BIENVENIDOS AMIGOS PUES OTRA VENEZUELA ES POSIBLE. LUCHEMOS POR LA DEMOCRACIA LIBERAL

LA LIBERTAD, SANCHO, ES UNO DE LOS MÁS PRECIOSOS DONES QUE A LOS HOMBRES DIERON LOS CIELOS; CON ELLA NO PUEDEN IGUALARSE LOS TESOROS QUE ENCIERRAN LA TIERRA Y EL MAR: POR LA LIBERTAD, ASÍ COMO POR LA HONRA, SE PUEDE Y DEBE AVENTURAR LA VIDA. (MIGUEL DE CERVANTES SAAVEDRA) ¡VENEZUELA SOMOS TODOS! NO DEFENDEMOS POSICIONES PARTIDISTAS. ESTAMOS CON LA AUTENTICA UNIDAD DE LA ALTERNATIVA DEMOCRATICA

martes, 30 de noviembre de 2010

REGRESO AL PENSAMIENTO ÚNICO. SIXTO MEDINA

¿Qué está aconteciendo en América latina? ¿Qué perversa ley histórica nos condena a retroceder décadas -cuando estamos luchando por afirmar la democracia- para volver a vivir dictaduras encubiertas en populismos encarnados en demagogos palabreros que encandilan a muchísimas personas atraídas aún al pensamiento mágico y susceptibles, por lo tanto, de creer en la promesa de un paraíso futuro que jamás llegará?

Los interrogantes imponen desentrañar este oscuro proceso que, de expandirse, nos conducirá a nuevas dictaduras ¿Por qué cuando rescatamos la democracia, con mucha muerte y dolor, no sabemos defenderla cuidando y custodiando las instituciones republicanas, y por nuestra astenia cívica permitimos el abuso de poder, la reedición de sistemas que trabajan para ahogar las libertades y proscribir la justicia?

¿No fue aleccionadora la experiencia del siglo XX, cuando por los años cuarenta y hasta más allá de la segunda Guerra Mundial se vivió subyugado por concepciones totalitarias? Finalizado el conflicto bélico en 1945, mientras Europa occidental y Japón desarticulaban estructuras fascistas e imperiales y avanzaban con el rescate de la libertad hacia el desarrollo y la conquista del Estado de Derecho, en esta tierras se erigían regímenes antidemocráticos y lideres investidos de poderes absolutos bajo una máscara republicana por haber accedido al poder con el voto popular.

La memoria nos acerca los nombres de quienes gobernaron nuestros países en ese largo periodo donde el pensamiento único fue el cartabón común, y donde quién abrigará otras convicciones no era considerado adversario sino enemigo y, se le negaba hasta el derecho a la justicia. Stroessner en Paraguay; Ibáñez en Chile; Banzer en Bolivia; Odría en Perú, Rojas Pinilla en Colombia; Pérez Jiménez en Venezuela; Trujillo en Republica Dominicana; Somoza en Nicaragua; Batista en Cuba; Perón en Argentina y, en España el régimen falangista de Franco
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El pensamiento único se entronizó así en nuestras tierras de Sudamérica y del Caribe, en el plano ideológico no es más que un sistema de ideas que guían el accionar de gobiernos dictatoriales o populistas, impuesto como dogma político para todo el país. La metodología para exigirlo radica en el origen, en dictadura militar aparece ya en las proclamas iniciales y se consolida en leyes e instrumentos jurídicos de facto supraconstitucional. En el populismo seudodemocrático, el avance es más lento, progresivamente con todos los recursos del Estado comienza a desarmar la democracia, luego, transforma al ciudadano en súbdito; hace trizas la división de poderes; no admite la prensa libre, niega el derecho a la protesta; somete al parlamento a sus designios; integra tribunales con jueces títeres; persigue a sus opositores; niega el derecho de propiedad privada, confisca y expropia, divide al pueblo y Fuerzas Armadas. Desde el poder consuma siempre el objetivo de abolir una de las conquistas más fecundas del sistema democrático: el derecho de expresar las ideas Y aquí cierro el artículo. Cualquier semejanza con nuestra realidad nacional no es pura coincidencia, sino que queda a criterio del lector.

sxmed@hotmail.com
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TODO ESTÁ DICHO. ANALITICA. EDITORIAL

Que se puede decir que no se haya dicho. Si a estas alturas, algunos aún no se han dado cuenta de que este es un gobierno improvisado, ineficiente y corrupto, es porque son beneficiarios del mismo o porque siguen viendo la vida con un par de gríngolas.

Es difícil no darse cuenta de que la mayoría de los servicios públicos están colapsados. Y surge una pregunta del ABC de la buena gerencia, ¿cómo es posible que una empresa del Estado, un ministerio o una entidad estatal funcione si como promedio, la mayoría ha tenido más de diez cabezas dirigentes en estos once años. La alta rotación de funcionarios públicos, con la excepción de Rafael Ramírez en PDVSA, es de por sí una manera poco eficaz de asumir las tareas que le correspondan; mucho más en un país presidencialista en el que cada nuevo jefe tiene por norma cambiar la plana mayor de su entidad y ejecutar nuevas ideas, tomando muy poco en cuenta las de su predecesor.

Entendemos que así funciona el mundo militar en el cual es raro que alguien permanezca por mucho más de un año en un determinado cargo, pero la vida civil es diferente y requiere experiencia y dedicación y eso, por lo general, se adquiere al desempeñar una tarea por tiempos más largos. Casos emblemáticos y exitosos hubo varios durante los 40 años de la era democrática. Nos viene a la mente la conducción del Metro de Caracas por el ingeniero José González Lander, o el desarrollo de la represa del Gurí bajo la conducción del general Rafael Alfonso Ravard y luego por Leopoldo Sucre, así como la permanencia en Edelca de un grupo de profesionales que participaron desde la creación hasta la puesta en marcha de la represa del Gurí y luego en los diversos proyectos aguas abajo en el Caroní. En el Banco Central de Venezuela cambiaban de presidente pero el equipo gerencial era el mismo fuera cual fuese el gobierno de turno, lo mismo ocurría en Petróleos de Venezuela. Por eso es que la gestión de esas organizaciones era incomparablemente más eficiente que lo que ocurre hoy en día.

Además no se puede olvidar que con el programa de becas Gran Mariscal de Ayacucho, se formaron profesionales de toda índole que pasaron a incorporarse en su gran mayoría en entidades estatales aportando la experiencia obtenida en todos los confines del mundo. Las becas podían permitir estudiar en Europa, en Rusia, en Estados Unidos o en cualquier otro país que tuviese el nivel educativo requerido.

¿Qué hace el régimen actual?. Privilegia principalmente a Cuba que tiene poco que enseñarnos y apuesta por una masificación sin calificación en la educación. Esa no fue la vía que se escogió en la Union Soviética, ni tampoco en China. Allí sabían muy bien que para alcanzar y superar a Occidente era necesario formar profesionales de alta calidad que pudieran estar al mismo nivel de los que producían las mejores universidades del oeste. Con presuntos médicos graduados en tres años, con pénsum profundamente ideologizados como los que se imparten en las universidades bolivarianas, no se está formando una generación de relevo con los niveles de capacitación profesional como los que requiere el país para salir del sub desarrollo.

Pero los dirigentes actuales están convencidos de que lo más importante es la ideología y el acatamiento sin discusión de las ideas del comandante presidente.


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¿CUÁL PATRIA SOBERANA? PACIANO PADRÓN

¿De qué hablamos? Si algún gobierno vende patria hemos tenido, éste, el régimen anti-nuestro que predica nacionalismo y concreta venta del país, hipoteca y entrega de lo que a Venezuela pertenece.

El Presidente de la República, en su manera irresponsable de ser y decir, cataloga de vende patria a quien diciente de él, como si él fuera la patria, como si sus intereses fueran los nuestros, y su pensamiento y acción se correspondieran con los del pueblo al que dice servir, para la mayor suma de su felicidad. Vende patria él, quien descuida a Venezuela, en su afán de ser líder de América, del mundo y sus alrededores. Vende patria él, que da lo nuestro, gratifica, cede, lega lo de todos nosotros, recorre el mundo como Don Regalón, haciendo a los venezolanos más pobres y llenos de necesidades.

