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lunes, 9 de abril de 2012

GONZALO HIMIOB SANTOMÉ / EJERCICIOS DE LA MEMORIA

Diez años. Se dice fácil. Lo que sí es mucho más difícil es llenar esas palabras con todo el contenido que les es propio y les da su significado pleno, al menos esta semana y en nuestra nación. Me refiero, por supuesto, a la conmemoración de los diez años del 11 de Abril de 2002, que se cumplirá el próximo miércoles.
Podría explicar, una vez más, que de las 79 investigaciones penales que abrió el gobierno sobre las diecinueve muertes y las varias decenas de heridos de los días 11, 12 y 13 de Abril de 2002, la gran mayoría de éstas sólo quedaron en la fase preliminar de la investigación, para luego ser sobreseídas o archivadas, garantizando la más absoluta y abyecta impunidad. Podría aclarar que incluso hoy, por boca del Ministerio Público –si es que debemos darle algún crédito- sólo se mantienen activas 27 de estas causas, y que en ninguna de ellas –digo, en ninguna de las investigaciones- se ha producido una condena legítima o válida contra quienes asesinaron y dañaron no sólo a ciudadanos, a seres humanos, sino también al alma de una nación que desde ese momento nunca volvió a ser la misma.
El 11 de Abril de 2002 fue el día en el que los venezolanos revivimos los colores del miedo y de la muerte, y lo que siguió a esas fechas –las persecuciones, el uso de las mentiras desde el poder, la creación novelera de épicas oficialistas inexistentes- no se quedó atrás como muestra de hasta dónde es capaz de llegar quien sólo quiere el poder, por el poder. Si en algún acontecimiento de nuestra historia contemporánea quedará claro que este gobierno falsea los hechos, y que usa sus falsedades para perseguir a quienes se le oponen, y para endiosar y mitificar a un Chávez que fue en esos días de todo, menos valiente y digno, será en éstos, en los sucesos relativos a Abril de 2002.
La única condena que se ha dado en concreto sobre estos sucesos, los que tuvieron lugar en el centro de Caracas y en las cercanías de Miraflores, nunca me cansaré de repetirlo, es absolutamente ilegítima, y sólo sirve a apuntalar una mentira oficial, una versión sesgada y falseada de los hechos –una que por estos días se escuchará en los medios oficiales una y otra vez sin descanso ni tregua- que no se corresponde con la realidad de lo que pasó. Hablo de la injusta sentencia que mandó a la cárcel a los comisarios Vivas, Forero y Simonovis y a los funcionarios de la PM, sin pruebas y sin más lógica o sentido que el de hacer creer, a propios y a ajenos, que se había hecho “justicia”, y que se había descubierto la “verdad” de lo ocurrido, cuando lo cierto es que si en alguna oportunidad el Poder Judicial sirvió como mampara al abuso, a la mentira y a la irracionalidad, fue en ese caso. Al que no me lo crea, le invito a tomarse el tiempo de leer el expediente –un mamotreto elefantiásico tan absurdo y surrealista como las decisiones que en éste se contienen- y a preguntarse, por ejemplo, cómo es que si se suponía que se iba a hacer justicia, quienes fueron captados en video disparando contra la autoridad y contra la marcha de ciudadanos desarmados –los famosos pistoleros de Puente Llaguno- fueron declarados “héroes de la revolución”, y finalmente absueltos; mientras que quienes se dedicaron a evitar confrontaciones asesinas y a proteger a quienes protestaban, fueron condenados como pretendidos asesinos. También podría destacar que esta condena sólo abarca a 2 de los 19 fallecidos en nuestra capital, dejando en la absoluta oscuridad a 17 personas, oficialistas y opositores, que al día de hoy no encuentran ni siquiera una justicia torcida o de parapeto que les tome en cuenta.
Hubo, vale la pena recordarla, otra condena relacionada con los sucesos de Abril de 2002, y en esta también se evidenció cómo al poder no le interesaba la verdad, sino proteger al “líder” de sus propias mentiras y de las mitificaciones que sus acólitos le han creado sobre su personalidad. Me refiero a la condena al Capitán Otto Gebauer, cuyos únicos pecados fueron el haber cumplido en esos días con su deber –trasladando a Chávez desde Caracas hasta La Orchila- y otro, mucho más imperdonable: El de haber visto llorando como plañidera a quien se suponía era el “hombre fuerte” de Venezuela. Por eso se le condenó, en uno de los absurdos judiciales más emblemáticos de estos tiempos, a cumplir una pena de prisión de 13 años, por la supuesta “desaparición forzada” –así se calificó su delito en la sentencia- de un presidente que no sólo nunca fue maltratado o irrespetado mientras fue depuesto del poder, sino que además –por lo menos hasta donde sabemos los venezolanos- jamás “desapareció”.
Y así quedan muchas incógnitas sobre el 11A. Habría que indagar también cómo es que si Chávez no renunció –eso es lo que los medios oficiales nos repetirán una y otra vez estos días- su entonces Vicepresidente, Diosdado Cabello, se juramentó como Presidente, lo cual sólo habría podido hacer ante la constatación de que en efecto Hugo Chávez había renunciado, ¿se trató de una traición?, ¿o será entonces por el contrario que lo que todos sabemos –que Chávez sí renunció- es verdad, y que en consecuencia su mandato es ilegítimo desde 2002?
Lo único cierto sobre el 11A, al día de hoy, es que el gobierno de Hugo Chávez se ha negado sistemáticamente a que la verdad real, la que no admite “versiones” ni “interpretaciones”, se conozca. Hasta hoy, sobre estos sucesos no hay más que la más terrible impunidad, pero no sólo en nuestras fronteras, sino también a nivel internacional. La CIDH, pese a que admitió la causa de varias de las víctimas del 11A, y aun cuando ya está, y desde hace más de seis años, finalizado todo el proceso a la espera de una decisión, aún no termina la CIDH de sentenciar lo que, todos lo sabemos, corresponde: Que el Estado venezolano fue responsable, durante los días 11, 12 y 13 de Abril, tanto por acción como por omisión, de gravísimas violaciones a los DDHH contra sus ciudadanos.
Les invito entonces a hacer un contundente ejercicio de la memoria. No sólo en honor a los que hoy ya no están y aún esperan en los limbos de la injusticia que la verdad, por fin, se imponga, sino también para hacer ver a nuestros jóvenes, que no tienen por qué recordar esos hechos como lo hacemos nosotros, qué es lo que jamás debemos volver a vivir, ni seguir viviendo, si queremos reconstruir el país desde nuestros valores y principios, que no desde la muerte, desde la violencia, o desde el miedo. Me apoyaré también para ello en la salida del libro de Alfredo Romero, “Relatos de muerte en vivo”, un excelente compendio de muchas de las historias de abusos y de muerte que nos han forzado a vivir en los últimos 13 años, para no dejar que se pierdan en las gavetas del olvido tantos hechos, tantas situaciones, y tantos agravios que el tiempo, y la vorágine del día a día, a veces hacen que se desvanezcan. No hay clamor más poderoso que ese: El de quienes aspiran justicia, pero ya no pueden hacerse oír. No podemos, no debemos, permanecerles indiferentes.
@HimiobSantome

