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jueves, 6 de agosto de 2015

OMAR GONZALEZ MORENO, EL HOLOCAUSTO VENEZOLANO

No soy clarividente, pero creo que lo que sucede actualmente en Venezuela se parece mucho a lo ocurrido en 1933 durante el apogeo de Joseph Stalin,  cuando el régimen comunista soviético impuso una hambruna contra el pueblo ucraniano provocando la muerte de millones de personas, en lo que se conoce como “El Holodomor”.

   Las coincidencias son demasiadas claras como para obviarlas y no me refiero solo al parecido físico entre Joseph Stalin y Nicolás Maduro. Los archivos secretos desclasificados tras la desintegración de la Unión Soviética develan que “El Holodomor” –que en ucraniano significa hambruna- fue un acto intencional de exterminio en contra de esa nación en venganza por la resistencia de su pueblo a someterse al poder del bigotudo tirano. ¿Y si así fuera en Venezuela?
   En aquella época, Stalin decidió implantar una nuevo modelo socioeconómico en Ucrania, igual que ahora lo hace Maduro en Venezuela, a través de una radical transformación de sus estructuras, a la cual el Comité Central del Partido Comunista de la Unión Soviética llamó la Gran Colectivización y en Venezuela el PSUV bautizó con el pomposo nombre del Plan de la Patria. Ambos son fundamentalmente una guerra en contra del modelo tradicional de las economías de estos países.
   Tanto en Ucrania como en Venezuela el proyecto contemplaba la expropiación de las fábricas, tierras, cosechas, ganado y maquinarias. Luego la regulación de la producción, comercialización y distribución de alimentos y otros bienes. Finalmente el control absoluto de la actividad productiva y un estricto dominio político sobre los campesinos, trabajadores y profesionales, previa eliminación de la clase media y pudiente de esas sociedades.
   En Ucrania y Venezuela, guardando “por ahora” las proporciones, el resultado fue una terrible hambruna que algunos denominaron genocidio y otros holocausto, a pesar de que ambas naciones tenían previamente suficientes recursos no sólo para alimentar a toda su población, sino incluso para exportar.
  Falta por determinar si las motivaciones del mandatario venezolano son las mismas que tuvo  el dictador soviético.  Stalin quería aplastar toda resistencia, así como castigar y ampliar el control sobre los ucranianos. En Venezuela Maduro pudiera provocarlo por incapacidad o por órdenes de Cuba en venganza ante la derrota militar que sufrieron los castristas cuando quisieron invadir nuestra nación por Machurucuto en 1967. Pero el resultado es el mismo: una población acribillada de gritos y plegarias inútiles pidiendo comida, medicinas y demás bienes y servicios.
   Sea como sea, la hambruna como acto deliberado de asesinato en masa, como el que aplicaron en Ucrania e iría en camino de aplicarse en Venezuela, es un genocidio, un holocausto; es decir, un delito internacional que no prescribe, ya sea cometido en tiempo de paz o en tiempo de guerra. Así  lo establece tanto  la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio de 1948 como el Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional (CPI) de 1998                                                                                                                                 
   Se calcula que la gran hambruna de 1933 en Ucrania (El Holodomor) costó entre 7 y 10 millones de víctimas inocentes y se convirtió en una gran tragedia para toda la humanidad.  Una catástrofe que  no debe repetirse en ninguna otra parte del mundo y mucho menos en nuestro querida Venezuela. No podemos ni debemos permitirlo. Todavía hay tiempo de detenerlo. Pero hay síntomas preocupantes. La oleada de saqueos en los estados Bolívar, Monagas, Sucre, entre otros, donde incluso se han registrado asesinatos, es evidencia que el país está al borde de convertirse en un polvorín por la crítica combinación de escasez de productos básicos y una galopante inflación.
   “El Holodomor” de Ucrania  debió convertirse en una seria advertencia para todos los  gobernantes del planeta, como el de Venezuela, por ejemplo, acerca de las terribles consecuencias que son capaces de generar imposiciones de modelos similares a la colectivización forzada de la economía y la sociedad, así la llamen pomposamente Plan de la Patria.
El 6 de diciembre de 2015, fecha fijada para las elecciones parlamentarias en nuestro país, representa una extraordinaria oportunidad para frenar en seco esta locura. Una cita histórica que podría evitar otro Holodomor, genocidio u holocausto. Un muro de contención infranqueable que interrumpa definitivamente el avance de esos modelos que han traído tantas desgracias en todos los países en los que se ha intentado imponer.
  Sólo nos resta gritar, desde esta tribuna de opinión, cuando todavía hay tiempo y los zamuros no han descendido a picotazos sobre las piltrafas: ¡Que así sea!... ¡Por Dios!... ¡Que así sea!
Omar González Moreno
programamardefondo@hotmail.com
@omargonzalez6

