones, obteniendo de este modo y frecuentemente mayores gratificaciones que con éstas últimas.

Es fácilmente reconocible que para apropiarse del valor adicional del prestigio y la publicidad gratuitos que invisten hoy los vínculos marketineros de carácter masivo sólo deben atender y mantener una consideración constante sobre las expectativas de la demanda (de la demanda real y de la potencial, como sucede actualmente), no ya para descubrir  lo que ésta esperaba de la función “sacrosanta” de pensar. ¡No, no, no! Ya no se esperan “deberes” ni “misiones” de los intelectuales como en la ya centenaria etapa del Romanticismo Social en América latina, y en especial en tiempos de la Revolución Social.  Ésta ya había concluido mucho antes de que la palabra Posmodernidad comenzara a escucharse habitualmente en estos lares.

De modo que, estimado lector, hace rato que compartimos un supuesto presente que sin que nos demos cuenta se nos esfuma constantemente por atrás para darnos una versión descafeinada del  Ser intelectual hoy y aquí. Esto no es otra cosa que un mero ejercicio lingüístico complejo e inútil dentro del mercado capitalista mundial, que atiende fundamentalmente a sus valores de cambio y no a los de uso, lo cual, una vez más, no es algo nuevo, pero que actualmente es desembozada y descaradamente asumido, aprovechado y reproducido mientras simultáneamente torna más y más sofisticada su presunta criticidad.

Metafóricamente hablando, para navegar en barca intelectual hoy basta con hacerse a la mar sin arribar nunca a costa alguna como condición para la producción y reproducción como intelectual y de ejercicios intelectuales posteriores. Sólo se debe flotar para permanecer y ser visible. Lo intelectual es hoy como el oropel, un breve baño dorado sin riqueza ni calidad áurea.
No es que no se escuchen ya los ecos de viejos discursos de la etapa anterior, impresos en diversos soportes o en  memorias particulares supérstites. Claro que se escuchan todavía, aunque con mayores distorsiones y ambigüedades, pero ya no para pregonar misiones futuras que todo mundo sabe o intuye que están fracasadas de antemano, sino para llevar a cabo el nuevo “rebusque” de los intelectuales al uso entre nosotros (¡en definitiva uno habla de los intelectuales concretos que ha conocido y conoce, y no de los intelectuales en abstracto, ni menos aún de los de Utopía). Es decir, para hacer lo que hacen hoy muchos de estos intelectuales culturosos que viven y muy bien del Estado al que constantemente critican: “dar cuenta del presente”.

Examinarlo, describirlo, diagnosticarlo, divulgarlo y mercantilizarlo, no ya para proponer alternativas, transformaciones o cuestionamientos a la condición humana, sea en  abstracto o concretamente.

Seguramente les ha de corresponder a ciertos intelectuales (sobre todo a los de décadas y siglos recientes) una gran responsabilidad por el fracaso de las quimeras con las que empapelaron el mundo,  y por el consiguiente  agotamiento físico y moral de muchos de los que murieron agónicamente, de los que sobrevivieron y de los que nacieron después… lo cual torna comprensible tanta desafección actual respecto de aquellos delirios que habían llegado a ser el  non plus ultra de la existencia.

Con todo, no seguiré adelante con este tema pues es una forma más del “dar cuenta” de que hablábamos antes, sino que pondré brevemente el acento en las diferencias de los intelectuales actuales con los de aquella época de emblemáticos delirios.

Pues, y esto es lo que me parece grave hoy, los actuales que están y se pueden ver ya no necesitan pensar profundamente, ni con originalidad… Sólo tienen  que “dar cuenta del presente”, y eso en los ropajes al uso; esos que espera la demanda creyendo y sintiendo que de ese modo pasa por actualizada, por creer que así es progresista, que no tiene en su cabeza el enano fascista de Neustadt, y que por todo ello está viva.

Lo que sí continúa siendo el País de Utopía es la Universidad, en manos de izquierdas seudo radicales, tremendistas, patoteras y piqueteras que junto con sus autoridades se alinean a las autoridades populistas para dar cobertura a “los proyectos” de los nuevos caudillos, a cambio no de la mejora de la educación, de la ciencia y del desarrollo, sino de cobrar y seguir estando cómodamente instalados y haciendo la plancha los profesores, y de “abrirse camino” los nuevos egresados. Eso sí, ¡siempre con el sambenito del “Che” en la boca y la lucha por “El socialismo”!

Dije “hacer la plancha”, es decir, flotar sin hacer nada. Ya no se trata de hacer de verdad algo como en otras épocas, por más delirante que aquello haya sido. Ahora tratan de aparentar que se hace, pero sin hacerlo, pues se les acabaría a estos intelectuales su encantador negocio si resolvieran todos los problemas (una utopía, por cierto), pero tampoco resuelven ni un solo problema. Y a pesar de reclamar siempre mejores condiciones salariales nunca van a pedir el famoso año sabático (por mí les daría 99 años sabáticos) para no correr riesgos de ninguna clase ni ser eventualmente desplazados de la escena por nuevas camadas de aspirantes.