Traga más que comején, que el insecto arquíptero que destruye lo que encuentra. Este régimen se tragó un millón de millones de dólares que, como se ha dicho, son más dólares que todos los que, en acumulado, recibió la República desde su período auroral, hasta Caldera II. Su “patriotismo” va más lejos cuando hacemos control de gestión, e indagamos cuál ha sido la consecuencia, el fruto de ese gasto. La conclusión es que fueron “vapores de la fantasía”, cohetes quemados, luz y sonido que ya no se ve ni escucha. Todo se fue por el desaguadero de la ineficiencia y la corrupción. Eso es ser vende patria. Eso se paga. Se pagará.

¿De qué tamaño es el mono? La pregunta viene a propósito porque el problema no termina en lo que el comején tragó, de aquello que ya teníamos, sino también en lo que no teníamos y solicitamos prestado para atender su voracidad. Quemamos el mañana. Se está tragando el futuro, se come lo de nuestros hijos y nietos, sin razón alguna, sin generar beneficio. Si los préstamos fueran para infraestructura e inversión cara a una Venezuela industrial, productora y progresista, seguramente convendríamos en ello; pero no, son para gastos corrientes, corrupción y regalos al exterior. No, por favor no, ya basta. Nos está haciendo cada vez más dependientes, más deudores. ¿De cuál patria soberana habla?

Hoy somos más dependientes del petróleo. Con excepción del dinero que saca de nuestro bolsillo para mitigar su apetito sin fin, el comején no ha abierto y estimulado otras fuentes de ingresos; por el contrario, disminuyen las divisas de orígenes diferentes, por lo que la dependencia del petróleo, y particularmente de las compras que los Estados Unidos hacen de él, nos someten más, incluso al imperio “mesmo”, tal como dice al atropellar la lengua de Cervantes.

Hoy somos dependientes de Cuba. Rectifico, peor aún, somos dependientes de un anciano decrépito con ideas trogloditas, que se ha impuesto políticamente, intelectual y afectivamente sobre el Presidente de Venezuela. Quien durante algo más de medio siglo es dictador, hambreador de su pueblo, corrupto y asesino fusilador de quienes le adversan, es el inspirador de nuestro Presidente. Su empobrecido país -al que amo profundamente y me atan viejos afectos- ya no produce ni caña de azúcar. No obstante, constituye mar de felicidad para el comején de aquí, para el sometido y mal pagado, que entrega Venezuela a otros. Su discurso ya no convence. La patria soberana de la que habla es cada vez menos eso, por su actitud, por su acción vende patria.

¿De qué habla Chávez? ¿Cuál patria soberana tenemos? La de hoy hay que liberarla y transformarla. Conquistémosla. No más secuestro de lo nuestro en beneficio de un hombre y en detrimento de un pueblo. Estamos en camino.

PACIANO PADRÓN
pacianopadron@gmail.com
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LA GRAN FARSA. VÍCTOR MALDONADO C.

A veces vale la pena volver a los significados básicos. El diccionario, por ejemplo, suele ser repudiado por los intelectuales como incapaz de darnos el sentido profundo de las cosas. Sin embargo, hay realidades tan elementales, tan sustancialmente primitivas, que con el DRAE basta. La palabra farsa puede ser una magnífica demostración. Tiene cinco acepciones pero todas ellas perfeccionan la trama de buena parte de lo que estamos viviendo. Una farsa es una comedia, cómica, breve e insubstancial, que sólo busca hacer reír. También dice que es una compañía de farsantes, dedicados por lo tanto a ejercer la necedad como oficio. El cuarto sentido indica que podría también ser una obra dramática, desarreglada, chabacana y grotesca.
Y finalmente propone que se entienda así al enredo, trama o tramoya para aparentar o engañar. Asumo por lo tanto que, además del mal gusto, una farsa intenta parecer verdadera aun cuando no tenga sustento. Por eso su consistente brevedad.

Un gobierno es un complejo de actividades que buscan afanosamente tener sentido y trascendencia. Tal vez cueste entender que más allá de lo que se considere solemne y ritual, lo verdaderamente importante es aquello que se realiza continua y sistemáticamente. Llevar las estadísticas y desde esa valiosa información poder enfrentar las dificultades asociadas a la superación de un problema, es parte sustancial de la gestión pública. Hacer un presupuesto realista, e intentar cumplirlo, no es una exquisitez administrativa, sino la única forma de saber si las metas se están cumpliendo, y por lo tanto, llegado el momento, poder entregar resultados.

Hacer el mantenimiento de la infraestructura pública y prever el crecimiento de la demanda es otra forma de hacer lo mismo. Todos estos ejemplos indican que llevar las riendas del gobierno son menos propaganda y mucho más trabajo alrededor de decisiones que son menos elocuentes y más refractarias a la supuesta grandeza de un discurso. Y nada de eso se está haciendo en este país porque se ha preferido montar una colosal estafa social antes que hacer lo debido.

En esta farsa llamada socialismo del siglo XXI nada es como se presenta. El país exhibe casi con impudicia centenares de promesas malversadas apelando a la falta de memoria y al desinterés del colectivo. Sin embargo el incremento consistente de la protesta y las demandas sociales para que el régimen cumpla, por lo menos en parte lo que con tanta frugalidad ha prometido, está prefigurando una gran turbulencia social. Y hay razones concretas en cada uno de los déficits que se han venido acumulando y la casi inexistente capacidad de respuesta que cualquier instancia burocrática tiene para sortear la situación. Ya hemos visto que cualquier amago de protesta pública está siendo reprimido con crueldad. Pero también observamos que a pesar de eso lo que no han logrado es que los servicios funcionen adecuadamente. Pueden acallar la protesta usando una fuerza brutal e ilegítima, pero no logran resolver la esencia del problema cual es que toda esta revolución es una inmensa mentira, una gran farsa.

Pero a falta de pan, buenas son tortas. El gobierno más incapaz se está especializando en la artesanía del terror. La última muestra de lo sofisticada y retorcida que puede llegar a ser el intentar compensar el vacío lo vimos en la cadena nacional convocada como acto solemne desde la Asamblea Nacional. Aquí todas las acepciones de la palabra farsa se concentraron. Se pone en ascuas al país, se deja colar que vienen nuevas medidas expoliatorias, se llena el país de rumores ensombrecedores, y termina en un galimatías incomprensible cuya única finalidad fue demostrar que "el medalagana" está vigente y en plena capacidad para el maltrato y el oprobio. Nadie entendió el por qué de la gala. Nadie supo a quién le estaba hablando, y si el monólogo montado con esa clase de teloneros era o no un grito de auxilio, porque este tipo de tramoyas exige una brevedad que ha sido excedida con tanta largueza que ya no hay nada que decir si no se acompaña de realizaciones. La gran farsa es el último reducto de la escoria que aplaude con facilidad y acata con una docilidad tan indigna que lo que provoca es una inmensa pena. Recorrió el salón un presentimiento espectral, como si Calígula estuviese flotando entre las obras de Tovar y Tovar, a punto de cometer un exceso final, buscando por los rincones al asombrado Incitatus, nombrado cónsul a pesar de ser sólo un caballo. Qué atardecer tan grotesco.

Victor Maldonado

victormaldonadoc@gmail.com
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INTERVENCIONISMO: ¿IDEOLOGÍA O NEGOCIO? ROBERTO CACHANOSKY, CASO ARGENTINA.

Comprendo que la gente no relacione calidad institucional con crecimiento. Lo que no entiendo es que se haya perdido el concepto de decencia, algo que nuestras abuelas conocían sin haber hecho un posgrado.