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martes, 4 de agosto de 2015

CARLOS ROMERO SÁNCHEZ, LA REVOLUCIÓN RUSA DE OCTUBRE FUE UN ABORTO DE LA HISTORIA

El tres de mayo de 1970 el diario El Tiempo de Bogotá, en su separata Lecturas Dominicales, publicaba, con comentarios de Uriel Ospina, algunos apartes de la autobiografía En un sólo año de Svetlana Allilúyeva Stalin, hija del dictador marxista Joseph Stalin. Exiliada en USA desde 1967 hasta 2011, año de su fenecimiento, el comentarista resalta diversos aspectos que Svetlana plasmó en su texto: la frialdad de Stalin hacia el entorno familiar, la constante y asfixiante vigilancia de la policía política comunista, las diversas purgas, el peligroso entorno stalinista, el suicidio de su madre y segunda esposa de Stalin, Nadezhda Serguéievna Allilúyeva, y, como si fuese poco, Svetlana se saltó dos tabúes que los comunistas y la izquierda internacional había impuesto so pena de escarnio público: el de un Stalin que había destruido lo erigido por un Lenin bondadoso y el de un nacionalsocialismo, llamado nazismo por la izquierda para evitar cualquier vinculación con el socialismo, que había atacado a un inmaculado marxismo. Ni Stalin había traicionado a Lenin, ni el nacionalsocialismo había sido la antítesis del comunismo, aclaró Svetlana.