Es increíble que la humanidad continúe despojándose voluntaria y alegremente de la función individual y social de pensar su existencia para dejarla a cargo de ciertos hombres tan inútiles como los que estamos describiendo, que acompañados por futuros “trabajadores intelectuales” vivirán del presupuesto mientras enseñan discursos memorizados e inútiles de cada vez mayor fugacidad e inconsistencia.

Mientras tanto ponen cara de sufrimiento aunque no representan a nadie, han subrogado a casi toda la sociedad pero ni siquiera para manipularla desde sus propias ideas pues las que dicen tener son como agua de tallarines (no sirven para nada). Seguramente usted está pensando en los mismos nombres y las mismas caras que yo.

Pero si usted, amigo lector, retoma en este punto el argumento mencionado más arriba de la indetenible expansión de los sistemas educativos en el mundo, pensando que este fenómeno compensa esa delegación y subrogación de la producción intelectual masiva  que venimos tratando, le contesto que no constituye compensación alguna ni reequilibrio, pues en general los sistemas educativos no enseñan a pensar con autonomía, ni a reconquistar la libertad perdida. Sólo brindan instrucción e ilustración, y a menudo ni siquiera esto.

No se me escapa que las características actualmente deficitarias del producto -o sea la enseñanza impartida en los niveles obligatorios de la escolaridad actual- es estrechamente dependiente no sólo del estado y las características del alumnado, sino también de los del profesorado, y fundamentalmente de los fines oficiales reales de los sistemas educativos a nivel mundial. Piénsese que los viejos resúmenes Lerú hoy serían enciclopedias frente al aprendizaje cada vez más frecuente de 15 renglones como máximo por tema y con posterior coloquio colectivo previamente aprobado para estimular a los chicos, en instancias educativas de nivel terciario y universitario.

Añado a las consideraciones precedentes un cuestionamiento estratégico, nada original por cierto, respecto del sentido (¿o más bien sinsentido?) que encierra transcurrir la tercera parte de la vida humana (el tramo de mayor productividad y lucidez física e intelectual de las personas) encerrado entre paredes semejantes a cárceles cuyos cerrojos no desaparecen luego, cuando supuestamente los prisioneros entran en “la vida”, sino que se tornan invisibles.

Miremos la realidad nacional y mundial y pensemos si valió la pena que tantas generaciones de niños, adolescentes y adultos jóvenes soportaran dicha prisión. ¿Qué habríamos perdido de no haber  estado presos tanto tiempo? ¿Acaso lo que vino después para cada uno -la etapa del mercado de trabajo- se vio beneficiada por aquella prisión? Bien vale preguntarse en este instante lo que ya afirmara el lúcido intelectual chileno Dr. Claudio Naranjo, si la escuela nos ha enseñado lo más importante en la vida, es decir, a ser felices.

Creo como él que no lo ha hecho ni lo hace, ni lo hará. Simplemente nos anestesia para soportar mejor las cadenas que nos dejaron las generaciones precedentes y las que la generación de cada uno va creando.

Pues bien, esos años de prisiones ni siquiera ponen a las masas en contacto con intelectuales, sino que lo hacen con trabajadores intelectuales entrenados para difundir un conjunto básico de digresiones hechas por terceros –muy pocas de ellas provenientes de intelectuales verdaderos y valiosos- acerca de cuestiones de moda que cada vez más aumentan desmesuradamente y en gran medida el conocimiento inútil.

Esos trabajadores intelectuales supernumerarios y robotizados con los que convivimos constantemente, prácticamente durante un tercio de nuestras vidas, no contribuyen al desarrollo progresivo de la condición humana con nada que tenga mucho mayor valor que los eventuales actos de pensamiento y decisión que podrían emprender los hombres comunes individualmente considerados en relación con otros paradigmas de civilización diferentes a los del mundo actual.

Claro que los hombres comunes del grueso de las sociedades en general ya se han acostumbrado a que los hombres sabios piensen y decidan por ellos, y por más que no lo admitan tampoco creen en los intelectuales tal como ocurría en tiempos no muy lejanos. Y mucho menos creen hoy en los profesores intermediarios. Y sin embargo, no les interesa sacárselos de encima.

Los intelectuales de mercado, aquellos que no se pertenecen a si mismos, y los reproductores por un salario (presas menores de la fauna intelectual) aplican en sus vidas profesionales el famoso “como si”… Ellos hacen, mejor dicho parecen estar pensando profunda y autónomamente (y con “sentido solidario”, of course, como espera la demanda), en tanto los hombres comunes hacen como si los tuvieran en gran estima y consideración junto con sus obras.