Considerando que el mundo está lleno de seres mortales con sus virtudes y defectos, y que los funcionarios públicos surgen de ese mundo de seres mortales, resulta difícil imaginar corrupción cero en cualquier país del mundo. Habrá naciones con más corrupción y otras con menos, pero difícilmente haya una corrupción cero por el simple hecho de que la misma existencia del Estado da lugar a un poder que detentan los gobernantes y funcionarios públicos que les permite disponer de los dineros ajenos.

Si aceptamos que es casi imposible llevar la corrupción a cero, al menos puede limitársela. Es decir, buscar esquemas de políticas públicas que disminuyan las posibilidades de corrupción. ¿Cómo puede lograrse ese objetivo?

Cuando uno observa, los casos de corrupción se deben fundamentalmente a dos razones: a) las regulaciones de todo tipo del Estado y b) el estatismo.

Cuando hablo de regulaciones no solo me refiero a los controles de precios o restricciones al ingreso de nuevos competidores al mercado, entre otras medidas, sino también a los subsidios de toda clase. Por ejemplo, es común escuchar denuncias sobre el uso político de los planes sociales que manejan algunos sectores del gobierno u organizaciones que se autodenominan “sociales”.

Mi punto es que a mayor intervención del Estado en la economía, más posibilidades de corrupción. Tomemos el caso de regulaciones que impiden el ingreso de nuevos competidores al mercado. El objetivo de ese tipo de regulaciones consiste en generar una renta extraordinaria en los sectores beneficiados que no obtendrían en condiciones de libre competencia. El funcionario que otorga ese beneficio puede cobrar una coima por otorgarlo y quien lo recibe puede pagarlo porque la renta extraordinaria se lo financia. Se produce así un mercado de tráfico de influencias en que el objetivo no es invertir para ser más competitivo y ganarse el favor del consumidor, sino que todo se centra en hacer el lobby necesario para obtener esa renta extraordinaria. El funcionario sabe que esa renta es un bien escaso y que su firma puede tener un precio, por lo tanto, “vende” ese beneficio gracias a que la sociedad toma como normal que el Estado intervenga en la economía para neutralizar los “efectos negativos” del “mercado salvaje”.

Otro ejemplo podrían ser los controles de precios. Cuando una empresa depende de que un funcionario público firme una autorización para incrementar los precios, su capacidad de subsistencia puede depender de la buena voluntad del funcionario, por lo tanto puede estar dispuesta a pagar para que el burócrata firme a cambio de un precio. En ese caso hay una extorsión del funcionario de turno.

Los escándalos de corrupción que han surgido en los últimos tiempos en las obras sociales sindicales no son otra cosa que el resultado de una fuerte intervención del Estado que, en nombre de la justicia social, le quita compulsivamente a los trabajadores parte de su ingreso para transferírselo a los dirigentes sindicales. No es que los trabajadores libremente eligen aportar a las obras sociales, sino que el Estado les quita por la fuerza parte de su ingreso para transferírselo a los sindicatos. Si no existiera ese “robo legalizado”, como lo denomina Bastiat, el trabajador podría elegir quién le presta el servicio médico, y si quien se lo presta no lo satisface podría cambiar de prestador. Es tal el monto que se mueve mediante este robo legalizado que la corrupción es inevitable bajo este sistema porque los sindicatos no tienen que ganarse la voluntad de los trabajadores sino que obtienen los recursos gracias al aparato de compulsión del Estado.

¿Quién no recuerda, si tiene edad suficiente, el suplicio que era conseguir un teléfono en la época de ENTEL? Tener un amigo que tuviera un amigo en ENTEL que consiguiera un teléfono era la forma de obtenerlo. ¿Quién no recuerda los techos de los edificios del microcentro repletos de cables de teléfonos que usaban las mesas de dinero? Esas líneas se conseguían comprándolas. Y el que las vendían se las quitaba a otros. Y los ejemplos podrían continuar, con las empresas estatales que compraban mucho más caro los insumos que el precio de mercado porque había un negocio cautivo.

En definitiva, a mayor intervención del Estado, más poder del funcionario público para decidir ganadores y perdedores dentro de la economía. Ese poder omnímodo de los burócratas y políticos, que va contra los principios de la democracia republicana, termina generando el tráfico de influencias al que hacía mención antes, porque, insisto, el costo de las coimas lo termina pagando el consumidor. El funcionario que coimea se beneficia y el que paga lo asume como parte del costo de producción gracias a los beneficios extraordinarios que le otorga el Estado le permite trasladar ese costo a precio.

Podemos catalogar a los dirigentes políticos, sindicales, economistas etc. que adscriben al intervencionismo y al estatismo bajo dos grandes categorías: a) los que están convencidos por ideología y b) los que ven un negocio personal en la intervención del Estado y lo promueven no por ideología sino por interés personal. En este caso, la intervención estatal se presenta como una ideología a favor de los pobres o de la soberanía nacional, pero en rigor esos argumentos son solo una pantalla para esconder el enriquecimiento personal que persiguen baja la máscara de defensores de los pobres y de la Nación.

A los que están convencidos por ideología y no los mueve la búsqueda de enriquecimiento personal les diría que no es un problema de personas sino de sistema, además de debatir técnicamente sobre la inconveniencia del intervencionismo y el estatismo. Pero para los que buscan un negocio personal no hay argumentos científicos que valgan, porque sería como tratar de convencer a Al Capone que no es bueno para la sociedad las actividades mafiosas. Su interés personal no pasa por el interés de la sociedad sino por maximizar sus ganancias personales utilizando cualquier mecanismo para obtenerlas. De manera que tratar de convencer a este grupo de personas no tiene ningún sentido.

Pero el problema de fondo es que una amplia mayoría de la población cree que el intervencionismo estatal la beneficiará y que el mercado libre la perjudicará, al tiempo se escandaliza con la corrupción y cree que el problema se resuelve reemplazando a un intervencionista corrupto por un intervencionista honesto. Para la inmensa mayoría de la sociedad la corrupción no es fruto de los poderes omnímodos que manejan los burócratas y políticos, sino que es un tema de personas. Y la realidad es que si en el medio de un océano de corrupción cae un intervencionista honesto, la mafia de la corrupción se lo come vivo. Y en el caso que se consiguiera un ejército de intervencionistas honestos que pusieran en retirada a los intervencionistas corruptos, igual tendríamos un serio problema de eficiencia económica. Tema que dejaré para otra nota.

Si uno mira la oferta electoral de hoy día en Argentina, salvo excepciones, se va a encontrar con que la oposición denuncia al gobierno de corrupto y sin respeto por la democracia republicana, pero no propone un cambio de sistema. El argumento se limita a decir: ellos son corruptos y autócratas, yo soy honesto y democrático. Una especie de kirchnerismo al revés. De ambos bandos parecen tirarse con el argumento de la honestidad y el respeto a las instituciones, pero, sinceramente, del lado de la oposición no veo, a grandes rasgos, propuestas de políticas públicas tan diferentes a lo que actualmente se hace. Solo se argumenta sacando la chapa de honesto.

La democracia republicana se construye limitando el poder del Estado. Sin un límite claro al monopolio de la fuerza que le delegamos al gobierno, no hay democracia republicana posible y sí muchas posibilidades de corrupción. Y como la corrupción necesita de la impunidad para subsistir, el paso siguiente es la destrucción de la república.

Pero tal vez sea el mismo mercado electoral, es decir las preferencias políticas de la gente, lo que hace que impere este tipo de sistema. Comprendo que no todo el mundo tiene que conocer la relación entre calidad institucional y progreso económico y personal. También comprendo que no todo el mundo tiene que entender porque son perjudiciales los controles de precios, las restricciones a la competencia, el despilfarro en subsidios, el estatismo, etc. Lo que me resulta más difícil de comprender es que hayamos llegado a un punto en que la gente no pueda comprender un concepto básico que es el de decencia o prefiera dejar de lado la decencia a cambio de un artificial y transitorio nivel de consumo. Digo, no pido que la gente entienda la relación entre instituciones y crecimiento, sino que valore la decencia, que es algo que nuestras abuelas lo comprendían sin haber hecho un MBA o un PHD. Ser decente es vivir del trabajo propio y no del ajeno. Ser decente no es pretender vivir de las dádivas del Estado. Ser decente es esforzarse para progresar sin pedirle al Estado que le robe a otro para que me lo de a mí. Ser decente es respetar al otro, es la buena educación en el trato. El saber que uno no debe robar, en forma directa o mediante el Estado gracias al lobby. Ser decente es no avasallarlo los derechos de los demás en nombre de la justicia social o de la soberanía nacional.

