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domingo, 28 de septiembre de 2014

GABRIEL GASAVE, LUDWIG VON MISES: EL GRAN DESMITIFICADOR DE LA VIABILIDAD DEL SOCIALISMO, EL INSTITUTO INDEPENDIENTE

Corresponde rendirle homenaje a quien por su obra y prestigio, se hiciera merecedor a ocupar un importante sitial en la historia de las ideas del siglo veinte. Alguien que fuera un tenaz paladín de los emprendedores y de los innovadores tanto intelectuales como empresariales, cuya tarea constituye la llave para el progreso de la humanidad y quienes, como él nos lo demostrara, solamente pueden florecer en el contexto de una sociedad libre.

Ese hombre es Ludwig von Mises quien nació un 29 de septiembre de 1881 en la ciudad de Lemberg, en territorio que por entonces pertenecía al imperio austrohúngaro. La vasta cantidad de libros y artículos por él publicados y de conferencias brindadas conforman un valioso conjunto de obras que aquellos que deseen abocarse al estudio de la epistemología, la economía y la filosofía de la libertad no pueden soslayar. Sus dos trabajos más importantes y los que mejor reflejan su pensamiento son Socialismo (1922) y La Acción Humana (1949). Para quienes recién se inicien en el pensamiento miseano, su lectura quizás debería estar precedida por alguna de sus obras más populares, tales como Burocracia (1944) y Planificación para la Libertad (1952).

Mises era un ferviente defensor de la economía de mercado y de la sociedad abierta. Su oposición al socialismo, y a toda forma de intervención gubernamental, derivaba de su simpatía por el capitalismo y su afecto por la libertad individual y convicción de que los intereses individuales de los hombres libres pueden convivir en armonía, en razón de que en una sociedad abierta la ganancia de un individuo no está constituía por la perdida de otro, sino en realidad por el beneficio que el primero le proporciona a sus semejantes.

La puesta en práctica de sus enseñanzas resulta necesaria para la preservación de la civilización. Con Mises quedó demostrado que en su esencia la vida en sociedad se basa en la división del trabajo. Si careciéramos de la mayor productividad laboral que nos brinda la división del trabajo, sencillamente gran parte de la humanidad moriría de inanición. Al mismo tiempo, encontramos que la propia existencia y el eficaz funcionamiento de esa división del trabajo dependen fundamentalmente de que contemos con las instituciones básicas de una sociedad abierta, es decir: gobierno limitado y libertad económica, propiedad privada, moneda sana, ahorro e inversión, libre competencia, y afán de lucro. Como vemos, se trata de instituciones que en todas partes, y en especial en nuestro país, han sido severamente atacadas desde hace ya varias décadas.

Cuando Mises ingresa al mundo de las ideas, el marxismo y otras corrientes socialistas detentaban un monopolio intelectual de facto, situación a la que coadyuvaron ciertos errores e inconsistencias significativas en los trabajos de Adam Smith (1723-1790) y David Ricardo (1772-1823) y algunos de sus seguidores. A su vez, las obras de William S. Jevons (1835-82), y de los primeros economistas austriacos—Carl Menger (1840-1921) y Eugen von Böhm-Bawerk (1851-1914)—no eran lo suficientemente extensas como para ofrecer una contraofensiva eficaz frente a los socialistas. Por su parte, Frédéric Bastiat (1801-1850) si bien había procurado ofrecer una, falleció muy joven, y de todos modos probablemente hubiese carecido de la profundidad teórica necesaria.

Así las cosas, cuando el profesor von Mises irrumpió en el mundo de las ideas, virtualmente no había ni una oposición intelectual al socialismo ni una defensa del capitalismo que tuviesen un carácter sistemático. Las murallas intelectuales de la civilización estaban desguarnecidas y lo que Mises logró, y que constituye la esencia de su grandeza, fue la construcción de una defensa intelectual de la sociedad abierta.

Por entonces, el núcleo del argumento colectivista sostenía que las instituciones de una sociedad liberal estaban al servicio de los intereses de tan solo un puñado de poderosos explotadores, especuladores y monopolistas y que dichas instituciones se desenvolvían en flagrante oposición al bienestar de la gran mayoría de la sociedad, bienestar del que supuestamente el socialismo sí vendría a ocuparse.

La respuesta que solía ofrecerse frente a este planteo era una que exclusivamente se avocaba a pergeñar mecanismos tendientes a quitarle a los emprendedores un poco menos del fruto de su trabajo que lo que exigían los socialistas. Mises en cambio, desafió esa conjetura simplista y generalizada y demostró que una sociedad basada en el respeto por la libertad de acción y la propiedad privada favorece los intereses individuales de todos sus integrantes, incluidos aquellos que no son “capitalistas”—sino “proletarios”, según la jerga de la época.

En una sociedad libre, demostraba el profesor von Mises, la propiedad privada de los medios de producción está al servicio del mercado. Los beneficiarios directos de las empresas y comercios son todos aquellos que adquieren sus productos y utilizan sus servicios. Y, junto con el incentivo de las perdidas y las ganancias y la libertad para competir que el mercado implica, la existencia de la propiedad privada garantiza una siempre creciente oferta de productos para todos.

La mayor y más original contribución al pensamiento económico que hiciera Mises fue la de demostrar que el socialismo no solamente elimina el incentivo que proporcionan las ganancias y las perdidas y la libertad de competir junto con la propiedad privada de los medios de producción, sino que torna imposible el cálculo económico, y en consecuencia es un sistema que redunda en el caos. Por socialismo entendemos a la abolición del sistema de precios y la división del trabajo; y la concentración de todo el proceso de toma de decisiones en manos de una junta de planificación centralizada o dictador supremo.

Sin embargo, la planificación de un sistema económico está más allá del poder y del conocimiento de alguien: el número, la diversidad, y las características propias de los distintos factores de producción, las diferentes alternativas tecnológicas que están abiertas a ellos, y las disímiles combinaciones posibles de lo que se podría llegar a producir con ellos, escapan a las facultades de incluso el más grande de los genios que pudiésemos concebir.

Mises probó que la planificación económica requiere de la cooperación de todos los participantes del sistema económico. Ella solamente puede existir en una sociedad libre y capitalista en la cual, cada día, los empresarios efectúen sus planes basándose en el cálculo de las ganancias y las pérdidas; donde por su parte los trabajadores, hagan lo mismo en función de los salarios que se están abonando por servicios similares a los que ellos ofrecen y los consumidores planifiquen ponderando los precios de los bienes de consumo a su disposición.

Sostenía que el cálculo económico es esencial para una economía desarrollada; y de ello se colige una importante conclusión adicional: Solamente en una economía capitalista puede tener lugar el cálculo monetario. Una economía centralmente planificada no tiene manera de calcular económicamente y de esa forma no puede prosperar. Mises demostró la imposibilidad de todos los esquemas socialistas, porque los mismos dejan a los planificadotes económicos sin medio alguno con el cual desarrollar el calculo económico. Una oficina central de planificación no posee ningún mecanismo que pueda suplir el rol que los precios desempeñan en el mercado.

Las contribuciones que Ludwig von Mises hizo a la confrontación teórica entre el capitalismo y el socialismo son inmensas. Antes de su aparición en escena, la mayoría de los individuos no eran concientes de que en una sociedad libre existe una planificación económica. Aceptaban, sin entrar en detalles, el dogma marxista de que el capitalismo implicaba una anarquía en materia de producción y que el socialismo venía a representar a la planificación económica racional.