Lo cierto es que, masivamente, casi todo el mundo piensa menos que en otras épocas, sobre todo porque existe una cultura del ocio y del espectáculo que vuelca a las personas fuera de si mismas como supuesta terapia contra los viejos y los nuevos dolores del cuerpo y del alma. En este marco, pensar es un compromiso incómodo para la mayoría de los hombres actuales, y esto por múltiples razones que no alcanzaríamos a desarrollar en este lugar.

Vale decir, entonces, que las mayorías no tienen actualmente expectativas especiales depositadas en los intelectuales que supuestamente deberían ocuparse de lo que aquellas no pueden, no saben o no quieren realizar por si mismas. Esta función es hoy un mero nicho cultural que la mayoría de las veces que es consumida  por la gente común lo es como mero entretenimiento o como símbolo y promoción de nuevos status.

Con todo, en lugar de que los públicos actuales cuestionen política o ideológicamente a los intelectuales, como era lo habitual en el siglo XX, y sobre lo cual prácticamente no existen hoy motivaciones ni consensos evidentes, sí es posible ponerse de acuerdo en que sería más fácil y más lógico cuestionarnos a todos nosotros precisamente como públicos.

En este sentido, deberíamos examinar críticamente por qué no tenemos expectativas sólidas sobre la función intelectual llevada a cabo en forma ostensible por el sector dedicado a ello, fundamentalmente para comprender que esta  situación constituye, en definitiva, una prueba de renuncia y desinterés en las bondades del pensamiento, y en última instancia, pérdida de la fe (como garante finalísimo) de la verdad.

A priori es fácil colegir que no se trata de una boutade, sino de un grave problema social, ya que vivir sin pensar por uno mismo es como vivir en la oscuridad, con el consiguiente peligro de que uno se acostumbre a ello, pero peor aún con el riesgo de terminar ciego.

Si las mayorías actuales, que pueden ser caracterizadas como productoras y consumidoras (pero no productoras de pensamiento decidida y ostensiblemente autónomo), en consecuencia, individual y socialmente no soberanas, no creen ya en los intelectuales que las subrogan, ni tampoco quieren retomar la función delegada debido a la complejidad del sistema sociocultural mundial, los intelectuales podrían encarar otras tareas distintas a las tradicionales, y respecto de éstas últimas podrían llamarse a silencio no sólo por la historia de sus responsabilidades y fracasos conocidos sino porque no es propio de ninguna representación ni delegación que los mandatarios esparzan por doquier sus  obsesiones y su egolatría. Lo cual es lógicamente extensible a los políticos, por supuesto, sus grandes aliados.
 
Si no sirven, si no agradan, o si resultan hipócritas los tradicionales diagnósticos, recetas o anticipaciones de estos intelectuales fashion o intelectuales de mercado, pues que no diagnostiquen, no receten ni anticipen, y que tampoco imaginen el futuro por los demás. Digo esto muy convencido de que las industrias  culturales a cargo de intelectuales son funcionales al poder político y  económico que domina y explota a la humanidad en todas partes. Y decir esto no significa postular el anticapitalismo, el comunismo rojo, o el nazismo negro, ni ninguna estupidez de ese tipo, pues ni siquiera es algo original.

Creo que los intelectuales no deberían insistir en buscar enemigos políticos, de clase o de fracciones de clases de las sociedades, pueblos o naciones. Por el contrario, en lugar de mostrar constantemente contradicciones y conflictos reales y posibles deberían poder ayudar -sólo ayudar, o sea nada de encarnar supuestas misiones-  a pensar lo más correctamente posible a todos y a cada uno en tanto individuos y  agentes sociales y políticos.

Incluso no haría falta que crearan nada nuevo, pues lo que hace falta conocer para realizar esta tarea ya ha sido escrito, pero ha quedado sepultado en el olvido o escondido tras la maraña de las modas estúpidas.

Entiéndase que esto que propongo no es el desideratum perpetuo de la tarea de los intelectuales en general.  Sólo se trata de éste presente, no de los futuros presentes, pues ello equivaldría a caer en una posición conservadora cuando la mayoría de las sociedades actuales se hallan muy lejos de ser estáticas y tradicionalistas.

De modo que sería útil y deseable que los intelectuales stricto sensu del actual tiempo histórico, valiéndose de las ventajas representadas por sus condiciones y training particulares y propios de su oficio,  ayuden al resto de los hombres (intelectuales lato sensu) a pensar con mayor rigurosidad, profundidad, criticidad y hasta eficacia en orden a las eventuales necesidades y deseos futuros de la humanidad en su devenir. Pero, atención, que ayuden a lograrlo verdaderamente, no a continuar con el “como si”.