Esta orgía de creciente corrupción que vive el país, podría ser el resultado de haber perdido el concepto de decencia. Posiblemente, quienes ven el intervencionismo como un negocio personal y lo disfrazan de ideología a favor de los más desposeídos, aprovechan esa pérdida del concepto de decencia porque amplios sectores de la sociedad está dispuesto a cambiarlo por una fiesta de consumo transitorio o de vivir de la ilusión que una autócrata bueno nos evitará el trabajoso camino de construir el país con trabajo, inversiones y respeto por las instituciones, y cuando digo instituciones pongo el acento en el Estado limitado.

En definitiva, me parece que es imposible que tanta corrupción pueda sostenerse sin una sociedad que ya no se escandaliza por ella. Y si no se escandaliza, es porque se perdió el concepto de decencia. Y si se perdió el concepto de decencia, queda el campo listo para el negociado corrupto del intervencionismo.

Tal vez, si comprendemos que la existencia de un Estado limitado no es solo más eficiente para poder crecer, sino un imperativo moral, es que logremos el sueño de una Argentina diferente.

Este es un reenvío de un mensaje de "Tábano Informa"
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TRIFURCACIÓN. EDDIE A. RAMÍREZ S.

Existen tres vías básicas para sustituir un presidente en caso de grave crisis política. 1-Por intervención del ejército, con o sin participación popular.2- Por decisión de los otros Poderes del Estado y 3- Por medio de elecciones. La solución a la dictadura de Pérez Jiménez fue por intervención de las Fuerzas Armadas, previa labor de la sociedad civil y partidos que promovieron huelgas, manifiestos y protestas callejeras.

En tiempo de Carlos Andrés II, para bien o para mal, la crisis se resolvió por actuación de la Fiscalía, de la Corte Suprema de Justicia y del Senado. Sin duda que fue un juicio político. Algunos acusan a quienes promovieron la destitución de haber procedido por resentimiento o por ambiciones políticas. Otros consideran que fue una actuación de buena fe ante las frecuentes protestas callejeras, saqueos, huelgas y dos intentos de golpes militares. Aunque solo faltaban siete meses para las elecciones, no hay duda de que el ambiente era de crisis severa y todos los días se esperaba una nueva asonada militar. Achacarle el deterioro de los partidos a la llamada antipolítica practicada por los Notables y por los medios de comunicación, “Por estas calles” incluida, pareciera una visión simplista. Definitivamente había un malestar generalizado y esperar podía ser la fórmula menos deseable tomando en cuenta una posible insurrección militar, esta vez con apoyo popular. Particularmente no percibimos una relación causa-efecto entre la salida anticipada de CAP y la llegada del Totalitarismo Siglo XXI. Es de justicia reconocer que CAP se creció en la crisis y demostró ser respetuoso de las instituciones.

La crisis actual es mucho más profunda y difícil de resolver que las ocurridas en tiempos del dictador de Michelena y del demócrata de Rubio. Una opción como la de CAP II no es realista ante a sumisión de los otros Poderes. Está planteada la vía electoral, con la que se completa la trifurcación de las opciones. La dificultad está en que el teniente coronel no es un demócrata y puede proceder a desconocer las elecciones. Por otra parte, faltan dos largos años en los que la República corre el riesgo cierto de una total destrucción y los venezolanos estamos expuestos a perder aún más nuestras libertades y propiedades. A pesar de las reiteradas violaciones a la Constitución por parte del régimen actual, una opción tipo 23 de enero de 1958 tiene el inconveniente de que tanto la población civil, como los militares, están divididos en cuanto a su percepción sobre el inquilino de Miraflores. Por ello, como ahora somos mayoría y deseamos soluciones pacíficas, nos inclinamos por la vía electoral con todos sus escollos, sea como solución definitiva o como catalítico de otras opciones si se atreve a desconocer los resultados. Mientras tanto, no podemos callar ni dejar de protestar ante la radicalización gubernamental.

Como en botica: “La rebelión de los náufragos”, de Mirtha Rivero, es de obligatoria lectura para conocer entretelones de la crisis CAP II. Para refrescar lo duro de la dictadura de Pérez Jiménez, recomendamos la lectura de “Contra las Dictaduras Por la República Civil: Semblanza de José Agustín Catalá, de Marco Tulio Bruni Celli. Al cumplirse ocho años de la huelga del 2 de diciembre, nuestro reconocimiento a Carlos Ortega, a Carlos Fernándes y a quienes perdieron todo por defender principios y valores. ¡No más prisioneros políticos, ni exiliados!
eddiearamirez@hotmail.com

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LOCTI: EL MADRUGONAZO. JAIME REQUENA

Entre gallos y medianoche, la Asamblea Nacional retomó el jueves pasado el tema de la reforma de la LOCTI. Sin que mediaran las formalidades de rigor, como el respeto al texto aprobado en 1ª discusión o la consulta popular, se presentó un nuevo texto. Lo único que tienen en común la ley vigente, la propuesta de reforma aprobada en enero pasado y esta contrarreforma, es la firma de Hugo Chávez.

La contrarreforma elimina el art. 5 que definía el ámbito de acción de la ciencia y la técnica. Ahora no sabemos ni qué hacemos ni para qué lo hacemos. Se crea una nueva entelequia administrativa denominada Autoridad Nacional con Competencia en Ciencia y Tecnología que deberá convivir con el Fonacit y el ONCTI, al cual le perdonaron la vida.

La reforma del madrugonazo tiene por objeto que el gobierno se apropie de todo lo relativo a ciencia, técnica e innovación, que son declaradas (art. 2) como de "interés público". Saca del juego al sector privado, mete a las Comunas (?) y reduce a los actores tradicionales a meros guarismos estadísticos. En ninguna de las instancias administrativas promovidas en la Ley, tienen representación los centros y laboratorios de investigación o su personal científico calificado.

La contrarreforma limita severamente la posibilidad de que las empresas privadas realicen desarrollos tecnológicos o promuevan investigación científica, dentro de sí o en entes externos. El art. 23 establece que "Todos los aportes (léase tributo o impuesto a la CyT) deberán ser consignados ante el Fonacit, mientras que el art. 27 especifica qué "actividades (son) consideradas como factibles de ser llevadas a cabo" con esos aportes. A partir de la promulgación de la Ley, todo lo que pretenda hacer una empresa en ciencia y técnica, deberá contar con el visto bueno del Estado y estar enmarcado en el Plan Nacional Socialista etc., etc.

Inicialmente, la LOCTI fue concebida como un instrumento para alinear los magros esfuerzos de investigación científica y desarrollo tecnológico del sector privado con los muy importantes del sector público. Toda una belleza de programa de cambio socio-político. Si bien tuvo errores, en la contrarreforma no sólo no se corrigen, sino que se introducen males peores. Entre los errores no atendidos está, por ejemplo, la naturaleza acumulativa del tributo o la pobre fiscalización del accionar investigativo o de desarrollo. Esas dos pifias nos llevan a ser la nación que más invierte en ciencia y tecnología en el globo, pero la sociedad que menos investigación y desarrollo ejecuta sus científicos y tecnólogos.

A partir de su entrada en vigencia, la nueva LOCTI permitirá que más del 3% del PIB vaya a parar a las arcas de un Fondo carente de control ciudadano. Un impuesto que no entra dentro del rubro de ingresos del Estado. Peor, se trata de una importantísima cantidad de dinero que no se sabe cómo se desembolsa. Si no lo creen, traten de averiguar qué se hizo con los fondos LOCTI entre los años 2008 y el 2010 en los informes ministeriales correspondientes.

conciencia.talcual@gmail.com
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EL ESCENARIO. UNA OPOSICIÓN QUE FAVORECE AL OFICIALISMO. LAURA SERRA. CASO ARGENTINA.

