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sábado, 27 de septiembre de 2014

MARIO VARGAS LLOSA, TRES HURRAS POR ESCOCIA

El sentido común con el que han votado los escoceses por permanecer en Reino Unido debería servir para contrarrestar esa movilización irracional que quiere desandar la historia

Me pasé casi toda la noche entre el 18 y el 19 de septiembre prendido del televisor y, raspando las seis de la mañana, cuando la BBC pronosticó que el no a la independencia ganaría el referéndum por más del 10% de los votos, me puse de pie y, en la soledad de mi escritorio, lancé tres estentóreos hurras por Escocia.

Viví muchos años en Gran Bretaña, que me sigue pareciendo el país más civilizado y democrático del mundo, y estaba convencido de que la desaparición de esa nación de cuatro naciones que es el Reino Unido hubiera sido una catástrofe no sólo para Inglaterra y para Escocia, sino para Europa, donde aquella secesión hubiera alentado los movimientos separatistas e independentistas que pululan por toda la geografía europea —en España, Italia, Bélgica, Francia, Polonia, Letonia y varios más— y que, de prevalecer, darían un golpe de muerte a la Unión Europea y retrocederían al continente que inventó los derechos humanos, la democracia y la libertad a la prehistoria de las tribus, las fronteras y el ensimismamiento cultural. La sensatez con que han votado los escoceses en este referéndum debería servir para contrarrestar en algo esa movilización irracional que, en el siglo de la globalización y la lenta desaparición de las fronteras, se empeña en desandar la historia y enjaular a los ciudadanos en prisiones artificialmente fabricadas por el victimismo, la falsificación histórica, la demagogia y el fanatismo ideológico.

Se pensaba que, como en esta consulta votaban por primera vez los jóvenes de 16 años, y los adolescentes suelen ser proclives a la novedad y la aventura, el independentismo atraería mucho voto juvenil. No ha sido así; los sondeos son bastante explícitos: en casi todas las edades la inclinación por una y otra opción ha sido muy semejante, lo que significa que el realismo y su contrario —la sensatez y la insensatez— están parejamente repartidos en el mundo de los filósofos que trajeron la Ilustración a la tierra de Shakespeare. La voluntaria integración de Escocia en Gran Bretaña hace más de tres siglos no la ha privado de fuego creativo propio —intelectual y artístico— y su contribución en este campo a la cultura de lengua inglesa ha sido enorme. Y sin duda lo será más todavía ahora que, como resultado de esta confrontación electoral, gane mayor autonomía y manejo de sus propios recursos (aunque, digamos de paso, lejos todavía de los que disponen en España las regiones y culturas locales).

He estado varias veces en Escocia, pero la que recuerdo con mayor gratitud y nostalgia fue la del año 1985, cuando recibí la más original invitación que pueda recibir un escritor. El Scottish Arts Council me proponía un fellowship, creado en homenaje a Neil M. Gunn, que me obligaba a dar dos charlas, una en Glasgow y otra en Edimburgo, y algunas entrevistas. Pero luego, el mes siguiente, me alquilaron un coche y me dejaron solo por cuatro semanas, vagabundeando por las tierras altas (Highlands), islas y aldeas pesqueras, bosques, castillos, albergues que parecían fuera del tiempo y de la historia, encajados en la literatura y la fantasía más febril, un mes que me pasé leyendo las novelas del simpático Neil M. Gunn, como The Silver Darlings y The Silver Bough, que me recordaban mucho la literatura regionalista latinoamericana, en la que el paisaje estaba a veces más vivo que los seres humanos y cuyas páginas transpiraban una pasión ardiente por las costumbres y ritos ancestrales.

Mi memoria conserva muy fresca esa maravillosa experiencia, sobre todo las pensiones familiares a la orilla de los lagos o en el fondo de los bosques, y sus desayunos opíparos con pescaditos frescos, panes recién horneados y mermeladas hechas por la dueña de la casa. Era octubre, el otoño doraba los árboles y las hierbas de las despobladas planicies, y, como al anochecer comenzaba a hacer frío, la matrona de uno de esos albergues me entregó con la llave de la habitación una botella de agua hirviendo para calentar la cama. Nunca había sido muy afecto a los pubs londinenses, pero en esa excursión por la Escocia profunda visité muchos, por la fantástica atmósfera que reinaba en ellos y sus parroquianos que parecían escapados de novelas góticas y que, sentados junto a chisporroteantes chimeneas, fumaban en pipas de mar y se emborrachaban con cerveza ácida o whisky tibio y cantaban canciones en un inglés que parecía (o era) gaélico.