El intelectual debe estudiar y expresar, pero no debe esperar ser leído ni interpretado justamente, a menos que su pensamiento tuviera dos versiones siempre, como todo paternalismo: una abstrusa como la que generalmente utilizan para escribir y otra versión para escolares… de pantalones largos, y que siempre estuvieran ellos para efectuar los ajustes correspondientes.

Los intelectuales verdaderos y auténticos “no se la creen”, ni se piensan jamás a si mismos en tercera persona.

Lo que si acepto que se mantenga como en los tiempos románticos es el deber ser del intelectual auténtico y autónomo que es la necesidad de su independencia respecto del poder. Los intelectuales verdaderos y auténticos, es sabido y es cierto, deben mantenerse alejados del poder, tanto del poder político como del económico, social, religioso, etc. De modo que me refiero aquí a los intelectuales libres, no a los condicionados por los contextos del ejercicio de su pensamiento y de su correspondiente  mercantilización.

Los especialistas, asesores y técnicos de los más variados campos de la actividad social, por más importantes que pudieran llegar a ser sólo trabajan de intelectuales, son trabajadores intelectuales pero no intelectuales, como dije más arriba. Inversamente, yo pienso como intelectuales a aquellos cuyos pensamientos no están determinados por los sectores dominantes ni por los sectores dominados de una cultura concreta, ni tampoco de una contracultura de cualquier tipo y origen.

O sea que el intelectual con amo, no es un intelectual, sino un siervo, una caricatura de intelectual. Por eso insisto en que aprendamos a reconocer las caricaturas de intelectuales.

Pienso en el verdadero filósofo como el intelectual emblemático que puede trascender su época pero no por la inercia que le  brinda la proyección de la cultura sobre él y su época, tal como sucede en el caso del arte hoy en crisis sino por la posibilidad de brindar las otras respuestas, es decir, las que son otras respecto del poder y la cultura oficial.

El  filósofo, para mi gusto, no debe trabajar como filósofo pues dejaría  de ser filósofo en ese caso. Ciertamente, si trabaja como profesor de filosofía será él también un trabajador intelectual que eventualmente hasta podría ser reemplazado por una persona entrenada al efecto, o por unos libros, o por un robot.

Por eso pienso en los intelectuales verdaderos como aquellos que piensan por ellos mismos, para ellos mismos, no en representación de nadie ni como función social, sin expectativas de remuneración, de prestigio o de gloria, ni pertenencia a capilla o cofradía alguna. Y que jamás caen en la famosa estupidez del “intelectual orgánico”.

Más aún,  filósofo es para mi aquél intelectual que no vive de su pensamiento, es decir, que  no lo vende, no lo comercializa, ni se repite, ni se plagia a si mismo. Esto último lo vinculo con el apego a sus propias palabras cuando ellas se han vuelto conocidas. De ahí que siempre he insistido en que hay que hablar en criollo, es decir, con sencillez, no utilizando jerigonzas especiales provenientes de  otros, ni tampoco  propias, pues se es  pedante en cualquiera de los dos casos.

Por la misma razón considero que  un buen intelectual es aquel que no sólo no repite discursos memorizados extraídos de obras complejas,  ni tampoco  de manuales ligeros, y menos de  clichés de moda fruto del pensamiento políticamente correcto en cada momento que -bueno es recordar- ¡no siempre ni necesariamente es de derechas!, pues en tal caso semejante “intelectual”  sería un mero repetidor, un memorista entrenado y hábil en discursos ajenos.

Un verdadero intelectual  no se repite a si mismo porque se plagia,  es decir, no reitera temas ni obsesiones personales, pues estaría determinado por lo que recuerda en el momento de hablar, y así no sería libre.

De modo que un verdadero intelectual puede explicar varias veces una cuestión de distintas maneras, empezando por el principio, por el final, por el medio, por adelante,  por atrás o por cualquier parte, o con enfoques diferentes en cada ocasión ya que todo fenómeno social particular es parte de una totalidad social, pero también es una totalidad en si mismo, y toda totalidad  puede ser abordada  desde si misma, desde sus partes, o desde afuera de ella. 

Hay quienes dicen que pensar en libertad, y con libertad externa e interna, es un acto de soberbia, que un intelectual ha de ser modesto, etc, etc. He escuchado este pensamiento varias veces y me hace reír tanto como llorar.

La humildad de los hipócritas es el más grande y altanero de los orgullos, lo dijo  alguien hace 500 años. Deliberadamente no diré su nombre para no incitar el fetichismo de los citadores a repetición (por aquello que canta Serrat, que “al olor de la flor se le olvida la flor”). Es que considero hipócritas a quienes se esconden tras los restos del pasado para no decir jamás lo que piensan ellos mismos, y también a los repetidores de discursos a tono con las épocas o con las líneas del poder de turno.

