El régimen democrático se define como un
conjunto de instituciones y valores que se combinan entre sí para conformar un
esquema complejo de gobierno en cuyo seno los poderes del Estado se limitan y
equilibran mutuamente. Lo antedicho supone que todos los poderes no pueden
estar confiados a las mismas personas, ni concentrados en ninguna institución.
Están ciertamente articulados entre sí, pero conceptualmente tienen roles
diferentes y por ello existen por separado. En las democracias de buen
funcionamiento esto se exterioriza por la manera, así moderada, en la que el
poder efectivamente se ejerce.
En ese esquema, es obvio, el Poder Judicial no
puede, ni debe, estar sometido de ninguna manera al poder político. Debe ser
independiente e imparcial, para así asegurar a los ciudadanos protección contra
la arbitrariedad del poder.
Algo parecido sucede con el poder mediático,
que debe asegurar el pluralismo y no puede estar al servicio del gobierno,
transformado en una mera máquina de aplaudir su acción, disimular sus errores,
evitar las críticas o, peor, asegurar su impunidad. Como contrapoder que es, la
prensa es esencial y, por ende, su libertad de expresión es preciosa.
En nuestra región se advierte una clara
resurrección de la amenaza totalitaria. Nadie debeería sorprenderse por esto:
la democracia está siempre amenazada -desde adentro- por la demagogia.
Cuando llega la demagogia aparecen el populismo
y la desmesura. La lógica de la guerra se apodera de la política y se reduce lo
plural al discurso único, con frecuencia mesiánico. La consecuencia es que el
diálogo termina siendo reemplazado por los dogmas. La razón, por el fervor. Y
la elocuencia encendida desplaza a la serenidad y a la moderación. Recurriendo
a la seducción se silencia a la argumentación. En ese escenario no sorprende
que la eliminación del adversario sea de pronto una suerte de deber moral.
Aparecen entonces los excesos de opulencia, los
cultos a la personalidad y las arbitrariedades de todo tipo. Y hasta la mentira
deja de diferenciarse de la verdad.
Para los individuos, presenciar un proceso de
demolición de la democracia y su reemplazo por un autoritarismo presuntamente
iluminado es grave. Porque lo que está en juego tiene que ver con la dignidad
de las personas. Es su capacidad de elegir y es precisamente esa facultad,
esencialmente deliberativa, la que se arriesga. Nada menos que aquella con la
que el hombre y la mujer se distinguen de los animales.
En una deriva antidemocrática, una vez
desarticulados los equilibrios y concentrado el poder en pocas manos, se
cercena -paso a paso- no sólo el diálogo político, sino también la libertad
económica, en un proceso que se retroalimenta.
El Estado policial flota, de pronto, sobre
nosotros. Lo grave es que de la pérdida de la libertad económica a la
esclavitud política hay un tránsito que suele ser corto. La arbitrariedad del
poder no sólo se apodera de todo, sino de todos. El final es previsible:
estancamiento económico y penurias de toda índole. Según enseña la historia, de
allí a la esclavitud política hay poca distancia.
Ocurre que no siempre los votantes advierten a
tiempo la importancia de asegurar el equilibrio democrático entre los poderes.
También ellos pueden equivocarse. Chávez fue alguna vez elegido legítimamente
en Venezuela; Berlusconi, varias veces, en Italia; Orban, en Hungría; y hasta
el mismo Hitler, en Alemania. Las urnas, queda visto, no son infalibles.
Pero también es cierto que Chávez pretendió ser
presidente de por vida; que Berlusconi procuró eludir a la justicia de sus país,
y que Orban apuntó a someter a los medios húngaros de comunicación.
Los tres de alguna manera deterioraron
seriamente las estructuras democráticas de sus países. No obstante, también es
cierto que ninguno de los tres logró su objetivo y que ello testimonia no sólo
la vitalidad interior de las democracias, sino la de sus anticuerpos.
La democracia es siempre preferible al
autoritarismo. Porque las urnas también sirven para corregir los errores
colectivos que pudieran haberse cometido.
* Ex embajador de la Argentina ante las
Naciones Unidas
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