Quienes viven en una sociedad capitalista, se encuentran literalmente rodeados por la planificación económica, y sin embargo no se dan cuenta de su existencia. A diario, hay incontables empresarios que están planificando expandir o achicar sus empresas, introducir nuevos productos o discontinuar alguno de los más vetustos, abrir nuevas sucursales o cerrar alguna de las existentes, modificar sus métodos de producción o seguir con los métodos y procesos actuales, contratar a nuevos trabajadores o dejar que se marchen algunos de los que ya trabajan para ellos. Y también, a cada instante existen innúmeros trabajadores que están planificando mejorar sus habilidades, cambiar de empleo, o seguir como están; y cientos de miles de consumidores, planificando adquirir una casa, automóviles, electrodomésticos o simplemente helados.

No obstante ello, la gente no utiliza el término planificación para referirse a todas esas tareas, reservándolo pura y exclusivamente para describir los vanos esfuerzos de un puñado de burócratas gubernamentales, quienes, habiendo obstaculizado o directamente prohibido la planificación por parte de los demás, presuponen que con su sapiencia e inteligencia pueden reemplazar las decisiones de millones de seres. Cualquier similitud con la presuntuosa actitud de los líderes de nuestra Argentina actual no es mera coincidencia.

Mises fue quien destacó la existencia de la planificación dentro de la economía de mercado, la circunstancia de que la misma se basa en los precios, es decir en el cálculo económico, y el hecho de que el sistema de precios es el único que nos brinda a cada instante la información necesaria para coordinar las actividades de decenas de millones de planificadores individuales.

Demostró que cada individuo, al preocuparse por obtener un ingreso y limitar sus gastos, es guiado de manera tal que ajusta sus planes individuales a los planes del resto de la sociedad. Por ejemplo, aquel empleado que decide convertirse en ingeniero en lugar de dedicarse a la música, en virtud de que al valorar más los mayores ingresos que obtendrá como ingeniero, modifica los planes atinentes a su carrera profesional en respuesta a los planes que otros tienen de solicitar sus servicios de ingeniería y no de demandar sus composiciones musicales. O el caso de la persona que decide que un automóvil es demasiado costoso y por ende claudica en su plan de adquirirlo, que está de manera similar involucrada en un proceso tendiente a ajustar sus propios planes con los planes de los demás; en virtud de que lo que vuelve demasiado costoso al vehículo en cuestión son los planes de los otros de comprarlo al tener la posibilidad y el deseo de pagar más por él.

Fundamentalmente, lo que Mises demostró fue la circunstancia de que toda empresa, al procurar obtener ganancias y evitar las pérdidas, es guiada en la planificación de sus actividades de un modo en el que no tan solo la misma resulta útil para los planes de sus propios clientes, sino que toma en cuenta además los planes de todos los demás usuarios de los mismos factores de producción en el mercado.

En definitiva, el profesor von Mises logró demostrar que el proceso de mercado implica la existencia de un sistema económico planificado de manera racional mediante la combinación de los esfuerzos basados en el interés propio de todos aquellos que participan en él. El fracaso del socialismo, probó Mises, se debe al hecho de que el mismo no representa una planificación económica, sino su destrucción, dado que la misma solamente puede existir en el marco de una sociedad libre y del sistema de precios.

Demostró también que la competencia que tiene lugar en el proceso de mercado es de una naturaleza totalmente distinta a la que observamos por ejemplo en el reino animal. No se trata de una competencia por los escasos medios de subsistencia que suministra la naturaleza, sino una competencia por la creación de una nueva y adicional riqueza, de la cual todos se benefician.

Por ejemplo, las consecuencias de la competencia que en su momento tuvo lugar entre los técnicos que se dedicaban a la reparación de las antiguas máquinas de escribir y aquellos que comenzaron a desempeñarse en el incipiente campo de la industria informática no fueron las de que el primero de los grupos pereció a causa de una hambruna, sino la de que todos comenzaron a disponer de más recursos e ingresos para adquirir también cantidades adicionales de otros bienes. Esto fue cierto incluso respecto de los técnicos que “perdieron” la competencia, tan pronto como fueron reubicados en otras áreas del de mercado, las que lograron expandirse precisamente debido a las innovaciones en el rubro de la cibernética.

Al repensar la Ley de las ventajas comparativas de David Ricardo, el profesor von Mises demostró que en el proceso competitivo que tiene lugar en el mercado hay lugar para todos, incluso para aquellos que posean las más modestas de las habilidades. Esos individuos solamente precisan concentrarse en las áreas en las cuales su inferioridad productiva sea menor en términos relativos. Por ejemplo, una persona que no es capaz de desempeñarse más que como un mero albañil no tiene que temerle a la competencia del resto de la sociedad, en la que casi todos sus miembros podrían ser mejores albañiles que él, si a eso deseasen dedicarse. La persona de capacidad limitada que está deseando trabajar como albañil por menos de lo que otros pueden percibir en otras actividades, no tiene porque preocuparse respecto de la competencia de aquellos. En verdad, los está dejando fuera de competencia para el puesto de albañil al desear aceptar un ingreso más bajo que el de ellos.

Von Mises demostró que una armonía de intereses prevalece también en este caso. La existencia del albañil del ejemplo permite que individuos más talentosos dediquen su tiempo a tareas más exigentes, mientras que la existencia de estos últimos le permite a su vez al albañil acceder a bienes y servicios que de otra forma resultarían imposibles de obtener para él.

Sostuvo con una lógica incontestable que las causas económicas de los conflictos bélicos son el resultado de la interferencia gubernamental, bajo la forma de barreras comerciales y migratorias, y que dicha interferencia que viene a restringir las relaciones económicas con el extranjero es a su vez una consecuencia de otra ingerencia gubernamental, aquella que restringe la actividad económica interna. Por ejemplo, los aranceles se vuelven necesarios como una forma de evitar la desocupación solamente en un contexto en el cual existan leyes de salario mínimo y una legislación favorable a los sindicatos, la cual impide que la mano de obra interna enfrente de igual a igual a la competencia extranjera mediante la aceptación de salarios más bajos cuando fuese necesario. Mises demostró también que el fundamento de la paz mundial es una política de laissez-faire tanto a nivel interno como internacional.

Algo que von Mises puso en evidencia es el hecho de que todas las acusaciones en contra del mercado libre eran infundadas o que las mismas debían ser dirigidas contra la intervención gubernamental, la cual distorsiona y destruye las realizaciones y logros del mercado.

Estuvo entre los primeros en señalar que la pobreza que existía en los albores de la Revolución Industrial era fruto del legado de toda la historia previa. La misma se debía a que la productividad del trabajo era todavía sumamente baja, y a que los científicos, inventores, empresarios, ahorristas e inversionistas solamente podían alcanzar progresos de un modo muy paulatino pues les resultaba dificultoso acumular el capital necesario para poder incrementarlos con el paso del tiempo.

Demostró que todas las políticas legislativas tendientes supuestamente a mejorar la condición de los trabajadores y de las masas eran en verdad contrarias a los intereses de aquellos a los que estaban diseñadas a ayudar—que su efecto era el de generar desempleo, retardar la acumulación de capital, y de esa manera mantener baja la productividad del trabajo y el estándar de vida de todos.

