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domingo, 12 de octubre de 2014

TULIO HERNÁNDEZ, EL MÉRITO DE LA IGNORANCIA

Es como si al momento del despegue el piloto designado para conducir, digamos, un Airbus le informara a los centenares de pasajeros ya instalados en cabina que desconoce de esos aviones, que no ha sido entrenado para manejarlos y, peor aún, nada sabe de aviación.

Algo análogo acaba de ocurrir en Venezuela con el ministro de Cultura. Dos semanas después de su nombramiento, Fernando Iturriza, el nuevo ministro, se deja entrevistar en Últimas Noticias y declara que pensó: “Yo no sé nada de cultura, por qué me van a poner ahí”.

Las consecuencias de esta confesión no serán ni han sido las mismas que tendrían la del piloto. No ha habido ni habrá escenas de pánico. Artesanos recogiendo su equipaje de mano y huyendo. Ni músicos renunciando a su cuota anual en el programa de Cultura Popular, solo porque el nuevo ministro confiesa su ignorancia plena de la materia en la que ahora es máxima autoridad.

Pero, desde el punto de vista ético, político y gerencial, ambas confesiones tienen el mismo significado. Si una persona acepta pilotar un avión sin conocer el oficio, y otra, conducir un ministerio sin saber de la materia ni tener experiencia alguna en el campo que administrará, pues, estamos ante dos irresponsabilidades, dos formas de irrespetar las trayectorias profesionales del área y a los ciudadanos a los que se supone deben servir. 

Pero la declaración del pasado 21 de septiembre, en la entrevista firmada por Víctor Amaya, también pone en evidencia a quien tomó la decisión. Porque al nombrar como ministro a alguien que confiesa desconocer el campo, y tampoco es un destacado gerente con trayectoria en la gestión pública, el presidente espurio demuestra su desprecio profundo por una comunidad y por una dimensión de la vida social contemporánea –la de la cultura y las políticas culturales–, cuya importancia para el desarrollo humano es cada vez más reconocida por los países y gobiernos contemporáneos. Subestimación pura: Nicolás no ha puesto al frente de Salud a alguien que no sea médico.

En la actualidad la gestión cultural ha adquirido tal importancia que es objeto de doctorados y maestrías. Quien escribe estas líneas ha sido profesor por largos años en muchas de ellas en América Latina y Europa. Y sabe bien que en los países que tienen gobiernos con vocación de servicio se le entregan estas responsabilidades a gente con formación especializada.

Miremos por ejemplo a Brasil, Lula –quien se supone es admirado por los rojos– tuvo como ministro de Cultura al músico y activista cultural Gilberto Gil, quien hizo una brillante gestión convertida en ejemplo internacional. Colombia, luego de la Constitución de 1991, a un experto hombre de teatro, Ramiro Osorio, quien al terminar su gobierno fue invitado a México a dirigir el Festival Cervantino. Y en Cuba el ministro Abel Prieto, aunque sirva a una tiranía, es un poeta que hizo previamente una larga carrera como gerente cultural.

Sin ir muy lejos. En Venezuela el primer departamento de Cultura a escala nacional lo creó Luis Beltrán Prieto Figueroa, maestro y poeta, cuando fue ministro de educación en 1948. El Inciba, el primer instituto autónomo de la democracia dedicado a la cultura, fue concebido por ese brillante escritor del continente llamado Mariano Picón Salas, quien murió cuando se disponía a dirigirlo. Y cuando a José Antonio Abreu, tan respetado por Hugo Chávez, le correspondió ser presidente del Conac, en el segundo gobierno de Pérez, ya había sido Premio Nacional de Música y creado y dirigido durante catorce años el Sistema Nacional de Orquestas, experiencia que le permitió hacer también una gestión memorable.
Ojalá a Iturriza no le ocurra algo similar a aquella ministra de cultura española en un gobierno de Aznar, escogida por similares razones de la ignorancia como mérito, quien en plena Feria del Libro de Guadalajara declaró a los medios estar muy emocionada porque aquel día iba a conocer “a esa brillante escritora portuguesa llamada Sara Mago”.

Tulio Hernandez
hernandezmontenegro@cantv.net
@tulioehernandez

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martes, 23 de septiembre de 2014

TULIO HERNÁNDEZ, LA DEUDA BLANCA

Acción Democrática cumplió 73 años. Una cifra nada despreciable. Menos aún si se trata del que todavía, históricamente hablando, puede considerarse el partido político más influyente en lo que, para bien o para mal, ha sido el destino de Venezuela desde mediados del siglo XX.

Es cierto que para construir la democracia, su más grande logro, AD estuvo acompañado por Copei, URD y el PCV. Pero con el tiempo URD se convirtió en olvido y el PCV, luego de la aventura guerrillera, en equivocación histórica. Sus hijos, el MAS y La Causa R, fueron aves de corto vuelo.

