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jueves, 12 de junio de 2014

ANTONIO SÁNCHEZ GARCÍA, EL NEOFASCISMO: NTECEDENTES DE LA REVOLUCIÓN BOLIVARIANA

ADVERTENCIA Al caracterizar al régimen bolivariano de neo fascista no he pretendido exonerar de responsabilidad al socialismo castrista de sesgo marxista leninista. Por cierto: tanto o más totalitario, devastador y sangriento que el fascismo mussoliniano o el nazismo hitleriano.

Pero tanto por su método de asalto al Poder como por su ingeniería política y social, la revolución bolivariana está muchísimo más emparentada con el nazifascismo de sesgo hitleriano y mussoliniano que con el socialismo utópico. Fascismo del que por cierto, el mismo Fidel Castro hiciera acopio, junto con una devota asimilación de los principios hitlerianos sustentados en Mi Lucha, su lectura de cabecera mientras afilaba los aceros con los que se impondría desde la Escuela de Derecho de la Universidad de La Habana en su ensangrentado avance hacia el poder.

De un deslumbrante relato vivencial, Historia de un alemán[1], del publicista e historiador alemán Sebastian Haffner, hemos extraído algunos pasajes que ilustran la preocupante cercanía del nazifascismo con hechos de la ominosa historia de Venezuela en los últimos 14 años.

Hitler, el amnistiado y violento golpista verborreico y procaz, predijo su ascenso al Poder de manera escrupulosamente legal, amenazó con hacer rodar cabezas y condecoró a sus asesinos. Cumplió todas sus predicciones. Chávez lo imitó, siguiendo sus pasos hasta en los lapsos. Su reinado también duró 12 años y terminó con su muerte. Hizo rodar cabezas, aunque no las frió, como anunciara. Fue tan truculento y devastador como su modelo. Hoy sufrimos las consecuencias de su hitleriano poder de seducción. Sólo trajo ruindad y miseria. Más nada.

1
HITLER

“Hitler procedía de una jungla situada muy por debajo del nivel de la peor literatura más reciente, de un submundo en el que emergen demonios a partir del olor rancio fermentado en los cuartos interiores de pequeños burgueses, en los asilos de mendigos, en las letrinas cuarteleras y en los patios de ejecución. Una vez fuera de su entorno, tuvo verdaderos poderes mágicos, independientemente de cuál fuese su política.

El 14 de septiembre de 1930 tuvieron lugar las elecciones al Reichstag en las que los nazis pasaron meteóricamente de ser un partido ridículo y escindido a ocupar la segunda posición, de doce mandatos a ciento siete. A partir de ese día la figura que acaparó la atención en la época de Brüning ya no fue él mismo, sino Hitler. La pregunta ya no fue: ¿seguirá Brüning?, sino: ¿llegará Hitler? Los tormentosos y enconados debates políticos ya no giraron en torno al hecho de estar a favor o en contra de Brüning, sino de Hitler. Y en la periferia, donde volvían a sonar los disparos, no eran los partidarios y los enemigos de Brüning quienes se mataban entre sí, sino los partidarios y los enemigos de Hitler.
Y eso que en un principio la figura de Hitler, su pasado, su persona y su forma de hablar fueron más bien un hándicap para el movimiento que estaba concentrándose tras él. En 1930 Hitler era aún para muchos una figura vergonzosa, perteneciente a un pasado gris: el redentor muniqués de 1923, el hombre del grotesco Putsch (golpe de Estado) de la cervecería. Además su aspecto le producía bastante rechazo al alemán medio (no sólo a los «inteligentes»): ese peinado de proxeneta, esa elegancia de pacotilla, el dialecto de los suburbios vieneses, esa increíble verborrea unida a los ademanes de epiléptico, su gesticulación desenfrenada, esos espumarajos, la mirada entre flameante y extraviada. Y encima el contenido de los discursos: ese gusto por la amenaza y la crueldad, sus fantasías sobre ejecuciones sanguinarias. La mayoría de la gente que empezó a vitorearle en el Palacio de los Deportes en 1930 probablemente habría evitado pedir fuego por la calle a un hombre como aquél.

Pero es ahí donde ya empezaba lo raro: la fascinación que ejercía precisamente lo más repugnante, lo nauseabundo, ese rezumadero de asco llevado al extremo. Nadie se habría sorprendido si, cuando este ser pronunció su primer discurso, un policía lo hubiera agarrado por el cuello y lo hubiese enviado a un lugar donde no se le volviera a ver jamás y al que sin duda alguna pertenecía. Sin embargo, como no ocurrió nada parecido y, más bien al contrario, el hombre siguió creciéndose y volviéndose cada vez más demente y monstruoso al tiempo que pasaba menos inadvertido y se hacía más famoso, se produjo el efecto opuesto: la bestia comenzó a generar fascinación y a la vez surgió el auténtico enigma en el caso de Hitler: esa extraña obnubilación y aturdimiento que sufrían sus adversarios, sencillamente incapaces de reaccionar ante aquel fenómeno, como sometidos al efecto de una mirada de basilisco, sin estar en condiciones de darse cuenta de que estaba desafiándoles el infierno personificado.

