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lunes, 15 de julio de 2013

CARLOS ALBERTO MONTANER, LA ARROGANCIA Y EL ERROR.

El profesor Haroldo Dilla, exiliado cubano radicado en Santo Domingo, discrepa de mis ideas sobre la gratuidad de la enseñanza universitaria expresadas a propósito de las manifestaciones estudiantiles en Chile. Su texto, La ignorancia y el cinismo, puede consultarse en 7días.com.do del 8 de julio pasado. Se trata de un periódico digital dominicano que posee, me dicen, una extensa difusión.

Es la cuarta polémica que sostengo con otros tantos cubanos últimamente. No me quejo, porque, como decían los campesinos en sus controversias rimadas, “me dan pie para la décima”. La primera fue con el periodista radial Edmundo García, la segunda con el cantautor Silvio Rodríguez y la tercera con el profesor Arturo López-Levy. Todas pueden localizarse en la red. Los tres primeros encarnaban diversas posiciones del oficialismo cubano. Ahora surge este inesperado intercambio con el economista Haroldo Dilla, exiliado en República Dominicana.

El tema que se debate

En efecto, como irrita al profesor Dilla, creo que es inmoral que el conjunto de la sociedad afronte las responsabilidades económicas de unos pocos adultos, generalmente pertenecientes a las clases medias y altas del país, que luego se beneficiarán del ejercicio de las profesiones alcanzadas.

Como escribí en La buena educación (www.elblogdemontaner.com), reproducido en diversos medios, me parece más razonable y justo que el Estado invierta los escasos recursos de que dispone en mejorar notablemente la enseñanza pre-escolar, primaria y secundaria, cuando los niños y adolescentes todavía no han sido declarados adultos responsables, porque es en esa etapa de la vida cuando se crean el carácter, los hábitos y los valores que los van a acompañar hasta su muerte.

Es en esa fase, además, donde están presentes prácticamente todas las personas, y no el porcentaje minoritario que accede a las universidades (desde el 51% en Canadá hasta el 3% en África subsahariana, con un promedio planetario de algo menos del 7%). Si de lo que se trata es de preparar a los ciudadanos para que puedan competir y sobresalir, es en los primeros años donde es más útil poner el acento.

Naturalmente, si la sociedad fuera inmensamente próspera y el Estado igualmente rico, no habría que elegir. Teóricamente, se podría subsidiar a todos, todo el tiempo, siempre que existan suficientes riquezas. Sólo que ese panorama es muy poco frecuente y, cuando existe, como sucede en algunos pozos de petróleo con himnos y banderas del Medio Oriente, las marginaciones son de carácter religioso. En algunos de esos países el todos no suele incluir a las mujeres.

Simultáneamente, el profesor Dilla rechaza mi conformidad con que esos estudios universitarios también puedan ser actividades lucrativas, como suele ocurrir con la enseñanza primaria o secundaria, zona de la educación donde proliferan las buenas, escuelas privadas. Dilla comparte con muchos religiosos el rechazo a la obtención de beneficios producidos por una ocupación a la que le confiere una majestad especial.  

Le escandaliza que una persona, o un grupo de inversionistas, arriesguen sus capitales y su tiempo fomentando una actividad empresarial dedicada a transmitir conocimientos a alumnos universitarios que libremente han decidido pagar por ellos porque los encuentran adecuados. Dilla prefiere obligar al conjunto de la sociedad a que sufrague los costos que eso implica.

Por supuesto, no estoy en contra de que exista enseñanza universitaria pública, pero me parece incorrecto que sea gratuita. Defiendo que conviva con otras expresiones de la docencia: universidades privadas con y sin fines de lucro, o regidas por cooperativas, sectores empresariales o sindicatos. La pluralidad y la diversidad siempre son buenas para la educación.

Desde hace años tengo alguna vinculación académica con la Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas (UPC), que me honró nombrándome Profesor Visitante, una empresa o institución con fines de lucro, y me consta que es una de las buenas instituciones de educación superior del país. Fue allí donde pude desarrollar un curso sobre los orígenes y características de nuestro continente, que luego apareció publicado en dos volúmenes: Los latinoamericanos y la cultura occidental y Las raíces torcidas de América Latina.

La UPC educa a unos 30 000 estudiantes en 9 facultades y 30 carreras. Forma parte de un consorcio global llamado Laureate International Universities que posee y opera 76 universidades en 27 países. Los accionistas de esa multinacional ganan dinero vendiendo buena educación a más de 600 000 universitarios en diferentes países del mundo, actividad que me parece absolutamente meritoria. Como cualquier otro empresario, deben cuidar la calidad y los precios para sobrevivir en el mercado. (Aclaro que no tengo el menor interés económico en esa empresa).

Esta operación, permitida por la inteligente y franca legislación peruana, me parece mucho más limpia y transparente que las universidades privadas, aparentemente sin fines de lucro, que disfrazan la obtención de beneficios por medio de sofismas o contabilidad creativa.

Entiendo, claro, pero no lo justifico, que esa trampa es el resultado de que, en casi todos los países, existe la superstición de que las actividades universitarias no deben rendir beneficios o, si los producen, estos deben reinvertirse en la propia actividad.

A mi juicio, una universidad privada creada con fines de lucro, como sucede con muchas escuelas de niveles inferiores, o con centros que ofrecen servicios médicos, pueden y deben ser empresas sujetas a los mismos riesgos y responsabilidades que cualquier otra actividad concebida para obtener beneficios a cambio de prestar un servicio.