En casi todas las edades la inclinación por una y otra opción ha sido muy semejante
En ese viaje pude visitar, en Edimburgo, la casa natal de Robert Louis Stevenson. Era una casa privada, no un museo, pero la dueña, una señora muy literaria y muy amable, me la mostró acompañada de mil anécdotas, me invitó a una tacita de té con galletitas y, al despedirnos, me puso en la mano un regalo que resultó nada menos que una edición antigua de las poesías completas de Stevenson.

Tuve menos suerte con Adam Smith. Yo quería llevar unas flores a su tumba y la oficina de turismo, en Edimburgo, me aseguró que estaba enterrado en Greyfriars Kirkyard, cementerio en el que reposan toda clase de personalidades eminentes, además de Bobby, un perro famosísimo porque, al parecer, no se apartó ni un solo día, durante 14 años, de la tumba de su dueño. Me pasé toda una mañana buscando la lápida de Adam Smith, y, por supuesto, nunca la encontré, porque los huesos del ilustre pensador (a quien hubiera horrorizado imaginar que la posteridad lo llamaría un “economista”) reposan en realidad en el cementerio de Canongate, junto a la iglesita de la entrada.

El 'sí' habría dado un golpe de muerte a Gran Bretaña y atizado otras expectativas nacionalistas
Viajé también a Kirkcaldy, donde Adam Smith nació y donde, a lo largo de siete años, junto a su madre, escribió Una investigación sobre la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones (1776), un período que recordaría luego como el más feliz de su vida. El trencito que me llevó de Edimburgo a Kirkcaldy serpenteaba a orillas de un mar bravo, pero hacía sol y cuando llegué a su ciudad natal no parecía otoño sino un alegre y luminoso día de verano. Smith era un solterón muy distraído, propenso a ensimismarse, y, alguna vez, una diligencia tuvo que recogerlo en medio del camino porque, absorbido por sus especulaciones intelectuales, se había ido alejando insensiblemente varias millas de la ciudad. Esta visita fue más bien decepcionante, porque la casa de Adam Smith había desaparecido hacía tiempo y sólo quedaba de ella un pedazo de pared con una inscripción alusiva. Y en el museo de Kirkcaldy —hasta donde recuerdo— sólo encontré del más ilustre nativo de esta ciudad una pipa, una pluma de ganso, unas gafas y un tintero.

Varias veces he vuelto a Escocia desde entonces, al Festival de Edimburgo, por ejemplo, a ver teatro o a hacer lecturas, y a su bella universidad, donde conocí a un gran hispanista, escocés y pelirrojo, con el que hablamos de Tirant lo Blanc, y que, en el curso de una cena, me hizo esta confesión extraordinaria: “Cada vez que explico a Góngora, me pongo cachondo”.

En esta larga noche del referéndum, estos y otros recuerdos se han actualizado en mi memoria, acompañados de un sentimiento de congratulación. Si, seducidos por la simpatía innegable y los argumentos en apariencia inofensivos de Alex Salmond, el ministro principal de Escocia y paladín de la independencia, los escoceses hubieran votado por el sí, hubieran precipitado una crisis de tremendas consecuencias. Habrían dado un golpe de muerte a Gran Bretaña, reduciendo en poderío e influencia internacional a uno de los países más firmemente comprometidos con la causa de la libertad en el mundo, y atizado de manera decisiva las expectativas soberanistas de galeses y norirlandeses, además, por supuesto, de dar impulso y aliento a quienes, en Cataluña, en el País Vasco, en Flandes, en la fantasiosa Padania, en Córcega, etcétera, aspiran a ser cabezas de ratón y, queriéndolo o no, acabarían con la construcción de la Unión Europea y regresarían a ésta a su pasado fragmentario de rencillas, enconos y guerras sanguinarias. Nada de esto ha sucedido y por eso esta mañana un gran suspiro de alivio ha levantado el ánimo, en todo Europa y buena parte del mundo, a los amantes de la libertad.