En una trascendental y original contribución al pensamiento económico, demostró que las depresiones eran consecuencia de las políticas de expansión crediticia auspiciadas por el gobierno, diseñadas para lograr que la tasa de interés se mantuviese por debajo de los niveles del mercado. Dichas políticas, evidenció Mises, daban lugar a malas inversiones a gran escala, las que privaban al mercado del capital liquido necesario y resultaban a posteriori en contracciones del crédito que provocaban los ciclos económicos de depresión.

Fue uno de los principales defensores del patrón oro y del laissez-faire en el ámbito de la industria bancaria, la cual consideraba que alcanzaría en ese marco virtualmente una reserva cercana al 100%, lo que imposibilitaría de ese modo tanto la inflación como la deflación de la moneda.

En síntesis, Mises fue capaz de demostrar: que la expansión de los mercados libres, la división del trabajo, y la inversión privada de capital constituyen el único sendero posible hacia la prosperidad y el florecimiento de la especie humana; que el socialismo sería desastroso para una economía moderna en virtud de que la ausencia de propiedad privada de la tierra y de los bienes de capital impide cualquier clase de determinación racional de los precios, o estimación de costos, y que la intervención gubernamental, además de obstaculizar y paralizar al mercado, resultaría ser anti productiva, conduciendo inevitablemente al socialismo a menos que el conjunto entero de las intervenciones fuese derogado.

En el prologo de la edición en español de Planificación Para la Libertad, el Doctor Alberto Benegas Lynch en su carácter de Presidente del Centro de Estudios sobre la Libertad escribía sobre Mises estos conceptos que compartimos en su totalidad y que cobran una vigencia inusual en nuestro medio por estos días: “De las enseñanzas de Mises resulta claro que es perjudicial sostener que primero hay que producir y luego distribuir, porque la producción y la distribución son simultáneas y sólo se logra la productividad óptima en el marco del respeto a la propiedad y a la libertad. Nadie va a invertir sus ahorros y capitales con entusiasmo si le dicen que cuando haya producido la abundancia que promueve el bienestar general, el estado, compulsivamente, le va a confiscar una parte de la producción para distribuirla de otra manera que no sea mediante el libre juego de los factores productivos. Mises explica con claridad meridiana que ninguna distribución es más justa y equitativa que la que resulta del mercado no intervenido, en el cual cada factor de producción recibe su parte en función de su aporte al proceso productivo”.

Desde el deceso de Mises acaecido el 10 de octubre de 1973 en la Ciudad de New York a los 92 años, su doctrina e influencia han experimentado un renacimiento. Si bien nadie que analice las actuales circunstancias que vive el mundo y en particular América Latina, puede evitar tener un dejo de pesimismo respecto al futuro, las tendencias pueden cambiar y ello en gran medida dependerá de cuán diestros y tenaces seamos en la difusión de ideales tan nobles como los que Ludwing von Mises nos dejara.

Gabriel Gasave es Investigador Asociado del Centro Para la Prosperidad Global en el Independent Institute y Director de www.ElIndependent.org

Gabriel Gasave
ggasave@independent.org
@ElIndependent     

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lunes, 9 de abril de 2012

LUDWIG VON MISES / LA INNOVACIÓN REQUIERE LIBERTAD ECONÓMICA.