En ese caso, no deben tener ventajas fiscales ni privilegios de ningún tipo. Tampoco suelen poseerlos los laboratorios farmacéuticos, y no creo que nadie ponga en duda la importancia que estos tienen, nada menos que para la preservación de la vida. 

En cuanto al costo de la educación, como he escrito en el artículo citado, creo que el Estado debe avalar los préstamos que necesita el adulto para educarse, si éste no dispone de ahorros o suficiente patrimonio personal. Y, como sucede con cualquier otro bien, puede esperarse que, además del educando, la familia se comprometa con la devolución del préstamo. Si los padres no tienen fe en el estudiante, ¿por qué debe creer el resto de la sociedad?

Por otra parte, es razonable que los liberales, que sostienen las virtudes de la meritocracia, propugnen que se otorguen becas a los buenos estudiantes. Premiar a los mejores, siempre que sean elegidos con criterios imparciales, es algo absolutamente recomendable para que se propague el ejemplo y se eleve el nivel general de la educación.

Otro de los argumentos del profesor Dilla, en el que lleva cierta razón, pero poca, y la poca que tiene no le sirve de mucho, es cuando alega que la educación es un “derecho”, algo que aparece consignado en numerosas constituciones y en la Declaración Universal de Derechos Humanos suscrita (y escasamente respetada) por todos los países miembros de la ONU.

Es verdad, pero el hecho de que exista un derecho, no quiere decir que sea necesariamente gratuito. Casi todos los textos legales hablan del derecho a la propiedad privada, mas eso no implica que el Estado debe regalarles una casa o un automóvil a los ciudadanos. Desgraciadamente, hay cientos de millones de personas que viven en países en donde existe el derecho a la propiedad privada, pero sólo son dueños de la sombra que pisan.

También existe el derecho a la libertad de expresión, lo que no garantiza que el Estado debe proporcionar el medio de ejercerlo. Simplemente, quiere decir que no se puede privar a nadie de esta posibilidad si tiene los medios para realizar esa tarea.

En todo caso, creo que cuando se habla de derechos económicos, o derechos a ciertos servicios o condiciones de vida, se confunde la palabra “derecho” con la expresión “aspiración legítima”, generalmente por razones de despreciable demagogia política.

Hablar del “derecho a la educación”, como del “derecho a una vivienda digna”, un “trabajo bien remunerado” o a “servicios de salud”, es crear una dudosa expectativa que tiene muy poco que ver con la realidad.

Para dotar de educación y servicios de salud a una comunidad hay que crear y acumular riquezas. ¿Cómo puede convertirse en un “derecho” un servicio que cuesta una cantidad de recursos que acaso no tenemos hoy  y se corre el riesgo de tampoco poseerlos mañana?

Para ofrecer un empleo bien remunerado hace falta una empresa, generalmente que agregue bastante valor a la producción, y que, encima, obtenga beneficios. ¿Qué sucede si no existen o no se crean esas empresas? ¿Qué debe hacer el trabajador desempleado? ¿Denunciar en el juzgado de guardia al Presidente y a sus Ministros por violar sus derechos?

Naturalmente, el Estado puede asignarle arbitrariamente un salario al desempleado, como hacen en los estados asistencialistas-clientelistas. O puede nombrar a esa persona en una empresa que no lo necesita, como hasta hace poco hizo el gobierno cubano.

En los años setenta del siglo XX, en Venezuela, el primer Carlos Andrés Pérez creó 50 000 empleos de un plumazo. ¿Qué hizo? Obligó a que cada ascensor, aún los automáticos, fuera operado por un ascensorista absolutamente innecesario. Ese, obviamente, es un camino corto y estúpido hacia el empobrecimiento colectivo, aunque también es una manera de cumplir con el “derecho al trabajo”.

La cuestión personal

Hasta este punto, el planteamiento del profesor Haroldo Dilla me parece un debate importante. Encapsula dos visiones diferentes sobre el gasto público y la misión del Estado que dividen al planeta desde que en 1776 el  escocés Adam Smith, esencialmente un profesor de ética, publicó su extraordinarioIndagación sobre la riqueza de las naciones, libro que sentó las bases teóricas para desmontar el mercantilismo, sistema económico propio del Antiguo Régimen que tanto parecido tiene con los rasgos principales de los estados neopopulistas de nuestros días.

De entonces a hoy, esa discusión se ha ido enriqueciendo con mil nuevos argumentos y experiencias. Hay, incluso, hasta un gracioso debate cantado en versión reguetón entre Hayek y Keynes que puede encontrarse fácilmente en la red. Vale la pena verlo y escucharlo en YouTube porque es muy divertido.

Sin embargo, dada la trascendencia del tema, lamento que el señor Dilla personalice la cuestión y rebaje la calidad de sus razonamientos llamándome “ignorante, alguien que opina sobre lo que no conoce, ofende a sus adversarios y hace de su ideología un credo fanático”. Por supuesto, no voy a responder en el mismo plano. No me interesa tratar de herirlo en su amor propio o defenderme de sus ataques.

Hace muchos años, leyendo a Albert Ellis, entendí que no tiene la menor importancia real lo que los demás piensen de ti, especialmente si no existe un trato personal que justifique el juicio.

No deja de ser una tontería suponer que muchas o todas las personas deben admirarte o quererte. Probablemente, no lo sé, las vagas noticias que acaso el señor Dilla tuvo y tiene de mi existencia, fueron por cuenta del aparato de difamación de la dictadura cubana.

