Hay que leer con cuidado el programa de Michelle Bachelet, la presidenta electa de Chile.
No
es un refinado ejercicio académico ni una sumatoria de ideales inalcanzables;
es algo mucho más importante, un proyecto triunfante, respaldado por el 62% de
los votantes en segunda vuelta (y casi 47% en primera vuelta), lo que lo saca
del territorio especulativo y lo coloca en el centro palpitante de la realidad.
Sobra
decir que en él podrá haber cosas que a uno no le parezcan y podrán faltar
otras que sí, pero nada opaca el hecho cualitativamente distinto de que estamos
ante un texto refrendado por un mandato popular contundente.
Yo
iría más lejos y diría que este programa es pionero en su género, más incluso
que los aplicados por Lula en Brasil: por primera vez gana en un país de
América Latina un programa socialdemócrata específicamente diseñado para la
región.
Las
prioridades de esta pediatra socialista, hija de un militar sacrificado por
Pinochet, son claras: aspira a combatir la desigualdad en numerosos frentes,
muy en particular mediante una audaz apuesta por la educación pública que
afectará desde las guarderías hasta los posgrados.
Pero
así como el programa implica gastos nuevos por un total de 15.100 millones de
dólares, monto muy considerable, también se da la pela de aclarar que para
pagarlos aumentará el recaudo impositivo en un 3% del PIB.
Todavía
más ambiciosa y más difícil de cumplir es la promesa de convocar una asamblea
constituyente. Las mayorías parlamentarias no le alcanzan a Michelle Bachelet
para hacerlo por su cuenta, de suerte que necesariamente deberá emprender la
dura tarea de negociar concesiones con sectores políticos que no hacen parte de
su coalición triunfante y que venderán el pellejo, si es que lo venden, al
precio más alto posible.
Dicho
todo esto, me parece casi más importante señalar lo que no contiene el programa
de Michelle Bachelet, avalado, no se puede olvidar, hasta por el Partido
Comunista de Chile, cuya última participación en el poder se dio con Allende
hace más de cuarenta años.
Por
ninguna parte dice que hay que denunciar los muchos tratados de libre comercio
firmados por el país; parecerá una perogrullada, pero habla de aprovecharlos y
de lograr una mayor integración de Chile a la economía internacional.
No
estigmatiza a los empresarios nacionales o internacionales, salvo para decir
que sus aportes actuales son insuficientes y que tendrán que pagar más
impuestos.
Y
mucho menos sugiere que los servicios públicos esenciales tienen que ser
prestados por empresas 100% estatales, y menos que éstas deben ser manejadas
por burocracias pesadas, ineficientes y sobrepagadas, como sucede con nuestra
EAAB.
Por
lo visto doña Michelle aprendió la vieja lección de Deng Xiaping, según la cual
da igual el color del gato con tal de que cace ratones.
Hay
en ella un pragmatismo casi escandinavo, que resulta sorprendente en estas
latitudes.
Me
pregunto si los créditos de nuestra izquierda local, tan radicales y apocalípticos
en el papel, dígase Jorge Enrique Robledo, Clara López o Gustavo Petro, no
podrán granjearse una invitación a la inauguración de doña Michelle el 11 de
marzo para que en Santiago examinen de cerca un programa de izquierda amplio,
popular, no populista y apto para América Latina... Bah, tengo mis dudas de que
quieran ir.
andreshoyos@elmalpensante.com
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