Nicolás Maduro vio en las sanciones aplicadas
por Barak Obama un refugio para ocultar el fracaso de su gobierno y proyectar
su deteriorada imagen internacional, aunque sea entre los pocos aliados que aún
le quedan. Pretende eclipsar la inflación, la escasez, el desabastecimiento, la
corrupción, el deterioro de los servicios públicos, la pérdida acelerada de su
popularidad interna y la opacidad de su figura en el plano internacional.
Buscaba una tregua que lo aliviara, y la encontró. Apela a la fórmula tradicional de los
ineptos: exaltar el patrioterismo, acusar al imperialismo de agresión y
descalificar y amenazar a todos los que se niegan a seguirle en sus
desmesuras.
Maduro desdibuja la imagen de Obama, la cual
conviene recordar. El Presidente norteamericano descongeló las relaciones con
el archienemigo de los gringos desde 1979: el gobierno teocrático
ultraconservador de los ayatolas iraníes, al punto que discute el programa
nuclear con ese incómodo país; reinició la apertura con el gobierno comunista
de Cuba, venciendo la poderosa resistencia del lobby cubano de Florida; comenzó
el proceso de desmilitarización norteamericana en Irak; ha sido crítico de la
actitud belicista de la derecha israelí; ha propiciado las conversaciones de
Israel con Palestina; se ha negado a bombardear
a los dementes del Estado Islámico; y ha mantenido una activa y
permanente política de defensa de los derechos humanos en todo el mundo. Estos
son algunos de los méritos de su política exterior, siempre tendiente al
diálogo, a los acuerdos y al fortalecimiento de la democracia. Por ese motivo,
la derecha más radical estadounidense lo ha tildado de blandengue frente a los
adversarios del Tío Sam.
Con respecto de Venezuela, Obama –y en general los presidentes norteamericanos- han sido pacientes frente al trato hostil, desconsiderado e ingrato de Hugo Chávez, primero, y de Maduro, después. Estados Unidos es el único país que paga de contado y en los plazos convenidos la factura petrolera.
Siendo presidente Gorge W. Bush, no hubo
calificativo peyorativo que no recibiera de parte del comandante venezolano. Lo
llamó desde alcohólico hasta genocida, pasando por un amplio espectro de
epítetos. La diplomacia norteamericana, dirigida en aquella oportunidad por los
halcones republicanos, reaccionó con cautela y hasta con cortesía. Lo que en
otras épocas habría generado conflictos bélicos, los estadounidenses lo
convirtieron en tibias quejas diplomáticas. La insolencia del caudillo llegó a
tales extremos que en 2008 sacó en volandillas del país al embajador Patrick
Duddy.
Maduro, sin ninguna clase de pruebas
fehacientes, incrimina a la nación del norte en un fantasmagórico golpe de
Estado. Acusa a Obama -quien ha promovido la democracia en Irak y ha sido
señalado como pacifista ingenuo por los republicanos porque no encara con
violencia las pretensiones expansionistas de Putin (el “hermano mayor” de Hugo
Chávez)- de ser conspirador y formar parte de una conjura que amenaza su
incapaz gobierno.
Probablemente la decisión de Barak Obama no
fue adoptada en el mejor momento de la oposición venezolana. Las fisuras
internas y la confusión la erosionan. Hay perplejidad frente a la decisión del
gobierno de Norteamérica, que sanciona a un grupo de siete personas del régimen
incursas en delitos contra los derechos humanos y decide considerar como un
peligro para la seguridad de ese país al gobierno de Venezuela. Pero una
nación, y menos una potencia mundial, puede actuar pensando en las
conveniencias de un sector particular del país al que le responde, por mucha
solidaridad e identificación que exista con ese segmento.
Maduro desde que asumió el poder ha mantenido
una conducta áspera con Estados Unidos. En vez de relacionarse con la nación
del Norte en términos respetuosos, dignos y amigables -como lo hacen incluso
los países de la ALBA, incluyendo Cuba-, apeló a la anacrónica fórmula de la
tensión permanente. El mandatario venezolano vive su propia Guerra Fría. Se
imagina, lo mismo que su antecesor, epopeyas fantásticas. Su cerebro afiebrado
lo llevó a expulsar decenas de diplomáticos norteamericanos de Venezuela. Lo malo
de esta aventura irresponsable es que arrastra al país por el despeñadero. Las
inversiones que se necesitan para la recuperación económica no aparecerán.
Nadie invierte en un país cuyo gobierno parece un carrito chocón, y que además
escoge para colisionar a una gandola.
De este sainete a Maduro le quedará una ley
habilitante que le servirá para acrecentar su poder, reducir a sus adversarios,
derrotar a Diosdado Cabello y mantener a la oposición amenazada. Veremos hasta
cuándo puede aprovechar la cosecha de odio.
Trino Marquez Cegarra
trino.marquez@gmail.com
@trinomarquezc
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