En Granma, como explico en el libro El otro paredón, publicado por e-riginal,me describen como un peligroso terrorista y espía de la CIA, dos acusaciones absolutamente falsas y ridículas con las que ese régimen lleva muchos años intentando (inútilmente) silenciarme mediante la destrucción de mi reputación.

Por mi parte, creo que nunca he conocido personalmente a Dilla y no tengo criterio sobre su persona. He leído algunos artículos suyos que me han gustado y otros que me han parecido parcialmente equivocados o disparatados.

Me han dicho que fue miembro de la juventud o del partido comunista cubanos, algo que no me consta, pero ese dato, de ser cierto, no lo hace mejor ni peor. Lo mismo sucede con los exnazis, los exfascistas y los expinochetistas. La militancia es cuestión de ideas. Lo que importan son las acciones.

Siempre hay tiempo y espacio para rectificar los errores juveniles, mientras no se tengan las manos manchadas de sangre, y no hay ninguna evidencia ni sospecha de que Dilla haya participado directamente en la represión y la violación de los Derechos Humanos de nadie cuando formaba parte de esa lamentable dictadura, aunque fuera lateralmente y en los estribos del poco influyente aparato académico cubano.

Supongo, por el tono de sus escritos, y porque, finalmente, acabó exiliado, que le parecía repugnante la atmósfera de terror que se vivió en la universidad cuando él estudiaba, o cuando era profesor y veía cómo expulsaban y perseguían a algunos de sus compañeros por ser homosexuales o creyentes, y hasta convocaban a actos de repudio para ofenderlos y humillarlos antes de echarlos a la calle condenados a una especie de cruel ostracismo moral.

Alguien, como él, que cree que la universidad debe tener las puertas abiertas, debió sufrir como una gran afrenta la política excluyente por razones ideológicas de esa institución (“la universidad es para los revolucionarios”), aunque no tengo información de que haya manifestado públicamente su descontento por estos atropellos cuando era estudiante, o luego cuando le tocó participar del claustro de profesores. 

Si defendió a las víctimas, debe aplaudírsele. Si calló y otorgó, le cabe algún grado de responsabilidad moral en toda esa barbarie, aunque no seré yo quien se lo eche en cara. No es ése mi papel. Creo que dio un buen paso cuando abandonó al régimen, y ya se sabe que las dictaduras totalitarias contienen este deprimente factor de contaminación general que las hace especialmente repulsivas.

Más que regímenes distintos, las revoluciones totalitarias son un gran charco de inmundicias en el que deben chapotear los partidarios para poder sobrevivir, ascender y mantenerse. Romper con ese lodazal es siempre meritorio y merece aplauso, aunque algunas personas queden parcialmente percudidas y psicológicamente afectadas, especialmente si tienen conciencia crítica.  

Más curioso me resulta, en cambio, que siga siendo marxista, pero ni siquiera eso, a mi juicio, lo descalifica en el orden personal, pese a lo que implica de terquedad intelectual frente a la experiencia de sus propias vivencias en la marxista “dictadura del proletariado” del manicomio cubano, a lo que se agrega un siglo de barbarie, cien millones de muertos a lo largo del siglo pasado, veinte fracasos en todas las culturas y situaciones y bajo toda clase de líderes. Sencillamente, como dicen en España los más barrocos, hay personas “inasequibles al desaliento”, o, como ratificaba el torero, “hay gente pa´to”.

Al fin y al cabo, he conocido seres magníficos y extraordinariamente inteligentes que son espiritistas, partidarios de Sai Baba o convencidos de que no hay mejor guía de conducta que la Cábala, ni mejor modo de pronosticar el futuro que el I Ching. Todos las creencias sobrenaturales son respetables, aún aquellas que no saben que lo son. Finalmente, me parece que el profesor Dilla escribe bien y eso es de agradecer.

Pero vayamos al meollo de la cuestión. El liberalismo

La primera aclaración es que eso que el señor Dilla llama “el neoliberalismo” como dogma ideológico, un método parecido al marxismo, sencillamente, no existe. Hay algunas creencias básicas, extraídas de la experiencia y del juicio moral, a lo que llamamos liberalismo, pero nada más.

No sé con cuántas de ellas el señor Dilla está en desacuerdo, pero le anoto las ocho más importantes para que él, si lo desea, explique por qué las rechaza:

·      Situamos la libertad a la cabeza de nuestros valores y prioridades, y la definimos como el derecho a tomar decisiones individuales sin la coerción del Estado o de otros grupos poderosos.

·      Creemos que la responsabilidad individual es la contrapartida ineludible de la libertad individual. No puede haber ciudadanos libres si no son, al mismo tiempo, responsables de sus actos.

·      Sostenemos que existen derechos naturales que no pueden ser abolidos por el Estado o por grupos poderosos. Entre ellos, existe el derecho a la propiedad privada, ámbito, por cierto, en que mejor puede preservarse la libertad individual.

·      Proponemos la existencia de un Estado limitado por un orden constitucional universal, que no favorezca a persona o grupo alguno, que establezca la separación y balance de poderes, fundamentalmente dedicado a proteger los derechos individuales, preservar la paz e impartir justicia.   

·      Suponemos que la posibilidad de crear riquezas se logra con mayor intensidad, eficiencia y justicia en el seno de la sociedad civil, aunque no descartamos la responsabilidad subsidiaria del Estado.