Copei, ya lo sabemos, terminó mimetizándose con el partido al que hacía contrapeso. Al final no se sabía a ciencia cierta si Herrera Campins, con su refranero y sus trajes de Juan Bimba posmoderno, era adeco. O si Carlos Andrés Pérez, con sus modos neoliberales y el aire docto de sus ministros IESA, copeyano.

Cuando digo que AD es “todavía” el partido político más influyente en la historia contemporánea no estoy desestimando el peso específico del PSUV. Pero resulta que el PSUV no es exactamente un partido. No es una confluencia de activistas en torno a una ideología, sino el resultado de un movimiento de culto aluvional en torno a la figura y las emociones de un solo hombre, un militar golpista y carismático, en donde conviven apretujadas las más disímiles trayectorias personales.

El PSUV es como esos camiones compactadores de basura en el que tienen que aplastarse para que se amalgamen y ocupen poco espacio ex urredistas ricos; marxistas dogmáticos; nacionalistas de derecha; militaristas golpistas monotemáticos; izquierdistas de la Liga Socialista, el CLP y Ruptura; figuras menores del MAS y el MIR; o viajeros que han pasado en una sola carrera de las filas de AD a las del MEP, y de allí a La Causa R, luego al PPT, antes de llegar a la olla de grillos roja.

Además, aún es muy temprano para evaluar si el partido que reza a Chávez va a generar una transformación equivalente en su trascendencia a la de AD conduciendo la instauración de la democracia o si, más bien, su tarea es enterrar al ciclo histórico iniciado por “el partido del pueblo” y abrirle paso a una nueva era.

Es lo que parece indicar la realidad. Que no estamos ante el nacimiento de algo nuevo sino al final del modelo político y de sociedad que sustituyó al militarismo de la primera mitad del siglo XX. Retóricas guevaristas aparte, el chavismo –es una interpretación– no sería otra cosa que la enfermedad mortal, los últimos estertores de la degradación del modelo democrático iniciado en 1945. Su síntoma fundamental es haber llevado a niveles grotescos los cuatro males que la democracia bipartidista no superó –el rentismo, el estatismo, el populismo y el presidencialismo– añadiéndoles el autoritarismo militar, el retorno al pasado que estuvo hibernando pero no murió.

AD y Copei se suicidaron. O casi. Cuando Chávez comenzó su primera campaña electoral, ya estaban fuera, habían perdido la fe de sus electores. De la era de los grandes entusiasmos –el voto universal, los gobiernos civiles, el Guri, el puente sobre el lago, la reforma agraria, el Metro– habían pasado al campo enfangado del Viernes Negro, las autopistas eternamente inconclusas, Blanca Ibáñez, Recadi, el golpe del 92 y la escena final de Caldera como Saturno devorando a sus hijos, y las élites judiciales y políticas, incluido AD, devorándose a Pérez.

AD salió de juego, pero nunca le ofreció, ni le ha ofrecido, al país una explicación certera de lo que pasó. No digo un mea culpa flagelante ni una autocrítica desgarrada. Hablo de algo así como una explicación pedagógica, digamos que una teoría adeca de la debacle que, acompañada de una épica de la construcción de la democracia, permitiera poner orden y compensar el trabajo sistemático de desvalorización del aporte de los civiles al desarrollo nacional emprendido por el chavismo. AD no supo cobrar lo bueno, ni presentar disculpas por lo malo. Y eso, la explicación negada y la ilusión perdida, son parte de la deuda blanca con el país.

Tulio Hernández
hernandezmontenegro@cantv.net
@tulioehernandez

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domingo, 24 de agosto de 2014

TULIO HERNÁNDEZ, EL CEMENTERIO DE LOS AVIONES MUERTOS

1. “Esto ya no es un país, esto lo que es, es una catástrofe”. Eso fue lo que dijo, palabras más palabras menos, poniéndose las manos en la cabeza, en un gesto teatral, la persona que me antecedía en la cola, cuando la funcionaria de la línea Santa Bárbara le informó, a las 8:30 de la mañana del martes 19 de agosto, que el vuelo S3 1340, con destino a Ciudad de Panamá, no saldría a las 11:30 de la mañana como estaba previsto sino a las 10:30 de la noche.

Luego nos enteraríamos de que estos cambios son asunto de rutina y que, en menos de dos meses, era la segunda vez que a este hombre le ocurría lo mismo, en la misma ruta, perdiendo la conexión a Bogotá a donde viajaba vía Panamá, porque desde Caracas es cada vez más difícil –casi imposible– encontrar asientos en un vuelo directo a la capital colombiana.