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domingo, 25 de diciembre de 2011

GONZALO HIMIOB SANTOMÉ: YO CREO

No estaba feliz, al menos no como se supone que uno debe estarlo por estas fechas, mucho menos en la víspera de Navidad. Había sido un año duro, pleno de desencantos, de ausencias, de adversidades y desencuentros.

Estaba solo, su hija compartía ese día con su madre, de la que se había separado hacía ya un tiempo. Días atrás, tristezas yendo y viniendo, había hablado de esto con su familia y a su padre le había confesado, en el tono cínico de quien sabe, o cree saber que ya no hay esperanzas, que no se sentía con ánimo festivo, pues a veces ya no creía ni en sí mismo. Quizás, lo más correcto hubiese sido afirmar que eran ya muy pocas las cosas, e incluso las ideas, en las que creía. El país, de la mano de propósitos y despropósitos, de pugnas, imposiciones y escarceos continuos, se movía a un ritmo vertiginoso y perverso, del que no escapaban ni su material cotidianidad ni su intangible espiritualidad. Los héroes parecían desvanecerse como afiches viejos y las olas de la palabra y de la voz topaban continuamente contra los farallones inexpugnables del silencio. El verbo vivir ya no era más, hacía tiempo que había mutado a simple y descarnado sobrevivir.