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sábado, 31 de agosto de 2013

CARLOS SCHULMAISTER, LA AVENTURA DEL PENSAMIENTO, O SER Y APARENTAR, PRIMERA PARTE

I

Desde hace 4,5 millones de años la humanidad viene desarrollándose a partir de la experiencia de conocer, explorar, descubrir, investigar y operar en el mundo material y en el de las ideas,  desplegando actos y comportamientos, lenguaje, nociones, ideas, teorías, haciendo objetos y atribuyéndoles a todos esas creaciones una carga simbólica que los trasciende y los proyecta en el tiempo y en el espacio. Esas características, capacidades y potencialidades revelan ese complejo maravilloso y misterioso que llamamos la humanidad de los hombres: eso que los vuelve humanos más allá de sus variables y diversos rasgos étnicos y de las renovadas formas de su dotación psicológica e intelectual, o, precisamente, a partir de ellas. 

Lo humano es una construcción constante a través de incontables actos de intelección y concienciación acumulados y compartidos a lo largo del tiempo en una dialéctica compleja entre lo genérico y lo individual, comenzando por el más maravilloso de todos los actos: la creación del lenguaje.

Ahondando en la descripción de ese proceso la humanidad se muestra siempre como un conjunto de caracteres inacabados e inabarcables que se autogeneran, revelan y despliegan a través del juego dialéctico de la experiencia y el cálculo, la acción y el potencial, la concreción y el deseo, a través del tiempo y del espacio, en una constante creación y transformación tanto del homo creador como de sus creaturas.

Es en la perspectiva histórica donde se aprecia claramente el proceso evolutivo de la humanidad y de la cultura, términos que para nuestro propósito son equivalentes más allá de que se quiera poner énfasis en los creadores o en la cultura creada. Es así como se pueden percibir los cambios en la cultura junto con los cambios  de lo humano, o si se prefiere, de la condición humana, en construcción. También vemos en perspectiva la aparición o presencia y desarrollo  de las múltiples dimensiones del hombre, tales como la cognitiva, la psíquica, la de la sensibilidad y la espiritual, todas las cuales confluyen en el homo faber, por citar las hasta aquí conocidas en el marco de la reconocida multidimensionalidad humana.

El hombre es sujeto y la cultura es su objeto de creación/recreación. Y en ésta se hallan también los otros sujetos como individuos y como género, interactuando mutuamente como sujetos/objetos. De modo que la cantidad de los sujetos será siempre infinitamente menor que la magnitud de sus obras.  Constantemente la humanidad va concretando la novedad y a la vez generando nuevos potenciales, complejizando y amplificando el mundo que habita. 

Sin embargo, la impresionante transformación material producida por el homo faber  suele desplazar la maravilla representada por la transformación del hombre como ser racional y moral. Pese a que son dos esferas interdependientes, la maravilla del desarrollo histórico de la inteligencia  y la espiritualidad humana suelen quedar opacadas ante la grandiosidad de sus frutos: la cultura material y simbólica. 

La inmensidad y variedad de la creación cultural, incluidas luces radiantes y ominosas oscuridades, pueden llenar de orgullo o de pesar al género humano tal cual de hecho sucede, a tenor de las respectivas concepciones filosóficas de cada individuo, por lo general polarizadas entre los extremos del optimismo y el pesimismo absolutos que van del “todo es una maravilla” al “todo es una mierda”, respectivamente, si bien entre ambos caben innumerables gradaciones alternativas de valor.

De cualquier modo, todos los humanos somos solidariamente responsables del debe y el haber de la condición humana tal cual ha sido y es expresada en todos los tiempos y lugares, de modo que la gloria o el oprobio, el orgullo o la vergüenza, nos corresponden a todos por igual. No así tratándose de la consideración individual del paso de cada uno por la vida pues a esta escala lo que nos interpela predominantemente es la diferencia, la desigualdad, la diversidad de la incardinación de la humanidad en cada sujeto.

Todo pensamiento, sea el primitivo y siempre presente  pensamiento mágico o el más alambicado pensamiento racional, se ve calificado por la inteligencia en tanto facultad genérica de los hombres, si bien no de una vez y para siempre sino en desarrollo constante, lo cual implica precisamente la posibilidad de avances y de retrocesos tanto en la condición como en la acción humana. 

La variedad de formas mediante las cuales la inteligencia  se revela y es puesta en acción en y por cada sujeto particular es tan grande que suele perderse de vista que todos los humanos la poseen en condiciones normales.  

A la base de dichas diferencias se encuentra la diversidad de contextos sociales, culturales, etnolingüísticos y modos concretos de operar la relación sociedad-naturaleza, todo lo cual dice relación con formas idiosincráticas de organización del tiempo y del espacio, es decir, de los respectivos marcos culturales que se consideren, incluyendo, por consiguiente, la existencia y funcionalidad histórica del poder.