La confrontación política que signó este año parlamentario y que se tradujo en el más bajo registro de leyes aprobadas desde 1987 refleja un problema lejos de ser coyuntural. Por el contrario, amenaza con prolongarse el año próximo e, incluso, más allá de la renovación parlamentaria que sobrevendrá tras los comicios presidenciales.

Esto será así mientras perviva la misma lógica maniquea y poco afín al consenso que instauró el kirchnerismo desde sus albores y mientras el mosaico opositor no supere sus veleidades y sus recelos internos y sea capaz de hallar un camino inteligente que sortee este callejón al que lo sometió el Gobierno.

El voto popular del año pasado se tradujo en un Parlamento donde ninguna fuerza ostenta una clara hegemonía; el desafío era, entonces, desempolvar la necesaria dinámica del consenso que había sido clausurada por el kirchnerismo. El problema es que el oficialismo nunca quiso tomar nota del nuevo rumbo que le marcó la sociedad y perseveró en su misma lógica intransigente.

La más reciente prueba de ello fue el "sincericidio" que cometió el jefe de bloque oficialista Agustín Rossi cuando discurrió sobre la reforma del Indec. "Como poder político, nosotros reivindicamos la facultad de poder cambiar el índice de precios al consumidor, porque entendemos que las estadísticas son una herramienta de la construcción económica -exclamó, sin pudor-. Porque no creemos en esta cosa de la independencia en términos abstractos y asépticos. Si no les gusta el Indec, decimos lo que decimos siempre: tienen que ganar las elecciones y hacer el Indec que quieran."

Difícil resulta alcanzar consensos frente a esta actitud inflexible y casi autoritaria, acusan desde la oposición. En un intento de doblegarla, los opositores dieron la batalla desde la misma lógica "a todo o nada" que les planteaba su rival, a veces con un dejo de revanchismo. El problema es que la mayoría que creían consolidada por el voto popular pronto se deshilachó por las mezquindades internas e intentos de figuración de algunos de sus actores. Resultado: el llamado grupo A, de los bloques mayoritarios de la oposición, que alumbró en diciembre pasado, implosionó.

Ante la imposibilidad de exhibir resultados concretos, la oposición se replantea la estrategia. Algunos sectores, como la línea alfonsinista de la UCR, agitan la idea de acordar en adelante la agenda con el oficialismo. La Coalición Cívica lo ve inviable y acusa de pactistas a sus ex socios. La desconfianza se agudizó cuando la semana pasada, en el Senado, la oposición se dejó derrotar en dos proyectos muy caros, el que pone límites a los decretos de necesidad y urgencia presidenciales y el de reforma al Consejo de la Magistratura. "Una derrota incomprensible", murmuran desde Pro. "Una traición", asestan en la Coalición Cívica. "Algunos se ven ya gobierno", dicen en la centroizquierda.

Difícilmente este panorama de desconfianzas e intolerancias mutuas se revierta en el corto plazo, menos aún en un año electoral. El oficialismo se regodea: no hay mejor escenario para el Gobierno que una oposición diezmada y un Congreso paralizado.

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DEL ESTADO DEL BIENESTAR A LA SOCIEDAD DEL BIENESTAR. RAFAEL TERMES. SEPARATA DEL NÚMERO EXTRAORDINARIO DE "CUADERNOS DE SOCIEDAD". 8ª CONFERENCIA

Para lo que tiene que ser mi intervención en este curso sobre «la necesaria vertebración de la sociedad», los organizadores han elegido un título en cuyos extremos figuran dos palabras -Estado y Sociedad- con una intencionalidad adversativa que se observa a primera vista. Sin embargo, en ambos extremos del título se repite la palabra bienestar dando fe de que el objetivo a lograr es precisamente el bienestar, aunque, en cuanto a la manera o los medios de lograrlo, las opiniones pueden ser no sólo distintas sino incluso contrapuestas. Hay más, la cadencia del enunciado completo -«Del Estado del Bienestar a la Sociedad del Bienestar»- acredita que los organizadores -y yo con ellos- piensan que desde la situación presente -el Estado del Bienestar- hay que evolucionar hacia una meta mejor que quedaría definida por el sintagma «la Sociedad del Bienestar». No podía ser de otra manera en un curso dirigido por la Fundación Independiente, cuya aspiración principal es la revitalización de las estructuras sociales espontáneas como la mejor manera de alcanzar los objetivos a los que el hombre como hombre, antes que como ciudadano, aspira ineludiblemente, y entre los cuales ocupa un lugar fundamental el anhelo innato al bienestar.

Empezaré, pues, por hacer algunas reflexiones sobre el bienestar; pasaré después a exponer, cómo, en mi opinión, el intento de proporcionar este bienestar a todos mediante la actuación premeditada y directa del Estado ha fracasado moral y económicamente; y finalmente intentaré decir cómo puede efectivamente alcanzarse el deseable bienestar mediante la espontánea actuación de la persona humana, individualmente o en asociación con quien libremente desee, siempre que el Estado no interfiera en este propósito y se limite, que no es poco, a crear el marco legal para que la acción humana espontánea se produzca, acudiendo, simplemente, en virtud de la función subsidiaria que le es propia, a resolver aquellos pocos casos en los que los individuos no son capaces de lograr, por sí solos, el nivel indispensable de bienestar.

El bienestar

Sabemos, por propia experiencia, por observación de lo que ocurre a nuestro alrededor y por la enseñanza de la más sana filosofía, que el hombre tiende naturalmente a la felicidad. No se necesitan muchas demostraciones para probar que el hombre, en su polifacético obrar, busca inexorablemente la felicidad, aunque en la apreciación de lo que apetece como bueno pueda errar, y de hecho yerra frecuentemente. Lo cual no obsta para decir que siendo el hombre libre, aunque con libertad humana imperfecta -solamente Dios es verdaderamente libre- la voluntad humana apetece libremente la felicidad, aunque la apetezca de modo necesario. Es cierto que la felicidad es un concepto subjetivo y cada uno, según sus disposiciones anímicas, la cifrará a su manera, de forma que bien puede decirse que hay tantas formas de buscar la felicidad como hombres y mujeres existen, aunque, tal vez, quepa añadir que algunos puedan pensar que la mejor manera de ser feliz es no preocuparse demasiado por llegar a serlo. Sin embargo, cabe ciertamente afirmar que entre los objetivos o fines que el hombre se puede proponer en busca de la felicidad, en términos generales, ocupa un lugar destacado el encaminado a satisfacer no sólo las necesidades básicas o de subsistencia -en las que el hombre no se diferencia de los animales irracionales-, sino también y sobre todo las necesidades superiores, que únicamente el hombre siente, y que comprenden con los bienes del espíritu, la inclinación hacia lo que se llama el bienestar, como una realidad condicionada por el uso de las cosas materiales no absolutamente imprescindibles para poder mantenerse en la existencia.

Ahora bien, la aspiración a cubrir las necesidades básicas y, por encima de ellas, las originadas por la inclinación al bienestar, requiere el empleo de recursos que, por lo general, son escasos. Y aquí empieza la historia del hombre que, desde que Dios lo puso en la tierra, para que la trabajara, no ha cesado de luchar para extraer de su seno lo necesario para el logro de este bienestar que innatamente desea. De tal forma que Alfred Marshall pudo definir la economía como «el estudio de aquella parte de la acción individual y social que está más íntimamente relacionada con la consecución y uso de los requisitos materiales del bienestar». Pero la simple observación de lo que, a lo largo de la historia, ha sucedido, pone de manifiesto que no todos ni siempre logran este bienestar que apetecen y al que, por su propia condición de personas humanas, tienen derecho. Y aquí es donde se asientan los argumentos para pretendidamente justificar la intervención del Estado para adoptar el papel de benefactor de los necesitados, dando lugar a lo que, con el paso del tiempo, ha venido a ser lo que hoy conocemos con el nombre de Estado del Bienestar.