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martes, 23 de septiembre de 2014

MIGUEL A. MEGIAS, ELLOS SIN INDEPENDENCIA; NOSOTROS SIN WHISKY

Gracias a la magia de Internet (y a mi buen dominio del inglés) he podido seguir, segundo a segundo, los resultados del referéndum del 18 de septiembre en Escocia. La BBC le dio una excelente cobertura, con varios canales de comentarios, entrevistas y resultados en vivo.

Empecemos por destacar que el conteo de las papeletas fue manual, nada electrónico, como es el estilo cada vez más enredado en Venezuela. No hubo tampoco revisión “biométrica” de los votantes (léase “captahuellas” ), ni nada que entrabara el desarrollo de la votación. Entre el cierre de urnas y el momento de la certificación de datos apenas transcurrieron unas seis horas. Y bien claritas, las cifras iban danzando, tanto para el SI, como para el NO con una descripción detallada de las boletas nulas, que generalmente eran unas pocas (“el elector marcó ambas opciones”, etc.).

Desde los primeros resultados se hizo evidente el triunfo del NO. Better together fue el lema de los que estaban en contra de la secesión de Escocia. Con el típico carácter británico, los líderes del SI, fueron aceptando sin duda ni pasión visible, su derrota. Y los ganadores, aunque jubilantes a ratos, también aceptaron, sin mayores demostraciones emocionales, su triunfo. Un limpio referéndum , con muy amplia participación, que disipó las dudas sobre la escisión de Escocia. Una vez más, fair play (juego limpio).

Ahora, los comentaros. Sin duda, había mucho en juego. Una nueva nación estuvo a punto de nacer pero con graves problemas por delante, que parece fue el argumento para el punto de quiebre de los votantes. Una Escocia que estaría fuera de la Unión Europea, fuera de la zona euro y quizás también fuera de la libra. Una Escocia que tendría que establecer sus nuevas fronteras sin la protección del denominado “espacio Schengen” (sin fronteras entre países de la Unión). A mi juicio, un país lleno de esperanzas, para algunos, pero con plomo en el ala, según otros.

Pero no todo está perdido: lo que si parece haber logrado el referéndum es garantizarle más amplias autonomías a los ciudadanos escoceses. Las cuatro naciones que conforman el Reino Unido de la Gran Bretaña (Inglaterra, Gales, Irlanda del Norte y Escocia) han salido beneficiadas, sin duda. Pues al poner el foco sobre los problemas de Escocia, se pone de relieve las carencias autonómicas de cada nación. Y aunque tienen tres administraciones descentralizadas, todavía hay muchas aspiraciones insatisfechas por parte de los parlamentos regionales.

En mi opinión, Europa ha ganado; en vez del potencial desmembramiento de una zona, el pueblo ha votado por una Unión Europea más sólida, con menos fisuras. Muchas de las aspiraciones de Escocia, Gales e Irlanda deberán ahora ser atendidas. Así lo han manifestado tanto los del SI como los del NO. Y así también lo ha sugerido, en su discurso, el primer ministro, David Cameron, refirmado posteriormente por Gordon Brown, por cierto nativo de Glasgow, lider del partido laborista y ex primer ministro de Reino Unido.

Lo peor está ahora por venir, en cuanto a Cataluña de refiere. Precisamente ese 19 de septiembre, fecha en que se hacen públicos los resultados del referéndum en Escocia, en España se viven momentos complicados. El gobierno de Cataluña ha aprobado la ley de consultas que le permitirá a Artur Mas, president de la Generalitat, convocar para el 9 de noviembre un referéndum similar al de Escocia. Según los voceros oficiales, los resultados de la consulta en Escocia no han hecho variar ni lo más mínimo las aspiraciones catalanas independentistas. A diferencia del gobierno de Inglaterra, donde se pactó su realización, en España esa posibilidad parece negada. El gobierno de Rajoy está totalmente en contra de la consulta. Su alegato está fundamentado en la propia constitución española ya que, de haber una consulta para la separación de una parte de España, todos los españoles, y no solo los afectados (catalanes, en este caso) deberían ser consultados. La Moncloa, sede del gobierno de España, prepara su ofensiva frente a la hipótesis de una consulta que, a su juicio, es ilegal y que parece que no permitirían. En semanas veremos o un choque de trenes o en su lugar, algo más razonable: permitir la consulta y confiar en el buen juicio de los ciudadanos residentes en Cataluña.