·      Exigimos la absoluta transparencia de los actos públicos y la constante rendición de cuentas. Para los liberales, el Estado es o debe ser un conjunto de instituciones libremente segregado para beneficio de las personas. Los empleados públicos, desde la cabeza hasta el más humilde, son nuestros servidores y han sido elegidos para obedecer la ley.

·      No creemos en las virtudes de la igualdad de resultados, sino en la de igualdad de oportunidades para luchar por conquistar el tipo de vida que libremente escogemos. De ahí que el método natural de selección de los liderazgos entre los liberales esté basado en la meritocracia, aunque sabemos que ella conduce a la desigualdad.

·      Aceptamos que la democracia representativa es el método menos ineficiente que se conoce para tomar decisiones colectivas en el ámbito público, y estamos de acuerdo en que las elecciones periódicas y limpias entre partidos diferentes que compiten por el poder y se alternan y vigilan en el ejercicio de la autoridad, es un modo razonablemente adecuado de organizar la convivencia, siempre que se respeten los derechos individuales plasmados en la constitución y las leyes.

El liberalismo en el terreno de las medidas de gobierno

Al margen de esos principios fundamentales que unifican a los sectores liberales, la experiencia de los últimos dos siglos ha ido decantando ciertas ideas, proposiciones y posturas de carácter económico que me imagino que horrorizan al señor Dilla o provocan su rechazo intelectual, pero, como en el caso anterior, sospecho que los lectores querrán saber por qué se opone a ellas con tanta vehemencia. A continuación consigno las doce medidas de gobierno más populares entre los que nos consideramos liberales:

·      Suponemos que el libre mercado, a juzgar por la experiencia, es mucho más eficiente que la planificación centralizada desde el Estado para asignar recursos y crear riqueza.

·      Impulsamos la defensa del libre comercio frente al proteccionismo.

·      Propugnamos la apertura al comercio internacional y la inversión extranjeras.

·      Proponemos la existencia de un Estado reducido que haga pocas tareas, pero que las haga bien, y ponga el acento en impartir justicia y en cuidar la vida y la seguridad de las personas.

·      Rechazamos los déficits fiscales, el endeudamiento excesivo y a la impresión de dinero “inorgánico”, políticas todas que conducen a la inflación y al empobrecimiento colectivo. Es decir defendemos la moderación y la austeridad en el terreno macroeconómico.

·      Suponemos que es preferible un nivel bajo de presión fiscal para que la sociedad civil disponga de mayores recursos para crear riquezas.

·      Tenemos la convicción, derivada de la experiencia, de que el Estado es un pésimo empresario, corrupto y malgastador, y, por lo tanto, es preferible privatizar el aparato productivo que tiene en sus manos.

·      Dentro de ese espíritu, preferimos, cuando sea posible, la opción de la “tercerización” de servicios públicos antes que aumentar la burocracia.

·      Rechazamos, en general, los subsidios, por ser una fuente de corrupción y clientelismo, y porque convierten el asistencialismo en el instrumento de grupos de poder que perpetúan la pobreza y convierten a los necesitados en su base electoral.

·      Favorecemos la toma de decisiones de las personas mediante vouchers, antes que colocar esas decisiones en manos de los burócratas del Estado para que decidan cómo, cuándo y qué deben consumir los individuos o cómo alcanzamos la felicidad.

·      Optamos por desregular cuando las normas entorpecen la creación de riquezas, pero regular cuidadosamente para garantizar la competencia, la transparencia y el fair play.

·      Junto a los teóricos de la creación de “capital humano” y “capital cívico”, dos nociones propuestas y muy analizadas por los pensadores liberales, creemos en la importancia extraordinaria de la educación, especialmente en los primeros años, cuando, como he señalado antes, se forjan el carácter, los hábitos y la escala de valores.

Como el señor Dilla me considera un ignorante (y seguramente lo soy, puesto que las cosas que sé son infinitamente menos que las que ignoro); y aunque no soy dado a respaldar mis posiciones con opiniones de autoridad (me parece un dudoso procedimiento para imponer las ideas extraído del método escolástico), advierto que estas doce amplias proposiciones, a las que probablemente se oponga el señor Dilla, porque tienen el tufo de lo que él llama neoliberalismo, cuentan con el respaldo parcial de una notable pléyade de pensadores e intelectuales calificados como liberales, entre los que, a vuela pluma, puedo citar a la siguiente docena de Premios Nobel de Economía: Friedrich von Hayek, Milton Friedman, Gary Becker, James Buchanan, Douglass North, Robert Lucas, Robert Mundell, Edmund Phelps, Edward C. Prescott, Amartya Sen, Robert W. Fogel y Ronald H. Coase. No es conmigo, sino con ellos con quienes debe debatir estas cuestiones que él domina con tanta certeza dado que, felizmente, no es un ignorante.

Asimismo, a los efectos del debate, sería útil que explicara por qué el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial, y el Banco Interamericano de Desarrollo suelen recomendar  todas o algunas de estas medidas como expresiones del buen gobierno, o por qué, en Maastricht, cuando los países europeos fueron a adoptar una moneda común, el euro, crearon un marco de referencia bastante ajustado a este recetario liberal que describía a los Estados bien gobernados.

El regreso de la sensatez liberal

¿Cómo llegaron los liberales, o muchos de ellos, a proponer esas medidas de gobierno y, en algunos casos, a llevarlas a la práctica exitosamente? Básicamente, por el fracaso continuado de los planteamientos contrarios.