El Estado del Bienestar

En este punto, con el que doy comienzo a la segunda parte de mi exposición, no me parece ocioso llamar la atención sobre la componente política -en la acepción menos noble de la palabra- de los orígenes de tal actuación estatal. Fue en efecto el Canciller Bismarck quien, en los años ochenta del siglo pasado, en su lucha contra el naciente socialismo, adoptó determinadas disposiciones sociales de carácter paternalista, pensando que, si los obreros percibían que el Kaiser se ocupaba de ellos, dejarían de oír los cantos de sirena del partido socialista. Sin embargo, pese al sesgo interesado y al carácter espúreo de su origen, nada habría que objetar, hasta aquí, a una política tendente a resolver las necesidades básicas de los estratos menos favorecidos de la sociedad, ya que sin duda existe acuerdo en que alguien debe tomar la decisión de subvenir a la indigencia.

Lo que sucede es que, a partir del final de la primera Guerra Mundial, lo que debía haber quedado como un sistema de resolver las necesidades actuales y futuras de aquellas pocas personas que, por distintas razones, no son capaces de hacerlo por sí mismas o en voluntaria y libre colaboración con otros ciudadanos, se fue convirtiendo en un instrumento para universalizar la protección social, con carácter de servicio público, burocratizado, para pobres, clases medias y ricos. Este modelo impuesto por los políticos, con la complicidad de las élites dirigentes que, al amparo del pensamiento keynesiano, habían perdido la fe en el Estado liberal, con el paso del tiempo ha ido extendiendo su ámbito de acción y engrosando la magnitud de sus prestaciones, sin que se sepa bien hasta dónde hay que llegar.

Puede decirse que este Estado del Bienestar es el que desean los votantes, pero la verdad es que éstos no tienen mucho donde elegir porque, a pesar de que los resultados insatisfactorios del modelo fueron pronto patentes, los políticos -sean socialistas sean conservadores- tienden todos a ofrecer programas de gasto en favor de sus clientelas, a fin de ganar las elecciones que es lo que realmente importa a los políticos. Si los ciudadanos han aceptado, implícitamente, el planteamiento del Estado del Bienestar, ha sido bajo el engaño de hacerles creer que la protección que les otorgaba era gratuita; siendo así que la pagamos todos -unos más y otros menos- hasta que resulte imposible pagarla, cosa que ya está sucediendo.

Desgraciadamente, a pesar de la amarga experiencia del desempleo que se ha abatido sobre Europa -y en especial sobre nuestro país- a consecuencia, sin duda, del modelo socio-económico que late tras el Estado del Bienestar, la realidad es que los políticos, presos ellos mismos del engaño en que han hecho incurrir a sus electores, no se atreven a mentar nada que pueda suponer un intento de cambio del sistema de protección social, a pesar de que estén convencidos de que hay aspectos del mismo con imperiosa necesidad de ser modificados. Y es que aun haciéndoles gracia de no caer, en interés partidista, en el fomento del fraude y en la corrupción del sistema, la tentación de utilizar los alegados beneficios de la Seguridad Social con fines electorales es muy grande.

Pero los hechos son tenaces y, si no se toman las necesarias medidas correctoras, como están ya haciendo algunos países europeos, la quiebra económica del Estado del Bienestar, sobre todo en lo que se refiere a las pensiones, la sanidad y la protección del desempleo, es inexorable, en un plazo más bien corto, ya que es imposible y, dentro del proyecto de la Unión Europea todavía más, intentar cubrir el déficit que estas prestaciones provocan, con más y más deuda; deuda, que a su vez, a causa del peso de los intereses, es generadora de mayor déficit.

El Estado del Bienestar, tal como se ha concebido y aplicado, ha sido y sigue siendo perjudicial, pero no solamente por la quiebra económica a que conduce. Con ser esto malo, a mi juicio no es lo peor. Lo peor del Estado de Bienestar es el daño que ha hecho a la mentalidad de los hombres de nuestro siglo. El Estado ciertamente debe proteger las situaciones de indigencia y, en ejercicio de su función subsidiaria, extenderla a los contados casos que la sociedad no puede atender. El error del Estado del Bienestar es haber querido que esta protección se universalizara, alcanzando al inmenso número de aquellos que, sin necesidades perentorias, debían haber sido puestos a prueba para que dieran los frutos de que la iniciativa individual es capaz; en lugar de ello, generaciones enteras han sido adormecidas por el exceso de seguridad, con cargo al Presupuesto y, lo que es peor, en detrimento de las unidades productivas de riqueza que, de esta forma, se sienten desincentivadas. En este sentido el nivel a que se ha llevado el Estado del Bienestar ha traicionado incluso el pensamiento de Lord Beveridge, tenido por el padre del Estado del Bienestar moderno, quien había escrito: «el Estado, al establecer la protección social, no debe sofocar los estímulos, ni la iniciativa, ni la responsabilidad. El nivel mínimo garantizado debe dejar margen a la acción voluntaria de cada individuo para que pueda conseguir más para sí mismo y su familia».

Lo que, contrariamente, ha sucedido, es que nuestros contemporáneos, acostumbrados a tener cubiertas, sin esfuerzo, todas sus necesidades básicas, desde la cuna hasta la tumba, han perdido el amor al riesgo y a la aventura, creadora de riqueza. Preso de una paralizante excesiva seguridad, el hombre de hoy se desinteresa progresivamente de su contribución al desarrollo de la sociedad, lo que conduce a instituciones cada vez más ineficaces y anquilosadas. En esta situación, lo único que subsiste es la ambición por el enriquecimiento rápido y sin esfuerzo, fomentando la corrupción y el empleo de toda clase de artes torcidas para lograrlo.

El Estado del Bienestar, en manos de políticos que buscan sus propios objetivos de perpetuación en el poder, produce efectos contrarios a los que dice perseguir. El seguro de desempleo amplio y duradero, produce más paro; la ayuda a los marginados produce más marginación; los programas contra la pobreza producen más pobres; la protección a las madres solteras y a las mujeres abandonadas, multiplica el número de madres solteras y el número de hogares monoparentales... Los estatistas dicen que, a pesar de todo, el Estado del Bienestar produce sociedades socialmente más justas. Y pretenden probarlo, porque, haciendo un empleo abusivo del concepto de «justicia», han convertido en «derechos» a satisfacer en nombre de la «justicia social», lo que no eran más que reivindicaciones propugnadas por determinados grupos políticos y sindicales. Por eso, aunque, en España, desde 1970 el peso del gasto social sobre el PIB se ha más que doblado, la gente no se siente satisfecha y pide más y más amplias prestaciones, continuando la escalada de presiones para convertir en derechos las pretensiones más absurdas y abusivas, como es, por ejemplo, la demanda de hacerse reembolsar los gastos de abortar, con lo cual, además de haber legalizado el crimen, se pretende que el crimen en que el aborto consiste sea pagado con el dinero de los contribuyentes, con total vulneración de lo que debe entenderse por Estado de Derecho.

Los defensores del Estado del Bienestar dicen, también, corrompiendo de nuevo los conceptos, que, gracias a él, nuestras sociedades son más solidarias, cuando, en realidad, la solidaridad organizada con cargo al Presupuesto lo que hace es expulsar la virtud personal de la solidaridad, con sacrificio personal, de la que la sociedad dio abundantes pruebas antes de que el intervencionismo estatal justificara la inhibición del individuo. Este es el daño moral hecho por el Estado del Bienestar: la vinculación del individuo al Estado. Sus efectos serán muy difíciles de desarraigar en unas generaciones crecidas al amparo del Presupuesto. No sin razón se ha podido decir que el ciudadano de nuestros días contempla la seguridad que el Estado del Bienestar le proporciona como algo consustancial a su propia forma de vida y a lo que difícilmente va a renunciar. Esto es lo malo.