Así que mientras matábamos el tiempo, me dediqué a juguetear con la frase. Porque, efectivamente, con velocidad indetenible en estos últimos meses, nunca había sido tan veraz que alguien exclame, presa del desespero, que Venezuela ya no es un Estado Nación. Ni un país. Un gobierno. Ni siquiera como le gustaba decir a José Ignacio Cabrujas, “una equivocación de la Historia”, “un campamento” o “un estacionamiento de gente”. Porque “esto”, ahora sí, efectivamente hasta que logremos ponerle freno y cambiar de ruta, es básicamente una catástrofe. Una nación inviable. Una maquinaria loca fuera de control.

2. Todo el que ha tenido en algún momento de su vida que ser viajero frecuente, sabe que un retraso o una sobreventa de boletos con sacrificio de pasajeros con reserva, puede ocurrir, incluso en los países más estrictos con las normas. Pero en Venezuela se han mezclado dos fenómenos: la reducción de aerolíneas extranjeras, vuelos y asientos, para llegar y salir del país, de una parte; y la reducción dramática del parque aéreo de las líneas locales, lo que ha hecho que la escasez de pasajes, los vuelos retrasados, suspendidos o postergados hasta por siete días, se haya vuelto la norma y no lo excepcional.

¿La razón? La misma de una buena parte de nuestros males contemporáneos. El diferencial cambiario. De una parte, la negativa de las líneas internacionales, unas a seguir viajando a Venezuela, otras a seguir vendiendo pasajes en bolívares, hasta que el gobierno no cancele la descomunal deuda en dólares que contrajo con ellas y ahora se niega a honrar.

Y, de la otra, la también negativa oficial a asignar divisas a las líneas locales lo que hace que cada vez más aviones pasen oficialmente a retiro, al cementerio de los aviones muertos, a consecuencia de la imposibilidad de comprar repuestos para su mantenimiento y reparación. Así de simple. Y de triste.

3. Nadie todavía ha llegado al extremo de lanzarse en una balsa artesanal, en la oscuridad de la noche, arriesgando su vida, desde el cabo San Román hasta Curazao porque no tenía otra manera de salir del país. Pero la situación de reclusión y aislamiento tiene cada vez más víctimas y costos. En cosa de semanas he escuchado el testimonio directo de personas que no han podido volar al entierro o cremación de un hijo ocurrida en el extranjero, o a la inversa, venir a despedir y enterrar a su padre o a su esposo, simplemente porque es imposible conseguir un cupo.

El episodio de los más de 400 pasajeros de Conviasa, la línea aérea del Gobierno venezolano, varados por más de una semana en Madrid, después de que la línea italiana Blue Panorama que proveía aviones y tripulación a la línea aérea venezolana rompiera el contrato por falta de pago, debe ser una de las páginas más indignas y la vez alucinadas en la historia mundial de la aviación comercial.

Lo curioso del caso es la reacción de la cúpula chavomadurista. Como un enfermo terminal que oculta sus síntomas, no hace nada por curarse y trata de hacer a otros responsables de su enfermedad, el chavismo no termina de reconocer la gravedad de lo que vivimos y cuando lo hace lo convierte en responsabilidad de otros. Una forma de demencia asociada al terror de perder el poder.

Tulio Hernández
hernandezmontenegro@cantv.net
@tulioehernandez

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martes, 12 de agosto de 2014