Decir qué significaba para los hombres del Paleolítico lo que hoy damos en llamar inteligencia es una tarea gigantesca que escapa a los marcos y posibilidades de este trabajo. La reconstrucción del universo mental de aquellos hombres no deja de ser una hipótesis compleja, construida con la ayuda de la antropología cultural contemporánea. En todo caso, la inteligencia operaba en base a la lógica proporcionada por la experiencia y por un psiquismo en muchos aspectos diferente al del hombre moderno, en tanto era un dato habitual la creencia en las propiedades mágicas de las cosas. 

Si el universo mental de aquellos hombres del Paleolítico fue, como es probable, similar en cada uno de ellos, se podría inferir una cierta accesibilidad igualitaria al conocimiento del saber social acumulado. Por su parte, la Historia pone en evidencia una relativa estabilidad de la cultura durante varios millones de años, signada por su índole práctica y a la vez de tipo mágico por la importante gravitación en ella de un mundo aparentemente paralelo al humano, compuesto de mitos acerca de dioses y otros seres superiores que precedían y sucedían la existencia misma del género humano, y que en determinados momentos se acercaban e interactuaban.   

Independientemente de las conclusiones del inacabado aporte de la ciencia, la percepción de los cambios y transformaciones de lo externo y lo interno de cada hombre particular debe haber sido muy difícil de alcanzar durante la mayor parte de la historia, es decir, hasta la llegada de los tiempos en que las transformaciones comenzaron a multiplicarse y el cambio comenzó a permanecer adherido al suelo mediante la organización espacial en torno a la ciudad, dando inicio al Neolítico, y en torno a los procesos que confluyen en la Revolución Neolítica, principalmente la domesticación de ciertos animales y el cultivo a partir de la semilla, los que junto con la Revolución Hidráulica configuran la Revolución Agrícola.

Dicho proceso habría comenzado alrededor del 10.000 A.C. Sin embargo, es posible que, por lo menos en ciertas áreas del planeta, aquellas transformaciones hayan comenzado muchos años antes de esa fecha, tal como algunos estudiosos que así lo creen llegan a proponer su inicio probable  hacia el 100.000 A.C.

Hoy se sabe que el paso de la etapa de cazadores-reproductores a  la de agricultores-pastores produjo la formación de formidables excedentes de energía de origen vegetal y animal que se reflejaron simultáneamente en el crecimiento demográfico y en la organización del espacio.

Pero lo que la nueva etapa implicó, fundamentalmente, fue un creciente desarrollo y refinamiento de la inteligencia, evidente en el hecho mismo de su eficacia en la creación de respuestas materiales e ideales novedosas para la vida social, toda vez que aquel conjunto de transformaciones mencionadas fue de la mano de un crecimiento formidable de todos los campos de la cultura como nunca había ocurrido hasta entonces.  Pensemos en la Revolución Agrícola y en la de los Metales, en pleno Neolítico, y en la aparición de la escritura en varios lugares del planeta.

A partir de allí la inteligencia encontró un inmenso campo de aplicación potencialmente disponible, donde la mayoría de las cosas eran novedosas para los grupos humanos que comenzaban a transitar por caminos nuevos y también para aquellos que miraban esos cambios desde afuera. Así, en base a la acción práctica el conocimiento ampliaba rápidamente los límites del mundo conocido y los de la cultura material y simbólica.

Los intercambios con la naturaleza, en especial el representado por el trabajo humano, se ampliaron y diversificaron y se tornaron cada vez más cognoscibles, lo que facilitó y aceleró su conquista por parte de aquellas comunidades que habían ingresado a la etapa neolítica. En consecuencia, la vida y la convivencia social se tornaron crecientemente previsibles y hasta planificables sobre todo a partir de la aparición del Estado, de la autoridad y de la organización consiguiente del poder político, con lo cual entró a jugar una nueva variable, amalgama de  pasión, de voluntad, de fuerza y de poder.

De allí a la formación de naciones restaba un paso muy corto. Los reinos de las incipientes civilizaciones de regadío representaron la síntesis de lo espacial-lingüístico-religioso y cultural lato sensu. El paso siguiente fue la creación-develamiento de la dimensión patriótica de los hombres, que se valió de aquellas vertientes a las cuales a su vez nutrió.

En el Neolítico la intelección del mundo era una actividad  social relativamente homogénea en tanto las respectivas condiciones personales eran muy similares al interior de la mayoría de los grupos humanos que habían ingresado a la nueva etapa. Sin embargo, cada vez más esa intelección, esa creación de significado y sentido, se iba produciendo de una manera distinta, de una forma que constituía una orientación externa de esas miradas y enfoques, y que tendía a asumir un punto de vista colectivo indiscutible, que se mantenía y transmitía en el tiempo por las vías de la religión, la costumbre, la educación familiar, la tradición y también por los designios de la autoridad.