Pensaba en soledad en todo eso cuando se encontró de frente, temprano esa fría mañana, con la silueta coloreada del Ávila, que como todos los días al amanecer, le regalaba con su vista majestuosa esos rojos, verdes y azules inmaculados que siempre se mantenían completamente ajenos a los tumultos externos e internos que se padecían. Esto le animó un poco y se le ocurrió, más para su propio provecho que para compartirla, hacer una especie de lista de todo aquello en lo que aún apoyaba su fe: “No será difícil -pensó, preso de su desazón- probablemente me sobrarán los dedos de una mano”.

Tomó papel y pluma, y rodeado de sus libros a los que tanto amaba, en su estudio, comenzó a escribir:

“Creo en la dulzura de este café intervenido y difícil de obtener, que saboreo cual si fuera el último de mi existencia, mientras la silueta de la montaña me guarda de más oscuros pensamientos.

Creo en las mil metáforas que nacen de la levedad y ligereza del sutil humo de mi pipa, que me acompaña.

Creo en la familia y en mi familia.

Creo, aunque algunos se crean eternos, en la salida del sol y en la llegada de la noche como recordatorios, ora sí inexorables e inexpropiables, de lo fugaz de nuestra existencia.

Creo en las guacamayas coloridas que todas las tardes nos hacen sentir tenaces la presencia de la perenne naturaleza, pese a las inclemencias y la sordidez, de esta ciudad adolorida y feroz.

Yo creo en que somos seres humanos, ni más ni menos, y en que nadie escapa ni de sí mismo ni de su realidad.

Creo en todos los besos que he recibido, en los buenos y en los malos, en los tuyos y en los que aún guardo en mí para darlos a quien los merezca o a quien me haga creer, así sea por un instante, que los merece.

Creo en mi hija, en su mirada llena de promesas y en las risas de esos niños anónimos con los que ella juega cuando la llevo en mi tiempo prestado a algún parque, mientras ruego al Altísimo, en quien también creo, que ella atesore esos momentos felices conmigo toda su vida. Creo en que ella y sus compañeros viven en esos instantes el milagro de la amistad gratuita y sin compromisos, la única real y posible, y en que aunque nunca se vuelvan a ver, surge entre ellos un vínculo puro e indeleble, que nace de su inocencia y de haberse encontrado y reconocido en lo que les alegra y les une, que no en lo que les entristece o les separa”.

Para su sorpresa, se le habían acabado hacía rato los dedos de una mano para reafirmar sus convicciones, el ejercicio lo había llevado a recorrer de nuevo derroteros olvidados. Continuó:

“Creo en mi país, aunque a veces mi país no crea en mí, y creo en que no hay velo que hayan tendido entre nosotros que pueda más que la conciencia que aún tenemos, pese a todo, de que somos parte de algo más grande, hermoso y poderoso que nosotros mismos.

Creo en la vida, en que así sea en algún recóndito lugar de nuestras almas todos somos iguales, y en que el abrazo renovador de mi pequeña en las mañanas que comparto con ella, me hace sentir exactamente la misma calidez en el alma que siente un delincuente cuando es su vástago el que lo acuna antes de irse a cometer sus fechorías.

Creo en que el dolor de un desengaño o de la muerte, o la felicidad del amor y del encuentro, se viven igual en un cerro atribulado o en una lujosa mansión, también atribulada”.
Sus libros le reclamaron, silentes, acto de presencia y les respondió:

“Creo en los poetas y escritores, en todos ellos, en los nuestros y en los de otros países. Creo en Andrés Eloy, que supo que el llanto de un niño, por ajeno que sea, cala igual en todos los corazones de quienes somos padres. Creo en la compleja simplicidad de Benedetti, que a tantos ha ayudado a adentrarse en la magia de la poesía. Creo en la fuerza de Neruda, que entre los nebulosos bosques de sus convicciones políticas supo amar y odiar a las mujeres como pocos han podido. Creo en que a veces la vida es sólo un “Ay”, como cantaba el Chino Valera Mora. Creo en Eugenio Montejo y en su irreverencia lúdica, en el tocayo Rojas y en sus escarceos con las burguesas, y en que a veces hasta de los despojos de un vicio nace un poema, como lo creyó Ramos Sucre. Creo en el despecho de Buesa, y con Rafael Cadenas, en que a través de una mujer a veces se es innumerable. Creo en la muerte de Alfonsina; en la feminidad irreductible de Gabriela Mistral, de Mharía Vázquez Benarroch y de Yolanda Pantin. Creo en la paz y en Octavio Paz, que supo que a veces no hay más Patria que los ojos de la mujer amada; creo en Cabrujas, en sus mensajes, y en Leonardo Padrón, juglar de lo cotidiano, que no pierde jamás en las alturas lo que tenemos al alcance de la mano.