Este artículo está extraído del capítulo 16 de Teoría e historia (1957).
Una civilización es el producto de una visión definida del mundo y su filosofía se manifiesta en cada uno de sus logros. Los artefactos fabricados por hombres pueden calificarse de materiales. Pero los métodos a los que se recurre en la disposición de actividades de producción son mentales, el resultado de ideas que determinan qué debería hacerse y cómo. Todas las ramas de la civilización están animadas por el espíritu que permea su ideología.
La filosofía que es la marca característica de Occidente y cuyo desarrollo constante en los últimos siglos ha transformado todas las instituciones sociales ha sido llamado individualismo. Mantiene que la ideas, tanto las buenas como las malas, se originan en la mente de un hombre individual. Solo unos pocos hombres están dotados de la capacidad de concebir nuevas ideas.
Pero como las ideas políticas solo pueden funcionar si son aceptadas por la sociedad, corresponde a la masa de quienes son incapaces de desarrollar nuevas formas de pensar aprobar o desaprobar las innovaciones de los pioneros. No hay seguridad de que las masas de seguidores y rutinarios hagan un uso inteligente del poder del que están investidas. Pueden rechazar las buenas ideas, aquéllas cuya adopción les beneficiaría, y aceptar malas ideas que les dañen seriamente.
Pero si eligen lo peor, la culpa no es solo suya. No es menor la culpa de los pioneros de buenas causas al no conseguir exponer sus pensamientos de una forma más convincente. La evolución favorable de los asuntos humanos depende en último término en la capacidad de la raza humana para engendrar no solo autores sino también apóstoles y divulgadores de ideas benéficas.
Uno puede lamentar el hecho de que el destino de la humanidad esté determinado por las (ciertamente no infalibles) mentes de los hombres. Pero ese lamento no puede cambiar la realidad. De hecho, la eminencia del hombre se puede ver en su poder para elegir entre el bien y el mal. Es precisamente esto lo que los teólogos tenían en mente cuando alababan a Dios por haber conferido al hombre la discreción para realizar esta elección entre virtud y vicio.
Los peligros propios de la incompetencia de las masas no se eliminan transfiriendo la autoridad para tomar las decisiones definitivas a la dictadura de un hombre o unos pocos, por muy excelentes que sean. Es una ilusión esperar que el despotismo se alinee siempre con las buenas causas. Es característico del despotismo que intente torcer los esfuerzos de los pioneros para mejorar la parte de sus conciudadanos.
El principal objetivo del gobierno despótico es impedir cualquier innovación que pueda poner en peligro su propia supremacía. Su propia naturaleza de impulsa a un conservadurismo extremo, a la tendencia a retener lo que es, sin que importe lo deseable que pueda ser un cambio para el bienestar del pueblo. Se opone a las nuevas ideas y a cualquier espontaneidad por parte de los súbditos.
A largo plazo incluso los gobiernos más despóticos con toda su brutalidad y crueldad no están a la altura de las ideas. La ideología que ha ganado el apoyo de la mayoría acabará prevaleciendo y recortando la hierba bajo los pies del tirano. La mayoría oprimida se levantará en rebelión o acabará con sus amos.
Sin embargo esto puede tardar en ocurrir y entretanto puede haberse infligido un daño irreparable en la riqueza común. Además, una revolución significa necesariamente un disturbio violento de la cooperación social, produce grietas y odios irreconciliables entre los ciudadanos y puede engendrar amargura que puede durar siglos. La principal ventaja y razón para lo que se llaman instituciones constitucionales, democracia y gobierno del pueblo ha de verse en el hecho de que hacen posible el cambio pacífico en los métodos y personas del gobierno.
Donde hay un gobierno representativo, no hacen falta revoluciones ni guerras civiles para eliminar a un gobernante impopular y a su sistema. Si los hombres al cargo y sus métodos de conducir los asuntos públicos ya no placen a la mayoría de la nación, son reemplazados en la siguiente elección por otros hombres y otro sistema.
De esta forma, la filosofía de individualismo demolió la doctrina del absolutismo, que atribuía dispensa divina a príncipes y tiranos. Al supuesto derecho divino de los reyes ungidos se oponían los derechos inalienables otorgados al hombre por su creador. Frente a la afirmación del estado de aplicar la ortodoxia y exterminar lo que consideraba herejía, proclamaba la libertad de conciencia. Contra la rígida preservación de las viejas instituciones convertidas en odiosas con el paso del tiempo, apelaba a la razón. Así inauguraba una era de libertad y progreso hacia la prosperidad.
No se les ocurrió a los filósofos liberales de los siglos XVIII y XIX que aparecería una nueva ideología que rechazaría resueltamente todos los principios de libertad e individualismo y proclamaría la total subyugación del individuo a la tutela de una autoridad paternal como el objetivo más deseable de la acción política, el final más noble de la historia y la consumación de todos los planes que tenía en mente Dios al crear el hombre.
No solo Hume, Condorcet y Bentham sino incluso Hegel y John Stuart Mill habrían rechazado creerlo si alguno de sus contemporáneos hubiera profetizado que en el siglo XX la mayoría de los escritores y científicos de Francia y las naciones anglosajonas se mostrarían entusiasmadas por un sistema de gobierno que eclipsa a todas las tiranías del pasado en una persecución despiadada de los disidentes y en esforzándose por privar al individuo de cualquier oportunidad de actividad espontánea. Habrían considerado a ese hombre un lunático que les decía que la abolición de la libertad, de todos los derechos civiles y de un gobierno basado en el consentimiento de los gobernados sería llamada liberación. Aún así, ha ocurrido todo esto.
El historiador puede entender y dar explicaciones timológicas para este cambio radical y repentino en la ideología. Pero esa interpretación en como alguno desmiente los análisis y críticas de filósofos y economistas sobre las falsas doctrinas que engendraron este movimiento.
La piedra angular de la civilización occidental es la esfera de acción espontánea que garantiza al individuo. Siempre ha habido intentos de acabar con la iniciativa individual, pero el poder de perseguidores e inquisidores no ha sido absoluto. No pudo impedir al auge de la filosofía griega y su derivación romana o el desarrollo de la ciencia y filosofía modernas.
Dirigidos por su genio innato, los pioneros han culminado su trabajo a pesar de toda hostilidad y oposición. El innovador no tuvo que esperar a una invitación u orden de nadie. Pudo dar un paso al frente por sí mismo y desafiar a las enseñanzas tradicionales. En la órbita de las ideas, Occidente siempre ha disfrutado por extenso las ventajas de la libertad.
Más tarde se produjo la emancipación del individuo en el campo de los negocios, un logro de esa nueva rama de la filosofía, la economía. Se dieron manos libres a los empresarios que sabían cómo enriquecer a sus conciudadanos mejorando los métodos de producción. Un cuerno de la abundancia se derramó sobre los hombres comunes mediante el principio empresarial capitalista de producción en masa para la satisfacción de las necesidades de las masas.
Con el fin de comprobar justamente los efectos de la idea occidental de libertad debemos comparar Occidente con las condiciones que prevalecen en aquellas partes del mundo que nunca han entendido el significado de la libertad.
Algunos pueblos orientales desarrollaron filosofía y ciencia mucho antes de que los antepasados de los representantes de la moderna civilización occidental superaran su barbarismo primitivo. Hay buenas razones para suponer que la astronomía y las matemáticas griegas obtuvieron su primer impulso al conocer lo que se había conseguida en el este.
Cuando más tarde los árabes tuvieron conocimiento de la literatura griega en las naciones que conquistaron, empezó a florecer una notable cultura musulmana en Persia, Mesopotamia y España. Hasta el siglo XIII, la enseñanza árabe no era inferior a los logros contemporáneos de Occidente. Pero más tarde la ortodoxia religiosa obligó a una conformidad inquebrantable y puso fin a toda actividad intelectual y pensamiento independiente en los países musulmanes, como había ocurrido antes en China, India y en la órbita del cristianismo oriental.
Las fuerzas de la ortodoxia y la persecución de los disidentes, por otro lado, no pudieron silenciar las voces de la ciencia y la filosofía occidentales, pues el espíritu de libertad e individualismo ya era suficientemente fuerte en Occidente como para sobrevivir a todas las persecuciones. A partir del siglo XIII, todas las innovaciones intelectuales, políticas y económicas se originaron en Occidente. Hasta que Oriente, hace unas pocas décadas no fructificó por el contacto con Occidente, la historia al registrar los grandes nombres de la filosofía, la ciencia, la literatura, la tecnología, el gobierno y los negocios apenas podía mencionar a algún oriental.
Había estancamiento y un rígido conservadurismo en Oriente hasta que las ideas occidentales empezaron a filtrarse. Para los propios orientales la esclavitud, la servidumbre, la intocabilidad, costumbres como el satí o aplastar los pies de las niñas, los castigos salvajes, la miseria masiva, la ignorancia, la superstición y la indiferencia por la higiene no les causaban ningún problema. Incapaces de entender el significado de la libertad y el individualismo, hoy están embelesados con el programa del colectivismo.
Aunque estos hechos son bien conocidos, hoy millones apoyan entusiastamente políticas que se dirigen a la sustitución de la planificación autónoma de cada individuo por la planificación por una autoridad. Están añorando la esclavitud.
Por supuesto, los defensores del totalitarismo protestan diciendo que lo que quieren abolir es “solo la libertad económica” y que todas “las demás libertades” permanecerán incólumes. Pero la libertad es indivisible. La distinción entre una esfera económica y una esfera no económica de la vida y actividad humanas es la peor de sus mentiras. Si una autoridad omnipotente tiene el poder de asignar a cada individuo las tareas que tiene que realizar, no le queda nada que pueda calificarse como libertad y autonomía. Solo puede elegir entre la estricta obediencia y la muerte por hambre.
Pueden nombrarse comités de expertos para ayudar a la autoridad planificadora sobre si a un joven debería dársele o no una oportunidad para prepararse y trabajar en un campo intelectual o artístico. Pero una disposición así solo puede generar discípulos comprometidos con la repetición como loros de las ideas de la generación precedente.
Impediría innovadores que estén en desacuerdo con las formas de pensamiento aceptadas. No se habría logrado nunca ninguna innovación si su originador hubiera necesitado una autorización de quien quisiera desviar sus doctrinas y métodos. Hegel no habría aceptado a Schopenhauer o Feuerbach, no el Profesor Rau hubiera aceptado a Marx o Carl Menger.
Si el consejo supremo de planificación es quien acaba determinando qué libros se van a imprimir, quién va a experimentar en los laboratorios y quién va a pintar o esculpir y qué alteraciones en los métodos tecnológicos deberían adoptarse, no habrá ni mejoras ni progreso. El hombre individual se convertirá en un peón en manos de los gobernantes, que en su “ingeniería social” le manejará como hacen los ingenieros con las materias con la que construyen edificios, puentes y máquinas.
En toda esfera de actividad humana, una innovación es un desafío no solo a todos los rutinarios y expertos y practicantes de los métodos tradicionales, sino aún más a aquéllos que han sido innovadores en el pasado. Se encuentra en principios una importante oposición pertinaz. Esos obstáculos pueden superarse en una sociedad en la que haya libertad económica. Son insuperables en un sistema socialista.
La esencia de la libertad de un individuo es la oportunidad de desviarse de los métodos tradicionales de pensamiento y de hacer las cosas. La planificación por una autoridad establecida impide la planificación por parte de los individuos.
Ludwig von Mises es reconocido como el líder de la Escuela Austriaca de pensamiento económico, prodigioso autor de teorías económicas y un escritor prolífico. Los escritos y lecciones de Mises abarcan teoría económica, historia, epistemología, gobierno y filosofía política. Sus contribuciones a la teoría económica incluyen importantes aclaraciones a la teoría cuantitativa del dinero, la teoría del ciclo económico, la integración de la teoría monetaria con la teoría económica general y la demostración de que el socialismo debe fracasar porque no puede resolver el problema del cálculo económico. Mises fue el primer estudioso en reconocer que la economía es parte de una ciencia superior sobre la acción humana, ciencia a la que llamó “praxeología”.