La naturaleza y sus recursos condicionaban vivamente la formación de los rasgos diferenciales de las naciones antiguas, pero muy pronto la inteligencia aplicada a su aprovechamiento fue marcando enormes diferencias que llevaron a distinguir la grandeza de algunas naciones y luego de unos imperios, y la chatura de otros grupos humanos que no habían entrado aún en la civilización, o que cursaban en ella con grandes dificultades.

Ninguna de estas formidables transformaciones podría haberse realizado sin que se produjera la división horizontal (social) del trabajo en las sociedades que construyeron la civilización, y también la división vertical de la sociedad, la cual determinó desde entonces la existencia de dominadores y subordinados.

La formación diferenciada de modos de vida (y de supervivencia), es decir, la aparición de tareas y labores diversas, propia de la Revolución Urbana, concomitante e interdependiente con las ya mencionadas revoluciones Agrícola, Hidráulica y de los Metales, fue determinando en todas partes (a tenor de la efectiva presencia en cada civilización de los recursos necesarios para ello) la existencia de grupos sociales y estamentarios dotados de conocimientos, capacidades, deberes y derechos diferentes y jerarquizados. 

A su vez, el desarrollo continuado y creciente en cada civilización de los tipos universales de trabajo  (agricultura, ganadería, metalurgia, cerámica, carpintería, arquitectura, transporte terrestre y marítimo, etc, sin olvidar las artes militares y los servicios religiosos) dieron lugar al crecimiento económico, al desarrollo de infraestructura de todo tipo y a una incipiente tecnología aplicada en cada uno de esos campos.

A poco de andar, al interior de cada campo de actividad fueron produciéndose sucesivamente nuevas divisiones del trabajo social, lo cual trajo consigo la aparición de nuevas especialidades y nuevos especialistas, es decir, de hombres cada vez más entendidos en alguna clase de trabajos. 

Ya antes de la aparición del gran descubrimiento e invención  que fue la escritura, coronación de una larga formación anterior de las diversas lenguas humanas, fueron apareciendo ciertos conocimientos que no significaban respuestas o aplicaciones inmediatas a desafíos prácticos de la vida material, pero que tenían una importancia descomunal para la humanidad, sobre todo si se analiza retrospectivamente la aventura del conocimiento. Me refiero al conocimiento de los principios de las cosas, al de sus propiedades genéricas y específicas, al de los conocimientos abstractos y al reconocimiento de la representatividad de lo general y de lo particular.

Esos descubrimientos y conquistas del pensamiento fueron posibles gracias a la aparición de individuos  y grupos sociales relativamente acotados, que de hecho y de derecho, por la fuerza o por la ley, fueron realizando aportes impresionantes de creatividad e inteligencia al caudal de conocimientos de la humanidad.

A través de una docena de miles de años, en algunas sociedades antes, en otras más tarde, esos sujetos dinamizantes de la inteligencia y la creatividad fueron apropiándose del ejercicio y la representación de la funciones intelectuales superiores,  lo cual les acarreó el consiguiente monopolio de dicha actividad, conquistando desde entonces hasta hoy un lugar preeminente como sectores orientadores y como mediadores entre ellas y los gobernantes. 

Esto ha sido así a consecuencia de que las decisiones más importantes de la vida -aquellas  que tienen  relación con los anhelos, las apetencias de bienes y valores y la imprescindible voluntad colectiva- pasaron a ser reflexionadas por algunos hombres privilegiados que cada vez más se vincularon con los dueños del poder a los que servirían preferentemente a lo largo de la historia, desde la etapa tribal hasta la de los reinos e imperios.   

Piénsese en las castas sacerdotales de tantas civilizaciones antiguas en las que la actividad intelectual estuvo al servicio de la creación, gestión y administración de ideas, doctrinas, sentidos, misterios y comportamientos religiosos, pero también sociales y políticos; piénsese en aquellos que echaban las bases de la  matemática y la geometría aplicadas a la arquitectura en el Egipto antiguo; y sobre todo piénsese en los grandes pensadores de Grecia.

Hombres sabios existieron en todo el mundo antiguo conocido donde sus contemporáneos los reconocían como tales. En relación a los ejemplos anteriores era posible ver en aquellos hombres al tipo del pensador, del sabio, del hombre culto, versado y reflexivo -por oposición al hombre ejecutor, práctico, simple y servil-, en una palabra, a los primeros intelectuales.

La Edad Media asistió a su consolidación, si bien el conocimiento permaneció sujeto a las influencias y los límites del poder religioso, especialmente en Europa, bajo la órbita  de la Iglesia Católica, como lo ha estado y sigue estando actualmente en muchos lugares. 

