Por varios siglos, el nombre de Zulia se mantuvo en el corazón de todos, pero acallado...
Anda,
tía, cuéntanos la historia de por qué todo en la familia se llama "Bobarey". Eso solía decirme uno de mis sobrinos que ya es un hombre hecho
y derecho cuando era un chiquilín en esa edad magnífica en la que los niños se
mueren porque uno les alegre la tarde con leyendas y cuentos. Yo, que
disfrutaba haciéndolo, lo sentaba en mis piernas y arrancaba. Esta era uno de
las muchas narraciones.
Se
llamaba Zulia y era la más hermosa de las princesas indígenas. Había nacido
hacia 1538, en tierras del lago de Coquivacoa. Era hija del gran cacique
Cinera. Y dicen que era la más fiel heredera de la estirpe y prosapia de su
padre, quien era un jefe sabio y justo. Dicen que Zulia tenía magia en su
mirada, que su voz era suavizante de las penas y que cuando caminaba esparcía
una bondad poco común. Dicen que su padre la había preparado para la gloria y la
paz, no para la guerra.
Aseguran
que fue la "majayura" más paciente pero también la más ansiada. Todos
querían casar con ella. Todos los hombres querían caer a sus pies. Luego de los
tres meses del blanqueo, y de un largo palabreo con la familia del mejor
pretendiente, se hizo el matrimonio. La novia vistió la más espléndida manta,
una cinta tejida sujetaba su cabellera y sus pies estaban adornados con borlas
de mil colores.
No
habían pasado muchos meses cuando su cuerpo anunció prosperidad. Padre y esposo
se llenaron de dicha y en la aldea hubo fiesta de tres días. Una tarde,
mientras ella se encontraba sola en el monte, sintió los dolores de parto.
Presintió lo peor. Algo no estaba bien. No habían transcurrido ni siquiera ocho
lunas de las llenas. Cayó a tierra y todo su hinchado cuerpo se retorció en
sudores y espasmos.
Allí,
sobre la misma tierra, a solas, comenzó a alumbrar. Fueron horas y horas de
sentir que el vientre se le partía en dos. Y en la soledad del monte, temió la
llegada de la noche y el acecho de las fieras.
PUJAR... PUJAR... PUJAR
De
rodillas, como le habían enseñado debía producirse el paritorio, mordía un
cuero para soportar y así no llamar al mal con los gritos. Pujar, pujar, pujar.
Eso había visto hacer en la aldea a otras mujeres en igual trance. Pero tal fue
su esfuerzo, que la linda Zulia comenzó a desangrarse. Presintió la muerte y el
miedo más intenso le invadió la vida.
La
sangre manó de su cuerpo, como un manantial teñido de rojo. Fue tal la cantidad
que cuentan que dio origen a un río nuevo. Que sus aguas rojizas alimentaron al
potente Catatumbo y lo hicieron más fiero. Cuentan que los gritos de Zulia
estallaron en la noche y taladraron el cielo como fogonazos de luz, que el río
se iluminó con un relámpago con cada grito. Y que esos avisos en el cielo
alertaron a las mujeres que Zulia estaba en grave peligro y que necesitaba
ayuda. Alertaron a los hombres y una comisión se armó entre los más valientes
para internarse en el monte.
En
la madrugada, casi despuntando el alba, la encontraron, en un charco de sangre,
medio muerta, con un niño en los brazos que apenas se movía. Los llevaron a la
aldea y cuando allí llegaron la más vieja de las viejas instruyó para que las
pusieran en la más elevada de las hamacas. Con enorme cuidado, la anciana la
desvistió, lavó al niño y a la madre, le puso cataplasmas de hierbas y
escupitajos y les rezó cánticos de curación. Ofreció cambiar su vida por las de
aquellos dos cuyos corazones apenas palpitaban.
