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jueves, 28 de noviembre de 2013

GUSTAVO ROOSEN, AQUÍ SE HABLA DE POLÍTICA

Venezuela está sufriendo muchas formas de desesperanza. Una de las más peligrosas es, sin duda, la que nace de la pérdida de confianza en la política y los políticos. Son muchos los que atribuyen a la política todos los males. De verla con recelo e indiferencia se ha pasado en muchos casos a excluirla como tema de conversación y tratarla con rechazo e, incluso, repugnancia.

Suelen sobrar los argumentos, comenzando por las formas desfiguradas que ella ha adoptado muchas veces. Pocos vinculan el ejercicio de la política al bien común y al interés general. Son más los que la equiparan a corrupción, mentira, demagogia, ambiciones, juego sucio, búsqueda de provecho individual o partidista, promoción de una cultura del adversario como enemigo y del país como botín.

Estas deformaciones han hecho, desde luego, mucho mal a la democracia. Han generado desconfianza en sus instituciones. Han permitido la entrega del poder a los menos capaces, a los más ambiciosos. Han conducido al cambio de los métodos del diálogo por los de la imposición, de la búsqueda del bien común por el provecho personal. El abandono de la política o su desfiguración ha conducido a las desviaciones de la violencia, el abuso, el caos, la arbitrariedad. La pérdida de calidad y autoridad en los líderes ha dado lugar a la pérdida de su credibilidad y legitimidad y, en consecuencia, al debilitamiento de la gobernabilidad.

Son estas desviaciones las que han dado impulso a una corriente de antipolítica, frente a la cual podría argumentarse que la política está en todo, que es inherente a la vida en sociedad, que su negación solo daría la razón a Arnold Toynbee cuando decía: “El mayor castigo para quienes no se interesan por la política es que serán gobernados por personas que sí se interesan”. Sentado el rechazo a una política convertida en arte de la utilidad, la intriga, la corrupción, el desafuero, es preciso afirmar que el desprecio y el abandono de la política producen siempre más males que bienes. “Sembrando antipolítica no cosecharemos democracia”, ha escrito recientemente Luis Ugalde, y tiene razón.

En los momentos que vivimos, es importante rescatar el valor y la dignidad de la política definida por el expresidente checoslovaco Vaclav Havel como: “…Una de las maneras de buscar y lograr un sentido en la vida; una de las maneras de proteger y de servir a este sentido; como moral actuante, como servicio a la verdad, como preocupación por el prójimo, preocupación esencialmente humana, regulada por criterios humanos”. Vista así, lejos de ser un simple ejercicio burocrático, la política recupera su dignidad como instrumento para servir, unificar, dialogar, organizar, construir consensos, progresar como sociedad.

Que la política sea así depende de los ciudadanos, pero sobre todo de los políticos. Desde esta perspectiva, el político –el buen político– es fundamentalmente un servidor de la comunidad, un conductor creíble y honesto, honrosa posición comparable en la entrega a la mejor visión del sacerdocio. Pensar así del político es pensar en alguien dotado de coraje, responsabilidad, pasión, coherencia, honradez, honestidad, vocación de servicio. La función del buen político requiere visión, profunda convicción ética, sensibilidad, iniciativa, capacidad para tomar riesgos y responder a los desafíos cambiantes de la realidad. Del líder político se espera capacidad para representar el proyecto común y construir acuerdos, autoridad moral para promover los valores éticos y lograr el compromiso participativo de la sociedad, preparación para enfrentar la realidad, actitud previsora ante los escenarios de amenazas y oportunidades.

¿Tenemos derecho de aspirar a políticos honestos, creíbles y capaces? La buena política a la que aspiramos no se consigue, desde luego, sino con la participación ciudadana, una participación que no puede reducirse al acto de votar. La mejor política necesita de un ciudadano interesado, crítico, consciente de su responsabilidad, dispuesto a exigir pero, sobre todo, a aportar.