Desde mi punto de vista, es una torpeza del gobierno negarse tan categóricamente a la consulta, máxime cuando los resultados, según se ha dicho, no son vinculantes. Creemos que los catalanes razonables, que deben ser muchos, inclinarían la balanza hacia el NO, tal como ocurrió en Escocia y así se daría por terminado este capítulo independentista. Y servirá de advertencia, entre otros, a los vascos y gallegos. Nada peor que prohibir algo: más temprano que tarde harán la consulta.

Está bien comprobado históricamente que los nacionalismos no le hacen bien a los pueblos, excepto apelar a las emociones mas primigenias. Un nacionalismo irracional fue el que impulsó a un Hitler a llevar al pueblo alemán a su peor derrota en siglos. Los nacionalismos en los Balcanes condujeron a la muerte y al sufrimiento a miles de ciudadanos, como nos consta. Los nacionalismos en el medio oriente están causando dolor, tristeza y miseria a millones de seres indefensos. No hay ninguna razón para pensar que el nacionalismo catalán será diferente. Ser español y catalán -en el orden que cada quien desee ponerlo- es mucho mejor que ser catalán a secas. Creo que somos muchos los que admiramos al laborioso pueblo de Cataluña, pero eso no les otorga una virtud especial; su separación de España les traería algunos beneficios, tal vez, pero con toda seguridad muchas penurias y todo a costa de sentirse “sóc català”. Finalmente, recordemos una vez más, que fue el nacionalismo de Franco (España, una, grande, libre) lo que nos llevó a una guerra fratricida, un millón de muertes y unas heridas que aún no han sido del todo sanadas.

Los tiempos que se avecinan para los catalanes -y para todos los españoles- prometen ser complicados. La solución propuesta por el PSOE, -una España federal en vez de una España de las autonomías- no parece haber sido acogida por los líderes de Cataluña. Lloverá y escampará -nuestro ex presidente Carlos Andrés dixit- mucho en las semanas y meses por venir. Y al final, esperamos que sea el pueblo -no la clase política- el que salga beneficiado por esta confrontación.

A todas estas, en Venezuela debemos mirar estos acontecimientos con mucho interés. En el fondo, lo que está en juego es el deseo de los pueblos de autogobernarse, la necesidad de autoafirmarse y de utilizar los recursos generados en la región en bien de sus ciudadanos. Como ha dicho un comentarista, "el problema no es que nos den más sino que nos quiten menos". Sentimientos muy similares a los que recurrimos en esta región del mundo, tan bien dotada de recursos naturales y aparentemente tan escasa de talento político. El país atraviesa un empantanado presente y no se avista, en un futuro cercano, salida para el berenjenal en que estamos todos metidos, gobierno y oposición. Los radicales de lado y lado juegan a ganar como en Escocia: todo o nada. La revolución o la contra revolución. Pero a diferencia de Escocia, no hay referéndum a la vista en Venezuela que le ponga punto final a la diatriba.

Entretanto, el whisky, ese regalo de los dioses escoceses que tanto gusta al venezolano -habiendo tan excelentes rones nacionales- parece que va a escasear más que el papel sanitario: dicen las malas lenguas que con la falta de dólares para las importaciones no habrá licores en Navidad. Como dicen los guaros(1): “¡fin de mundo!”.

Veremos.

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Nota: Se llaman “guaros” a los habitantes del Estado Lara, cuya capital es la ciudad de Barquisimeto.

Miguel A. Megias
autonomiaspoliticas@gmail.com
@mmegias

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