La sociedad del Bienestar

La crítica económico-financiera y sobre todo moral que acabo de hacer al Estado del Bienestar no significa, ni mucho menos, que tengamos que renunciar a la búsqueda del bienestar social. Lo que significa, y con ello entro en la tercera parte de mi intervención, es que hay que buscarlo por otro camino y este camino no puede ser más que el de devolver el protagonismo al individuo y a la sociedad, replegándose el Estado al papel que le es propio. Yo no soy anarquista y, por lo tanto, no pretendo elaborar un modelo de bienestar en el que el Estado esté ausente. Creado por el hombre, para servirle a él y a la sociedad, que es un producto espontáneo de la propia naturaleza humana, el Estado es necesario. El Estado debe existir, acotado a los límites determinados por los fines para los que primigeniamente fue concebido, es decir, para servir, y no como ahora sucede, para ser idolatrado, sacrificando en su honor a las personas y a sus bienes materiales y espirituales, entre los cuales están la libertad y la dignidad humana, tantas veces conculcadas por las concepciones estatistas.

El Estado debe existir para servir a la sociedad, no al revés, definiendo el marco legal dentro del cual los individuos, aisladamente o en asociación con quien deseen, puedan perseguir libre y responsablemente sus propios fines; y administrando justicia entre los ciudadanos, todos iguales ante la ley, para dirimir los conflictos que en la persecución de estos fines puedan presentarse. Descendiendo al campo concreto del bienestar, que es el que esta mañana nos ocupa, el Estado, si se me permite el juego de palabras, no debe, en principio, dar al hombre lo que necesita para asegurarse el bienestar, sino darle la seguridad de que por sí mismo puede ganarse el bienestar que necesita, espoleando en él, con los adecuados incentivos, el ímpetu para abrirse camino en la vida, es decir, fomentando la responsabilidad de forjar la propia existencia, generando en el individuo la garra suficiente para afrontar la lucha con vistas a la realidad presente y a las eventualidades del futuro. O sea, propiciando todo lo que el Estado del Bienestar ha destruido, pretendiendo dar a todos una excesiva y, por ello, paralizante seguridad.

Todo individuo, en orden a la satisfacción de sus necesidades económicas, intenta maximizar la utilidad de su consumo a lo largo del tiempo, mediante una adecuada combinación de gasto y ahorro. El hombre sabe que, contando con sus solos medios, si desea disponer de recursos en el futuro para atender a toda clase de necesidades, previsibles o no, ha de sacrificar el consumo presente en aras de un ahorro que le asegure el futuro. Esta convicción hace al hombre emprendedor y prudente, al mismo tiempo. Emprendedor, para asumir aquellos riesgos razonables que prometen mayores ingresos, y prudente, para apartar del consumo aquella razonable parte de los ingresos destinados a la previsión del futuro. Por esto el ahorro es una virtud.

Esta situación, que es, a mi entender, la deseable, es la que se produce cuando el Estado no lo impide. En ausencia del intervencionismo estatal, la sociedad se vertebra y produce, por iniciativa individual, todas aquellas instituciones de carácter privado necesarias para el logro de los objetivos del bienestar. El primer resultado de este cambio de enfoque es que los objetivos se lograrían mejor, es decir, más eficientemente y a menor coste. Todo el mundo está convencido de que los sistemas privados de prestaciones sociales son más eficaces y baratos que los públicos. Incluso los que defienden la Seguridad Social pública, lo hacen, no por razones económicas, sino por la necesidad -dicen, erróneamente, desde luego- de primar la equidad sobre la eficiencia, reconociendo, implícitamente, lo que hoy ya no se discute, es decir, que la eficiencia está del lado privado. Es más, en el supuesto de que el Estado quiera reservarse -en algunos casos razonablemente, como veremos- el papel de financiador total o parcial de las prestaciones sociales, su provisión puede y debe confiarse al sector privado porque lo hará mejor y más barato.

Para anticiparme a las críticas -que, sin haberse expresado, estoy ya oyendo- a las críticas, digo, basadas en el presunto menosprecio del sistema expuesto hacia aquellas personas que ni son capaces por sí mismas de hacer frente a sus necesidades de bienestar presente y futuro, ni disponen tampoco de los medios para acceder a las instituciones que la sociedad civil promueve, me gustaría explicar con cierto detalle, por vía de ejemplo, cómo funcionaría, cómo debería funcionar, sin olvidar a los menos capaces, un sistema de bienestar social, proporcionado por la libre iniciativa de la sociedad, en tres campos tan sensibles y significativos como son la enseñanza, la asistencia sanitaria y el sistema de pensiones, a fin de probar que el sistema liberal que propugno ni es insensible ni inhumano.

Empezando por la enseñanza, habría que privatizar todos los centros de educación, primaria, secundaria, profesional y universitaria y, en los casos en que no resulte, por el momento, posible, hay que desenchufar los centros estatales de los presupuestos del Estado, dotándoles de autonomía de gestión, así como suprimir todas las subvenciones a los llamados centros concertados, de forma que unos y otros, con las tasas o matrículas necesarias para cubrir sus respectivos costes, compitieran en eficacia, calidad y precio, a fin de que los padres o los propios alumnos pudieran elegir el Centro que más les convenza. De esta forma se acabaría con la injusticia, la inmoralidad, de que el Estado imparta educación gratuita o a un precio irrisorio, tanto al hijo del mayor potentado como al hijo del obrero menos remunerado. Esta situación es inmoral porque la diferencia entre, por ejemplo, las 70.000 pesetas de la matrícula y las 500.000 pesetas, por lo menos, que es el coste real de una plaza en una Facultad Universitaria, la pagan en sus impuestos principalmente las clases medias, incluidas aquellas personas que no utilizan los servicios educativos.

Naturalmente que, para tranquilizar a los críticos, añadiré que, dejando aparte que en el Estado liberal la gente dispondría de mayores rentas netas a consecuencia de los menores impuestos que esta clase de Estado reclama, el sistema que propugno no se opone a que el Estado, para que no se pierda ninguna inteligencia por falta de medios económicos, facilite bonos escolares a quienes lo necesiten, de acuerdo con su nivel de renta, a fin de que cada uno aplique el bono, en pago total o parcial, a la escuela, instituto o universidad libremente elegida y que, al no ser subvencionada, ofrecería precios de matriculación de acuerdo con sus propios costes reales y según la calidad de la enseñanza impartida. Pienso que este esquema es más razonable que el actual y deja a salvo la atención a los menos pudientes.

Aunque el sistema descrito es sustancialmente aplicable a todas las otras áreas del bienestar, pasemos a la asistencia sanitaria, donde para mejorar una eficiencia que hoy está por los suelos, es indispensable, también, aumentar la competencia entre todos los prestadores de servicios para la salud, sean centros hospitalarios, sean oficinas de farmacia, sean, en su caso, compañías aseguradoras del coste de estos servicios, llegado el momento de su utilización por parte de los usuarios finales. Veamos, brevemente y a título de ejemplo, lo que cabe hacer con los actuales hospitales públicos. Estas instituciones pueden ser vendidas o, en su caso, cedidas por el Estado a grupos privados, quienes previo pago de un canon al Estado por dicha cesión, facturarían a las Compañías Aseguradoras, o Mutuas, los gastos incurridos por sus afiliados. Estas Compañías captarían sus clientes entre los que quisieran «desengancharse» de la Seguridad Social dejando de cotizar la parte correspondiente a sanidad. Naturalmente que para admitir la deducción de cuotas habría que demostrar la existencia de póliza de cobertura privada, ya que el Estado no puede permitir que, por falta de la misma, recayera sobre él la subsidiaria función asistencial.

En la línea de la protección a los que no dispongan de medios para afiliarse a una Mutua, o hacerse su propio seguro de asistencia sanitaria, el Estado, en su papel subsidiario,en el que según se ve no ceso de insistir, proporcionaría, como en el caso de la enseñanza, bonos sanitarios para ser gastados en el centro médico que cada uno eligiera.

