
Los quehaceres prototipo de político, ese sin
respeto por la dignidad humana u honradez, siempre han agitado la invectiva de
quienes somos escritores. También atribulan a sociólogos e historiadores no
plexos por paga mercenaria, que nunca a psiquiatras por cuanto suelen ser
compasivos. En algunas de mis novelas y cuentos, el agrio discurso contra ellos
casi alcanza la categoría de «tra[u]ma central». Sin embargo, tras la
intervención de mi «juicio» en la disputa del narrador omnisciente en el cual
irgo contra la «herencia histórica» o «suceso del inmediatismo» social, la
plenipotenciaria «ficción» desenlaza el nudo de horca presente en el ejercicio
de pendenciero/hacedor de Literatura: obcecado, siempre, por inmiscuirse en las
riñas domésticas de una nación.
Los hechos que, repetidamente, la «Historia
Universal de Iniquidades» registran, prohíben a los novelistas y cuentistas
fijarnos límites fundamentados en la percepción rígida y académica de un
sociólogo. Tampoco somos sumisos ante encíclicas de expertos en comportamientos
enfermizos que, de prisa a veces, sostienen que la demencia es a cada individuo
su propia madre para afirmarse científicos. Pienso, con demasiada frecuencia,
que un gran porcentaje de políticos lo son virtud al desquicio que da cuerpo a
la idea de «salvar un país» cuya nación no sabe que le pertenece bajo la figura
jurídica del «condominio».
Por lo expuesto, soberbios, irrumpen
personajes políticos conocidos como «tránsfugas». El «converso/metamórfico» adquirió notoriedad
durante los tiempos de la Revolución de París (1789), que pudo ser gloriosa sin
necesidad de legitimar las decapitaciones que invalidaron sus propósitos de
progresiva y positivamente transformar Francia: un territorio durante siglos
sometido al yugo de los auto-investidos de sempiternos propietarios del poder y
las finanzas. El «transfuguismo» se sucede cuando alguien, por paga o
preservación de privilegios, se atreve traicionar los propósitos políticos de
un grupo representativo de sectores sociales. Lo hace persuadido que el
adversario es infalible y que su traición es un magnífico negocio.
La «tránsfuga/caca inmunda» que metaforiza al
hombre canalla, esencialmente nada confiable y mucho menos probo, suele secarse
rápidamente: convirtiéndose en un elemento volátil, cuasi gaseoso, muy
peligroso para la salud de los ciudadanos que le confiaron responsabilidades.
Esa clase de sujetos jamás servirá, con lealtad, ni siquiera a causas criminales.
Por ello, en los patios traseros de mansiones que albergan mafias, cada
individuo es un potencial asesino del otro: donde ninguno tendrá objeciones de
conciencia para exterminar hasta sus progenitores, hermanos y vástagos. Aun
cuando de nosotros provenga, la «tránsfuga/caca inmunda» debe ir a donde
pertenece: a las cañerías o estómagos de escarabajos.
Alberto
Jimenez Ure
jimenezure@hotmail.com
@jurescritor
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