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martes, 22 de enero de 2013

CARLOS RAÚL HERNÁNDEZ, HABLA UNA CARICATURA

Los políticos saben que cualquier batido de alas se convierte en un tornado, y evitan lo que pueden
Charles Talleyrand se convirtió en un paradigma del diplomático que marcó el mundo moderno, astuto, sutil, irónico, elegante, con sentido del humor. Su huella personal tan profunda explica por qué los diplomáticos tratan de cultivar, con diferente éxito, las virtudes mencionadas del personaje. Llegó a satirizar incluso al todopoderoso Bonaparte, al tiempo que supuestamente lo elogiaba ("lástima que un hombre tan grande sea tan maleducado"), dejó colar sobre el emperador cuando éste lo calificó de "bola de m... en medias de seda". En la antítesis, Gromicko, famoso por no haber reído jamás en una reunión con representantes de potencias imperialistas.
Pero Talleyrand no sobrevivió en política gracias a la obsecuencia, la baratija intelectual, la chacarrería ni chistes carentes de humor, ni por rendir pleitesía a autocracias indignas y defender iniquidades a contrapelo del más elemental pudor. Corrió riesgos graves y hasta sufrió excomunión por apoyar la Constitución de 1791, y luego lo expulsaron de Inglaterra en 1794, aunque era un refugiado que huía del gobierno francés. No se sumergió en aguas ruines, ni chapoteó en lagunas de oxidación. Tenía ingenio, pero también honradez. Un ser humano.
En 1805 renuncia enérgicamente a la Cancillería por oponerse al empeño de Napoleón de declarar la fatal guerra a Austria y Rusia, que le costó la vida al imperio. Sobrevivió a varios regímenes, no por obsequiosidad, sino por un talento para decir cosas lacerantes pero simpáticas y profundas que fogoneaban los errores de los gobernantes que sirvió: "más que un crimen es una estupidez", dijo del ajusticiamiento revolucionario de un poderoso noble.
El manierismo puede definirse como la imitación de un sentimiento o pasión, pero tan antinatural y exagerada que se convierte en amaneramiento (de allí su nombre) el mal gusto, degradación estética, rastacuerismo. El mundo de la diplomacia pertenece a todo tipo de performances. 
Venezuela tiene una versión manierista de Talleyrand. Se llama Chaderton. Finge cultura pero articula lugares comunes. Quiere hacer ironías y no logra más que obscenidades. Quiere demostrar inteligencia y le sale espuma. Se le va el tiempo en fingir una voz de barítono que le debe producir, al final, un terrible agotamiento.
Amenaza con dagas florentinas y termina con cuchillos de carnicero. Sus exhibiciones de falta de conocimientos, rusticidad y poca competencia hacen sentir terrible vergüenza cada vez que abre la boca. Acarició la fortuna de las antesalas puntofijistas. Treinta años de los cuarenta de democracia disfrutó el mundo, y también se caracterizó entre sus colegas por la particular propensión a lamer la planta de los pies, cargar maletines, hacer antesalas, soportar humillaciones y elogiar públicamente manos que, a veces, lo abofeteaban. Más que por sus destrezas diplomáticas fue conocido por esas habilidades a la sombra. Toda su agridulce vida deambuló en medias de seda entre el fru-fru de los ágapes diplomáticos.
El suicidio del poder (2012). Es el nuevo libro del reconocido periodista Juan Carlos Zapata que con prólogo que firma el brillo latinoamericanista de Alvaro Vargas-Llosa, se une a la ya larga serie de títulos del autor que nos ofrece una perspectiva extremadamente aguda e interesante de las entretelas del proceso político actual. Su hipótesis es sugerente, la autodestrucción del poder, de los poderosos, y recorre diversas situaciones en las que se aprecian esas dinámicas. Maquiavelo insiste en la paradoja: no importa cuáles ni qué tan buenas sean sus intenciones, a los malos que no saben de política las acciones se les revierten y los resultados los aplastan.
El caso Carmona Estanga, un excelente hombre y gerente, es una demostración. Con los mecanismos en el bolsillo, la ignorancia del poder no excusa su cumplimiento y se le fue como agua entre los dedos. La antipolítica consiste, más allá de odiar a los que ejercen, en la incomprensión estructural de la política, la acción más compleja que puede realizar el hombre, y el intento de reducirla a la linealidad de la vida cotidiana. Carmona y su círculo actuaron como gerentes: parlamentarios, gobernadores, etc., "no sirven para recuperar el país conforme lo entendemos y los despedimos", como en una empresa privada ¡Prestaciones y a la calle! Los políticos saben que cualquier batido de alas de mariposa se convierte en un tornado, y evitan lo que pueden.
@carlosraulher

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