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sábado, 9 de julio de 2011

RAUL AMIEL. TRIBUNA LIBERTARIA. OPINIONES DE LUDWING VON MISES Y ORLANDO OCHOA 09.07.2011


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LXVII ASAMBLEA ANUAL DE FEDECAMARAS
7, 8 y 9 de Julio de 2011
Hotel Hesperia Isla Margarita 
Edo. Nueva esparta
"La Empresa Privada en Democracia es Bienestar Social"




"Sólo es posible avanzar cuando se mira lejos. Solo cabe progresar cuando se piensa en grande."

José Ortega y Gasset



La Fuerza de la esperanza se mueve. Esfuérzate, anímate y trabaja. Por la restauración moral de la República, ¡a la carga!. Solo faltan 550 días, cuenta regresiva inexorable. Artículo 231. Constitución de 1999. El nuevo Presidente tomará posesión el 10/01 del primer año de su período constitucional.- @raulamiel



No hay un fin de la historia, ni una existencia perfecta

Ludwig von Mises 
Extraído del capítulo 16 de Teoría e historia (1957)

Todas las doctrinas que han tratado de descubrir en el curso de la historia humana alguna tendencia definida en la secuencia de cambios estaban en desacuerdo, en referencia al pasado, con los hechos históricamente establecidos y cuando han intentado predecir el futuro han resultado ser espectacularmente erróneas por los acontecimientos posteriores.