El profesor Dilla yerra o no sabe lo que dice (con perdón) cuando afirma que: “El neoliberalismo [sic] es una doctrina cuya puesta en práctica no solo ha causado muchos estragos sociales, frustraciones y miserias, sino que ha estado precedido por ellos. Sencillamente, porque sus postulados solo pueden practicarse desde la represión y la inacción social, de lo cual el régimen de Pinochet en Chile –con sus asesinatos, desapariciones y torturas—fue un ejemplo trágico”.

Es asombroso que una persona bien informada, como pretende ser el profesor Dilla, ignore que las mayores y más exitosas reformas liberales del Estado en el siglo XX han sido llevadas a cabo en democracia, con el consentimiento de las mayorías y con arreglo a la ley.

Lo dice con bastante claridad Fareed Zakaria: “Cuando Thatcher llegó al poder, la vida del británico promedio era una serie de interacciones con el Estado: el teléfono, gas, electricidad, agua, los puertos, trenes y aerolíneas pertenecían y eran administrados por el gobierno, así como también las empresas siderúrgicas y hasta Jaguar y Rolls-Royce. En casi todos los casos esto llevaba a la ineficacia y la esclerosis. Tomaba meses el llegar a tener instalada una línea de teléfono en el hogar. Las tasas impositivas marginales eran muy altas, llegando hasta el 83%”.

¿Qué hizo Margaret Thatcher? Sigamos con Zakaria: “Privatizó 50 empresas y los gobiernos de Europa, Asia, América Latina y África siguieron el mismo curso. Los impuestos se recortaron en todos lados. La tasa impositiva marginal más alta de la India en 1974 era de 97.5%. Hoy la tasa más alta es del 40%. En EEUU en 1977, los impuestos sobre las ganancias del capital y dividendo eran del 39.9%; en 2012 la tasa era del 15% (…) Esos cambios se han llevado a cabo bajo gobiernos conservadores, liberales y hasta socialistas. Como declarara Peter Mandelson, arquitecto del ascenso del partido Laborista en los años 90: Ahora todos somos thatcheristas”.

Los neozelandeses, autores de una ejemplar reforma liberal, a finales de los años ochenta, hundidos por el peso del estatismo y el lastre de la fantasía del Estado de Bienestar, más pobres que España en ese momento, decidieron jugar la carta de la apertura económica, y en menos de una década le dieron la vuelta a la situación. ¿Cómo? Reduciendo los subsidios, eliminando los contratos de trabajo sectoriales, liberalizando las relaciones laborales, reduciendo los impuestos y desregulando muchas actividades económicas. Y lo interesante es que esa reforma liberal no la hizo la derecha, sino los laboristas, porque esas políticas públicas que escandalizan a los neopopulistas pertenecen al ámbito del sentido común y de la experiencia.

Le haría bien al profesor Haroldo Dilla leer los papeles del exdiputado sueco Mauricio Rojas sobre la realidad de su país de adopción, especialmente su libroReinventar el Estado de Bienestar. Rojas, que llegó a Suecia como un exiliado chileno que huía del pinochetismo, entonces convencido de las ventajas del estatismo, poco a poco se transformó en liberal. ¿Por qué? Porque fue testigo del peligroso descalabro del mítico modelo socialista sueco cuando, en 1993, el gasto público alcanzaba el 72.4% del PIB y la inflación y el desempleo se dispararon. ¿Qué hicieron para salvar la situación? Según Rojas, liquidaron el monopolio estatal sobre la provisión de servicios abriéndose a la empresa privada, redujeron los subsidios, introdujeron la competencia y delegaron las decisiones educativas y sanitarias en el usuario mediante un sistema devouchers. Es decir, recurrieron a muchas de las medidas propuestas por los liberales.

Otro maravilloso ejemplo de reforma liberal en libertad es el de Israel, el más exitoso de los experimentos sociales del siglo XX. La pequeña nación, que se fundó en 1948 en medio de una peligrosa guerra, con un presupuesto ideológico socialista democrático, basado en cooperativas y kibutz, evolucionó pacíficamente hacia un modelo económico que descansa en las empresas privadas y el mercado, realizando esa revolución sin recurrir a la violencia, hasta convertirse en uno de los países más prósperos y creativos del planeta, pese a los frecuentes conflictos bélicos en los que, muy a su pesar, ha debido intervenir.

Finalmente, qué duda cabe de que el gobierno de Pinochet fue responsable de execrables crímenes que jamás dejé de condenar por las mismas razones que censuraba a los cometidos por los Castro en Cuba, pero las reformas que se llevaron a cabo en ese país, y que cambiaron su faz económica hasta ponerlo a la cabeza de América Latina, no se produjeron porque el general las impulsó a sangre y fuego (lo que no deja de ser un argumento pinochetista), sino porque el país las necesitaba y el régimen, negando la usual tradición estatista y nacionalista de las dictaduras militares, aceptó el consejo de uno jóvenes chilenos formados en la Universidad de Chicago.

¿Qué pasaba en Chile tras la experiencia socialista de Allende? Así lo describe el diplomático chileno Juan Larraín: “Entonces el país gozaba de una inflación del 508%, el déficit fiscal era superior al 25% del PIB, la deuda externa había crecido en un 23%, las reservas internacionales eran apenas 200 mil dólares y había harina sólo para una semana. Por la vía de las confiscaciones, expropiaciones, intervenciones y nacionalizaciones, el Estado se había apropiado de más del 70% de la actividad económica”.