Pero es en el campo de las pensiones de jubilación donde quizá mejor se ve lo que estoy propugnando. El actual sistema español de pensiones, público y de reparto, exige su reconversión para hacerlo privado y de capitalización. Las razones de esta afirmación son obvias. El sistema vigente es, en primer lugar, injusto porque la pensión del jubilado de ayer la pagan los trabajadores de hoy, trasladándose así la carga hacia las generaciones futuras que no saben si, cuando llegue la hora de su jubilación, habrá alguien que pague sus pensiones. Porque el sistema, además de injusto, es ineficiente; tiende a la quiebra. Cuando había cuatro trabajadores por jubilado, el sistema sin dejar de ser injusto, funcionaba; pero, a medida que la población envejece y el paro aumenta, va disminuyendo la base en que se apoya el invento. Cuando se llegue, ya estamos cerca, a que no haya ni un trabajador por jubilado, ¿cómo vamos a pagar las pensiones? Por esto el sistema, más pronto o más tarde, inexorablemente quebrará. Todos los estudios lo confirman y el propio Pacto de Toledo, artimaña política para mantener el sistema público y de reparto, lo reconoce cuando, para asegurar el pago de las pensiones en el futuro, no encuentra otra solución, en forma más o menos disimulada, que reducirlas.

Por esto, aun aquellos que, en nombre de una mal entendida solidaridad, no quieren reconocer la inmoralidad del sistema de reparto y la ineficiencia de la gestión pública del mismo, no tienen más remedio que aceptar que, finalmente habrá que cambiarlo, para pasar -gradualmente, desde luego- a un sistema en el que cada uno se construya la pensión que desee para el futuro con su propio ahorro de hoy, de acuerdo con su propia función de utilidad. Yo ahorro ahora para tener más el día de mañana. Si gasto más hoy, tendré menos mañana. Optar por una u otra alternativa debe ser una libre decisión de cada cual. Cada cual debe fabricarse la pensión, o el seguro de enfermedad, de que quiera disponer. ¿Significa esto que el Estado no tiene nada que decir en este asunto? Desde luego que no. El Estado tiene dos funciones a realizar: la función reguladora y la función subsidiaria. En méritos a la primera, el Estado debe obligar a todo el mundo a asegurarse una pensión mínima que, en la mayoría de los casos, debe ser equivalente o próxima al salario que se percibe. ¿Qué se necesita para esto? ¿Detraer, por ejemplo, un 10% del salario? Pues se detrae, con exención fiscal desde luego. ¿Alguien quiere obtener una pensión más amplia y quiere ahorrar, por ejemplo, un 20%? Ahorre un 20%, que también debería estar exento de impuestos para estimular el ahorro, ya que el ahorro, que se convertirá en inversión, es bueno para el país. Que cada uno ahorre para su pensión lo que quiera, pero el Estado debe exigir el mínimo, porque si alguien no se asegura, puede caer en la indigencia y el Estado, en méritos de la otra función, que es la subsidiaria, tendría que acudir en socorro de ese indigente, que ha llegado a serlo porque ha querido, no porque no haya podido.

El caso del que no ha cumplido con la obligación de asegurarse la pensión mínima porque no ha podido, porque no ha tenido ingresos de donde detraer el ahorro, es completamente distinto. En este caso, la aplicación del principio de subsidiariedad entra de lleno. En este caso, el Estado debe pasarle una pensión, que llamamos «asistencial» y que se financia con cargo a los Presupuestos Generales; es decir con cargo a los impuestos que pagan todos los contribuyentes y que, como ya he señalado, serán impuestos muy reducidos, porque, en el modelo de Estado mínimo que estoy defendiendo, el Estado necesita poco dinero. Pero las pensiones que llamamos «contributivas» deben hacerse capitalizando cada uno su propio ahorro, con un mínimo obligatorio y voluntariamente por encima de dicho mínimo.

Ahora bien; que el Estado obligue a todos los ciudadanos a constituirse una pensión mínima no quiere decir que los fondos destinados a ello, así como los destinados a capitalizar pensiones voluntarias de mayor importe, tengan que ser administrados por el Estado. El Estado obliga hasta un mínimo y estimula fiscalmente por encima del mínimo, pero este ahorro forzoso o voluntario que cada uno realiza debe poder invertirlo en la capitalizadora privada que prefiera de acuerdo con las condiciones que le ofrezca, en régimen de competencia, que quiere decir de eficiencia, con la ventaja añadida de que el ahorro administrado por las capitalizadoras sirve para financiar, a través del mercado de capitales, la economía privada creadora de riqueza y empleo.

De esta forma, gracias a la mayor eficiencia del régimen de mercado, con el mismo ahorro se obtendrían pensiones mayores de las que ahora promete la Seguridad Social y, andando el tiempo, no podrá pagar, porque, como los cálculos imparciales demuestran, el sistema quebrará. Los políticos, del partido que sea, no quieren hablar de ello, porque piensan que les quita votos, pero de hecho es imposible mantener nuestro sistema público de pensiones.

Conclusión

Preferir al Estado del Bienestar la Sociedad del Bienestar que, desde luego requiere la presencia del Estado, pero de un Estado mínimo, que cree el marco regulador y ejerza simplemente la función subsidiaria, no impide reconocer que, en las actuales circunstancias, es difícil que la sociedad civil asuma el papel que le corresponde. No porque intrínsecamente carezca de capacidades para ello, sino porque, tras décadas de intervencionismo estatal, estas capacidades han sido adormecidas. Pero precisamente porque, adormecidas, siguen latentes, no es imposible despertarlas, regenerarlas y vertebrarlas para que produzcan con toda pujanza los frutos deseables.

Es cierto que, al día de hoy, la virtud moral de la solidaridad, que supone sacrificio y esfuerzo personal, aparece dañada por los efectos deletéreos de la solidaridad organizada por el Estado, con cargo al presupuesto, porque las conciencias se sienten tranquilizadas, ya que -piensan los ciudadanos- para ocuparse de los otros ya está el Estado, que para esto nos quita el dinero con los impuestos. Pero, a pesar de ello, todos podemos observar la presencia y hasta el auge de tantas organizaciones no gubernamentales, que es un nombre moderno para designar el antiguo y permanente fenómeno del voluntariado social. No es que yo pretenda que el bienestar de los incapaces de procurárselo por ellos mismos haya que esperarlo exclusivamente de la benevolencia o la beneficencia de los que tienen más recursos; ya he dicho insistentemente que esta función ha de ser asumida por el Estado, en el ejercicio de su papel subsidiario. Si he querido referirme al fenómeno del altruismo que, sin duda, existe en nuestra sociedad a pesar de que, en su conjunto, aparezca como tan egoístamente hedonista, ha sido para hacer caer en la cuenta del potencial de la sociedad para, acertadamente estimulada, desarrollar todo el poder creador inserto en la propia libertad del hombre. Y es este potencial el que debe crear las instituciones civiles que, reemplazando al Estado en el papel que errónea e ineficazmente tiene asumido, sirvan para lograr, en interés propio que no es sinónimo de egoísmo, el deseable bienestar de los promotores, sabiendo que, aun sin proponérselo, lograrán también el bienestar de los demás.

Para este despertar de la sociedad frente al Estado, para este rearme de las instituciones civiles es necesario insistir, en toda ocasión, como incansablemente hace la Fundación Independiente, entre otras entidades, en la inexcusable recuperación de los valores morales individuales y de la convivencia, así como en la responsabilidad que alcanza a todos aquellos que con sus palabras y su ejemplo pueden ayudar a la revitalización de las estructuras espontáneas capaces de evolucionar, prescindiendo de la no deseable actuación gubernamental, los grandes y pequeños problemas del cotidiano vivir, a fin de alcanzar aquel nivel de bienestar que, como decía al empezar, es necesario para que el hombre pueda atender, sin agobios materiales, al cultivo de los valores superiores del espíritu que, como ser racional y libre, de naturaleza trascendente, le son exclusivamente propios.
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