La mayoría de estas doctrinas se caracterizaban por referencias a un estado de perfección en los asuntos humanos. Ponían este estado perfecto o bien al inicio de la historia o a su final o a ambos, principio y final. Consecuentemente, la historia aparecía en su interpretación como un deterioro o una mejora progresivos o como un periodo de deterioro progresivo al que seguiría uno de mejora progresiva. En algunas de estas doctrinas la idea de un estado perfecto se enraizaba en creencias y dogmas religiosos. Sin embargo no es tarea de la ciencia secular entrar en un análisis de estos aspectos teológicos del asunto.
Es evidente que en un estado perfecto de los asuntos humanos no puede haber ninguna historia. La historia es el registro de los cambios. Pero el mismo concepto de perfección implica la ausencia de ningún cambio, ya que un estado perfecto solo puede transformarse a un estado menos perfecto, es decir solo puede empeorar con cualquier alteración. Si ponemos el estado de perfección solo en el supuesto inicio de la historia, afirmamos que la edad de la historia vino precedida por una era en la que no hubo historia y que un día algunos acontecimientos que perturbaron la perfección de esta era original inauguraron la edad de la historia. Si suponemos que la historia tiene hacia la realización de un estado perfecto, afirmamos que la historia llegará algún día a su fin.
La naturaleza human le lleva a luchar incesantemente por la sustitución de condiciones menos satisfactorias por condiciones más satisfactorias. Este motivo estimula sus energías mentales y le mueve a actuar. La vida en un marco perfecto reduciría al hombre a una existencia puramente vegetativa.
La historia no empezó con una edad de oro. Las condiciones bajo las que vivió el hombre primitivo parecen a los ojos de las eras posteriores como bastante insatisfactorias. Estaba rodeado de innumerables peligros que ni amenazan en absoluto, o al menos en el mismo grado, al hombre civilizado. Comparado con las generaciones posteriores, era extremadamente pobre y bárbaro. Le hubiera encantado, si hubiera tenido la oportunidad, aprovecharse de cualquiera de los logros de nuestra época, por ejemplo de los métodos de curar heridas.
Tampoco la humanidad puede llegar nunca a un estado de perfección. La idea de que un estado de falta de objetivos e indiferencia es deseable y la condición más feliz que la humanidad pueda nunca lograr permea la literatura utópica. Los autores de estos planes retratan una sociedad en la que no hacen falta más cambios porque todo ha llegado a su mejor forma posible.
En la utopía ya no habría ninguna razón para esforzarse por mejorar, porque todo sería ya perfecto, la historia se habría llevado a su fin. Por tanto toda le gente sería rigurosamente feliz.[1] A esos escritores nunca se les ocurrió que aquéllos a quienes estaban ansiosos por beneficiar por la reforma podrían tener opiniones distintas respecto de lo que es deseable y lo que no lo es.
Últimamente ha aparecido una nueva versión sofisticada de la imagen de un sociedad perfecta a partir de una interpretación groseramente errónea del procedimiento de la economía. Con el fin de ocuparse de los efectos de los cambios en la situación del mercado, los esfuerzos por ajustar la producción a esos cambios y los fenómenos de pérdidas y ganancias, el economista construye una imagen de un estado de cosas hipotético, aunque inalcanzable, en que la producción siempre se ajusta completamente a los deseos apreciables de los consumidores y a ningún cambio posterior que pueda producirse.
En este mundo imaginario el mañana no difiere del hoy, no pueden producirse desajustes y no aparece ninguna acción emprendedora. La dirección de los negocios no requiere ninguna iniciativa: es un proceso que actúa por sí mismo, realizado por autómatas impulsados por una especie de instintos misteriosos. No hay para los economistas (y`, en este sentido, tampoco para los hombres comunes discutiendo sobre asuntos económicos) otra forma de concebir lo que está pasando en el cambiante mundo real que contrastarlo así con un mundo ficticio de estabilidad y ausencia de cambio.
Pero los economistas son plenamente conscientes de que la elaboración de esta imagen de una economía en constante rotación es simplemente una herramienta mental que no tiene equivalencia en el mundo real en el que el hombre vive y está destinado a actuar. Ni siquiera sospechan que alguien pueda dejar de apreciar el carácter meramente hipotético y auxiliar de su concepto.
Aún así, la gente entiende mal el significado de esta herramienta mental. En una metáfora tomada de la teoría de la mecánica, los economistas matemáticos califican a la economía en rotación constante como el estado estático, a la condiciones prevalentes en ésta equilibrio y a cualquier desviación del equilibrio desequilibrio. Este lenguaje sugiere que hay algo malo en el mismo hecho de que haya siempre desequilibrio en la economía real y que el estado de equilibrio nunca se haga real.
El estado hipotético meramente imaginario de equilibrio no perturbado aparece como el estado de la realidad más deseable. En este sentido, los autores califican a la competencia como prevalece en la economía cambiante como competencia imperfecta. La verdad es que la competencia solo puede existir en una economía cambiante. Su función es precisamente acabar con el desequilibrio y generar una tendencia hacia el logro del equilibrio. No puede haber ninguna competencia en un estado de equilibrio estático porque en dicho estado no hay ningún punto en el que un competidor pueda interferir con el fin de realizar algo que satisfaga mejor a los consumidores de lo que ya se está realizando.
La misma definición de equilibrio implica que no hay ningún desajuste en todo el sistema económico y en consecuencia no hay ninguna necesidad de ninguna acción para acabar con los desajustes, ninguna actividad emprendedora, ninguna pérdida ni ganancia empresarial. Es precisamente la ausencia de beneficios los que lleva a los economistas matemáticos a considerar el estado de equilibrio estático sin perturbaciones como el estado ideal, pues se ven inspirados por el prejuicio de que los empresarios son parásitos inútiles y los beneficios un lucro injusto.
Los entusiastas del equilibrio también se ven engañados por connotaciones etimológicas ambiguas del término “equilibrio”, que por supuesto no tiene referencia alguna a la forma en que la economía emplea la construcción imaginaria de un estado de equilibrio. La idea popular de un equilibro mental del hombre es vaga y no puede particularizarse sin incluir juicios arbitrarios de valor. Todo lo que puede decirse acerca de un estado tal de equilibrio mental o moral es que no puede mover a un hombre a ninguna acción. Pues la acción presupone algún sentimiento de incomodidad, ya que su objetivo solo puede ser la eliminación de la incomodidad.
La analogía con el estado de perfección es evidente. El individuo completamente satisfecho no tiene propósitos, no actúa, no tiene incentivo para pensar, emplea sus días disfrutando de la vida. El que una existencia así, como al de la hadas, sea deseable puede quedarse sin opinión. Lo que es cierto es que los hombres vivientes no pueden alcanzar nunca un estado así de perfección y equilibrio.
No es menos cierto que, acuciados por las imperfecciones de la vida real, la gente soñaría con ese completo cumplimiento de todos sus deseos. Esto explica las razones de la alabanza emocional del equilibrio y la condena del desequilibrio.
Sin embargo los economistas no deben confundir esta noción timológica de equilibrio con el uso de una construcción imaginaria de una economía estática. El único servicio que ofrece esta construcción imaginaria es resaltar por contraste la incesante lucha de los hombres vivos y activos por la máxima mejora posible de sus condiciones. Para el observador científico no afectado no hay nada objetable en su descripción del desequilibrio. Es solo el apasionado celo prosocialista de los pseudoeconomistas matemáticos lo que transforma una mera herramienta analítica de los economistas lógicos en una imagen utópica del mejor y más deseables estado de cosas.
Ludwig von Mises es reconocido como el líder de la Escuela Austriaca de pensamiento económico, prodigioso autor de teorías económicas y un escritor prolífico. Los escritos y lecciones de Mises abarcan teoría económica, historia, epistemología, gobierno y filosofía política. Sus contribuciones a la teoría económica incluyen importantes aclaraciones a la teoría cuantitativa del dinero, la teoría del ciclo económico, la integración de la teoría monetaria con la teoría económica general y la demostración de que el socialismo debe fracasar porque no puede resolver el problema del cálculo económico. Mises fue el primer estudioso en reconocer que la economía es parte de una ciencia superior sobre la acción humana, ciencia a la que llamó “praxeología”.
Este artículo está extraído del capítulo 16 de Teoría e historia (1957)
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[1] En este sentido, También Karl Marx debe calificarse como utópico. Igualmente buscaba un estado de cosas en el que la historia llegara a un punto muerto. Pues la historia es, en el plan de Marx, la historia de la lucha de clases. Una vez que las clases y la lucha de clases sean abolidas ya no puede haber ninguna historia. Es verdad que el Manifiesto Comunista simplemente declara que la historia de todas las sociedades preexistentes, o como añadió posteriormente Engels más precisamente, la historia tras la disolución de la edad de oro del comunismo primigenio, es la historia de las luchas de clase y por tanto no excluye la interpretación de que después del establecimiento de milenio socialista pudiera aparecer algún nuevo contenido en la historia.
Pero los demás escritos de Marx, Engels y sus discípulos no ofrecen ninguna indicación de que puedan realmente producirse ese nuevo tipo de cambios históricos, radicalmente diferentes en naturaleza de los de las épocas precedentes de luchas de clases. ¿Qué cambios posteriores pueden esperarse una vez que se alcance la fase superior del comunismo, en la que todos tienen todo lo que necesitan? La distinción que hizo Marx entre su propio socialismo “científico” y los planes socialistas de autores anteriores a los que calificó de utópicos se refiere no solo a la naturaleza y organización de la comunidad socialista, sino asimismo a la forma en que se supone que llegará a existir dicha comunidad. Aquellos a quienes Marx despreciaba como utópicos crearon el diseño de un paraíso socialista y trataban de convencer a la gente de que su realización era altamente deseable.
Marx rechazaba este proceder. Pretendía haber descubierto la ley de la evolución histórica de acuerdo con la cual la llegada del socialismo es inevitable. Veía las limitaciones de los socialistas utópicos, su carácter utópico, en el hecho de que esperaran la llegada del socialismo por la voluntad del pueblo (es decir, por su acción conciente) mientras que su propio socialismo científico afirmaba que el socialismo llegaría, independientemente de la voluntad de los hombres, por la evolución de las fuerzas productivas materiales.


Dependencia petrolera  
Orlando Ochoa

Desde que Arturo Uslar Pietri publicó en el Diario Ahora su escrito "Sembrar el petróleo" son 75 años de discusión sobre la inconveniencia para Venezuela de su dependencia económica y fiscal del petróleo. En tres cuartos de siglo un país petrolero debería haber comprendido bien las causas y los mecanismos de trasmisión de efectos adversos de la dependencia petrolera; ya debería tener un cuadro de soluciones políticas y económicas para enfrentar este problema medular. 



Un aspecto central de este problema de la dependencia petrolera es que al no haberse desarrollado en el país otros patrones de especialización productivos exitosos y competitivos a escala mundial (fracasos en empresas básicas de metales, minería, petroquímica, gas, maquinaria y equipo petrolero, ingeniería especializada, agricultora, ganadería, etc.), no hay el efecto de propagación en la economía del avance de sectores económicos y de servicios conexos en expansión, y, por lo tanto, no es posible ofrecer los millones de empleos productivos bien remunerados que son necesarios para elevar el nivel de vida de los trabajadores y la clase media, ni para reducir drásticamente la pobreza extrema. 

Otro aspecto importante es que al mantener el subdesarrollo económico del sector privado, es difícil ampliar la recaudación tributaria para efectivamente reducir la gran dependencia fiscal del petróleo; esta situación, unida con mala política macroeconómica, generó alta inflación por décadas desde 1975, lo cual empobreció aún más a los venezolanos. 


Un tercer efecto de la dependencia petrolera es político y sociológico. La existencia de una riqueza petrolera en manos de los gobernantes, con pocos mecanismos de control real, junto a un Poder Judicial débil y subordinado, tiende a crear una clase política ávida de beneficios personales y desmotivada a promover los cambios económicos de fondo y las reformas administrativas, para mayor orden y transparencia en la gestión pública. 