TULIO HERNÁNDEZ, PATRIA Y MUERTE


Aunque Gardel haya predicado lo contrario, diez, quince o treinta segundos pueden ser una eternidad. Lo entendí a plenitud el lunes pasado cuando me percaté de la cercanía mortal de una pistola más grande que el rostro del adolescente que me apunta mientras me pide el reloj, el celular y la cartera.
Está ocurriendo a plena luz del día. Tres o cuatro de la tarde. Final de la avenida Casanova. Caracas. Estoy tras el volante de uno de los muchos vehículos hace rato detenidos por la descomunal tranca. A pocos metros, en la esquina, cuatro policías bolivarianos conversan distraídos.
“No uso reloj, no llevo cartera, pero tengo dinero en el bolsillo”, le digo, con el poco de voz que el miedo permite. “El celular está en la chaqueta, en el puesto de atrás”, agrego. Y cuando me vuelvo a buscarlo para entregárselos, el adolescente, flanqueado por dos más, escupe: “Si te mueves te quemo” y hace como que va a apretar el gatillo.
Entonces comprendo la gravedad de la situación. Porque el adolescente está tan asustado como yo. La pistola tiembla entre sus manos. Entro en crisis y trato de calmarlo para calmarme a mí mismo. Recuerdo escenas de Diles que no me maten de Freddy Siso cuando el personaje interpretado por Asdrúbal Meléndez implora de rodillas por su vida.
Cierro los ojos esperando el pistoletazo y pienso alocadamente. En los amigos que nos ruegan que emigremos del país. En Y salimos a matar gente, el libro de Alejandro Moreno. En la ironía de que hace años, en 1993, participé desde la UCAB en uno de los primero estudios que alertaba sobre el crecimiento exponencial del homicidio y la barbarie, publicado luego bajo el título de La violencia en Venezuela, y ahora, me digo, estoy a punto de convertirme en solo una cifra más, un objeto y no un sujeto de estudio.
Como en un flashback final, largo y melancólico, decenas de rostros se atropellan en la memoria. Los amigos, los panas inolvidables. Los padres y los hermanos. Las mujeres que he amado, hermanas, amigas, novias. Pienso que Marianella me está esperando. En Rut y en Eleonora. En Isira. Incluso en Teo, nuestro perrito fiel. Y, al final, como una pesadilla diabólica se atraviesa aquella escena de ese fracaso sin retorno llamado Andrés Izarra, ministro oficialista, carcajeándose ante las cámaras de CNN para burlarse de los muertos, de las cifras de homicidios que con rigurosidad científica aportaba esa noche el sociólogo Briceño León.
En cinco minutos la vida es eterna, cantaba Víctor Jara. Entonces, como si de un arcángel se tratara, el tercero de los adolescentes, el que parece mayor, le dice al que tiene el dedo en el gatillo: “No dispares, este hijo de… está muy nervioso y nos va a meter en un peo”. Y corren.
El conductor del carro de adelante le avisa a los policías de la esquina. Los cuatro se acercan. Caminan lentamente. Como quien está de vacaciones. Uno de ellos, la mujer, me pregunta: “¿Es verdad que lo atracaron con un arma? ¿Quiere poner la denuncia?”. No le respondo. Los miro en silencio, como hace alguien que sabe que está siendo tomado por tonto. “Si no quiere que lo ayudemos, entonces jódase”, dice y me dan la espalda.
Mientras los veo alejarse una tonelada de adolorida tristeza y desamparo infinito me aplasta contra el volante que abrazo. El dolor de recodar que solo en Caracas han ingresado a la morgue de Bello Monte, en lo que va de año, 2.900 cadáveres de venezolanos asesinados. Que en el año 2013 murieron en las mismas condiciones, la mayoría abaleada, 25.000 personas. Y que en los catorce años de gobierno rojo el acumulado de asesinatos asciende a 200.000.
Veo la espalda de los cuatro pusilánimes de uniforme verdinegro y pienso que los venezolanos de estos tiempos somos unos desamparados. Que no tenemos un Estado que nos garantice el derecho a la vida. Ni policías que nos protejan. Jueces que castiguen a los criminales. Cárceles dignas donde se les reeduque. Pienso, de acuerdo a la propaganda oficial, que lo único que tenemos es patria. O muerte. O, mejor, patria y muerte.
Tulio Hernández
hernandezmontenegro@cantv.net
@tulioehernandez

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domingo, 15 de junio de 2014

TULIO HERNÁNDEZ, DE ESBIRROS, JUECES, CONTRALORES Y PAPEL

Lo he dicho otras veces. Las dictaduras militares producto de golpes de Estado actúan como el zarpazo del tigre. Son sorpresivas. Estridentes. Sangrientas. Matan sin piedad. En cambio, los neo autoritarismos o los totalitarismos en la era de Internet lo hacen como la leyenda de la boa constrictor .Envuelven a la víctima y la asfixian lentamente. Gradúan el tiempo y el esfuerzo de los apretones. Pero al final, si no hay una fuerte reacción, igual matan. Sin piedad.

Este último, según contó alguna vez Sergio Ramirez, fue el guion que Fidel Castro le vendió a los sandinistas primigenios. Pero los sandinistas de entonces no quisieron comprarlo y llevaron a Nicaragua a la guerra de los 28 mil muertos. En cambio Hugo Chávez, asimilando aquella experiencia, con un Estado omnipotente y una cartera rebosante de dólares, lo asumió y desarrolló con maestría hasta el día impreciso cuando salió de la película.

El teniente coronel de Sabaneta aplicaba el método sagazmente. Por ejemplo, como le molestaban profundamente los dirigentes opositores exitosos, trataba de sacarlos de juego para siempre. Pero en vez de hacerlo como Trujillo o Somoza, usando policías de lentes oscuros, recurría a funcionarios públicos - jueces y contralores eran sus predilectos-para que hicieran “legalmente” y sin sangre, ni escrúpulos, el trabajo sucio que en los modelos totalitarios precedentes se le encargabaa los esbirros.

A Henrique Capriles, antes de ser candidato presidencial de la MUD, lo encarcelaron arbitrariamente en 2004. A Manuel Rosales le ocurrió al revés, luego de ser candidato, tuvo que auto exilarse en Lima en 2007 huyendo del carcelazo al que Sabaneta públicamente lo condenó. Pero fue Leopoldo López el dirigente con quien el presidente rojo se ensañó con mayor ferocidad.