Hitler, citado como testigo por el más alto tribunal alemán, vociferó en la sala que algún día llegaría al poder según la más estricta legalidad y que entonces rodarían cabezas. No pasó nada. Al anciano presidente de la sala no se le ocurrió ordenar que se llevaran detenido al testigo. Durante la campaña electoral contra Hindenburg por la presidencia del Reich, Hitler declaró que daba el combate por ganado. Su oponente tenía ochenta y cinco años, él cuarenta y tres, podía esperar. No pasó nada. Cuando lo dijo por segunda vez en la siguiente asamblea, el público ya se reía como si les estuviesen haciendo cosquillas. Seis miembros de las tropas de asalto, que una noche atacaron a alguien «con otra mentalidad» mientras dormía y lo mataron literalmente a pisotones, fueron condenados a muerte. Hitler les envió un telegrama dedicándoles palabras de elogio y admiración. No pasó nada. Me equivoco, sí que pasó algo: los seis asesinos fueron indultados. Era curioso observar cómo estas reacciones iban intensificándose unas respecto a otras: el descaro salvaje que permitía a aquel pequeño y desagradable apóstol del acoso ir convirtiéndose poco a poco en demonio, la cabezonería de sus represores, que siempre se daban cuenta de lo que acababa de decir o hacer un segundo más tarde, esto es, cuando lo acababa de eclipsar mediante una afirmación más increíble o una acción más monstruosa, y la hipnosis que sufría un público que oponía cada vez menos resistencia, víctima del encanto de lo repugnante y de la embriaguez provocada por la maldad. Por lo demás Hitler prometía todo a todos, y esto lógicamente le proporcionó un enorme grupo de electores y partidarios aislados, compuesto por personas faltas de juicio, decepcionadas y empobrecidas. Pero esto no fue lo decisivo. Más allá de la pura demagogia y de los puntos de su programa, Hitler prometió dos cosas con una sinceridad clara y perceptible: la reanudación del gran juego bélico de 1914-1918 y la repetición de la gran correría anarquista y victoriosa de 1923. Dicho de otro modo: su futura política internacional y su futura política económica. No necesitaba prometerlo con palabras, es más, hasta podía refutarlo en apariencia (como haría más adelante en sus «discursos por la paz»), puesto que se le comprendía sin dificultad. Y ése fue el origen de sus verdaderos discípulos, del núcleo del auténtico Partido Nazi. Su promesa apelaba a los dos grandes acontecimientos que habían marcado a la generación más joven. Saltaba como una chispa eléctrica sobre todos aquellos que, en secreto, seguían entregados a aquellos sucesos. Sólo se quedaban fuera quienes habían revocado precisamente esos acontecimientos y los  habían señalado en su interior con un signo negativo. Es decir, “nosotros”. “

2
EL TERROR


La historia europea ha vivido dos tipos de terror: uno consiste en el irrefrenable delirio homicida experimentado por una masa revolucionaria desbocada y embebida de triunfo; otro es la crueldad fría y calculada ejercida por un aparato estatal victorioso, interesado únicamente en la intimidación y la ostentación de poder. Por regla general a cada una de estas variantes del terror se le asigna un carácter, bien revolucionario o represivo. El primero es el terror revolucionario, que se justifica mediante la excitación y la ira del momento, mediante el hecho de haber perdido el control. El segundo es el terror represivo, que se justifica con la excusa de querer vengarse de las atrocidades revolucionarias precedentes.

A los nazis se les ha reservado el derecho a combinar ambas formas de terror, de modo que ninguna de las dos excusas resulte válida. El terror de 1933 fue ejercido por una auténtica plebe embebida de sangre (esto es, las SA —por entonces las SS no desempeñaban el papel que tendrían más adelante—), pero las SA se constituyeron como «policía auxiliar», actuaron sin ningún tipo de estímulo ni espontaneidad y, sobre todo, sin exponerse al más mínimo peligro, sino más bien todo lo contrario: desde una posición de seguridad plena, cumpliendo órdenes y ateniéndose a una férrea disciplina.

La imagen vista desde fuera mostraba el terror revolucionario: una gentuza salvaje y desaliñada que irrumpía por la noche en las casas y arrastraba a personas indefensas a unos sótanos de tortura cualesquiera. El proceso interno consistía en un terror represivo: un control y una manipulación estatales fríos, perfectamente calculados y totalmente respaldados por el ejército y la policía. Todo esto no fue una consecuencia del estado de excitación que sucede a un combate victorioso o a un gran peligro superado —no había ocurrido nada parecido—, tampoco sirvió de venganza frente a cualquier atrocidad cometida por el enemigo —no había existido tal cosa—. Lo que se produjo fue más bien una angustiosa inversión de los conceptos habituales: ladrones y asesinos que actuaban como policías en pleno ejercicio de la autoridad del Estado tratando a sus víctimas como criminales, objetos de su desprecio y condenados a muerte de antemano.

Hubo un caso representativo que trascendió a la luz pública debido a las proporciones que alcanzó: un sindicalista socialdemócrata de Cöpenick se enfrentó junto con sus hijos a una patrulla de las SA que irrumpió una noche en su casa para «detenerlo». Dos miembros de las SA murieron por los disparos en un caso evidente de defensa propia. De resultas del incidente y aún en el transcurso de aquella misma noche, el sindicalista y sus hijos fueron reducidos por un segundo grupo más numeroso de oficiales de las SA y ahorcados en el cobertizo de la casa. No obstante, al día siguiente, unas patrullas disciplinadas de las SA se presentaron cumpliendo órdenes en las viviendas de todos los habitantes de Cöpenick de conocida orientación socialdemócrata y les dieron una paliza sin mayores explicaciones. El número de muertos nunca fue difundido.

[1] Sebastian Haffner, Historia de un alemán, Editorial Destino, Barcelona, 2001.

Antonio Sanchez Garcia
sanchezgarciacaracas@gmail.com
‏@Sangarccs

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