Quizás una crisis nacional de grandes proporciones, como a la que nos lleva Hugo Chávez, pueda sacudir la consciencia del electorado y de muchos aspirantes a gobernantes que solo tienen una cartilla de generalidades para pretender ser los administradores petroleros del país. 

A los 200 años de la firma del Acta de Independencia, Venezuela necesita otro rumbo. 


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La actitud mental es lo único en tu vida sobre lo cual puedes mantener control absoluto. Si tienes una actitud positiva hallarás la verdadera riqueza de la vida. 
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domingo, 26 de junio de 2011

LUDWING VON MISES: DEL LUJO A LA NECESIDAD

Hace unos 60 años, Gabriel Tarde, el gran sociólogo francés, se ocupaba del problema de la popularización de los lujos. Una innovación industrial, apuntaba, entra en el mercado como la extravagancia de una élite antes de convertirse finalmente, paso a paso, en una necesidad de todos y cada uno y considerarse como indispensable. Lo que una vez fue un lujo se convierte con el paso del tiempo en una necesidad.

La historia de la tecnología y la mercadotecnia ofrece múltiples ejemplos que confirman la tesis de Tarde. En el pasado había una considerable distancia en el tiempo entre la aparición de algo desconocido hasta entonces y su conversión en un artículo usado por todos. A veces hicieron falta siglos hasta que una innovación se aceptase al menos dentro de la órbita de la civilización occidental. Pensemos en la lenta popularización de tenedores, jabón, pañuelos y una gran variedad de otras cosas.
  • Desde su inicio, el capitalismo mostró una tendencia a acortar esta distancia y finalmente a eliminarla casi completamente.
No es una mera característica accidental de la producción capitalista: es inherente a su propia naturaleza.
  • El capitalismo es esencialmente la producción en masa para la satisfacción de los deseos de las masas. Su característica distintiva es la producción a gran escala para las grandes empresas. Para las grandes empresas no tiene sentido producir cantidades limitadas para la sola satisfacción de una pequeña élite. Cuanto mayor se haga la gran empresa, más y más rápidamente estarán disponibles para toda la gente los nuevos logros de la tecnología.
Pasaron siglos antes de que el tenedor pasara de ser algo para alfeñiques afeminados a un utensilio para todos. La evolución del automóvil de juguete de ricos ociosos a medio de transporte utilizado universalmente requirió más de 20 años. Pero las medias de nylon se convirtieron, en este país, en un artículo que visten todas las mujeres en poco más de dos o tres años. No hubo prácticamente ningún periodo en el que el disfrute de innovaciones como la televisión o los productos de la industria del congelado estuvieran restringidos a una pequeña minoría.
  • Los discípulos de Marx tienen mucha afán en describir en sus libros de texto los “inenarrables horrores del capitalismo” que, como había pronosticado su maestro, generan, “con la inexorabilidad de una ley de la naturaleza”, el progresivo empobrecimiento de las “masas”. Sus prejuicios les impiden advertir el hecho de que, mediante el instrumento de la producción a gran escala, el capitalismo tiende a eliminar el chocante contraste entre el modo de vida de una élite afortunada y el del resto de una nación.
El océano que separa al hombre que viajaba en un vagón de lujo y el hombre que se quedaba en casa porque no tenía dinero para el billete se ha reducido a la diferencia entre viajar en Pullman, o primera clase, y en tercera.

Este artículo apareció originalmente en la New York University Graduate School of Business Administration Newsletter, volumen 1, número 4, primavera de 1956.

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sábado, 25 de junio de 2011

LUDWIG VON MISES: LA INVIABILIDAD DEL SOCIALISMO.

Se piensa con frecuencia que si el socialismo actualmente no funciona, ello se debe a que nuestros contemporáneos no poseen aún las necesarias virtudes cívicas, y que los hombres, tal como son actualmente, son incapaces de poner en el desempeño de las tareas que el estado socialista les asigne el mismo celo con que realizan su diario trabajo bajo el signo de la propiedad privada de los medios de producción, pues, en régimen capitalista, saben que es suyo el fruto de su trabajo personal y que sus ingresos aumentan cuanto uno más produce, reduciéndose en caso contrario.

Por el contrario, en un sistema socialista el que personalmente se gane más o menos no depende ya casi de la excelencia del propio trabajo; en efecto, cada miembro de la sociedad tiene teóricamente asignada una determinada cuota de la renta nacional, sin que varíe de forma apreciable por el hecho de que se trabaje con desgana o con ahínco. La gente piensa que la productividad socialista ha de ser por fuerza inferior a la de la comunidad capitalista.

Así es, en efecto. pero no es éste el fondo de la cuestión. Si fuera posible en la sociedad socialista cifrar la productividad del trabajo de cada camarada con la misma precisión con que se puede conocer, mediante el cálculo económico, la del trabajador en el mercado, podría hacerse funcionar el socialismo sin que la buena o mala fe del individuo en su actividad productiva tuviera que preocupar a nadie. Podría entonces la comunidad socialista determinar qué cuota de la producción total corresponde a cada trabajador y, consiguientemente, cifrar la cuantía en que cada uno ha contribuido a ella. El que en una sociedad colectivista no sea posible efectuar semejante cálculo es lo único que, al final, hace que el socialismo sea inviable.

La cuenta de pérdidas y ganancias, instrumento típico del régimen capitalista, es un claro indicativo de si, dadas las circunstancias del momento, se debe o no seguir adelante con todas y cada una de las operaciones en curso; en otras palabras, si se está administrando, empresa por empresa, del modo más económico posible, es decir, si se está consumiendo la menor cantidad posible de factores de producción. Si un negocio arroja pérdidas, ello significa que las materias primas, los productos semielaborados y los distintos tipos de trabajo en él empleados deberían dedicarse a otros cometidos, en los que se produzcan o bien mercancías distintas, que los consumidores valoran en más y estiman más urgentes, o bien idénticos productos, pero con arreglo a un método más económico, o sea, con menor inversión de capital y trabajo. por ejemplo, cuando el tejer manualmente dejó de ser rentable, ello no indicaba sino que el capital y el trabajo invertido en las instalaciones de tejido mecánico eran más productivos, por lo que era antieconómico mantener instalaciones en las que una misma inversión de capital y trabajo producía menos.

En el mismo sentido, bajo el régimen capitalista, si se trata de montar una nueva empresa, fácilmente se puede calcular de antemano su rentabilidad. Supongamos que se proyecta un nuevo ferrocarril; cifrado el tráfico previsto y las tarifas que aquél puede soportar, no es difícil averiguar si resultará o no beneficiosa la necesaria inversión de capital y trabajo. Cuando ese cálculo nos dice que el proyectado ferrocarril no va a producir beneficios, hay que concluir que existen otras actividades sociales que reclaman con mayor urgencia el capital y el trabajo en cuestión; en otras palabras, que todavía no somos lo suficientemente ricos como para efectuar tal inversión ferroviaria. El cálculo de valor y rentabilidad no sólo sirve para averiguar si una determinada operación futura será o no conveniente; ilustra además acerca de cómo funcionan, en cada instante, todas y cada una de las divisiones de las diferentes empresas.