Culpa de las estadísticas. Cuando se preparaba a competir por la Alcaldía Metropolitana de Caracas, las encuestas predecían 75% a favor de López en intención de voto, ganando además en zonas populares de la ciudad, incluyendo Catia y el 23 de enero, lo que significaba, para decirlo en madurismo, que “el burguesito subía cerro” y les iba a propinar una paliza electoral en su propio terreno.

Pero lo que definitivamente sacó de sus casillas al Jefe Único, quien durante largos años había punteado solitario en las encuestas, fue el hecho de que, por esos mismos días, López se escapó del pelotón y lo superó con varios puntos por arriba en los niveles de agrado entre los electores.

Para la más grande vanidad que haya habitado en Miraflores aquello fue una ofensa. Un golpe bajo. Una dolorosa advertencia de que él, el Jefe único, no era un Dios del Olimpo sino un ser humano más, un mortal, que como cualquiera podría ser desplazado en el afecto de las multitudes.

A partir de ese momento la eliminación política de López quedó decretada. Ya colocado en el paredón, el primer encargado de dispararle fue el Contralor General de la Nación, un hombre de apellido Russian quien, en un obvio y grotesco abuso de poder, ordenó la inhabilitación política de López dejándolo fuera de juego por 12 años en los que no pudo aspirar a ningún cargo público.

Pero López no murió políticamente. Se dedicó a recorrer el país. Creó una nueva organización política y se convirtió en el líder de La Salida, una propuesta que divide opiniones en la oposición democrática, pues apunta a intentar reducir el espurio mandato de Nicolás Maduro a través de una mezcla de legítima protesta callejera con recursos constitucionales. Ahora lo han mandado de nuevo al paredón. Esta vez ha disparado una mujer, irónicamente llamada Adriana López. Violando la razón jurídica lo deja en la cárcel junto a dos estudiantes absolutamente inocentes. Como él.

Russian ya murió. Leopoldo saldrá con más vida política aún. Adriana López será recordada como heredera de Pedro Estrada, como la jueza que en un país en crisis de papel, en horas de la madrugad, asustada y bajo presión, se vio obligada a arrancar algunas páginas de la Constitución.

Un tigre anda suelto.

Tulio Hernández
hernandezmontenegro@cantv.net
@tulioehernandez

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domingo, 18 de mayo de 2014

TULIO HERNÁNDEZ, DESDE LEJOS

Desde lejos, Venezuela se ha convertido en un sufrimiento. Un dolor. Una urgencia. Una parte adolorida y distante del corazón. Al menos así ocurre para una buena parte de los venezolanos establecidos en el extranjero que tienen una posición crítica ante el régimen rojo y militar.

Para quienes vivimos dentro el país es también, por supuesto, una angustia. Motivo de pesadumbre y convocatoria a la acción. Pero desde lejos la sensación se hace compleja. La incertidumbre y la obsesión por informarse aumentan y el pesar, combinado en algunos casos con ataques de culpa, pesa tanto como la impotencia. Al menos eso es lo que pude percibir por estos días cuando he tenido la oportunidad de conversar con diversos grupos de venezolanos que, por diferentes razones, se han radicado en España.

Lo primero que impacta es el número. Nadie sabe con exactitud cuántos son, pero es cada vez más frecuente tropezarlos al azar o saber de amigos, alumnos o compañeros de trabajo de otros tiempos que hace rato viven en Madrid, Cataluña o cualquier otro lugar. Los hay con papeles o sin ellos y algunos, como los hijos de españoles que han regresado al lugar de origen familiar, con doble nacionalidad. Hay muchos profesionales, unos con trabajos estables, otros subempleados, profesores universitarios, médicos, abogados, pero también, y venciendo viejas tradiciones nacionales, empresarios exitosos, mesoneros, cajeros de tiendas y hasta con un guía turístico tropecé.

El incremento de la conflictividad del país los ha hecho cambiar. Personas que conocí acá años atrás absolutamente desligadas de la política hoy son activistas de diferentes organizaciones que existen por toda España. Recientes unas, y otras, como la Plataforma Democrática de Venezolanos en Madrid, con largos años de existencia haciendo trabajo opositor. Amigos antes reacios a los símbolos nacionalistas hoy portan entre sus ropas aunque sea un pequeño distintivo tricolor. La mayoría confiesa haberse convertido en predicadores y no pierden oportunidad para explicarles a amigos, vecinos o al taxista, incluso sin que les hayan preguntado, qué está pasando en Venezuela y a qué tipo de régimen totalitario nos enfrentamos.

Y, como ocurre dentro del país, también hay tendencias y conflictos entre partidos y bandos que apoyan o se oponen, unos al diálogo, otros, a la protesta violenta. En las redes sociales se generan agrios intercambios y tuve la oportunidad de presenciar debates entre algunos que, con los ojos enrojecidos por un llanto que no querían dejar salir, sostienen que la guerra civil es inevitable, que ya comenzó pero no nos hemos dado cuenta; otros, convencidos de que ahora sí se está instalando una dictadura con todas las de la ley, y quienes esperanzados afirman que, antes de diciembre, Maduró cae y la convivencia entre diferentes volverá. Como antes.