La grandeza de la Concertación que vino después del régimen de Pinochet, cuando se instauró la democracia, fue conservar esas medidas liberales que habían rescatado a Chile de la miseria, de la misma manera que Tony Blair profundizó, en vez de anular, las reformas iniciadas por la señora Thatcher. Por ellas, por las medidas liberales, hoy Chile, pese a todas las dificultades, continúa creciendo, se acerca a los $20,000 dólares per cápita (PPP) y ha disminuido sustancialmente el índice de pobreza.

Pero no sólo Chile hizo reformas de carácter liberal. Sin recurrir a la violencia, la Bolivia del cuarto Víctor Paz Estenssoro (1985-1989) fue rescatada del abismo por esas medidas, luego continuadas durante la presidencia de Sánchez de Lozada (1993-1997). La Costa Rica del primer Óscar Arias (1987-1991); la Colombia de César Gaviria (1990-1994); el México de Carlos Salinas de Gortari (1988-1994) y el de Ernesto Zedillo (1994-2000); el Uruguay de Luis Alberto Lacalle (1990-1995); el Brasil de Fernando Henrique Cardoso (1995-2003), cuyas reformas luego respetó Lula da Silva; incluso la Argentina de Carlos Menem (1989-1999 en dos periodos consecutivos), a pesar del antiliberal aumento del gasto público y la nauseabunda corrupción que rodeó los procesos de privatización, tuvieron aciertos indudables.

¿Cuáles son hoy los países latinoamericanos que más y mejor crecen en América Latina? Sin duda, los de la Alianza del Pacífico: los que mantienen políticas dotadas de cierta orientación liberal, como México, Colombia, Perú y Chile.

¿Cuál es el peor? Sin duda, la Venezuela del chavismo, cuyo gobierno, dirigido por trágicos payasos, ya fuera el difunto “Comandante eterno” o el peculiar Nicolás Maduro, especialista en onomatopeyas ornitológicas, es el gran enemigo de las ideas de la libertad.

En fin, si el profesor Haroldo Dilla desea continuar este debate en el terreno de las ideas, yo estoy dispuesto. No lo deseo, porque me aburre mucho, pero la pelota queda en su cancha.

carlosa.montaner@gmail.com

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lunes, 25 de febrero de 2013

LUIS DANIEL ÁLVAREZ V., EXCESOS DE PODER,

Algunos reprimen a sus opositores aduciendo tener el aval de las mayorías...
JUAN DOMINGO PERON
La arrogancia de los regímenes populistas es uno de los elementos que más repulsión causa al analizar algunas experiencias latinoamericanas. Si a ello se suman altas dosis de represión cargadas de lenguaje militarista y con un discurso revanchista, los resultados son alarmantes.
Todo ese entramado resulta más complejo si los mandatarios emplean constantemente un discurso en el que dividen a la sociedad con tal de mantenerse en el poder. Algunos incluso reprimen a sus opositores aduciendo tener el aval de las mayorías para imponer la fuerza, generándose por esas actitudes inútiles e irresponsables, derramamientos de sangre.
A medida que transcurre el gobierno, se observa que el único objetivo es el de mantenerse en el poder sin importar que la economía colapse y empleando un sistema que incluso llega a ubicar al mandatario en un supuesto nivel de heroicidad, cuando no son más que exponentes de un falso intelectualismo que los lleva, al borde de la cursilería, a arengar a su pueblo desde los balcones de las casas de gobierno.
El propósito es apropiarse del poder para su beneficio personal, estableciendo las bases sociales de un sistema en el que los espacios se cierran para los que no comulgan con el régimen.
En líneas generales, esos son los planteamientos que Rómulo Betancourt, quien el 22 de febrero hubiera cumplido 105 años, hace sobre Juan Domingo Perón en un artículo publicado en Cuba en octubre 1955.
Si bien Perón se vio forzado a abandonar la presidencia de su país en 1955, con el transcurrir de los años volvería al gobierno dejando a Argentina sumida en una profunda crisis. Perón es uno de esos casos en los que las expectativas y las prebendas tienen por norte aupar la perpetuidad de un hombre en el poder.
luisdalvarezva@hotmail.com

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miércoles, 26 de diciembre de 2012

RICARDO ESCALANTE, ¡SEÑOR CAPRILES!

