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En las últimas semanas ha estallado de manera
simultánea en el vecindario y Europa, una serie de escándalos de corrupción
político-administrativa, frente a la cual se ha levantado una ola de repudio
que a más de un político tiene en vilo.
Las consecuencias negativas de esto para el
sistema democrático son claras. La corrupción indigna tanto como preocupa.
Desde la Tangetópoli italiana del pasado
siglo, en la que se hizo famoso aquel juez Antonio di Pietro (proceso Mani pulite), los medios no se
habían ocupado sobre el tema como en los días que corren.
Una suerte de efecto dominó se ha producido
con las denuncias sobre tráfico de influencias, peculado, lavado de dinero y
otros delitos, cuya repercusión se ve potenciada por los problemas económicos
que sufren algunos países.
Principalmente, Argentina, Brasil, Italia,
España y Portugal, entre otros, están en la palestra pública.
La corrupción del kirchnerismo en Argentina
es a cielo abierto. Lo que se lee al respecto es repugnante. Desde la
presidencia y la vicepresidencia de la República hacia abajo es un estercolero.
Una trama de negociados ilícitos a la sombra del poder, que ha hecho ricos a la
familia presidencial, sus más cercanos colaboradores y allegados, cuyos
vínculos, incluso, con Venezuela, fueron evidenciados con los dólares dirigidos
a apuntalar la campaña presidencial de la Kirchner. Hasta ahora, ningún preso,
y sabemos en qué medida controla y mediatiza los tribunales de ese país el
gobierno.
En Brasil, no es muy distinto. El Partido de
los Trabajadores y los partidos políticos aliados, desde el gobierno de Lula Da
Silva al de Dilma Rousseff, han sido beneficiarios de fondos provenientes de
las empresas que han sido las principales contratistas del Estado. Han sido
detenidos al día de hoy decenas de empresarios y políticos que han estado por
años hundidos en un chiquero nauseabundo de tráfico de influencias, que hasta
cierto punto puso en riesgo la reelección de la presidente. Los contratistas
detenidos representan negocios con el gobierno de alrededor de 30.000 millones
de dólares. Y la dirección de la empresa Petrobras en el banquillo.
El inefable Silvio Berlusconi, Il cavalieri,
ha sido el protagonista de juicios interminables por corrupción en Italia, que
van y vienen por los vericuetos de procedimientos tribunalicios, pero que
muestran un entramado de irregularidades enorme.
España es escenario también de hechos
irregulares que vienen siendo investigados y enjuiciados. Líderes y militantes
de casi todos los partidos aparecen involucrados, y hasta una hermana del rey
está envuelta en estos hechos por causa de las andanzas de su marido. En
Cataluña, a un personaje político que había gozado largo tiempo de la adhesión
y el respeto de sus conciudadanos, se le descubre un entramado de negocios
supuestamente ilícitos.
El escándalo del Banco Espírito Santo de
Portugal hace pocos meses fue el abreboca para que en estos días reventara otro
caso por el que el ex primer ministro socialista José Sócrates, ingresa a la
cárcel bajo graves acusaciones de enriquecimiento ilícito. Cuentas bancarias en
Suiza y bienes inmuebles en Paris han aparecido como de su propiedad, sin que
hasta ahora haya justificación o demostración alguna del origen lícito de
ellos.
Desde hace algunos años vengo hablando de la
existencia de una suerte de organización transfronteriza informal a la que
denomino Corruptos sin fronteras, por su
ámbito global de acción. Sons mafias transideológicas, que en funciones
o no de gobierno hacen negocios entre ellas y se protegen mutuamente.
Argentinos, rusos, brasileños, cubanos, chinos, colombianos, nicaragüenses,
españoles y venezolanos, entre otros, forman parte de esta internacional de la
corrupción, desde la cual se ha tejido una madeja de relaciones ilegales
(tráfico de influencias, lavado de dinero, narcotráfico, etc) por parte de
funcionarios públicos y empresarios privados cuyo propósito es manejar
el poder y de paso hacerse ricos, blandiendo como estandarte un discurso
hipócrita para atrapar incautos.
Bajo el manto de una supuesta afinidad
política, estos políticos se financian entre sí actividades proselitistas y/o
campañas electorales, con dinero público.
Le oí decir a Mario Vargas Llosa una vez que
si detestamos la política, la política se puede volver detestable, lo cual
sería muy grave.
Recuerdo ese pensamiento porque si bien está
claro que lo que debemos repudiar con rigor, como ciudadanos, son las
manifestaciones disfuncionales de la política, y en el caso que nos ocupa, la
corrupción, no podemos extender este rechazo a la política y los partidos en
general, incluso, con sus naturales defectos.
La corrupción político-administrativa es un
fenómeno de muy difícil erradicación; siempre la habrá, aunque es posible
reducirla a una expresión “tolerable” socialmente.
El Estado tiene que poner todos los recursos
legales y técnicos a su disposición para lograr la minimización de este grave
flagelo que sobre todo afecta a las mayorías y de paso puede acabar con la
democracia.
Obviamente, en esta materia hay un problema
cultural y otro moral.
No hay que olvidar que hay una suerte de
demagogos autoritarios que están al acecho para desacreditar a la democracia
por causa de los problemas que trae la corrupción. Sobre un discurso
anticorrupción se han levantado opciones políticas populistas-demagógicas, que
al llegar al poder han sido peores que aquellos que cuestionaban.
En Venezuela, lo estamos viviendo con
amargura y calamidades económicas, con un gobierno en el que la impunidad reina
y sus más altos jerarcas militares y civiles han sido denunciados sin que
ninguno haya ido a juicio. En otros países se asoman también amenazantes
oportunistas de la misma calaña.
Emilio
Nouel V.
emilio.nouel@gmail.com
@ENouelV
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