La angustia es grande y compartida. Es imposible sentarse con otro venezolano sin que una buena parte del tiempo se dedique al tema político y, aunque se intente eludir, la figura del presidente muerto se asoma siempre, fantasmal. Algunos, incluso, reconocen que se sienten como los legendarios emigrantes cubanos que llevan ya más de cincuenta años en Miami hablando día y noche de la isla de la que fueron echados y del criminal de Fidel.

A comienzos de la semana me conseguí con un trío, dos mujeres y un hombre, que salían de ver Azul y no tan rosa, la película venezolana que obtuvo recientemente el Premio Goya. Tenían los ojos blandos de quien acaba de llorar. Y así era. Me contaron que al momento de la secuencia del viaje de los protagonistas a Mérida, mirando los paisajes de los valles de Aragua, los llanos y las montañas andinas, se descubrieron llorando amargamente y, lo más impactante, que en la sala había otras personas llorando igual. En la salida se reconocieron, otros venezolanos, y se saludaron solidariamente.

De regreso, ya sentado en el avión, cierro los ojos, recuerdo sus rostros y pienso que, de lejos, tu país puede ser también un mal presagio. Una razón para llorar.

Tulio Hernández
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sábado, 29 de marzo de 2014

TULIO HERNÁNDEZ, LA PAZ DE LOS VIOLENTOS

Nada tan amenazante como la palabra paz cuando es pronunciada desde el seno de poderes autoritarios. Cuando nace colgada, como etiqueta, del cañón de los fusiles. Y cuando, por tanto, no es bálsamo amable para la convivencia sino contención tramposa de la protesta social.

La dictadura de Juan Vicente Gómez pregonaba: “Unión, paz y trabajo”. Los jóvenes de la Generación del 28 respondían irónicamente: “Unión en las cárceles, paz en los cementerios, trabajo en las carreteras”. Orwell, el gran escritor británico, comprendió a tiempo la relación enfermiza entre poder totalitario y prédica de paz. Para ilústralo dibujó, en 1984, una de sus lúcidas ficciones, un gobierno sofisticadamente omnipotente que contaba entre otros con el Ministerio del Amor, que se ocupaba de la tortura y de reeducar a los miembros del partido y el Ministerio de la Paz, que se ocupaba de la guerra.

Por eso no hay que extrañarse de que ahora, en el momento justo cuando la cúpula que mal gobierna el país se ha quitados los restos de máscara democrática, optando por la represión de masas y la persecución policial a la disidencia política, el núcleo del discurso oficial sea el de la paz, el diálogo y el ¡amor!

Una élite política que hizo su entrada en la escena pública metralleta en mano, escupiendo fuego, sembrando de muerte las calles de Caracas; cuyo líder único ofreció en su primera campaña freír en aceite hirviente la cabeza de sus adversarios; que estímulo la creación de grupos de civiles dedicados a golpear opositores e incendiar sedes de medios y oficinas de partidos democráticos; que hizo de un gesto –la mano derecha, ellos, asestando un puñetazo en la palma de la otra, los opositores– el leitmotiv de otra campaña; que redobló tambores de guerra en la frontera con Colombia y uso los lemas “Patria, socialismo o muerte” y “Rodilla en tierra” como consigna obligatoria entre militares y seguidores del PSUV; y que por estos días ha hecho una de las más grandes, crueles, implacables e inconstitucionales operaciones de represión sangrienta a escala nacional que recuerden los venezolanos; un grupo humano con semejante prontuario es el que viene ahora a convocar a la paz, el diálogo y ¡el amor!

“Tarde piaste pajarito”, hubiese dicho el presidente Luis Herrera. Llegas a mi casa, pateas a mi familia, destrozas la vivienda, me encarcelas sin debido proceso, ofendes la memoria de mis ancestros, persigues y mandas a la clandestinidad a mis iguales, asesinas mis a copartidarios y después de darme dos bofetadas y escupirme en el rostro me dices con la sonrisa de quien jamás ha emitido una ofensa ni un agravio: “Hermano, yo lo que quiero es paz”.

Luego, como me niego a aplaudirte en el acto con presídium que presides, miras a cámara y dices: “Se dan cuenta, esta gente fascista no quiere paz”. Entonces porque pido la palabra, por el derecho que me asiste de ser escuchado, te irritas y, siguiendo aquel verso de Cadenas vociferas: “Recuérdenlo escuálidos mariconsones y escuálidas prostitutas jineteras: Cuando dialogo no quiero que nadie me interrumpa”.