La disputa entre nacionalsocialistas y comunistas, ideologías criminógenas, ha sido una disputa entre socialistas. Al igual que su homólogo marxista, el nacionalsocialismo, como su nombre bien lo indica, fue un movimiento socialista adorador del Estado, profundamente anticapitalista y antiliberal. Así lo expuso Joseph Goebbels en diversos textos doctrinales. En 1929 salía a la venta su folleto Lenin o Hitler y en el primer párrafo del apartado Demanda popular y socialismo –han leído bien: socialismo- que abre el primer capítulo titulado Contra el capitalismo, el futuro ministro de Propaganda reiteró: “El Partido Nacionalsocialista de los Trabajadores jamás ha dejado dudas acerca de que, como ya lo dice también su nombre, es un partido socialista. Para nosotros, los nacionalsocialistas, el socialismo no es un letrero anunciador con el cual queremos atraer hacia nosotros a las masas obreras marxistas, sino una profunda necesidad interior, nacida no de un estado de ánimo inconstante, sino de conocimientos políticos desapasionados. Queremos un Estado en el cual el trabajo y no el dinero sea el soberano de la producción, y tenemos la voluntad de subordinar a este principio férreo la vida económica de nuestro pueblo”. Así es: para información de la izquierda y de los despistados nacionalsocialistas del momento, el Partido fundado por Hitler era un partido socialista. Sin dudas, Adolfo Hitler es un caudillo de la izquierda. (Ver: https://www.juandemariana.org/ijm-actualidad/articulos-en-prensa/hitler-lider-de-la-izquierda). 
Transcribimos, pues, lo vertido por Uriel Ospina en el diario capitalino:
“La Revolución de octubre fue un aborto de la historia”.
¿Quién es la persona que así habla? ¿Quién se atreve a decir semejante sacrilegio? Asómbrese ustedes: la propia hija de Stalin, Svetlana, es la que así juzga lo que se considera el máximo acontecimiento político del siglo.
         Extraño destino póstumo el de Stalin, cuya hija preferida vive exiliada en los Estados Unidos, “lejos de ese universo que oscila entre los cuarteles y las mazmorras”, como ella misma ha definido la URSS.
         Svetlana Stalin se convirtió en Svetlana Allilúyeva en 1967. Cuando escribe no mide sus palabras, “Los regímenes totalitarios –dice- engendran las ideologías totalitarias y en este sentido el comunismo no difiere en nada del nazi-fascismo”.
         Stalin fue un hombre de indudable influencia ante los hombres durante más de un cuarto de siglo. Pero no pudo tener ninguna influencia ante su hija.
         “En mi familia –escribe ésta- en la familia en que yo nací no había nada que fuera normal. Todo era asfixiante, sofocante. Mi madre murió cuando yo tenía seis años, en 1932. Era una mujer muy hermosa, llena de gracia y, lo digo porque siempre me impresionó eso, olía permanentemente a flores”.
“Mi madre se suicidó en la noche del 9 de diciembre de 1932, pero yo sólo supe la forma de su muerte diez años más tarde. Una hermana de mi madre y una cuñada suya, detenidas por Stalin por considerarlas demasiados locuaces, fueron quienes me contaron la verdad sobre la muerte de mi madre”.
¿Por qué se suicidó la madre de Svetlana? Porque el cristal, “piedra angular de la naturaleza”, se rompe al contacto con el martillo. Y martillo es exactamente lo que significa en ruso el nombre de Stalin.
“Mi padre y  mi madre no estaban hechos el uno para el otro. Mi madre tenía una concepción poética de la Revolución. Mi padre, en cambio, era un realista implacable. Nada de lo que rodeaba a mi padre era hermoso. Para él las cosas eran muy simples: hay gentes más fuertes que uno y de esas gentes uno puede tener necesidad; los que tienen la misma fuerza que uno molestan a veces, y los que no tienen fuerza estorban”.
“Mi padre solía repetir esto en la época de las grandes purgas, de las cuales mi madre fue una víctima a su manera. Sin embargo, mi padre pareció sentir mucha pena cuando se suicidó Nadejoa [Nadezhda Serguéievna Allilúyeva]. En ese momento parecía un hombre vacío, roto. Mi madre había sido su amiga más constante y segura. Si alguna vez sintió amor por mi ello se debió al hecho de que yo me parecía mucho a mi madre. Es increíble cómo te pareces a ella, solía decirme [Stalin]”.
“Yo era en cierto modo su juguete y su ama de llaves. A veces, en el curso de alguna recepción oficial, me eclipsaba discretamente para irme a descansar. Cuando mi padre advertía mi ausencia empezaba a sermonearme a grandes voces para que yo oyera, imitando los ‘slogans’ políticos de la época: ‘camarada ama de casa ¿por qué nos abandonas? ¿por qué nos dejas solos a nosotros, pobres ignorantes? Muéstranos la vía a seguir, camarada ama de casa’”.
“La vida en el Kremlin era insoportable para mí. Siendo aún muy niña mis gobernantas fueron reemplazadas por policías secretos. La muerte de  mi madre endureció el corazón de José Stalin. Después de aquella fecha lo único que le interesaba en la vida era el Partido Comunista, el ejercicio cruel del poder, la voluntad irresistible del poder. Así había sido desde su juventud. Siempre había sacrificado sus intereses personales a los de la política”.
Cuando la mano de hierro cayó pesadamente sobre Rusia, Svetlana Stalin empezó a enterarse, poco a poco, de la trágica suerte corrida por sus familiares y por sus amigos. Empezaron las deportaciones, los procesos, las ejecuciones. Las hijas de los “enemigos de la revolución” fueron alejadas de Svetlana para que ésta no se contaminara. Stalin le decía con frecuencia con un tono entre gruñón y conminatorio: “pero ¿cómo te las arreglas tú para tener tantas amigas cuyos padres están en la cárcel?”.