Excelsas virtudes del político que se jacte de serlo son capacidad para la autocrítica y humildad para aprender la lección de sus equivocaciones. Y, por el contrario, la tozudez y la arrogancia son deplorables defectos que, por cierto, crecen como hierba mala en el terreno político.
Digo esto a propósito de los innumerables juicios que he leído sobre las causas de la derrota de la oposición venezolana en las elecciones presidenciales de octubre y su coletazo en las elecciones de gobernadores, y después de haber esperado con paciencia franciscana una reacción desapasionada del principal protagonista de ese ingrato acontecimiento.
En algunas de mis divagaciones sobre la política venezolana, había expresado elogios a la fortaleza física de Henrique Capriles Radonski y a su demostrado y encomiable deseo de reemplazar a Hugo Chávez, a lo cual, como era dable esperar, había agregado con sana intención algunas referencias a sus falencias de bulto. Y lo hice porque para enderezar rumbo nacional se requiere algo adicional a los brincos y a la cachucha tricolor.
Entonces dije y ahora repito, que la selección del candidato presidencial debió haber ocurrido con anticipación suficiente. No fue así por interés de algunos partidos, a pesar de lo cual en la campaña electoral quedó claro que la opinión pública estaba preparada para producir el cambio de gobierno que no llegó. Estaban dadas las condiciones para la victoria de la oposición y hasta se creó una emoción sin precedentes cuando Capriles, por fin, atacó de manera frontal a su rival.
¿Qué pasó entonces y qué ha pasado después? Capriles vacilaba, ni siquiera llamaba a Chávez por su nombre. No le exigía actuar con responsabilidad para revelar la gravedad de su enfermedad y para demandar que se sometiera al examen de una junta médica. ¿Por qué Chávez ha despreciado a los médicos venezolanos, que sin lugar a dudas son mejores que los cubanos? ¿Por qué Capriles no ha confrontado las recientes y atolondradas interpretaciones constitucionales de la presidenta del Tribunal Supremo y de Diosdado Cabello?
Es de suponer, además, que un líder con vocación para reunir a los descontentos generados por el atropello chavista, no debe despreciar a los partidos políticos tradicionales porque a pesar de su enorme desgaste, ellos todavía disponen estructuras capaces de contribuir a la transmisión del mensaje y a la defensa del sufragio en las mesas. Pero Capriles lo hizo y, como si fuera poco, los agredió sin causa ni razón.
Las primeras lecturas de cualquier aspirante presidencial deben ser de historia contemporánea y de economía, amén de otras materias también relevantes. Las debilidades de Capriles en ese terreno son significativas.  Ahora, claro está, nadie sabe si él se lanzará a competir con Nicolás Maduro en lo que hoy se avizora como otra derrota más para la oposición, aunque la política es dinámica y cambiante y falta agua por correr bajo los puentes.
Capriles ha dicho y repetido que en su bolsillo lleva 6.5 millones de votos que eran y siguen siendo suyos, pero al reelegirse como gobernador de Miranda obtuvo una cantidad inferior a la de octubre en ese Estado.  Este detallito es interesante y da lugar a otra pregunta: ¿Podrá él sacar los mismos 6.5 millones de votos frente a Nicolás Maduro, a pesar de la incapacidad estructural de este para pensar y hablar a la vez?
Quedan pendientes otros elementos para nuevos artículos. Por ahora confieso pánico ante la ignorancia supina del señalado como sucesor por el monarca de Sabaneta, porque el país no puede manejarse como un autobús del Metro. Un primitivo que ha ascendido por sumiso no puede. ¡Hagamos algo!
ricardoescalante@yahoo.com

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lunes, 7 de mayo de 2012

VÍCTOR RODRÍGUEZ CEDEÑO, TORPEZA Y ARROGANCIA INEFECTIVAS

El régimen bolivariano insiste torpemente en hacer de Venezuela un Estado forajido, al intentar sustraerle de sus compromisos internacionales en materia de derechos humanos. Con el anuncio del “retitro” de la CIDH se pretende dejar el campo abierto a las violaciones de los dererchos humanos en el pais, en ausencia de un control efectivo por un sistema judicial sometido al Ejecutivo.

El anuncio de Chávez, ratificado por sus colaboradores, refleja la mayor ignorancia en la materia. La CIDH es un órgano de la OEA (artículos 53 y 106 de la Carta y 1 del Estatuto), cuyas funciones están descritas en su Reglamento, artículos 18 (en relación con Estados Miembros de la OEA) y 19 y 20 (en relación con Estados Partes en la Convención de 1969). Fue creada para “promover la observancia y la defensa de los derechos humanos” entendidos estos como los definidos en la Declaración Americana de Derechos y Deberes del Hombre (DADDH), de 1948 y en al Convención Americana sobre Derechos Humanos de 1969 (CADH).

Un Estado no puede “retirarse” de ella, a menos que lo haga de la Organización en su conjunto, mediante la denuncia de la Carta (Art.143), que surtirá efectos dos años mas tarde.

Un Estado Miembro de la Organización no puede desconocer uno de sus órganos. Podría, en todo caso, retirar la aceptación de su competencia, como sucede en el caso de la Corte Internacional de Justicia, el órgano judicial de la ONU (Art.96 de la Carta), de cuyo Estatuto son parte ipso facto todos los Estados Miembros de la Organizacion, cuya competencia es facultativa.

Venezuela puede, en el caso de la CIDH, retirar la declaración de aceptación de su competencia, hecha el 9 de agosto de 1977,  aunque esa competencia se refiera a la posibilidad de que un Estado alegue que otro Estado parte ha incurrido en violaciones de los derechos humanos establecidos en la Convención (art.45) y no a las Peticiones de los individuos. Puede también denunciar la CADH (Art.78),  lo que surtirá efectos un año después.

El anuncio del “retiro” de la Comisión, sin embargo, a pesar de ser una decisión inconsulta y contraria al artículo 31 de la Constitución de 1999 que establece que “toda persona tiene derecho (...) a dirigir peticiones o quejas ante los órganos internacionales” de derechos humanos,  no tendrá los efectos perversos que persigue el régimen, por cuanto la Comisión protege los derechos consagrados en la DADDH de 1948 y puede por ello recibir Peticiones de los nacionales de los Estados Miembros, incluso no partes en la CADH, en relación con la supuesta violación de los derechos protegidos en ella y en los distintos instrumentos regionales de derechos humanos, tal como lo precisa el artículo 23 del Reglamento. En la práctica la Comisión ha admitido peticiones de nacionales de Estados no partes en la CADH, al considerar que se refieren a derechos protegidos en dicha Declaración.(Caso Mossville Environmental Action Now, Estados Unidos 17 de marzo de 2010). en base a las supuestas violaciones de la Declaracion.