El presidente muerto, en sus tropelías, corría la raya amarilla, pero jamás la cruzaba sin regreso. Sus herederos, menos diestros, la cruzaron sin más. Partidos perseguidos; dirigentes encarcelados; autoridades elegidas despojadas ilegalmente de sus cargos; una treintena de muertos; grupos paramilitares sembrando el terror; centenares de presos políticos en cárceles comunes; hogares allanados; jóvenes torturados, robados y ultrajados por agentes del orden; pueblos y barrios asfixiados militarmente por tropas de guerra, inauguran un nuevo país.

No hay paz ni en los cementerios, donde los entierros se vuelven actos de protesta. Diálogo, ni siquiera entre los guardias nacionales poniéndose de acuerdo para elegir quién golpea primero al detenido o quién se queda con el celular. Tal vez si haya amor entre Nicolás y el pajarito en el que viaja el ectoplasma de Hugo Chávez. El poder está desnudo. La inocencia, un espejismo que aumenta la lista de escasez

Tulio Hernández
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viernes, 27 de septiembre de 2013

TULIO HERNÁNDEZ, LA MINISTRA PRISIONERA

Mentía con absoluta naturalidad. Sólo le faltó decir que los menús los diseña un día Sumito Estévez y el otro Helena Ibarra. Que los nuevos uniformes son creaciones de Carolina Herrera. Y que los presos pueden ahora escoger para sus confortables habitaciones entre camas con colchones ergonómicos o coloridas hamacas de Tintorero con diseños heredados de don Sixto Sarmiento.

Claro que no dijo presos. Ni reclusos. Ni reos. Dijo “privados de libertad”. Porque Iris Varela, la ministra de Prisiones, como el resto de la cúpula roja, cree que, al nombrarlas de otro modo, las cosas y las personas, automáticamente, modifican su naturaleza. Cree, por ejemplo, que si a una patrulla policial la llamas “auto de detención”, el vehículo adquiere un no sé qué constitucional que le quita el aire represivo propio de los gobiernos de la “extrema derecha”.

Por eso la ministra, a eso de la 1:00 de la tarde del pasado lunes, desde un estudio de la nueva Globovisión, comenzó a explicar las grandes mejoras que la “revolución” ha traído a los privados de libertad. Dijo que ahora se vestirían con bellos uniformes: fucsia las “privadas”, amarillo “los privados” y rosadito suave los menores de edad. Ni Hola lo hubiese dicho mejor.

También dijo que gracias a lo que denominó “Un Nuevo Orden Penitenciario”, inaugurado bajo su gestión, ahora los privados y las privadas no tenían armas en las prisiones o, mejor, en los “centros de privación de libertad”. Dijo que en las cárceles ya no había pistolas, fusiles, ametralladoras o granadas como antes. Salvo en manos de los guardianes. Casi que podía jurar que todo eso eran cosas del pasado y sólo le faltó agregar que en las últimas requisas lo único peligroso que habían incautado había sido un inocente cortauñas.

Pero lo más deslumbrante, lo más Disney World de la tarde, ocurrió cuando la ministra dijo que ahora cada recluso se levanta de madrugada con el toque de diana, ordena su cama, dobla las sábanas y deja todo impecable, como si fueran cadetes. Así exactamente dijo entusiasmada: “Igualito que un cadete”. Porque queda claro que en una mentalidad cívico-militar lo mejor que le puede pasar a un privado de libertad es parecerse a un cadete. Y a la inversa.

La ráfaga fantasiosa era tan aplastante que el entrevistador, el destacado periodista y buen amigo Vladimir Villegas, lucía desconcertado. No se sabe si seducido por los cuentos de hadas o abrumado ante tanto engaño y autohipnosis. Lo cierto es que no puso en práctica, al menos en lo que vimos, lo que suele hacer el periodismo crítico. No recurrió a una segunda opinión del tipo: “Pero, ministra, el Observatorio de Prisiones que dirige Humberto Prado informa todo lo contrario”. O a la fuerza de los hechos: “¿Cómo se explica entonces que hace menos de un mes en la cárcel de Sabaneta murieron seis reclusos en una balacera de diez horas?” o “¿Ministra, por qué el Gobierno esperó tanto para iniciar esta maravilla, por qué permitió tanto sufrimiento humano, maltrato y lesión a los derechos humanos los catorce años anteriores?”.

Pero la realidad es terca. Supera la ficción y suele ser más contundente que la mentira. Mientras la ministra dibujaba pajaritos en el aire, en la misma cárcel de Sabaneta comenzaba una macabra situación de enfrentamiento armado entre privados de libertad. Un tiroteo descomunal que duró 24 horas.

El “Mocho” Edwin, uno de los tantos “pranes” que reinan en las cárceles venezolanas, quiso adueñarse del patio central y, como halló resistencia, él mismo y sus pistoleros se encargaron de eliminar a 16 reclusos “enemigos”. Ya en la morgue, a los cadáveres les faltaban brazos, piernas y hasta corazones que les fueron mutilados con cuchillos.

