La sociedad venezolana tiene un poder que no parece saber tiene. La sociedad venezolana parece no haber aprendido a rescatar lo que es suyo. La sociedad venezolana es víctima de los males originados en la democracia representativa, una que no evolucionó hacia formas superiores. La sociedad venezolana se acostumbró a delegar y se olvidó del control social que toda sociedad madura ejerce sobre el poder. Atenuantes tiene esta sociedad postrada, como las manipulaciones y engañifitas a que fue sometida, pero eso no la justifica.
La sociedad venezolana se acostumbró a esperar al líder providencial, a esperar instrucciones, a depender de las degeneradas estructuras que de instituciones intermediarias pasaron a ser collar de hierro para la obediencia. La sociedad venezolana se convirtió en un corderillo manso dispuesta a ser “políticamente correcta” para permanecer en los resquicios de lo permitido y de lo tolerable. Fue así como la sociedad venezolana se convirtió en lo que es hoy, una sociedad instituida sobre bases endebles y sobre mecanismos degenerados.
La praxis política cotidiana sólo sirvió para alimentar oligarquías partidistas, para crear gremios y organizaciones de diverso tipo encerrados en sus intereses particulares. Así, la sociedad venezolana delegó todo, desde la capacidad de pensar por sí misma hasta la administración de sus intereses globales. La sociedad venezolana se hizo indiferente, se convirtió en una expresión limitada al chiste y a la burla, al desprecio exterior hacia las élites, pero una zángana incapaz de protagonizar una rebelión en la granja.
HAY QUE CAMBIARLO TODO PARA QUE NADA CAMBIE
El gobierno que vino como consecuencia lógica de un cansancio interior y de un derrumbe de lo ya insostenible, contó con la anuencia de esas élites de lo caído, pretendidamente gatopardianas, que soñaron que todo cambiaba para que nada cambiara. Sólo que nunca se leyeron El gatopardo de Lampedusa y jamás se dieron cuenta que había en el texto del príncipe siciliano mucho más que la cita trillada que es lo único que se conoce de esa novela.
Demos pasos hacia una democracia del siglo XXI en la cual se practica la libertad como ejercicio cotidiano de injerencia. En otras palabras, trastocar lo que ha sido hasta ahora la relación entre sociedad e instituciones. La sociedad instituyente debe ser imaginativa y conseguirse las formas y los métodos. La sociedad instituyente debe transformar la realidad. La democracia tiene que pasar a ser la encarnación de esa posibilidad. Sólo lo puede lograr una sociedad instituyente que es mucho más que una recipiendaria del poder original, pues lo que tiene que ser es un cuerpo vivo, uno capaz de generar antídotos y anticuerpos, medicina y curas, transformación y cambio.
II
Un cuestionamiento profundo es rechazado por alterar lo establecido y las instituciones apenas reciben un rasguño que le permiten continuar su camino de manera autónoma en relación al cuerpo social.
Estas instituciones dialogantes de la democracia representativa son lo que denominamos burocracia. Frente a este anquilosamiento se alza lo que hemos dado en llamar poder instituyente. Este poder instituyente debe estar en capacidad de pasar por encima de lo instituido y producir otro cuerpo social con características derivadas del planteamiento teórico que la llevó a insurgir. En otras palabras, deben poder pasar sobre el poder, no sólo el que encarna el gobierno, sino las propias formas que la sociedad instituida ha generado y que la mantienen inerme. En otras palabras, la sociedad instituyente debe servir para crear nuevas formas y no una repetición de lo existente. En el caso venezolano tenemos una sociedad instituida de características endebles, bajo la presión de las instituciones secuestradas por el régimen “revolucionario” y cuyas decisiones de resistencia están en manos de partidos débiles que se reproducen en los vicios tradicionales de las organizaciones partidistas desaparecidas y que en el fondo no hacen otra cosa que indicar una vuelta al pasado, a las instituciones de la democracia representativa con diálogo, consenso y acuerdos, sin alterar para nada la esencia de lo instituido.
Seguramente debemos ir hasta Cornelius Castoriadis para dilucidar que detrás de todo poder explícito está un imaginario no localizable de un poder instituyente. Así, se recuerda que los griegos, cuando inventaron la democracia trágica, acotaron que nadie debe decirnos como pensar y en el ágora se fue a discutir sobre la Polis en un proceso auto-reflexivo. De allí Castoriadis: “Un sujeto que se da a sí mismo reflexivamente, sus leyes de ser. Por lo tanto la autonomía es el actuar reflexivo de una razón que se crea en un movimiento sin fin, de una manera a la vez individual y social”.
Ahora bien, de la democracia griega hasta la democracia representativa han pasado muchas consideraciones teóricas, hasta nuestros días cuando se habla de una democracia participativa. En otras palabras, la política ha desaparecido, en el sentido de la existencia de ciudadanos libres que permanentemente cuestionan reflexivamente las instituciones y a la sociedad instituida misma.
Épimélia es una palabra que implica el cuidado de uno mismo y que da origen a la política. La libertad propia de la política ha sido exterminada, porque lo que se nos impone es como “pertenecer”. Apagar, disminuir, ocultar y frustrar el espíritu instituyente es una de las causas fundamentales de que los venezolanos vivamos lo que vivimos. Ahora tenemos al nuevo poder instituido tratando de crear un imaginario alterado al que no se le opone uno de liberación, en el sentido de soltar las posibilidades creativas del cuerpo social. En realidad lo único que se argumenta en su contra es la vuelta a la paz, a la tolerancia, al diálogo, manteniendo incólumes las viejas instituciones fracasadas. Alguien argumentó que siempre hay un porvenir por hacer. Sobre ese porvenir las sociedades se inclinan o por preservar lo instituido o por soltar las amarras de lo posible. En Venezuela debemos buscar nuevos significados derivados de nuevos significantes. Si este gobierno que padecemos continúa impertérrito su camino es porque los factores que lo sostienen se mantienen fieles a una legitimidad imaginaria. La explicación está en una sociedad instituyente constreñida, sin capacidad de poner sobre el tapete la respuesta al futuro. Ya los griegos sabían que no podrá haber una persona que valga sin una polis que valga.
Pese al anuncio de que en Venezuela había una “revolución” lo cierto es que vivimos en lo instituido y, por si fuera poco, en un instituido aún más degenerado. Lo religioso (Chávez parece un pastor protestante norteamericano) ha sido un factor determinante del fracaso. Este gobierno ha negado lo instituyente imaginario y ha tomado el camino de un imaginario instituido. Se está basando en una legitimidad de la dominación, lo que hace imposible la transformación de la psiquis y su proyección hacia lo concreto histórico-social.
La transformación comienza cuando el cuerpo social pone en tela de juicio lo existente y suplanta el imaginario ofrecido. Se requiere la aparición de una persona con su concepción del Ser en la política, uno que se decide a hacer y a instituir. El planteamiento correcto es inducir que la vida humana no es repetición, y muchos menos de los enclaves políticos, y encontrar de nuevo en la reflexión y en la deliberación un nuevo sentido. No estamos hablando de una “revelación” súbita sino de la creación de un nuevo imaginario social. Así, sin llenarse de ideas y pensamiento sobre el futuro por hacer no será posible cambiar lo existente. La posibilidad instituyente está oculta en el colectivo anónimo. La democracia es, pues, cambio continuo. Todo proceso de este tipo transcurre –es obvio- en una circunstancia histórica concreta. En la nuestra, en la de los venezolanos de hoy, no podemos temer a lo incierto del futuro. Será cuando el cuerpo social tome el poder.
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