A los 16 años, cuando Svetlana supo la forma en que había muerto su madre no vaciló en hacer a su padre responsable de la tragedia. “Stalin era el centro de un círculo negro en el cual todo moría, todo era destruido implacablemente”.
Sin embargo, no todo era un éxito. Stalin era un hombre solo en ese gigantesco Kremlin que tan difícilmente había conquistado. En derredor suyo siempre hubo el vacío, vacío que no llenaba la presencia permanente en torno a él de todos esos policías secretos mudos que comían, antes de que él lo hiciera, los platos que le servían, tal como solían hacerlo los tiranos de la antigüedad. En su alma siempre reinó el frío absoluto.
Cuando murió [Stalin], Svetlana fue incapaz de besar su frente. “No sé qué me pasaba en ese momento. Me sentía desgraciada pero me sentía al mismo tiempo liberada de un gran peso. Me sentía también como una mala hija”. Creyó que todo iba a cambiar con Kruschev. “Los modestos esfuerzos que hizo esta cabeza de cerdo fanfarrón y viva-la-vida, rompieron durante algún tiempo el gran silencio ruso. Pero luego volvieron las heladas”.
“Moscú es una ciudad sorprendente que ni siquiera sus propios habitantes alcanzan a interpretar cabalmente. Sus cambios de humor son raros. Allí se pasa de lo blanco a lo negro, del coraje a la debilidad, de la amistad a la delación y de la adoración al odio. Allí se vive como un péndulo, entre helado y deshielo”.
En este nuevo libro suyo En un solo año, Svetlana ha cambiado de tono y formula sobre su padre un juicio más violento que el escrito en Veinte cartas a un amigo. En esta oportunidad su juicio es inapelable. Pero detrás de Stalin es todo el sistema político soviético el que ha sido inexorablemente crucificado por alguien que lo vivió en su intimidad.
Crucifixión de Lenin, primero: “Mi padre –escribe Svetlana- fue el instrumento ciego de una ideología [el marxismo]. Pero las bases del sistema unipartido del terror y de la salvaje prohibición de no poder ser uno mismo, son la obra específica de Lenin, que es el verdadero padre de todo lo que Stalin, más tarde, llevó a su grado máximo de crueldad”.
Crucifixión de los compañeros de Stalin, en seguida, de esos mismo que después de la muerte de éste, “denunciaron sus ‘criminales errores’” y criticaron el culto del que había sido objeto sin que fueran capaces, por otra parte, de hacer mejor las cosas: lo que ellos llamaron el “culto de la personalidad fue algo inventado por ellos mismos. Ellos cerraron los ojos cuando fusilaron a sus amigos. Habían ayudado a erigir el culto porque ese mismo culto les permitía el acceso al poder. Si algún día se escribiera la historia del Partido Comunista en la URSS mucha gente que hoy aparece con personalidad de estadista estaría fuera de ella, o dentro de ella, pero desnuda”.
Svetlana Allilúyeva heredó, al revés la pasión y la inexorable lógica de su padre. No es una mujer que se expresen en semitonos. A lo blanco, blanco y a lo negro, negro. “Un sistema que ha permitido tanto crimen tiene que ser un sistema corrompido”, escribe sin que le tiemble la mano.
De toda esta requisitoria sólo se salva Malenko, el hombre que recibió la pesada herencia política de su padre y “el miembro más competente y el más razonable –escribe- del Bureau político”.
Su segundo marido fue el hijo de Andrei Zhdanov, el hombre que impuso en las letras y en el arte soviético un molde de hierro. Pero en la biblioteca del mariscal Voroschilov (cuya manía por los discursos lo llevaba arengar a su esposa y a sus hijos, de pie, en el comedor, al almuerzo o a la comida) o en la de Mikoyan, (este hábil y habilidoso armenio que ha pasado incólume a través de todas las purgas) se encontraban todos los libros prohibidos por Zhdanov. “Lo grandes rusos habían hecho arrestar o fusilar a los escritores sospechosos de independencia mental y esos mismos grandes se reservaban el derecho de conservar sus libros”.
Svetlana Stalin pertenece al “alto mundo político” moscovita. A menudo asistía a las fastuosas recepciones que daba Molotov, ahora en desgracia. Molotov gustaba de hacerle zalemas a Svetlana cuando en la intimidad se esposa Paulina les servía el bortsch (sopa popular rusa) diciendo: “Tu padre era un genio. Logró liquidar la quinta columna en el comunismo. Ahora sólo hace falta liquidar China”. Pero Molotov olvidaba que Stalin había hecho arrestar a su esposa Paulina, cuyo origen judío le infundía sospechas al dictador, acusándola de “espiar a su marido por cuenta de los sionistas”. Svetlana también frecuenta la dacha (residencia campestre de Laurenti Beria) todo poderoso amo de la política rusa que esperaba suceder a Stalin y que fue ejecutado al mismo tiempo que sus secuaces.
“Así vivíamos –concluye Svetlana Allilúyeva- y cualquiera que fuese nuestro stand ing de vida había un denominador común para todos: la esclavitud y el silencio. Para unos con apartamento confortable, automóvil, residencia campestre, grandes sueldos. Y para otros, para la mayoría del pueblo ruso, sin ninguna de estas cosas”.
El Tiempo, Lecturas Dominicales, Bogotá, 1970, 3 de mayo, p. 2

Carlos Romero
carromerillo@yahoo.es
@RomSanz

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