Creo en Rómulo Gallegos y en su indoblegable lucha contra nuestra esencial barbarie; en Tolkien, que retrató la lealtad de un amigo como nadie lo ha hecho, en Hemingway y en sus desesperos taurinos y de mar, en Capote y en sus tristezas encarceladas, en Faulkner y en su modernismo americano (“capitalista”, dirían algunos ahora), en Hesse y en sus estepas; en Kundera y en sus insoportables levedades, y hasta en Bukowski y en la oscuridad de sus pájaros azules, aunque ni él creyó en sí mismo jamás”.

La pluma recorría ahora la hoja a velocidad desmesurada:

“Creo en la Libertad, y creo que los que nos la niegan sufren más que nosotros, porque no son ni serán jamás otra cosa que pobres esclavos de sí mismos y de su estupidez.

Creo en los artistas, en Cruz-Diez y en sus fisicromías, en Soto y en sus líneas danzantes, en Valera y en sus murales, los que decoran la UCV donde doy clases. Creo en Calder, en Narváez y en Villanueva; en Huáscar y en las notas de su flauta, la única que vale la pena seguir embobados, como en Hamelin. Creo en Báez y en Lauro, bardos cercanos en grandeza, distantes sólo en el tiempo, y en Oscar de León, que venció a la muerte para cantar de alegría.

Creo en los milagros que nacen de la mente y del corazón de Convit. Creo en el gusto de Sumito y en las hallacas de Scannone; en el Tío Simón y en las lágrimas de orgullo que derramé cuando cantó el “Alma Llanera” con Plácido Domingo. Creo en Zapata, en Laureano, en Rayma, y en todos los que nos recuerdan que a veces reírse y retratarnos en clave de humor y de ironía es la mejor medicina.

Creo en nuestros jóvenes y en sus manos blancas, aunque a algunos a veces se les ensucien y pierdan el camino; en Melamed y en José Antonio, uno aún acá y el otro no, los mismos que sin proponérselo, escalaron hasta las altas cumbres de los corazones de todos los venezolanos, para demostrarnos que como decía Miguel Hernández, “Una gota de pura valentía, vale más que un océano cobarde”; y también creo en Dudamel y en Abreu, que se han atrevido a llevar la luz de la música hasta las más oscuras bocas de lobo que se conocen, al menos hoy.

Creo en que hay más belleza en las ojeras, estrías y flacideces de una madre esforzada y luchadora, que en las curvas portentosas de la Canales, de la Batista o de la De Sousa, en las que por cierto -lo confieso- también creo. Creo en a nuestros hombres no les faltará jamás la verdad de su galantería y en que nuestras mujeres saben, y alevosas se aprovechan, del milagro que obra en nosotros cuando al vuelo, aunque no nos conozcan siquiera, nos regalan el atisbo de una sonrisa velada, permitiéndonos así ser parte inadvertida de su secreta infinitud”.

Así siguió. Se le terminó una hoja y continuó en otra, y en otra, y en otra… A final de cuentas había descubierto, o mejor redescubierto, muchas cosas en las que creer, especialmente en este país de locura en el que le había tocado –para bien, la Navidad le había dejado esa convicción como regalo- vivir y esforzarse. Al final, al cabo de muchos minutos u horas, cerró su escrito:

“Creo en los sueños y en sus posibilidades, y en que como dice mi padre, la verdadera maldad en el mundo no es más que la falta de imaginación. Por eso creo en ti, que seas quién seas, mantienes la esperanza y sigues soñando e imaginando otro mundo mejor y posible, y ¿Por qué no? También creo en mí, que quiero acompañarte a lograrlo”.

Ahora sí iba a empezar a tener, por fin, una Feliz Navidad. El cielo decembrino había recuperado su belleza.

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