El cálculo económico capitalista, sin el cual resulta imposible ordenar racionalmente la producción, se basa en cifras monetarias. El que los precios de los bienes y servicios se expresen en términos dinerarios permite que, pese a la heterogeneidad de aquéllos, puedan todos, al amparo del mercado, ser manejados como unidades homogéneas. En una sociedad socialista, donde los medios de producción son propiedad de la colectividad y donde, consecuentemente, no existe el mercado ni hay intercambio alguno de bienes y servicios productivos, resulta imposible que aparezcan precios para los aludidos factores denominados de orden superior. El sistema no puede, por tanto, planificar racionalmente, al serle imposible recurrir a un cálculo que sólo puede practicarse recurriendo a un cierto denominador común al que pueda reducirse la inaprehensible heterogeneidad de los innumerables bienes y servicios productivos disponibles.

Contemplemos un sencillo supuesto. Para construir un ferrocarril que una el punto A con el punto B, cabe seguir diversas rutas, pues existe una montaña que separa A de B. La línea ferroviaria podría ascender por encima del accidente orográfico, contornear el mismo o atravesarlo mediante un túnel. Es fácil decidir, en una sociedad capitalista, cuál de las tres soluciones sea la procedente.

Se cifra el costo de las diferentes líneas y el importe del tráfico previsible. Conocidas tales sumas, no es difícil deducir qué proyecto es el más rentable. Una sociedad socialista, en cambio, no puede efectuar un calculo tan sencillo, pues es incapaz de reducir a unidad de medida uniforme las heterogéneas cantidades de bienes y servicios que es preciso tomar en consideración para resolver el problema. La sociedad socialista está desarmada ante esos problemas corrientes, de todos los días, que cualquier administración económica suscita. Al final, no podría ni siquiera llevar sus propias cuentas.

El capitalismo ha aumentado la producción de forma tan impresionante que ha conseguido dotar de medios de vida a una población como nunca se había conocido; pero, nótese bien, ello se consiguió a base de implantar sistemas productivos de una dilación temporal cada vez mayor, lo cual sólo es posible al amparo del calculo económico. Y el cálculo económico es, precisamente, lo que no puede practicar el orden socialista. Los teóricos del socialismo han querido, infructuosamente, hallar fórmulas para regular económicamente su sistema, prescindiendo del cálculo monetario y de los precios. Pero en tal intento han fracasado lamentablemente.
Los dirigentes de la ideal sociedad socialista tendrían que enfrentarse a un problema imposible de resolver, pues no podrían decidir, entre los innumerables procedimientos admisibles, cuál sería el más racional. El consiguiente caos económico acabaría, de modo rápido e inevitable, en un universal empobrecimiento, volviéndose a aquellas primitivas situaciones que, por desgracia, ya conocieron nuestros antepasados.

El ideal socialista, llevado a su conclusión lógica, desemboca en un orden social bajo el cual el pueblo, en su conjunto, sería propietario de la totalidad de los factores productivos existentes. La producción estaría, pues, enteramente en manos del gobierno, único centro de poder social. La administración, por sí y ante sí, habría de determinar qué y cómo debe producirse y de qué modo conviene distribuir los distintos artículos de consumo. Poco importa que este imaginario estado socialista del futuro nos lo representemos bajo forma política democrática o cualquier otra. Porque aun una imaginaria democracia socialista tendría que ser forzosamente un estado burocrático centralizado en el que todos (aparte de los máximos cargos políticos) habrían de aceptar dócilmente los mandatos de la autoridad suprema, independientemente de que, como votantes, hubieran, en cierto modo, designado al gobernante.

Las empresas estatales, por grandes que sean, es decir, las que a lo largo de las últimas décadas hemos visto aparecer en Europa, particularmente en Alemania y Rusia, no tropiezan con el problema socialista al que aludimos, pues todavía operan en un entorno de propiedad privada. En efecto, comercian con sociedades creadas y administradas por capitalistas, recibiendo de estas indicaciones y estímulos que su propia actuación ordenan. Los ferrocarriles públicos, por ejemplo, tienen suministradores que les procuran locomotoras, coches, instalaciones de señalización y equipos, mecanismos todos ellos que han demostrado su utilidad en empresas de propiedad privada. Los ferrocarriles públicos, por tanto, procuran estar siempre al día tanto en la tecnología como en los métodos de administración.

Es bien sabido que las empresas nacionalizadas y municipalizadas suelen fracasar; son caras e ineficientes y, para que no quiebren, es preciso financiarlas mediante subsidios que paga el contribuyente.
Desde luego, cuando una empresa pública ocupa una posición monopolista —como normalmente es el caso de los transportes urbanos y las plantas de energía eléctrica— su pobre eficiencia puede enmascararse, resultando entonces menos visible el fallo financiero que suponen. En tales casos, es posible que dichas entidades, haciendo uso de la posibilidad monopolista, amparada por la administración, eleven los precios y resulten aparentemente rentables, no obstante su desafortunada gerencia. En tales supuestos, aparece de modo distinto la baja productividad del socialismo, por lo que resulta un poco más difícil advertirla. Pero, en el fondo, todo es lo mismo.

Ninguna de las mencionadas experiencias socializantes sirve para advertir cuáles serían las consecuencias de la real plasmación del ideal socialista, o sea, la efectiva propiedad colectiva de todos los medios de producción. En la futura sociedad socialista omnicomprensiva, donde no habrá entidades privadas operando libremente al lado de las estatales, el correspondiente consejo planificador carecerá de esa guía que, para la economía entera, procuran el mercado y los precios mercantiles. En el mercado, donde todos los bienes y servicios son objeto de transacción, cabe establecer, en términos monetarios, razones de intercambio para todo cuando es objeto de compraventa. Resulta así posible, bajo un orden social basado en la propiedad privada, recurrir al cálculo económico para averiguar el resultado positivo o negativo de la actividad económica de que se trate. En tales supuestos, se puede enjuiciar la utilidad social de cualquier transacción a través del correspondiente sistema contable y de imputación de costos. Más adelante veremos por qué las empresas públicas no pueden servirse de la contabilización en el mismo grado en que la aprovechan las empresas privadas. 

El cálculo monetario, no obstante, mientras subsista, ilustra incluso a las empresas estatales y municipales, permitiéndoles conocer el éxito o el fracaso de su gestión. Esto, en cambio, sería impensable en una economía enteramente socialista no podrían jamás reducir a común denominador los costos de producción de la heterogénea multitud de mercancías cuya fabricación programaran.

Esta dificultad no puede resolverse a base de contabilizar ingresos en especie contra gastos en especie, pues no es posible calcular más que reduciendo a común denominador horas de trabajo de diversas clases, hierro, carbón, materiales de construcción de todo tipo, máquinas y restantes bienes empleados en la producción. Sólo es posible el cálculo cuando se puede expresar en términos monetarios los múltiples factores productivos empleados. Naturalmente, el cálculo monetario tiene sus fallos y deficiencias; lo que sucede es que no sabemos con qué sustituirlo. En la práctica, el sistema funciona siempre y cuando el gobierno no manipule el valor del signo monetario; y, sin cálculo, no es posible la computación económica.

He aquí por qué el orden socialista resulta inviable; en efecto, tiene que renunciar a esa intelectual división del trabajo que mediante la cooperación de empresarios, capitalistas y trabajadores, tanto en su calidad de productores como de consumidores, permite la aparición de precios para cuantos bienes son objeto de contratación. Sin tal mecanismo, es decir, sin cálculo, la racionalidad económica se evapora y desaparece.

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