Tres días después nadie, ni la ministra que miente, ha explicado lo ocurrido. Nadie sabe con exactitud si los muertos habían estrenado o no los nuevos y lindos uniformes amarillos. ¿A quién le importa? El martes, para hablar en chavisñol, amanecieron “privados de vida”. Y eso, hasta nuevo aviso, es irreversible.

@tulioehernandez

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domingo, 9 de agosto de 2009

*UNA VIOLENCIA OFICIAL, TULIO HERNÁNDEZ , EL NACIONAL / ND, AGOSTO 9, 2009

El mejor indicador de los principios morales sobre los cuales se sustenta el movimiento político impulsado por el teniente coronel Hugo Chávez, desde su aparición en escena la noche del fallido golpe de Estado de 1992 hasta el presente, lo encontramos en el uso recurrente de la violencia física oficiada por grupos de civiles armados y uniformados de rojo contra venezolanos, también civiles pero desarmados, que no comparten sus posturas ni sus prácticas políticas.

No deberíamos olvidarlo.

Porque de esta época oscura, en la que el teniente coronel ha logrado sacar a flote lo peor acumulado en el inconsciente colectivo de una parte de la población el resentimiento social, el odio de clases, el desprecio por la ley, el uso de la fuerza bruta como intimidación algún aprendizaje, decisivo para un futuro de convivencia pacífica, debemos extraer.

Lo peor es que nos hemos acostumbrado. Ya casi nos parece normal que un grupo de camisas rojas, en estado de histeria colectiva, con el propósito de hacer “justicia popular” (así lo llaman ellos) por su mano propia, tome por asalto una televisora o una planta de radio, destroce sus equipos, dispare contra su fachada y lance bombas lacrimógenas sin importarle los niños o las mujeres embarazadas que se encuentran en la sede.

Ya forma parte del paisaje que otro grupo similar, siempre uniformado, siempre de camisas, gorras e incluso pantalones rojos entre a sangre y fuego en la sede de una alcaldía o una gobernación ganada en elecciones justas por factores de oposición y en otro acto de “justicia” queme las computadoras, incendie los muebles, apalee sin piedad a cuanta persona intente hacerles frente e, incluso, como ocurrió en la sede de la Alcaldía Metropolitana de Caracas, condenen en un “juicio popular” a un funcionario e intenten colgarlo de no mediar la autoridades.
Así fue desde el comienzo.

Primero en el lenguaje, después en los hechos. La oferta de “freír la cabeza” de los adecos en gigantescas pailas de aceite hirviendo, realizada por Hugo Chávez al final de su primera campaña para las elecciones presidenciales, no era como creímos algunos una mera metáfora electoral.
Había transcurrido pocos meses de su juramentación como Presidente cuando turbas oficialistas, claramente organizadas y entrenadas, comenzaron a agredir de manera sistemática, en los accesos al Palacio Federal, a los diputados de oposición que asistían a las sesiones del, por entonces, Congreso Nacional. Al comienzo eran sólo insultos, escupitajos y apedreamientos. Luego pasaron a los golpes y así hasta que un día le fracturaron la mandíbula a un diputado de Acción Democrática con un tubo que un exaltado hizo atravesar por el vidrió del automóvil.
Después vino la llamada “esquina caliente”, en la Plaza Bolívar de Caracas, desde donde los oficialistas más tarde nos enteraríamos de que eran asalariados del alcalde Juan Barreto­ abucheaban, perseguían o le entraban a pescozones a cuanta persona con algún tufillo de “oligarca opositor” transitara por el sitio. Años después, la prensa internacional hizo circular la fotografía del motorizado aquel, ahora ya sí de franela roja, que con toda frialdad se baja de su moto, saca su pistola y dispara contra un grupo opositor que protestaba por lo que consideraban un fraude electoral. Del otro lado resultaba muerta una señora, cuyos familiares y amigos todavía recuerdan colocando flores en el lugar donde cayó.

El Presidente casi nunca dijo nada. Una sola palabra de su parte hubiese detenido de inmediato la espiral de violencia roja. Ya sabemos que sus seguidores le veneran y obedecen como a un Dios. Pero no lo hizo. Silencio cómplice.

Ahora, con la popularidad en decadencia, conflictos internacionales por doquier, manifestaciones de protesta a lo largo y ancho del país, trata de protegerse enviando a prisión a Lina Ron, la conductora de los ataques violentos por todos conocidos contra la sede de Globovisión. Es lo correcto, pero no le creemos. Son diez años viéndolo actuar. Es como si el dueño de un perro feroz, a quien él mismo entrenó para atacar, sacara la pistola y amenazara con matarlo por morder a un transeúnte. El presidente Luis Herrera, que en paz descanse, hubiese dicho: “Tarde piaste, pajarito”.

hernandezmontenegro@cantv.net

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