Todo ciudadano tienen derecho a introducir una Petición, acerca de la violacion por un Estado miembro de la OEA, de uno de los derechos protegidos por los instrumentos regionales de derechos humanos (Art.44 de la Convención de 1969). La Secretarٳa Ejecutiva de la Comisión tiene la obligación de estudiarlas y tramitarlas, cuando llenan los requisitos exigidos (Art.26 del Reglamento) y los Estados la obligación de no obstaculizar la presentación de peticiones y quejas ante la Comisión, lo que se deduce de una amplia interpretación del artículo 44 del Reglamento de la Comisión que constituye la piedra angular del sistema de protección americano.

El regimen bolivariano actúa con arrogancia, ignorando las reglas y la realidad jurídica para dar paso a un proyecto político irrespetuoso de las normas jurídicas en general, de las relacionadas con la protección de los derechos humanos, en particular.

El anunciado “retiro” de la CIDH que completa la descabellada propuesta de crear un nuevo órgano regional de protección, no puede realizarse sino mediante la denuncia de la Carta de la OEA. Si,recurriendo a otra via, se denuncia la CADH, ello  no afecta la protección ni el derecho de los nacionales de los Estados Miembros a recurrir a uno de sus órganos, la CIDH, en particular, cuando se trate de derechos protegidos en instrumentos regionales distintos a ella, como la DADDH de 1948 que recoge el Derecho Internacional consuetudinario, cuya normativa, no puede ser inobservada por los Estados, reflejo de una clara tendencia del Derecho Internacional, hacia una concepción objetiva, superando su naturaleza estrictamente contractual, en beneficio de la creación de un orden público internacional integrado por normas y principios de interés común,entre ellas las relativas a los derechos humanos.

La irreverencia bolivariana no tiene limites. Sólo falta que el régimen desconozca la Declaración y denuncie los instrumentos regionales de protección, derecho material aplicable por la CIDH y la Corte.

vitoco98@hotmail.com

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martes, 17 de abril de 2012

CARLOS R. ALVARADO GRIMÁN/ LOS GOBERNANTES Y SUS ADULADORES

Latinoamérica sufre una verdadera peste de políticos arrogantes que creen ser el centro mismo del universo, especies de Luis XIV, siempre listos para lanzar sus cañones contra sus adversarios. Estos sujetos gobiernan y conducen los asuntos de sus Estados como predestinados capaces de transformar al mundo y como dioses crear hasta un hombre nuevo; un individuo a la imagen y semejanza de ellos mismos: Un Hombre “perfecto”.
A lo largo de la historia de la humanidad esos hombres mesiánicos han terminado por hundir a sus países en terribles desgracias, guerras y hambrunas. Pero la verdad es que estos “superhombres” son individuos esencialmente débiles, que sucumben ante manipulaciones de individuos o grupos de intereses, quienes tras bambalinas terminan conduciendo los asuntos en los Estados.
En la película el Abogado del Diablo, Al Pacino acuño aquella famosa frase: “La vanidad es definitivamente, mi pecado favorito”, porque la vanidad es ciertamente una debilidad humana fácilmente de usar y las técnicas de manipulación están al alcance de cualquier mente medianamente inteligente, que a la postre disfruta de los réditos o beneficios de los llamados hombres de Estado que padecen esta deficiencia o pecado capital.
En la tragedia Shakesperiana del Rey Lear, la vanidad es la causa de la desgracia del protagonista. Lear como recordarán, decide un día no seguir gobernando y repartir su reino entre sus tres hijas, la que sea capaz de expresar su amor con superior elocuencia se llevará la mayor parte del reino. Las dos hijas mayores se desviven en adulaciones, pero la menor que, realmente lo ama, no logra llenar las expectativas de su vanidoso padre, quien la deshereda. Una vez con el poder, las hijas le quitan al Rey Lear, las riquezas, el imperio y la dignidad. Este termina junto con su bufón, en la más absoluta pobreza, loco y abandonado.
Esta tragedia nos permite reflexionar hasta donde los autócratas vanidosos son capaces de arrastrar a sus pueblos y a sus ciudadanos. Los autócratas son perfectos imanes para atraer aduladores, individuos sin integridad, sin orgullo sin conciencia, capaces hasta de arrastrase y realizar sin objeciones cualquier cosa inmoral, para aumentar su poder, rango o patrimonio. 
Fidel Castro y los presidentes de los países del Alba encarnan fielmente a las hijas del Rey Lear, quienes han manipulado al venezolano Chávez, aprovechando su personalidad megalómana, para superficialmente engrandecerlo como líder continental y pegarse como sanguijuelas al erario público venezolano, y así mantener sus privilegios, sustentar a sus gobiernos decadentes y sus influencias hemisféricas.
El antídoto contra el pecado capital de la vanidad del que disponen los pueblos para evitar tragedias en sus países, incluyendo la desgracia de de sus propios líderes es la democracia y la independencia de los poderes públicos, limitando las atribuciones de los gobernantes y las acciones de los aduladores que inevitablemente los acecharán.

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