SILENCIO DE MIEDO
Tres
días y tres noches pasaron y madre e hijo debatiéndose entre la vida y la
muerte. Un silencio de miedo profundo se posó sobre la aldea. Hasta las
hormigas dejaron de ser presurosas y los animales callaron. La anciana seguía
cuidándolos, seguía colocando cataplasmas, seguía rezándoles. El cuerpo casi
inconsciente de la parturienta producía leche en sus pechos. El niño le fue
pegado, con la esperanza que así despertara a la vida.
A
la cuarta noche, cuando la luna se puso encinta, Zulia abrió los ojos. Vio a su
hijo pegado en su pecho. Alargó la mano y rozó a la vieja que dormitaba a su
lado. La anciana despertó y acercó sus arrugados dedos y con ellos le paló la
frente. El calor de fiebre la había abandonado. Su piel estaba fresca y el niño
finalmente había abierto los ojos. "Bobarey", balbuceó la madre,
indicándole así a la yaya cómo debía llamarse el niño.
DIGNAMENTE
Con
el infante en brazos, la anciana caminó hacia el cacique Cinera. Lo miró a los
ojos y le dijo: "El es tu herencia. Ella lo ha parido con dolor. Y ese
dolor lo ha marcado con el sello de la valentía". La vieja se lo colocó en
los brazos y se fue al monte, a morir con la dignidad de la promesa que debe ser
cumplida.
A
la muerte de este poderoso hombre, que era conocido en sus tierras y más allá
por su coraje y por su carácter de hombre justo, la princesa Zulia, viuda de un
valiente, lucha en contra del conquistador español y se convierte en la primera
cacica de su pueblo.
En
1561, en un combate contra el enemigo de su pueblo y de su raza, Zulia siente
la daga de un guerrero español que sabía que ella era no era una simple mujer
sino la cacica. Herida de muerte la llevaron junto al hijo y allí a su lado
muere. Tenía veintitrés años. Y dejaba un solo hijo, Bobarey.
BRILLÓ EL RELÁMPAGO
Por
varios siglos, el nombre de Zulia se mantuvo en el corazón de todos, pero
acallado, sin hacer justicia a su memoria. Cuentan que le tenían miedo y que
ese miedo se convertía en terror cada vez que el relámpago estallaba en el
cielo.
Cuentan
que, como en las narraciones bíblicas, se produjo una suerte de edicto que
condenaba a muerte al niño. Para salvarlo, la hija de la anciana que había
cuidado a Zulia, se lo llevó a tierras del otro lado del lago, en lo que hoy es
Colombia, y allí lo crió.
Cuentan
que Bobarey, convertido en robusto y valiente hombre, volvió a su aldea y buscó
al asesino de su madre. Que se engarzó en pelea y venció pero, herido de
gravedad, murió también a las pocas horas, pero en su tierra. Cuentan que ese
día el relámpago brilló más fuerte que nunca.
En
1824, cuando se crea la unión de naciones que se conoció con el nombre de
Colombia, a la vieja provincia de Maracaibo se la convierte en departamento. Se
le bautiza con la motilona voz de "Zulia", como homenaje a la
corajuda princesa indígena. Con el tiempo el departamento se convirtió en
estado, un estado que lleva tatuado en su tierra el nombre de una mujer que amó
y fue amada y que ofreció su vida por la libertad.
Años
más tarde, pasados los tiempos de guerras, en tierras del sur del lago, esas
mismas tierras que hoy padecen la indignidad de saqueos de cuatreros vestidos
de gobierno, una hacienda recibió el nombre de "Bobarey", en memoria
de aquel joven que nunca olvidó sus orígenes. Fue el asiento de los sudores,
dolores, trabajo, denuedo y logros de hombres recios y corajudos, que de
navegantes se tornaron en ganaderos. Quiso Dios que en tales tierras se posara
la gloria y la paz...
De
esos vengo, de esos forma parte mi historia. Triste quien no tiene historia. No
sabe ni sabrá de dónde viene y no sabe ni sabrá nunca a dónde va.
smorillobelloso@gmail.com
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