Será a partir de la Modernidad cuando la actividad de los pensadores o intelectuales comience a revelar la singularidad de su función  social en casi todos los campos de la vida social y a diferenciarse de los avatares de sus consecuencias prácticas; es decir, sin que las vicisitudes, riesgos, presiones de la vida práctica constituyeran obstáculos para su profesión de pensadores libres. Por cierto no en forma absoluta, no en todos los pensadores, ya que la libertad de pensamiento es un derecho que siempre experimenta acechanzas por parte de muchas clases de poder.

Desde entonces se dedicaron cada vez más a interrogar el Universo en sus diversas zonas y a descubrir tesoros ocultos de especialidades del conocimiento, revelando -cual si fueran magos- cosas sorprendentes.

Los cinco siglos de la Modernidad y en ella los tres últimos de la formación y consolidación del sistema capitalista mundial acompañarán gradualmente el proceso de expansión de los derechos individuales y sociales de los hombres al ejercicio real y cada vez más libre  de la inteligencia, tras haber permanecido confinada por largos milenios a estrechos círculos de hombres habilitados para reproducir pero no para crear sin limitaciones nuevos saberes. Y para que esto fuera posible fue determinante la  expansión  y organización con sentido democrático y universal de la educación como derecho social y servicio público en gran parte del mundo.

Sin embargo, junto con la democratización de la accesibilidad a la educación pública existe otro proceso histórico que ha sido y es fundamental a la hora de abrir espacios para el ejercicio de la libertad del pensamiento: el proceso de laicización de la educación que a su vez implica otro proceso: el del confinamiento de la fe y la religión como presuntos veneros de la verdad al interior de las almas de los creyentes y de sus correspondientes organizaciones religiosas, con el resultado de la consiguiente expansión de los fueros de la razón.

No cabe duda que la larga marcha de la humanidad no ha estado exenta de contradicciones y retrocesos ostensibles; sin embargo, la distancia entre la situación actual y el punto de partida es inconmensurable. Ciertamente, los mayores frutos se produjeron cuando confluyeron los procesos de la expansión de la accesibilidad al ejercicio del pensamiento mediante la difusión de la lectoescritura y la organización universal de la educación, por un lado, y por el otro el de expansión de la libertad de pensamiento y de expresión acerca de todos los asuntos humanos.

Ambos procesos, complementados con otras grandes conquistas de la humanidad, han permitido un impresionante desarrollo de las capacidades humanas en el ejercicio del raciocinio y el consiguiente autoconocimiento humano.

Desde la Ilustración y el Iluminismo (s.XVIII) fue aumentando la visibilización de grupos y sectores de personas dedicadas a actividades intelectuales que funcionan como orientadoras o educadoras del resto de la sociedad por fuera de las ideas religiosas de cualquier tipo, y respecto de las cuales existe un tácito consenso en designarlas como “intelectuales” por el predominio en ellas de las actividades de este tipo por sobre las de tipo manual. Sobre todo por  considerarlas dotadas de muchos y muy complejos conocimientos que, en suma, tienen que ver con todas las actividades y niveles de pensamiento, lo cual, a los ojos de las mayorías, convierte a aquellas otras en “especialistas”  en las materias que cada una de ellas trata.

Simultáneamente, la formación del proletariado industrial, con la consiguiente necesidad de especialización y cualificación de mano de obra destinada a optimizar los procesos socioeconómicos y políticos cada vez más complejos del sistema capitalista y de la Revolución Industrial, consolidaron aquella emergencia de grupos, sectores o estamentos dedicados a actividades intelectuales superiores. Luego, ya en el siglo XX se perfilaron dos grandes orientaciones o áreas del pensamiento donde se desenvolvían los grandes pensadores: por un lado la filosofía y las ciencias sociales; por el otro las ciencias duras de investigación pura y aplicada. 

A esta altura del presente trabajo es posible colegir que lo humano ha llegado a ser un complejo ensamble simbólico presente en el individuo con caracteres absolutamente subjetivos, y a la vez un complejo producto simbólico que puede ser pensado y analizado por cada hombre particular en forma consciente y presente, es decir, en acto. Y también en forma subjetiva, aunque puedan presentarse registros de formas que escapen a una subjetividad libre.

Sin embargo -nos adelantamos a advertir-,  al igual que sucede con el conocimiento de la realidad, el conocimiento de la humanidad de los hombres (tan sólo uno de los tantos asuntos graves y complejos de aquella) no consiste en el inventario o la clasificación de lo existente, sino en la experiencia de nuestra conciencia respecto de estar siendo en la realidad. Por un lado develamiento de significados y sentidos cambiantes, y por otro un destino de finalidad, de trascendencia, de fatal movimiento hacia adelante que nos llama desde el incógnito futuro mucho más que lo que la fuerza inercial del presente nos proyecta hacia el futuro.

Entraremos en estas consideraciones a continuación.

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